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jueves, 1 de julio de 2021

FILA SIN FINAL PARA LA VACUNACIÓN

 


 


Por Carlos Valdés Martín

 

Una carta de Praga afirma que el escritor sigue vivo, que por fortuna su acta de defunción fue falsa; así, que la noticia de su muerte es errónea y el heredero tampoco evitó quemar sus manuscritos. La tragedia fue un rumor largo, aunque él —siendo tan tímido— sintió horror por el chismorreo entre su gente, cuando reapareciera “sano y salvo”. En especial su padre, rudo con sus burlas, lanzaría chanzas sin descanso contra el revivido. La madre sería la primera en reclamarle: “Ni para morirte demuestras talento.” Falto de resiliencia y agobiado por ese futuro prefirió ocultarse de una manera radical al cambiar de identidad y patria, abandonando la literatura para disfrazarse bajo una profesión que ahuyentara sus depresiones cíclicas. Así, emigró a este país y hace años comenzamos una amistad.

Vino la temporada de vacunas con sus esperanzas y los rumores alarmantes sobre que provocaban esterilidad, inyectaban chips y hasta al cuerpo lo volvían magnético. Las personas devotas de la ciencia y desesperada por un remedio nos abalanzamos sobre la noticia de que se colocarían los remedios. En cambio, los espíritus sombríos se colmaban de adagios. Él apostó a que resultaría imposible que nos vacunaran a los dos. En materia de predicciones, él no siempre atina y era de mérito el devolverle una apuesta. Fue su treta para acompañarnos durante la inoculación, pues él estaba atemorizado por los rumores. Coincidían su desconfianza y su pesimismo. Si nos vacunábamos ese día él ganaba en tranquilidad, si fallaba me tocaría invitar una comida.  

El sitio para la vacunación estaba junto al Auditorio Nacional, a un costado de la avenida Reforma. Por los horarios de citas acudimos una hora antes de que terminara la jornada. Asignaron una semana de vacunación y ese era el segundo día para esa Alcaldía. Era martes y recordé el refrán: “Ni te cases ni te embarques”.

Entrelazando las manos por nervios, repitió el flaco escritor:

—Basta con tu credencial y estar registrado.

Estábamos cerca de la entrada cuando llegó un camión pintado de verde olivo, típico de los militares, y bajó un contingente con cabezas blancas. En principio no le dimos importancia a que ellos se adelantaran en la fila, pero luego apareció otro camión y otro más. Cuando eran varios y había centenares de personas antes que nosotros fue que el escritor guiñó:

—Va a haber problema.

Le respondí animado:

—Solamente que no trajeras tu identificación. A ver, muéstrame.

Guiñó y se tocó la cartera del pantalón, pero no sacó nada. Mientras tanto unos organizadores amables, enfundados en chalecos verdes y con insignias, al indicar a la gente donde empieza la fila gritaban:

—¡Con credencial en la mano!

Sacó una credencial que no era de este país.

Le murmuré:

—Debiste traer la mexicana.

Uno de los auxiliares se puso a revisarle la credencial y movió la mano para llamar a otro. El nuevo preguntó:

—¿Tiene otra credencial?

El amigo comenzó a argumentar que era una credencial válida que se la entregó el señor embajador Lomnitz y que tiene los sellos del país, además de estar vigente.

—Es que ahí no está su edad ni su dirección. ¿Tiene otro?

Me acerqué para reforzar su argumento.

—Con esas arrugas no van a dudar que sea anciano y muy mayor de edad.

Mientras discutíamos se fue aglomerando más la gente que bajaba de los camiones militares y la entrada pareció más lejana.

—¿Tiene alguna otra copia? Algo como copia del agua o de la luz, algún papel que indique su edad. Es para los requisitos.

—Si es extranjero ¿no tiene derecho?

—Ese no es el problema, sino documentar que es vecino y de la edad… La vacuna va por edades y alcaldías.

Ya en tono conciliador, uno de los asistentes dijo que:

—Ahorita viene un supervisor, pero mientras usted que sí trae credencial siga adelante.

No quise dejarlo, y argumenté que era un inútil:

—Si lo dejo solito… se puede perder.

El supervisor demoró en llegar.

—Esperen a que salga la fila de los camiones y ya atiendo al señor, porque no trae papeles, pero sí se le pretende atender.

La gente avanzaba en la fila con rapidez, pero llegaban nuevos solicitantes a cada minuto. Descendían de los camiones con dificultad, incluso les acercaban sillas de ruedas y bastones, los acompañaban en una caravana lenta, pero que se adelantaba frente a nuestra discusión estancada. Ante la parálisis el goteo semeja velocidad. Un parte de mi vista siguió a un señor con mal de Parkinson que se agitaba como si se fuera a derrumbar. Un joven uniformado lo obligó a una silla de ruedas mientras el enfermo protestaba.

