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domingo, 25 de noviembre de 2012

ANTES DE LA CIUDADANÍA Y LA HERENCIA DE ROUSSEAU




Por Carlos Valdés Martín

A J. J. Rousseau se le recuerda por su obra a favor de una convivencia democrática, a su vez él se nutrió de la práctica. No resultó una obra pía ni de simples intenciones, lo suyo resultó fundación, a la manera de un Rómulo decapitando a su hermano para que su muralla fuera imbatible. El punto fuerte de él quedó tan sólido que los futuristas deben volver a la mirada hacia allá cada vez que intentan mirar lejos hacia el cambio del poder[1].
A Rousseau lo inspiraron los cantones suizos, en donde las asambleas populares y juntas de notables locales tenían independencia. Cuando él imagina posibilidades y escribe, la situación suiza era una excepción, la regla eran las monarquías absolutas, como las asentadas en Francia, España, Rusia, Prusia, etc. Cuando este personaje escribe sus reflexiones la ciudadanía es más bien una aspiración que una realidad. La mayoría de las ciudades italianas habían perdido su independencia, y estaban hundidas en el recuerdo las repúblicas de Venecia y Florencia, que tanto brillo artístico e intelectual proporcionaron durante el Renacimiento. Los territorios de Flandes libraban crueles guerras para escapar del dominio del imperio español y su victoria parecía precaria. Los suizos se estimaban como un caso singular y apartado, protegido por altas montañas y tratados internacionales que permitían instituciones locales republicanas. En Inglaterra existía ya un régimen mixto, donde bajo la sombra de la corona inglesa florecían importantes libertades civiles. Pero las ideas y prácticas republicanas eran débiles islas azotadas por un tormentoso mar formado por las monarquías absolutas. Los monarcas acaparaban enormes imperios y ejércitos, mientras los pequeños territorios republicanos no representaban ninguna amenaza.

¿Cuál era la situación normal de las personas en ese contexto anterior a la ciudadanía? 
Arriba del 99.9% eran súbditos plebeyos que no gozaban de ningún derecho establecido. A la masa de la población se les llamaba súbditos, porque estaban sujetos a la voluntad arbitraria de los reyes. Instituciones tan retrógradas como el derecho de pernada (la primera noche nupcial para el amo feudal) mostraban la completa arrogancia de los amos. Junto con el monarca mandaba una élite de aristócratas, que tenían privilegios por nacimiento y poseían enormes extensiones de tierras. Junto con las tierras los aristócratas acumulaban derechos de mando y de justicia sobre la población asentada en los territorios de su propiedad. Bajo pena de muerte los campesinos arraigados a la tierra no debían salir de las localidades en las que vivían. También realizar acciones como cortar leña o cazar conejos en bosques reservados para los aristócratas se consideraba un delito gravísimo. Esos mismos aristócratas administraban la justicia sobre sus súbditos, por lo que no se esperarían términos de un “juicio justo” en contra de los amos. La iglesia católica también era parte de la jerarquía aristocrática, por lo que se asimilaba y comportaba semejante a los privilegiados aristócratas.
La situación de la parte más baja de la población era desesperada, sin derechos definidos y, así, no tenía derecho a adquirir elementos para escapar de su posición social. De hecho se consideraba un delito que salieran de su condición social, ya que debían permanecer de por vida en el estamento al que pertenecían[2].
Dentro de este panorama entendemos que la población no tenía condición ciudadana, sino una sometida a servidumbre. No existían códigos de derechos y obligaciones que se respetaran y los derechos de los pobres quedaban al arbitrio de aristócratas que además acaparaban la facultad para juzgar. Incluso, los derechos de los aristócratas ante el rey no estaban bien definidos y solamente en algunos países se contaba con un código legal que delimitara los poderes del Rey.

