Por
Carlos Valdés Martín
Cuando la antigua tribu
náhuatl estaba próxima a su desaparición física, decidió vivir pues tenía una
misión que le dio nueva existencia. A sugerencia de su dios —recordado como un
colibrí izquierdo— había algo muy importante por cumplir y ese ideal era
convertir a la serpiente material en alas de ave etérea. Lograr residencia en
el sitio más bello entre las aguas (el hermoso Valle de Anáhuac) era el complemento
con una búsqueda más elevada que los identificaba con el águila, único animal capaz
de acercarse a su dios Sol.
El gráfico de la letra
“X” defendida por Servando Teresa de Mier, como la única capaz de representar el
nombre para nuestra nación renacida tras la Independencia, posee un centro tan
pequeño que no es evidente, pero nos conduce hacia un foco de evidencias. Ese
modo de escribir con “X” ahora nos resulta una casualidad, pues desconocemos el
trasfondo de un origen que sí existió. Desconocer el origen es permanecer
huérfanos, en gran medida. ¿De dónde venimos? Un antiguo códice representa al
centro del Anáhuac mediante un cruce de aguas, marcando pictográficamente una
“X”. Es una misteriosa anticipación del futuro, plasmada en la primera lámina
del Códice Mendocino de 1540, donde todavía se conserva el arte originario de
escritura simbólica de los antiguos tlacuilos
—los virtuosos pintores de códices.
La mínima población que
sobrevivió tras difíciles travesías no revela cómo se convirtió en la cabeza de
una nueva nación; la explicación debe estar en la integración rápida y enérgica
de los pueblos parientes, pues es la fusión entre vecinos nahuas la que explica
el prodigioso crecimiento de Tenochtitlán. Esa integración vertiginosa es la
conversión rápida de los nahuas próximos en mexicas, bien identificados y
dispuestos a cumplir una misión importante. La leyenda de Huitzilopochtli,
naciendo armado y derrotando a su hermana, demuestra míticamente esa situación;
los dirigentes mexicas adoptaron y convirtieron
a sus 400 hermanos nahuas: eso no es una cifra sino una alegoría de lo incontable,
cual estrellas de la noche. Convirtieron a los 400 dispersos y laxos en un
cuerpo colectivo, en la nación guerrera y religiosa de los aztecas. Acontece
una triple alianza entre Sol, Luna y Estrellas, en otros términos, unión de
luz, tiniebla y amanecer.
¿Cuál fue esa luz que
integró a los pueblos del Valle de México? La respuesta pedestre sería la
violencia descarnada de los vencedores; pero es un razonamiento inverosímil si
aceptamos que los emigrantes aztecas comenzaron siendo un puñado. La respuesta
sublime sería la unificación por una cultura superior vestida de religión y
flanqueada por la coerción. Una respuesta compleja repite el símbolo cultural
por excelencia de esa época: Quetzalcóatl que integra la ferocidad de la
serpiente cascabel con la sublimidad del pájaro Quetzal, la más bella entre las
aves mesoamericanas. Además, ninguna sociedad alcanza grandeza sin integración,
el secreto de los aztecas era su fórmula para integrar, ya sea con el pacto de
alianza o con la victoria militar. Esto es otra manera de indicar que la “X”
debe poseer un centro discreto que sea capaz de reunir los opuestos: encanto y
fuerza, espíritu y materia.
Hacia el año 1325, cerca del solsticio de verano, un puñado de sobrevivientes
del desierto encontró ese signo y motivo para imponerse. Ahí, en ese
islote y bajo los augurios del águila, los líderes aztecas indicaron un sitio
para fundar su nueva residencia. Los ecos de esa decisión para aferrarse al
pequeño islote y convertirlo en el eje de una nueva nación siguen repercutiendo
a través de centurias.
Pronto se cumplirán
setecientos años de ese acontecimiento: Hay terremotos que siguen vibrando a
través de los siglos.
1 comentario:
Excelente!
Continua con este tema Carlos. Un abrazo desde Xochimilco Tenyotimani! uno no.334
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