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domingo, 4 de septiembre de 2011

DE LA INMORALIDAD AL RASCACIELOS



















Por Carlos Valdés Martín


Una mar silenciosa

Como agua de diluvio una forma de moralidad inundó la conciencia, que entonces era tan honda como el fondo marino; así los códigos del deber anegaron a la conciencia, hasta filtrarse por todas sus grietas. Cuando un mar ancho y denso de integridad se extendió había destellos brillantes en la superficie, pero el fondo de la conciencia resultaba opaco y difícil de percibir, pues ese fondo silencioso permanecía cual cuenco gigante y sin forma definida. Durante siglos existió un código bien delimitado, establecido férreamente por la religión cristiana que a Occidente le dictaba mandamientos con más fuerza que claridad y decidía qué era lo bueno y malo. Mientras predominó un sistema simple para remitir cualquier pregunta a un único libro (aunque la Biblia editada en latín permanecía inaccesible al simple creyente) y sujetarse a una única institución religiosa, la moral social podía mantener su territorio cerrado y protegido con códigos cual murallas. Lo cual no significa que esa comunidad “moralizada” por la fuerza bruta resultara en verdad ética, pues las guerras y los asesinatos santificados por la Iglesia católica eran cotidianos en el periodo medieval; vemos la santificación de lo inmoral mediante la intervención de sacerdotes convertidos en reyes y aristócratas. Además esto no ocurría sólo en Occidente, debemos recordar el Oriente, pletórico de guerras santas y convulsiones masivas estallando de manera periódica.
Las condiciones sociales cambiantes hicieron su labor de zapa contra las murallas: el Renacimiento mostró que la Tierra no estaba en el centro del Cosmos y los telescopios señalaron que entre las nubes no retozaban los ángeles de Dios. Además grandes pensadores inconformes, buscaron senderos separados de la ética tradicional, por ejemplo, hace un siglo Nietzsche se ocupó de la transvaloración de todos los valores, canalizando el agua de la ética hacia cauces desconocidos y hacia territorios prohibidos, que no eran anti-morales pero sí sellados por una visión entonces exótica, definidos como el sentido de la tierra ajeno al sentido del cielo[1]. En el periodo más reciente, al perderse parte de la antigua moral, resulta que su contraparte oscura —como inmoralidad— invade las extensiones y los rincones; y entonces se vuelve una sub-dimensión de la conciencia.
Sin un código tradicional de moral intocable —por rodearse del nimbo religioso y protegerse con espadas de Inquisición—, el problema ético se expandió hacia el confín. Al amanecer el siglo XIX, las reglas morales y los mandamientos se habían relativizado; por ejemplo, con Soren Kiergkegaard, incluso una conciencia devota tenía ante sí el campo abierto para sus elecciones y definir sus decisiones éticas[2]. El juicio cotidiano ya no pertenecía a Dios (quien nunca lo ejerció en persona, sino por sus vicarios), ahora el individuo debía utilizar su propio juicio y conciencia, que desde entonces se encuentra claramente en el dilema: elegir su bien o su mal, su cielo o su infierno. Los griegos y romanos ya habían descubierto ese dilema, de hecho, el problema de la elección siempre existió pues las ovejas se podían descarriar, pero las religiones se encargaban de simplificarlo todo, estableciendo los códigos ordinarios de la moral y las buenas costumbres. Los clérigos se convertían en los agentes especializados de la ética, y ellos les decían a sus feligreses dónde colocar la frontera del pecado y la condena. En el periodo anterior de modo general, la facultad general de la decisión se restringía cómodamente y confinaba como oficio pastoral. Pero el problema existió, de tal modo que los sacerdotes simplemente perdieron su monopolio y prestigio, pues desde el Renacimiento la responsabilidad moral recae en cada individuo.
Vivir exige decidir. Los mandatos externos, las rutinas y las costumbres simplifican las cosas y vuelven sencillo el decidir. La decisión presente, —bajo la máscara de la tradición y la costumbre— nace del eco lejano de una decisión originaria, un acto de fundación. Sobre las decisiones de hombres y mujeres se generan el sentido y la preferencia, que están en la base de la valoración,  por lo mismo la moral se crea. Nietzsche creyó que existía un acto fundacional de los grandes hombres: personajes de resonancia religiosa y mítica como Jesús y Zaratustra, quienes establecían los grandes parámetros de la ética mediante los valores trascendentales. Posteriormente la indagación fenomenológica y existencialista reveló que la ética se sigue recreando en el presente, y si un lejano valor trascendental (en el sentido de horizonte ético separado de la tierra) pervive es porque hoy los fieles asumen ese valor, lo reviven en el fuego de sus corazones; por su capacidad de decidir ellos eligen repetir una pauta recibida.