Mientras colocaban un candado en el portón de entrada se aproximó otro supervisor con un cartoncillo que decía “Especial” como título y nos explicó que si regresábamos mañana haríamos menos fila por la parte de afuera. Mi mente miró una sombra pesimista, pues también era notorio que por la parte de adentro había largas filas.

**

Cuando nos despedimos el amigo quiso subir la apuesta a que no lograríamos la vacunación. Era absurdo apostar más a favor de nuestra mala fortuna.

Al día siguiente procuré llegar temprano, aunque no lo recomendaban porque en esa etapa sí se aglomera la gente. Por el fracaso del día anterior, prefería unirme a los ansiosos, cuando alteran el refrán de que “por madrugar, amanece más temprano”.

En las noticias avisaron que el transporte entraría en huelga así que puse el despertador en la madrugada. Atemorizado por no escuchar la alarma no pude pegar el ojo y salí muy temprano. Fue cierto, había huelga de camiones, así que los competidores piratas cobraban una tarifa doble y metían el triple de pasaje. La incomodidad de olores de los vecinos amenizó el trayecto. Cuando divisé el centro de vacunación salían los primeros rayos del sol. Los obreros apresurados corrían hacia sus empleos, esos donde si se atrasan les descuentan una hora y bastan quince minutos para que no los acepten. Algunos obreros eran los de chaleco de vacunación, encargados de ordenar filas y revisar que haya credencial en mano.

Desde la distancia gritaban para alinearnos junto a la pared y con una “sana distancia” de metro y medio. La fila creció por segundos y alcancé a colocarme a tres cuadras de distancia de la entrada. En esa fila caras cansadas de madrugadores y frentes arrugas de añosos. Cerca paseaban los del chaleco verde para indicar que mostráramos las credenciales. De cuando en cuando a alguno le señalaban que no pertenecía a esa demarcación, que debían irse hacia otro punto de la ciudad. Cabizbajos y contrariados los equivocados salían lo que permitía un pequeño avance en la fila. Transcurrían los minutos sin nada llamativo, cuando una señora se enojó con el empleado.

Ante los gritos en la fila llegaron más empleados para solicitar silencio. Los refuerzos fueron inútiles ante la gritona que tenía una capacidad de vociferar ilimitada. A la distancia era un cuerpo regordete y torpe, con ropa gris de pobreza, sin embargo, una voz aguda y amenazante.  

Sumaban cuatro empleados incapaces que fueron llamando a más para que guardara silencio. Se comenzaron a acercar los curiosos de la calle. Ese alboroto ocurría a menos de diez metros y resultaba entretenido. Deseaba integrarme al argüende, aunque me perjudicaría abandonar la fila. Acudieron tres uniformados, sin duda, militares para intentar controlar el escándalo, pero era inútil. Unos minutos después otra señorita vociferó que era reportera y levantó un micrófono. Los militares dejaron a la gritona y rodearon a la reportera, que agitó un cartelito con su foto, afirmando “Soy Laura Brugés”. Los soldados se quedaron junto a ella como si pretendieran mimarla. Entró en escena un chaparrito que gritaba: “¡Lo voy a arreglar!” Y cerca de la gritona comenzó a vociferar: “¡Cálmese!” Lo repetía sin cesar y la aludida subía más el volumen, con palabras amenazantes.

En ese momento, algunos abandonaron sus sitios para ver el relajo más de cerca, y otros aprovecharon para adelantarse. Luego los que habían salido de la fila regresaron, por lo que comenzó un vaivén para recuperar sus lugares o para saltar a los espacios abandonados. Entonces otra desconocida que regresaba precipitó el segundo escándalo y vociferó: “¡Están robando mi lugar en la fila!” Alguien en la fila respondió que ella era la invasora. Entonces comenzó una segunda discusión y luego una tercera.

La calle se inundaba de tensiones caóticas con grupos gritando mientras avanzaba el sol. Las sombras de las edificaciones se redujeron y de inmediato se incrementó el calor, por lo que empezaron a quitarse las bufandas, chamarras y ropas que estorbaban. En la distancia se escuchó el altavoz del centro, sin que se distinguiera qué decía. El funcionario chaparrito que no había logrado calmar a la mujer vociferando tuvo una ocurrencia: “Si no logran guardar orden se va a suspender la vacunación. Repito. Si hay desorden se suspende la vacunación.”