Pensar en la soberanía del pueblo.
En un contexto de despotismo generalizado, definir derechos para el pueblo resultaba bastante sorprendente y escandaloso. Pero J.J. Rousseau fue más lejos, porque pensó que el único fundamento aceptable era la soberanía del pueblo. En ese contexto resulta completamente escandalosos, porque la Iglesia católica, durante más de mil años había apoyado la teoría de que los reyes tenían un derecho divino a gobernar, lo que dicho más rudamente significa que la Iglesia avalaba sin reservan el privilegio exclusivo a gobernar de los reyes en turno. A los reyes se les avalaba como soberanos, que significa que sobre de ellos no existía ningún poder, sino el de Dios. Y como este poder venía directamente de Dios, cualquier infeliz que se atreviera a querer limitar ese poder del rey en automático era tachado de hereje y cabía perseguirle con la Inquisición. Observando los abusos que se generaron con el sistema de los Reyes es que se ideó el concepto de soberanía popular, la cual significaría que ningún Rey se colocaría por encima de los derechos y la voluntad del pueblo al modo de monarquía constitucional. Dando un paso adelante, a un Estado basado en la soberanía popular se le denomina república y el Rey sale sobrando aunque el texto no lo revele. Este concepto radical le valió tremendos odios y persecuciones a su autor.
La soberanía es el nuevo punto de apoyo de Arquímides, una gran fuerza de sustentación, que por su potencia lógica, es base para un sistema donde cada persona sea ciudadano, es decir, un sujeto de derechos y obligaciones bien definidas. La soberanía del pueblo, implica también que el único sistema político aceptable es aquél donde exista un sistema de representación. Claro, existen diversos sistemas de representación popular, pero la exigencia clave de la soberanía popular implica un sistema de representantes democráticos, que siempre son “encomendados del pueblo” y no son sus amos, conclusión que está diáfanamente expresada en el Contrato Social.

Sistema de derechos y obligaciones legales: consecuencia de la soberanía popular.
La aceptación de la soberanía popular trae muchas consecuencias para el sistema político posible. Existen varios sistemas políticos posibles basados en un principio de soberanía popular, variedad que aquí no abordaremos. Interesa destacar que por variados que sean los sistemas posibles, una consecuencia necesaria es la generación de un sistema legal con derechos y obligaciones, con la aclaración de que tal estructura legal es la aplicación universal de leyes. La ley es una definición de las reglas de comportamiento de sociedad, Estado, grupos e individuos. Un requisito indispensable para sistematizar las leyes es la utilización de la escritura, porque los pueblos antiguos mantenían su especie de leyes, la cuales estaban implícitas o cambiaban imperceptiblemente porque no se escribían como códigos. Ya el Antiguo Testamento, en gran parte, lo descubrimos como el compendio de leyes que aplicaba el pueblo judío y sus motivaciones religiosas para mantener esas normas. Cuando un precepto queda escrito para observancia general y obligatoria, entonces queda convertido en ley.

Bajo el supuesto de la soberanía popular, el pueblo se debe dotar de leyes, pero —por razones prácticas— el demos entero no permanece gobernando y se aceptado a la representación como la fórmula universal. Entonces cualquier gobierno simplemente representa al pueblo. Al representante quien lo nombra también está facultado para desconocerlo. El sistema de leyes tiene un principio, y la primera ley que acepta un pueblo la llamamos constitución, porque es primera piedra del sistema de leyes, la que constituye a las demás. Pero el pueblo y sus gobernantes cambian con el tiempo, así que el representante aceptado en un momento puede ser desconocido después, por tanto no se acepta a gobernantes permanentes.
El sistema legal lo dividimos entre derechos y obligaciones, que son dos lados de la moneda, como el día y la noche, pero inseparables. En la ciencia del derecho se afirma que no existen obligaciones sin derechos y viceversa, lo cual se ejemplifica en los impuestos, que son la carga de obligación típicamente molesta, por lo cual los ciudadanos quedamos constreñidos a mantener al Estado. Luego junto con la obligación impositiva vienen derechos para recibir los servicios del Estado, así como otras consideraciones sobre la claridad en el sistema impositivo y su equidad.