Decisión: libertad sin moral

Si por moral entendemos un gran código ético, que a la manera de un catecismo religioso les indique a las personas cómo conducirse día a día hasta su momento del morir, entonces el individuo perfectamente puede vivir sin una sombra de esa moral. Si se reducen los códigos éticos tradicionales a sus puntos más esenciales la discusión resultaría más rica[3], pero aún podemos ir más lejos, porque en la estructura de la práctica se encuentra el momento de fundación de la moralidad (no de los códigos estructurados) y entonces cualquier situación de la conciencia y de la práctica humanas implica moral[4].
Hasta la práctica más ordinaria de ser humano es un torrente de decisiones guiadas hacia ciertos fines. La diferencia de la acción humana respecto de la animalidad es la carencia de ese código genético que guía de forma muy estrecha las alternativas del animal. Las alternativas para un ser humano, en el plano abstracto, se convierten en un abismo, por la variedad tan profunda de precedentes y consecuentes. Mas no se trata del caso límite (que llega a ocurrir) donde la amplitud de posibilidades paralizan la decisión (o se decide optar por un momento pasivo, un dejar pasar), sino de que en las decisiones concretas existe un abanico de decisiones y, en su cantidad mínima, queda la disyuntiva, los dos modos representados por las dos ramas en la “y” griega[5]. Todavía cuando se siguen unas "instrucciones" prefabricadas para un asunto, en la intención de “seguir” brota la variación del detalle, y se confirma esto mismo al reconocer que en el “estilo” se refleja la personalidad[6]. Además no sólo son detalles, pues cuando observamos a un sujeto enfrascado en una serie de actos bien definidos, para los cuales los detalles le son indicados por una autoridad, como en su trabajo, su enfrascarse en esa situación está determinado por sus decisiones previas, que lo colocaron en esa situación.
Pero la decisión contiene su semilla de drama: encierra dilemas. Siempre se elige entre opciones, y lo seleccionado mata la posibilidad de lo descartado. Incluso la posibilidad elegida luego cambia, pues después de tomada queda en el pasado: ya fue mi posibilidad y lo demás posible fenece y deja de ser. Claro que la libertad de elegir se mantiene, entonces desanda sobre sus huellas; resulta viable el arrepentimiento para volver sobre las propias pisadas, pero el tiempo en sí es irreversible y el pasado no regresa[7].
La ética, en sí, se presenta como una fórmula hecha para las elecciones. La llamada regla de oro que indica "trata a los demás como quieras que te traten" se plantea como una guía para la elección. En el contacto con el prójimo me pregunto ¿cómo debo tratarlo? y la regla de oro responde: como a mí mismo. Sin embargo, esta regla de oro posee millones de interpretaciones, pues cada individuo diferente desea ser tratado de manera peculiar, por ejemplo, el avaro quisiera que le entreguen riqueza y nunca perderla, el valentón quisiera que los demás lo reten y ganarles siempre, el vanidoso espera halagos hacia su persona, el servicial busca necesitados a quienes atender, etc. Bajo este universo de situaciones y con una regla de oro tan general, pareciera que permanecemos como al principio, con un infinito de posibilidades, pero no es así. La ética codificada (por experiencia o por intereses) indica simplemente que sobre una libertad (hipotéticamente infinita e indefinida) se establecen límites; y, en otro sentido, esa es la teoría del interdicto de Bataille[8]. Existen preceptos más concretos que establecen prohibiciones, como "no matarás" o “respeta las leyes de tu país”, los cuales resultan sumamente útiles para la convivencia y fácilmente los aceptamos, ya sea por convicción o amenaza. Cuando la persona en su fuero interno (por espontánea afinidad o aprendizaje) se identifica con esos deberes o los considera aceptables, puede mantenerlos como su horizonte y su propia moral, sin que esto le cause ningún conflicto con su libertad, pues encuentra el mandamiento de “no matarás” y él no busca matar a nadie, así pues su conciencia se reconforta y el mandamiento le confirma que está en lo correcto y es bueno. Y este precepto de no matarás tampoco le impide defender fieramente su vida cuando se enfrenta a algún maleante, pues conserva su propio criterio ante un caso extraordinario.
Sin embargo, en la moral cotidiana existen preceptos de detalle (que son algo así como los encajes y bordados del deber) en las buenas costumbres, que positivamente proponen una acción correcta, como la disposición de los cubiertos en la mesa. Esos detalles en su exceso son llamados “moralismo” o “moralina” o “políticamente correcto”, y en su conjunto son diques y canales que confinan a la libertad a niveles de convivencia aceptable o encomiable para un grupo dado. En ese sentido de minucias, un código moral detallado resulta odioso, como mandato encargado de domesticar la libertad hasta en sus más tímidas expresiones. Pero la libertad es el fundamento, entonces un código minucioso intenta someter el cuerpo a su sombra y, por principio, fracasa: mientras más reglamentación, rebota mayor transgresión.
La libertad no es una disposición absoluta para elegir y hacer cualquier cosa, pues cada cual posee sus propias inclinaciones y se moverá hacia decisiones típicas con gran insistencia. La situación ideal de la libertad no es carecer de barreras a su paso, para vagar errante y sin ataduras, pues la libertad como inclinación retadora requiere de desafíos, pero no conflictos inútiles. La adaptación a los detalles de los códigos sociales (por ejemplo las buenas maneras) facilita la convivencia, pero no termina con los conflictos de fondo, ni sirve como garantía contra la aparición de transgresiones mayores.

