Por Carlos Valdés Martín
A J. J. Rousseau se le recuerda por su obra a
favor de una convivencia democrática,
a su vez él se nutrió de la práctica. No resultó una obra pía ni de simples
intenciones, lo suyo resultó fundación, a la manera de un Rómulo decapitando a
su hermano para que su muralla fuera imbatible. El punto fuerte de él quedó tan
sólido que los futuristas deben volver a la mirada hacia allá cada vez que
intentan mirar lejos hacia el cambio del poder[1].
A Rousseau lo inspiraron los cantones suizos,
en donde las asambleas populares y juntas de notables locales tenían
independencia. Cuando él imagina posibilidades y escribe, la situación suiza
era una excepción, la regla eran las monarquías absolutas, como las asentadas
en Francia, España, Rusia, Prusia, etc. Cuando este personaje escribe sus
reflexiones la ciudadanía es más bien una aspiración que una realidad. La
mayoría de las ciudades italianas habían perdido su independencia, y estaban
hundidas en el recuerdo las repúblicas de Venecia y Florencia, que tanto brillo
artístico e intelectual proporcionaron durante el Renacimiento. Los territorios
de Flandes libraban crueles guerras para escapar del dominio del imperio
español y su victoria parecía precaria. Los suizos se estimaban como un caso singular
y apartado, protegido por altas montañas y tratados internacionales que permitían
instituciones locales republicanas. En Inglaterra existía ya un régimen mixto,
donde bajo la sombra de la corona inglesa florecían importantes libertades civiles.
Pero las ideas y prácticas republicanas eran débiles islas azotadas por un
tormentoso mar formado por las monarquías absolutas. Los monarcas acaparaban enormes
imperios y ejércitos, mientras los pequeños territorios republicanos no
representaban ninguna amenaza.
¿Cuál era la situación normal de las personas
en ese contexto anterior a la ciudadanía?
Arriba del 99.9% eran súbditos plebeyos que no
gozaban de ningún derecho establecido. A la masa de la población se les llamaba
súbditos, porque estaban sujetos a la voluntad arbitraria de los reyes.
Instituciones tan retrógradas como el derecho de pernada (la primera noche nupcial
para el amo feudal) mostraban la completa arrogancia de los amos. Junto con el
monarca mandaba una élite de aristócratas, que tenían privilegios por nacimiento
y poseían enormes extensiones de tierras. Junto con las tierras los
aristócratas acumulaban derechos de mando y de justicia sobre la población
asentada en los territorios de su propiedad. Bajo pena de muerte los campesinos
arraigados a la tierra no debían salir de las localidades en las que vivían.
También realizar acciones como cortar leña o cazar conejos en bosques
reservados para los aristócratas se consideraba un delito gravísimo. Esos
mismos aristócratas administraban la justicia sobre sus súbditos, por lo que no
se esperarían términos de un “juicio justo” en contra de los amos. La iglesia católica
también era parte de la jerarquía aristocrática, por lo que se asimilaba y comportaba
semejante a los privilegiados aristócratas.
La situación de la parte más baja de la
población era desesperada, sin derechos definidos y, así, no tenía derecho a
adquirir elementos para escapar de su posición social. De hecho se consideraba
un delito que salieran de su condición social, ya que debían permanecer de por
vida en el estamento al que pertenecían[2].
Dentro de este panorama entendemos que la
población no tenía condición ciudadana, sino una sometida a servidumbre. No
existían códigos de derechos y obligaciones que se respetaran y los derechos de
los pobres quedaban al arbitrio de aristócratas que además acaparaban la
facultad para juzgar. Incluso, los derechos de los aristócratas ante el rey no
estaban bien definidos y solamente en algunos países se contaba con un código
legal que delimitara los poderes del Rey.
Pensar en la soberanía del pueblo.
En un contexto de despotismo generalizado,
definir derechos para el pueblo resultaba bastante sorprendente y escandaloso.
Pero J.J. Rousseau fue más lejos,
porque pensó que el único fundamento aceptable era la soberanía del pueblo. En
ese contexto resulta completamente escandalosos, porque la Iglesia católica,
durante más de mil años había apoyado la teoría de que los reyes tenían un
derecho divino a gobernar, lo que dicho más rudamente significa que la Iglesia
avalaba sin reservan el privilegio exclusivo a gobernar de los reyes en turno.
A los reyes se les avalaba como soberanos, que significa que sobre de ellos no
existía ningún poder, sino el de Dios. Y como este poder venía directamente de
Dios, cualquier infeliz que se atreviera a querer limitar ese poder del rey en
automático era tachado de hereje y cabía perseguirle con la Inquisición.