La crisis de la representación, la enajenación de la voluntad popular en sus representantes.
De manera episódica las relaciones entre representados y representantes entran en conflicto, pues en cuanto el gobernante resulta electo usa su libre albedrío para interpretar la voluntad de sus votantes. El gobernante electo es el vicario de una voluntad colectiva, que normalmente no manifiesta de forma directa, porque es imposible reunir a todos los ciudadanos para que se expresen directamente en sus intereses, una verdadera asamblea para reunir a los ciudadanos resulta impracticable. Rousseau reconoce que cuando el pueblo deposita su voluntad en el representante se hace una entrega de algo, que al estar en manos del gobernante cambia de naturaleza, dice que queda esta voluntad “enajenada”[3] en el gobernante. Entonces ya tenemos que el gobernante es quien va decidir en vez del pueblo, cuando está mandatado para hacerlo siempre de acuerdo con el pueblo. Este punto es fuente de continuas contradicciones, porque en las acciones cotidianas de gobierno una parte del pueblo estará de acuerdo y otra no, además de que estas opiniones serán mudables, de acuerdo a intereses y momentos. En una situación afortunada la mayoría de pueblo estará de acuerdo con los actos del gobernante electo y en el peor escenario terminará sintiéndose profundamente oprimido y hasta se sublevará en contra de sus gobernantes. Esto quiere decir que la representación popular puede llegar hasta un punto de crisis total. Por lo mismo, para evitar una crisis total, se instituye una renovación de pacto de entrega de la voluntad popular en sus representantes y se hace un voto periódico. Incluso, algunas constituciones, reconocen un derecho genérico del pueblo para revocar el mandato de sus gobernantes, y modificar en cualquier momento su gobierno. Esto nos haría pensar en un sistema imperfecto de vida política basado en la voluntad popular. Pero debemos preguntarnos si esto es imperfección o la puerta abierta a los cambios. En una sociedad estática podría llegarse a una situación tal en que nunca hubiera contradicción entre gobernados y gobernantes, pero en una sociedad cambiante el movimiento se manifiesta como contradicciones, por lo que la distancia entre pueblo y gobierno es manifestación de los diferentes estratos del cambio de una sociedad. Mediante el disgusto del pueblo con sus gobernantes se abren las puertas al cambio político siguiendo al cambio social.

 Libertad e igualdad naturales como presupuesto del contrato social

Para que exista una soberanía general, un poder supremo existente en el contrato social, que supone Rousseau debió reconocerse una libertad e igualdad primeras. Porque el contrato social es un acto de voluntad colectivo por el cual todos los ciudadanos ponen su grano de voluntad para llegar a un contrato general que los sujeta a todos. Para colocar la voluntad en un contrato formador de una sociedad política esa voluntad de supone libre. Para que se acepte la misma contribución de cada ciudadano dentro de ese pacto social se supone que cada uno es esencialmente igual. Entonces esta visión de pacto social formando la soberanía originaria nos lleva hacia cierto fundamento: libertad e igualdad. Solamente si aceptamos que la libertad e igualdad son propiedad (en el sentido esencial: facultad inalienable) de cada uno de los ciudadanos aceptaremos una visión política de este tipo. Cuando dominaban Europa los reyes y aristócratas lo primero que rechazan es la igualdad ante el resto del conglomerado humano y, la consecuencia, reniegan que la mayoría sea esencialmente libre.
Existen algunas objeciones de matiz sobre el concepto de Rousseau de la libertad e igualdad originaria, que él las explica como una situación emanada de la naturaleza, expresada en la bondad de los primitivos o salvajes que seguían a una naturaleza humana buena, mientras no fueran corrompidos por las costumbres civilizadas. Pero aunque no tengamos un acuerdo con esta visión antropológica de este pensador, aceptamos que dentro de la condición esencial humana yacen la libertad e igualdad. Bajo diversos matices estos conceptos los han defendido muchos pensadores[4].
Faltaría agregar el tema de la fraternidad para encontrarnos con una triada de conceptos en la fundación del contrato social, y la teoría política democrática. Me parece, que la fraternidad es un resultado implícito, ya que el pacto social es la decisión de vivir dentro de una sociedad para el bien general. Esa convivencia que busca el bien de los participantes dentro de la sociedad es otra manera de expresar la fraternidad. Así, que el contrato social mismo es la obra de la fraternidad y la imagen mental que nos invita a crear una sociedad fraternal.