Inspirados por la retórica del jefe, eso mismo lo repitieron los empleados y hasta los soldados lo murmuraron, después lo iteraron los asistentes que pretendían la vacuna. De inmediato la mayoría mostró disposición a calmarse, pero muchos sí habían perdido sus lugares en la fila.

La mayoría regresaba la calma, quedó aislada la señora que no cesaba de gritar con la misma intensidad. El ambiente era el de una tormenta amainando.

Tras la permutación de lugares, atrás de mi se colocó una novicia con una iguana verde amarrada con un hilo. Siendo que esta fila es únicamente para personas mayores de edad supongo que guarda el sitio para la abadesa de su convento. Pienso que las monjas suelen andar en grupo, como si el mundo les espantara. Murmullo la frase “como si el mundo les espantara”. En este año de cubrebocas ese tipo de observaciones son obsoletas. Ahora a todo-mundo le espanta el mundo. Y me agrada ese pleonasmo.

De inmediato noto que la gritona se ha callado y a la distancia escucho: “Se está colapsando… Que venga un doctor”. Y algunos repiten a media voz por “Un doctor”. La tensión queda sustituida por nueva curiosidad.

Me pregunto qué sucederá si intento coquetear con la novicia. Tiene unos ojos lindos, unas cejas definidas, el pelo sedoso, el perfil de la cara es fino y el resto de la cara debe adivinarse. El adivinar el resto de la cara ahora es una práctica cotidiana. ¿Cómo es la persona bajo el cubrebocas?

Como sea los meses de encierro por la pandemia provocan mayores ansias por acto disparatados que acerquen con el prójimo. Encontré un pretexto convincente:

—Disculpe, Sor, tengo el alimento perfecto para cuidar la salud de su iguana. El ambiente urbano suele enfermar de estrés a las iguanas.

Primero balbuceó con sorpresa, pues no esperaba que la abordase. De inmediato se interesó y contestó que la llamaba “Iguanidae”. Es el nombre científico, la clasificación latina. Así que deduje que  estudiaba biología. Para presentarme mejor le presumí que de joven trabajé en el herpetario del zoológico.

Los ojos de la monja indicaban que estaba sonriendo y dijo sin transición:

—Me gustaría dormir con una boa. Me agradan muchos reptiles.

Era un giro inesperado para una monja, que insinuaba algo extraño.

—Supongo que eso no lo permiten en el claustro conventual.

Se puso a reír antes de aclarar que era un “punk excéntrico”, trasvestido de monja, de voz dulce y ojos pintados. Y, en efecto, estaba cuidado el lugar en la fila para su tía abuela. Que no fuera una monja pícara, sino un chico excéntrico me decepcionó, pero no iba a externarlo. Fingí que recibía una llamada de trabajo y corté la comunicación con el vecino. Pensé que cuando recuerde esa confusión resultará cómica.

Mientras fingía entró una llamada del escritor de Praga, que me invitaba un café y un pan en un Starbucks, simulando que era una torta de guajolote. Argumentó que la apertura de ese centro de vacunación tardaría una hora. Lo sabía porque desayunaba con Joselo, mi amigo de la secundaria. Se lo había presentado hace tres años. Joselo trabajaba en la vacunación y señaló que hasta dentro de una hora accederían los usuarios.

Pedí con amabilidad a la falsa monja cuidara mi sitio, aunque era una precaución inútil, pues el escritor aseguró que con el amigo saltaríamos la fila.

El pay de manzana con frambuesas estaba delicioso. Aunque no era epidemiólogo ni virólogo, el amigo Joselo tenía un empleo temporal y una excelente memoria. Me recordó una anécdota cuando una colegiala de secundaria organizó una incursión al antro King Kong. Éramos menores y fue una odisea entrar, pues la amiga consiguió una escotilla por un baño conectado a un callejón. Ya adentro al más pequeño de los alumnos lo traicionaron los nervios y uno de los meseros lo expulsó a empujones. Algunos salimos del antro para no abandonar al expulsado. Terminada la anécdota y el pastel, cruzamos la avenida para alcanzar la puerta del centro de vacunación.

Llegamos juntos a la puerta, cuando cinco camionetas blindadas subieron la banqueta y de ellas salieron varios tipos con sombreros paisanos y armas largas. Uno parado desde la camioneta usó un altavoz rústico, donde gritó:

—¡Suelten todas las vacunas y no habrá heridos!

Otro de los que bajaron ametralló con tiros al aire y de inmediato comenzó una estampida entre la gente.  Por instinto corrí junto con un nutrido grupo que se alejó de los forajidos armados. Creí que los amigos huían a mi lado, era una ilusión —hasta un psicopompo momentáneo por si me alcanzaba una bala perdida—pero a ellos los perdí de vista. La multitud espantada corrió hacia la calle para alejarse del centro o se agolpó hacia las paredes.