Observando los abusos que se generaron con el sistema de los Reyes es que se ideó
el concepto de soberanía popular, la cual significaría que ningún Rey se colocaría
por encima de los derechos y la voluntad del pueblo al modo de monarquía
constitucional. Dando un paso adelante, a un Estado basado en la soberanía
popular se le denomina república y el Rey sale sobrando aunque el texto no lo
revele. Este concepto radical le valió tremendos odios y persecuciones a su
autor.
La soberanía es el nuevo punto de apoyo de Arquímides, una gran fuerza de sustentación, que
por su potencia lógica, es base para un sistema donde cada persona sea ciudadano,
es decir, un sujeto de derechos y obligaciones bien definidas. La soberanía del
pueblo, implica también que el único sistema político aceptable es aquél donde
exista un sistema de representación. Claro, existen diversos sistemas de
representación popular, pero la exigencia clave de la soberanía popular implica
un sistema de representantes democráticos, que siempre son “encomendados del
pueblo” y no son sus amos, conclusión que está diáfanamente expresada en el Contrato
Social.
Sistema de derechos y obligaciones legales:
consecuencia de la soberanía popular.
La aceptación de la soberanía popular
trae muchas consecuencias para el sistema político posible. Existen varios
sistemas políticos posibles basados en un principio de soberanía popular, variedad
que aquí no abordaremos. Interesa destacar que por variados que sean los
sistemas posibles, una consecuencia necesaria es la generación de un sistema
legal con derechos y obligaciones, con la aclaración de que tal estructura
legal es la aplicación universal de leyes. La ley es una definición de las
reglas de comportamiento de sociedad, Estado, grupos e individuos. Un requisito
indispensable para sistematizar las leyes es la utilización de la escritura,
porque los pueblos antiguos mantenían su especie de leyes, la cuales estaban
implícitas o cambiaban imperceptiblemente porque no se escribían como códigos.
Ya el Antiguo Testamento, en gran parte, lo descubrimos como el compendio de leyes
que aplicaba el pueblo judío y sus motivaciones religiosas para mantener esas
normas. Cuando un precepto queda escrito para observancia general y
obligatoria, entonces queda convertido en ley.
Bajo el supuesto de la soberanía popular, el
pueblo se debe dotar de leyes, pero —por razones prácticas— el demos entero no permanece gobernando y se
aceptado a la representación como la fórmula universal. Entonces cualquier
gobierno simplemente representa al pueblo. Al representante quien lo nombra también
está facultado para desconocerlo. El sistema de leyes tiene un principio, y la
primera ley que acepta un pueblo la llamamos constitución, porque es primera piedra del sistema de leyes, la que
constituye a las demás. Pero el pueblo y sus gobernantes cambian con el tiempo,
así que el representante aceptado en un momento puede ser desconocido después,
por tanto no se acepta a gobernantes permanentes.
El sistema legal lo dividimos entre derechos y
obligaciones, que son dos lados de la moneda, como el día y la noche, pero inseparables.
En la ciencia del derecho se afirma que no existen obligaciones sin derechos y
viceversa, lo cual se ejemplifica en los impuestos, que son la carga de
obligación típicamente molesta, por lo cual los ciudadanos quedamos constreñidos
a mantener al Estado. Luego junto con la obligación impositiva vienen derechos para
recibir los servicios del Estado, así como otras consideraciones sobre la
claridad en el sistema impositivo y su equidad.
La crisis de la representación, la enajenación
de la voluntad popular en sus representantes.