La economía del dilema

Digamos que cuando el dilema se retuerce en la conciencia entonces clama por un mediador y elemento de resolución. La regla moral sirve para marcar el precedente y evita que la libertad borde en el vacío, porque un dilema puede ser insoluble cuando la trivial pregunta del “ser o no ser” queda en suspenso y sin respuesta. Las reglas y códigos morales ofrecen una serie de respuestas prefabricadas, que pretenden resolver los dilemas y evitar los riesgos de los caminos curvos de la conducta humana.
La regla ética desdobla la encrucijada de la conducta humana, porque el concepto del deber ser se opone al concepto de lo que existente, indicando el sendero para dirigir la conducta humana, planteándole finalidades e intenciones laudables. Definir lo que “debe ser” genera un desdoblamiento en la conciencia, que opone la realidad del hecho a una concepción de lo correcto, lo que se ha llamado un “ideal”. El ideal moral o ético pertenece esa calidad en la medida en que no define una realidad, para lo cual en su confección interviene la imaginación y el tiempo futuro. El ideal moral integra un futuro posible en la conciencia presente. La regla moral de "no matarás" indica que ante la posibilidad (general o concreta) de matar (futura) no se efectúe ese acto reprobado. Antes ha habido muertos y eso no afecta a la regla, sino que ésta hace un llamado para negar ese pasado de muertes y se cumpla el "no matarás".
Si la decisión (que en su generalidad es ética) se toma a partir de cada situación particular, el camino de la resolución de ésta sería difícil en extremo. Tomando el ejemplo de la posibilidad de matar a un contrincante en un conflicto, partimos de que cada enfrentamiento es diferente de otro, su variedad concreta de intensidades y motivaciones es casi infinita. En ese caso de decisión (que es moral) sobre si un conflicto se convierte en ataque a muerte encierra miles de objeciones y recodos potenciales, de tal forma el proceso sería complejo y además angustiante por su complejidad y gravedad. Pero si interviene una regla general, que levanta un límite contra esa posibilidad extrema con el "no matarás" (y como extremo es difícil de asumir y ya carga una condena), entonces el horizonte de la decisión se vuelve más sencillo. Con una buena prohibición ya es innecesario evaluar muchas consideraciones, pues excluyendo la posibilidad extrema de matar se economiza la decisión y la angustia en cada conflicto.
En fin, contar con grandes principios normativos simplifica las decisiones, promueve el “economizar” y esta tendencia hace más sencilla la existencia. En el límite, esta sencillez de adoptar normas resulta inviable y hasta perjudicial, pues la libertad misma (principio fundador de la ética) quedaría anulada. Ironizando a la manera de Nietzsche, se desprende que las reglas y sistemas morales son la indicación propia de la miseria y escasez ética, porque son el medio directo para economizar decisiones (esencia del acto moral).

