Por Carlos Valdés Martín
El afecto humano por los perros es antiguo y notorio. En el pasaje final de la Odisea, hay un perro llamado Argos, que esperó a su dueño durante todos los años del largo viaje. Ya viejo y abrumado, el perro es descubierto casualmente por Odiseo. Entre ellos únicamente alcanzan a mirarse con alegría y el animal fallece de inmediato. Otro símbolo de fidelidad extrema, como el tejido de Penélope y muestra de que los sentimientos entre personas y mascotas caninas son antiguos.
Lord Byron adoró a sus perros y hasta levantó un monumento para su favorito, un terranova de nombre Boatswain, que falleció enfermo de rabia. Byron dedicó su epitafio con estas palabras: «Aquí yacen los restos de alguien que tuvo belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, coraje sin ferocidad y todas las virtudes del hombre y ninguno de sus vicios.» Estas frases muestran cuán profunda es la humanización del animal, a quien se le observa como si fuera una persona, incluso mejorada.
Bajo esta consideración de afectos, no causa extrañeza que en el siglo XX haya crecido la pasión por las mascotas, y que ahora muchas parejas los consideren como el sustituto de procrear hijos. Al querido perro se le llama “perrijo”.
También he tenido mis perros y gatos adorados, que han sido “fieles compañeros” en las etapas de la vida, comenzando por la infancia. En este alocado siglo XXI, después del amor por las mascotas se anuncia la humanización de los robots, todavía en etapa experimental, pero ampliamente revelado por la ficción literaria y cinematográfica. A lo largo de milenios la colaboración entre humanos y sus mascotas favoritas ha sido de grata simbiosis. La ficción oscila entre lo positivo de Wall-E y lo negativo de Terminator. ¿Qué sucederá con los robots humanizados?
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