De manera episódica las relaciones entre
representados y representantes entran en conflicto, pues en cuanto el
gobernante resulta electo usa su libre albedrío para interpretar la voluntad de
sus votantes. El gobernante electo es el vicario de una voluntad colectiva, que
normalmente no manifiesta de forma directa, porque es imposible reunir a todos
los ciudadanos para que se expresen directamente en sus intereses, una
verdadera asamblea para reunir a los ciudadanos resulta impracticable. Rousseau
reconoce que cuando el pueblo deposita su voluntad en el representante se hace
una entrega de algo, que al estar en manos del gobernante cambia de naturaleza,
dice que queda esta voluntad “enajenada”[3]
en el gobernante. Entonces ya tenemos que el gobernante es quien va decidir en
vez del pueblo, cuando está mandatado para hacerlo siempre de acuerdo con el
pueblo. Este punto es fuente de continuas contradicciones, porque en las
acciones cotidianas de gobierno una parte del pueblo estará de acuerdo y otra
no, además de que estas opiniones serán mudables, de acuerdo a intereses y
momentos. En una situación afortunada la mayoría de pueblo estará de acuerdo
con los actos del gobernante electo y en el peor escenario terminará
sintiéndose profundamente oprimido y hasta se sublevará en contra de sus
gobernantes. Esto quiere decir que la representación popular puede llegar hasta
un punto de crisis total. Por lo mismo, para evitar una crisis total, se
instituye una renovación de pacto de entrega de la voluntad popular en sus representantes
y se hace un voto periódico. Incluso, algunas constituciones, reconocen un
derecho genérico del pueblo para revocar el mandato de sus gobernantes, y
modificar en cualquier momento su gobierno. Esto nos haría pensar en un sistema
imperfecto de vida política basado en la voluntad popular. Pero debemos
preguntarnos si esto es imperfección o la puerta abierta a los cambios. En una
sociedad estática podría llegarse a una situación tal en que nunca hubiera
contradicción entre gobernados y gobernantes, pero en una sociedad cambiante el
movimiento se manifiesta como contradicciones, por lo que la distancia entre
pueblo y gobierno es manifestación de los diferentes estratos del cambio de una
sociedad. Mediante el disgusto del pueblo con sus gobernantes se abren las
puertas al cambio político siguiendo al cambio social.
Libertad e igualdad naturales como presupuesto del contrato social
Para que exista una soberanía general, un poder
supremo existente en el contrato social, que supone Rousseau debió reconocerse
una libertad e igualdad primeras. Porque el contrato social es un acto de
voluntad colectivo por el cual todos los ciudadanos ponen su grano de voluntad
para llegar a un contrato general que los sujeta a todos. Para colocar la
voluntad en un contrato formador de una sociedad política esa voluntad de
supone libre. Para que se acepte la misma contribución de cada ciudadano dentro
de ese pacto social se supone que cada uno es esencialmente igual. Entonces
esta visión de pacto social formando la soberanía originaria nos lleva hacia
cierto fundamento: libertad e igualdad. Solamente si aceptamos que la libertad
e igualdad son propiedad (en el sentido esencial: facultad inalienable) de cada
uno de los ciudadanos aceptaremos una visión política de este tipo. Cuando
dominaban Europa los reyes y aristócratas lo primero que rechazan es la
igualdad ante el resto del conglomerado humano y, la consecuencia, reniegan que
la mayoría sea esencialmente libre.
Existen algunas objeciones de matiz sobre el
concepto de Rousseau de la libertad e igualdad originaria, que él las explica
como una situación emanada de la naturaleza, expresada en la bondad de los primitivos
o salvajes que seguían a una naturaleza humana buena, mientras no fueran
corrompidos por las costumbres civilizadas. Pero aunque no tengamos un acuerdo
con esta visión antropológica de este pensador, aceptamos que dentro de la condición
esencial humana yacen la libertad e igualdad. Bajo diversos matices estos
conceptos los han defendido muchos pensadores[4].
Faltaría agregar el tema de la fraternidad para
encontrarnos con una triada de conceptos en la fundación del contrato social, y
la teoría política democrática. Me parece, que la fraternidad es un resultado
implícito, ya que el pacto social es la decisión de vivir dentro de una
sociedad para el bien general. Esa convivencia que busca el bien de los
participantes dentro de la sociedad es otra manera de expresar la fraternidad.
Así, que el contrato social mismo es la obra de la fraternidad y la imagen
mental que nos invita a crear una sociedad fraternal.
La democracia le parece un sistema excepcional
En sus consideraciones sobre la variedad de
sistemas políticos, con sus beneficios y defectos, no se manifiesta defensor acérrimo
de la democracia, de hecho le parece un sistema extraño y poco práctico. Lo
alaba como un principio muy avanzado, y hasta se permite jugar con sus
ventajas: “Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un
gobierno tan perfecto no conviene a los hombres.”[5]
En efecto, le parece que la materia prima que exige el sistema democrático es
de un pueblo avanzado, por eso no lo estima muy aplicable. Se le exige que el
pueblo esté alerta y no corrompido por el lujo ni por divisiones internas.
Además requiere de gran esfuerzo para
mantenerse alerta y evitar las disensiones, ya que esta forma de vida política
le parece la más agitada, fácil de caer en contradicciones y luchas intestinas.
En un sentido estricto, argumento como impracticable la democracia, porque el
pueblo tendría que persistir en asamblea deliberando sobre los asuntos públicos[6].