La moralina como vicio

El código simplificador de la moral se puede convertir en su contrario. En la medida en que se pretende cualquier código normativo es una verdad eterna (revelación divina, guía infalible de la acción, y otras dramáticas linduras) resulta una guía imperfecta para la conciencia. La moral como mediadora de los problemas concretos de las conciencias buenas y malas siempre deja mucho contenido fuera, porque los códigos y reglas morales han nacido en mitad de este mundo contradictorio, que es un lugar cambiante. Las personas y situaciones se alteran mientras las normas se pretenden eternas, y además las reglas "perfectas" no se transforman siguiendo el cambio de las situaciones "imperfectas" concretas.
Si la regla y el código inmóviles intentan sustituir a la ética (tan variada) de la decisión humana, entonces tenemos el caso de una sombra creciendo para cubrir la densidad del cuerpo. Las reglas y códigos (totalizadores), como eventos son resultados particulares, que pretenden cubrir de golpe a la totalidad (resolver completo el deber ser), y esta pretensión la justifica una religión (con un dogma), pero el análisis humano no encuentra ese privilegio. Las grandes aportaciones en el tema de la ética por los filósofos siempre resultan susceptibles de mejorarse, revisarse y modificarse con la práctica de cada quien.
No es tan poco común que las reglas morales se conviertan en obsesión, y las personas que más restringen el campo de sus decisiones viven perseguidos por candentes interrogantes sobre la rectitud de su proceder, padecen la sombra del deber ser. Pienso en las personas que se recluyen de conventos, que así alejan el pecado de su vida, y entonces los dilemas ordinarios quedan excluidos de su existencia[9]. Aunque esas personas piadosas se encuadren dentro de una disciplina religiosa pueden vivir atormentados por los fantasmas del deber, pues el “super-yo” (término de Freud para este sector psíquico) se convierte en un tribunal permanente de la conciencia y de ahí el otro sentido del término "juicio" moral. La idea misma del “encierro” en monasterios y sus disciplinas torturantes muestra una alteración del sentido moral, que pasa de una idea sobre un código de lo mejor, para convertirse en un castigo constante y sin solución en esta vida. El extraño ideal de la existencia lacerada en el monasterio representa un conflicto irresoluble de tipo más enfermizo que piadoso[10].

El reino mental entre el monasterio y el ágora

Además como el “deber ser” habita en el reino mental (como idea o hasta simple fantasía pues no requiere de correspondencia con objeto exterior o definido) puede expenderse en cualquier dirección (objetiva o facciosa, mundana o interior, accesible o intangible). El sentimiento de culpa es la expresión más clara de ese movimiento en el sentido de buscar un origen. Todavía más radical es la noción del pecado original, que preserva el eco del mal hasta la semilla de la semilla (el primer inicio de la humanidad como acto de pecado) y al quedar tan alejado también resulta imposible de resolver.
Por ese lado, el moralismo presenta un resultado antieconómico, de tal modo que se crea una trama persecutoria sobre las decisiones. En vez de una brújula, con una delgada aguja indicando el camino hacia las decisiones honestas, se convierte en una jauría de persecución ladrando culpas y fallas, permanente revisión de los actos y de las intenciones. La moralina (reproche sobre la acción), por extensión, se convierte en contrario de la moral práctica (guía para la acción)[11]. ¿Cómo evitar esa degradación de la ética en jauría? Los astutos y práctico griegos se congregaban en las plazas para encontrar la cuadratura del círculo ético. En sus diálogos se refleja un interés por lo mejor y lo excelso sin caer en culpas excesivas ni actitudes generadoras de culpas, buscando el justo medio[12] entre las tendencias contradictorias del ciudadano. Desde el presente se ha admirado al griego como poseedor de una espontánea salud mental, algo así como la posesión de una juventud o hasta infancia cultural, que los prevenía de tendencias que serían las usuales a partir de la Edad Media. En el horizonte greco-latino la reflexión moral parece mantenerse virtuosa[13] y no convertirse en esa intoxicación posterior, que tanto desprestigio generó hacia la misma ética. Para Ortega y Gasset el enfoque dependió de que los griegos mantuvieran a la razón dentro de un encuadre vital, perfectamente conectada a los impulsos vivificantes, mientras la mentalidad medioeval se encargó de convertirse en una sangría constante. Las dos arquitecturas indican la tendencia: la plaza pública de los griegos, como espacio abierto donde se ventilan los asuntos a plenitud del día, opuesta al monasterio, donde se oscurece el ambiente y el silencio murmurante amarra las voluntades y las aleja de cualquier intensión pecadora.