La democracia le parece un sistema excepcional

En sus consideraciones sobre la variedad de sistemas políticos, con sus beneficios y defectos, no se manifiesta defensor acérrimo de la democracia, de hecho le parece un sistema extraño y poco práctico. Lo alaba como un principio muy avanzado, y hasta se permite jugar con sus ventajas: “Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres.”[5] En efecto, le parece que la materia prima que exige el sistema democrático es de un pueblo avanzado, por eso no lo estima muy aplicable. Se le exige que el pueblo esté alerta y no corrompido por el lujo ni por divisiones internas. Además requiere de gran esfuerzo para mantenerse alerta y evitar las disensiones, ya que esta forma de vida política le parece la más agitada, fácil de caer en contradicciones y luchas intestinas. En un sentido estricto, argumento como impracticable la democracia, porque el pueblo tendría que persistir en asamblea deliberando sobre los asuntos públicos[6]. Por lo mismo, imagina que lo practicable es un sistema mixto, lo que ahora llamamos democracia, pero que no es el gobierno directo del populus, sino sistema de representación donde se separa el gobierno del pueblo. Algunos autores han estimado que cuando analizaba el tema tenía como ejemplo a la pequeña comunidad de Ginebra donde vivió, dentro de la cual no existían problemas del gran Estado ni las barreras que obligan a una representación permanente. No confiaba —filósofo astuto— en la representación permanente para instituir una democracia, la estimaba usurpación del derecho natural, lo cual desemboca hacia una paradoja entre el principio radicalmente democrático y la no aceptación de una fórmula democrática practicable. En especial, los representantes del pueblo le parecen fraude, atentado contra las libertades y usurpación del soberano (la voluntad general del pueblo). Al representante lo repele, pues “tan pronto como un pueblo se da representantes, deja de ser libre y de ser pueblo.”[7] Esta interpretación resulta tan radical, que ha emparentado con tesis marxistas o anarquistas y ese parentesco está motivado[8]. Ciertamente, en sociedades de cierta escala esta ausencia de representantes operativas parece impracticable, y el mismo Rousseau estaba consciente de esta dificultad, observando que solamente en la pequeña ciudad los pobladores podían retener la soberanía sin recurrir a representantes[9]. Ciertamente, la experiencia política la ofrecía pocos ejemplos alentadores sobre un funcionamiento excelente de los sistemas democráticos. Le parecía que todos los organismos políticos podían degenerar, y la democracia no era excepción[10]. La esencia del argumento va directamente hacia el sustento de un régimen democrático, pero el autor no quiere inclinar la balanza con argumentos superficiales, recuerda la república romana y su forma para organizar su sistema, posiblemente el ejemplo más notable que unía voluntad popular y cúspide imperial. Sin embargo, los argumentos en contra de la democracia pueden interpretarse como una línea de escape en un contexto hostil. Publicada en 1762 la obra El Contrato Social fue duramente atacada, incluso por los ginebrinos. El clima enrarecido le obliga a refugiarse en Alemania, bajo la sombra de un monarca más tolerante ante su persona. Unas décadas después estallaría la revolución francesa en 1789, mostrando que sus especulaciones traían el germen del futuro más próximo. La forma democrática (que al propio Rousseau le parecía una anomalía en los sistemas de gobierno) pronto se volvió una forma viable (al final triunfante), que abrió cauces a una nueva época, donde cada persona sería reconocida como ciudadano y no como simple súbdito.

NOTAS:

[1] Para concluir su monumental El cambio del poder, Toffler termina recordando El contrato social, Cf, El cambio del poder, p. 537, cuando hace el balance entre la autoridad del Estado, la casualidad y las libertades en un contexto azaroso.
[2] Existe proximidad entre el sistema de servidumbre europeo y el sistema de castas hindú. Cf. ANDERSON, Perry, Transiciones de la antigüedad al feudalismo.
[3] En otro contexto, se liga a la teoría general de la enajenación como la muestra István Mészáros en Teoría de la enajenación en Marx.
[4] También debemos recordar que un perfil de la religión cristiana acepta esa igualdad y libertad esenciales, sin embargo, se mantuvo como un discurso sometido al curso principal. Mucho más importante es aceptación del racionalismo, pues si la Razón es una facultad universal, entonces el saber fundamentará la visión republicana. Cf. DESCARTES, René, Las pasiones del alma. En lugar de un discurso directamente político, el padre del racionalismo se dirigió hacia la micro-política para modificar las pasiones.
[5] El Contrato Social, p. 36.
[6] El Contrato Social p. 36.
[7] El Contrato Social p. 52.
[8] Con el mérito de romper el paradigma, el proletariado de Marx conserva y amplifica las facultades políticas del pueblo soberano de Rousseau, bajo una visión de una meta-soberanía convertida en fundamento del todo social: sujeto auto-constituido-constituyente. Cf.  LUKÁCS, George, Historia y consciencia de clase.
[9] Además existe otro argumento sutil de Hegel al considerar a la libertad reunida, donde una libertad absoluta e instantánea se impone a cualquier otra particularidad (individuo o forma de poder) y la consecuencia es un imponerse que desemboca lógicamente en una figura de terror, como el visto en la Revolución Francesa, donde la asamblea popular decidía la guillotina para los opositores. Cf. Fenomenología del Espíritu.
[10] En este caso la ética se sobrepone a la política, bajo la línea de las antiguas reflexiones, que no son las más modernas, como Aristóteles o Santo Tomás.

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