Por lo mismo, imagina que lo practicable es un sistema mixto, lo que ahora
llamamos democracia, pero que no es el gobierno directo del populus, sino sistema de representación
donde se separa el gobierno del pueblo. Algunos autores han estimado que cuando
analizaba el tema tenía como ejemplo a la pequeña comunidad de Ginebra donde
vivió, dentro de la cual no existían problemas del gran Estado ni las barreras
que obligan a una representación permanente. No confiaba —filósofo astuto— en
la representación permanente para instituir una democracia, la estimaba usurpación
del derecho natural, lo cual desemboca hacia una paradoja entre el principio radicalmente
democrático y la no aceptación de una fórmula democrática practicable. En especial, los representantes del pueblo le parecen fraude,
atentado contra las libertades y usurpación del soberano (la voluntad general
del pueblo). Al representante lo repele, pues “tan pronto como un pueblo se da representantes,
deja de ser libre y de ser pueblo.”[7]
Esta interpretación resulta tan radical, que ha emparentado con tesis marxistas
o anarquistas y ese parentesco está motivado[8].
Ciertamente, en sociedades de cierta escala esta ausencia de representantes
operativas parece impracticable, y el mismo Rousseau estaba consciente de esta
dificultad, observando que solamente en la pequeña ciudad los pobladores podían
retener la soberanía sin recurrir a representantes[9].
Ciertamente, la experiencia política la ofrecía pocos ejemplos alentadores
sobre un funcionamiento excelente de los sistemas democráticos. Le parecía que
todos los organismos políticos podían degenerar, y la democracia no era excepción[10].
La esencia del argumento va directamente hacia el sustento de un régimen democrático,
pero el autor no quiere inclinar la balanza con argumentos superficiales,
recuerda la república romana y su forma para organizar su sistema, posiblemente
el ejemplo más notable que unía voluntad popular y cúspide imperial. Sin
embargo, los argumentos en contra de la democracia pueden interpretarse como
una línea de escape en un contexto hostil. Publicada en 1762 la obra El
Contrato Social fue duramente atacada, incluso por los ginebrinos. El clima
enrarecido le obliga a refugiarse en Alemania, bajo la sombra de un monarca más
tolerante ante su persona. Unas décadas después estallaría la revolución
francesa en 1789, mostrando que sus especulaciones traían el germen del futuro
más próximo. La forma democrática (que al propio Rousseau le parecía una
anomalía en los sistemas de gobierno) pronto se volvió una forma viable (al
final triunfante), que abrió cauces a una nueva época, donde cada persona sería
reconocida como ciudadano y no como simple súbdito.
NOTAS:
[1] Para concluir su monumental El cambio del poder, Toffler termina
recordando El contrato social, Cf, El cambio del poder, p. 537, cuando hace
el balance entre la autoridad del Estado, la casualidad y las libertades en un
contexto azaroso.
[2] Existe proximidad entre el sistema de servidumbre
europeo y el sistema de castas hindú. Cf. ANDERSON, Perry, Transiciones de la antigüedad al feudalismo.
[3] En otro contexto, se liga a la teoría general
de la enajenación como la muestra István Mészáros en Teoría de la enajenación en Marx.
[4] También debemos recordar que un perfil de la
religión cristiana acepta esa igualdad y libertad esenciales, sin embargo, se
mantuvo como un discurso sometido al curso principal. Mucho más importante es
aceptación del racionalismo, pues si la Razón es una facultad universal,
entonces el saber fundamentará la visión republicana. Cf. DESCARTES, René, Las pasiones del alma. En lugar de un
discurso directamente político, el padre del racionalismo se dirigió hacia la
micro-política para modificar las pasiones.
[5] El Contrato Social,
p. 36.
[6] El Contrato Social
p. 36.
[7] El Contrato Social
p. 52.
[8] Con el mérito de romper el paradigma, el
proletariado de Marx conserva y amplifica las facultades políticas del pueblo
soberano de Rousseau, bajo una visión de una meta-soberanía convertida en
fundamento del todo social: sujeto auto-constituido-constituyente. Cf. LUKÁCS, George, Historia y consciencia de clase.
[9] Además existe otro argumento sutil de Hegel
al considerar a la libertad reunida, donde una libertad absoluta e instantánea
se impone a cualquier otra particularidad (individuo o forma de poder) y la
consecuencia es un imponerse que desemboca lógicamente en una figura de terror,
como el visto en la Revolución Francesa, donde la asamblea popular decidía la
guillotina para los opositores. Cf. Fenomenología
del Espíritu.
[10] En este caso la ética se sobrepone a la
política, bajo la línea de las antiguas reflexiones, que no son las más
modernas, como Aristóteles o Santo Tomás.
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