Imaginé que los soldados saldrían a repeler a los mafiosos, pero me enteré que desde antes les habían avisado y que se retiraron por precaución. Mientras corría mi corazón quería escaparse del pecho. Sin pensarlo opté por correr al ritmo de la masa, con la misma estrategia de las parvadas que van juntas para evitar notarse ante un depredador. Unas cuadras adelante la escapatoria se tranquilizó y la gente siguió caminando, unos pocos dieron alaridos y lloraron. Los animosos daban voces para que nos alejáramos un poco más y los buenos ciudadanos marcaban a la policía con la esperanza de que detuvieran a los malosos. Seguí caminando con la masa y marqué para preguntar por el escritor. Hasta la tercera llamada contestó.

—Sí, también me alejé. Pero si quieres ahora sí apostamos. Se van a robar la vacuna.

—Quizá no se la lleven toda. Quizá podamos regresar a vacunarnos en un rato, cuando se calme la cosa.

—La cosa nunca se calma por completo, es como El castillo, a donde nunca se permite llegar.

Le respondí con la ironía de que el planeta mismo:

—La “Tierra: fundamentalmente inofensiva”.

El escritor respondió que su ánimo era pésimo, que le urgía retirarse. Intentaba convencerlo de que cambiara de opinión, cuando comenzaron a sonar las sirenas de patrullas que se aproximaban.

Corté la comunicación para evaluar el sentido de esa alarma. ¿Quedaron sitiados los mafiosos o ya habían escapado? Bajó el ruido de las sirenas. Las pláticas en la banqueta y las muestras de las noticias en lo teléfonos terminaron por aclarar que los maleantes hurtaron las vacunas.

El escritor no contestó más el teléfono, pero Joselo sí lo hizo. Dijo que estaba preocupado por muchas cosas y se alegró de que estuviéramos ilesos, comentó que entre los empleados había dos heridos. Que sí se robaron las vacunas y que el equipo sería remplazado en el transcurso del día.

Evadió la pregunta sobre la ausencia de los soldados en el asalto:

—En las cosas del gobierno… hay más verdades en las mentiras que mentiras en la verdad.

Cuando regresé a la fila, crecieron los rumores de que no darían servicio o que se nos atendería en otro centro de salud. La tensión nerviosa tras la estampida humana rendía en cansancio y los minutos parecían horas. Resistí ciento veinte minutos y traté de localizar al amigo sin resultados. La gente se iba desmoralizando, ya fuera por creer en un altavoz lejano que daba malas noticias o por mirar en sus pantallas telefónicas. La fila avanzaba únicamente por quienes abandonaban, así que el espejismo de oasis se acercaba. Después, en las proximidades de la puerta, un funcionario pronunció un discurso meloso e inspirado para disculpar que en ese día no habría servicio.

Al regresar a casa sentí que el calor de la resolana se conservaba bajo la piel. Intenté refrescarme con bebidas frías sin resultado. Luego temí fiebre, ingerí dos pastillas calmantes y murmuré. En la tarde, un dolor de cuerpo se sumó. Alarmado fui a una farmacia con consultorio. El joven médico del sitio recomendó más líquidos y otras pastillas antipiréticas. Checó con un oxímetro y me tranquilizó la cifra reportada. Me indicó que si los síntomas empeoraban entonces volviera.

Resultaría en una ironía inicua que la enfermedad le ganara a la vacunación.

No era imposible: había leído de un caso así en Brasil. Busqué el manual de contraindicaciones y ahí flotaba en letras negrillas: Con síntomas de infección, no se vacune sin consultar a un médico.

En mi mente dibujé una fila que se extendía hasta el infinito de la bóveda celeste, mientras desde las nubes el escritor se reía de mí. Lamenté recordando otra ironía jocosa, copiada de la Guía del autopista galáctico, por “pertenecer a la tercera especie más inteligente que habita en el planeta”, mientras me quitaba la camisa para recostarme más fresco.

Intenté dormir. Con los ojos cerrados contaba ciudadanos avanzando en una fila para salvarse. A cada paso parecían un poco más blancos borreguitos y luego regresaban a la forma humana; intempestivamente surgían pequeñas vallas que saltaban sin chistar. La línea de saltarines de vallas se perdía en el horizonte y un letrero celestial se levantaba en las alturas “Con la esperanza de volver a la normalidad”.  Conforme me ganaba un sueño febril, el escritor mandaba sus bendiciones desde el cielo rojo de los no vacunados.

 

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