El espacio espiritual del rascacielos

Ahora bien, la modernidad inaugura otro tipo de arquitectura dominada por las grandes ciudades y sus rascacielos, conforme la altura deja de representar un signo de altanería y escándalo como en el relato de Babel,[14] conjuntamente con la mejora técnica, entonces los edificios representan la obra típica de la nueva arquitectura[15] y su ambiente es la gran ciudad. Al no referirnos a ningún edificio emblemático, su cariz de desafío o poderío se disuelve, queda la maravilla arquitectónica trivializada por las reglas de lo cotidiano, donde la repetición de la mirada se torna en costumbre.
Para lo que nos ocupa, el edificio es una construcción sin un código moral explícito ni con un ambiente definido para la especulación ética (como el ágora) o el recato (monasterio), porque la radical separación de departamentos u oficinas, pasillos y áreas comunes, indica una sucesión diseminada, donde no existe una definición predeterminada. Quizá resultaría aceptable relacionar el edificio con el tema de la individualidad conglomerada, la gran agregación de personas encerradas en sus fines privados, pero adaptadas a un entorno común, marcado por la misma gran construcción. ¿Qué reino mental se encierra entre las paredes del departamento o la oficina modernos? El espacio de respiración y de elucubraciones éticas pareciera reducirse simultáneamente, mientras las grandes perspectivas se mantienen pero afuera; y el individuo para sí exige no ser interrumpido y seguir enfocado en los flujos de sus fines particulares. En el breve espacio compartimentado del edificio de modo alternativo florece el alma de un monje o de un Aquiles enardecido; cualquier máscara sirve como motivo de vida, siempre y cuando se mantenga una adaptación a las reglas materiales, porque el individuo adopta cualquier creencia y vocación, sin deber ser molestado mientras cumpla con las leyes y posea suficiente dinero: ahí está la barrera constante[16].
Y en esa diversidad de perspectivas individuales, tan variadas como la imaginación misma, la estructura del sistema mismo y la fortaleza de su arquitectura nos parecen sólidas pero no eternas. Bajo las segmentaciones de cierta uniformidad de los departamentos las variedades en las almas que se cultivan en cada cuarto, dan la sensación de un ecosistema coralino, con sus tonalidades difíciles de apreciar a primera vista; pero sí, las urbes de grandes edificaciones permiten la efervescencia de individuos diferentes que inventan sus propias perspectivas.
En otro aspecto, la mera edificación encierra una caducidad programada en la moda e incluso en los materiales mismos signados por la fragilidad del ladrillo y el deterioro de la pintura, pues desde la modernidad ya nada ha sido producido para la eternidad[17], sino para un futuro de recompra con la aparición de un nuevo ciclo de producción-consumo. Una sensación de fragilidad alentaba un aire sutil de miedo, con un estado de ánimo que se traslapaba entre los resquicios de los sólidos muros de los rascacielos, pero el trágico evento del 11 de septiembre catapultó el ánimo social para transitar hacia un terror escandaloso.
Ya sea como potencia o acto, la finitud rodea a los rascacielos y junto a esa finitud de la arquitectura sus habitantes, que son su corazón vivo, sienten esa interrogación tan aguda que prefieren silenciarla, para mantenerse confortables entre los deliciosos estímulos de las grandes urbes. Este silencio se explica por la confluencia entre las delicias placenteras y la tristeza de una pérdida definitiva, pues las delicias hedonistas invitan a aferrarse cada día, mientras una sensación de pérdida (próxima y definitiva) genera tristes ánimos, que se convierten en el famoso “estrés” o malestar. Ricos e insatisfechos, pobres y desgraciados: cualquier situación contiene algún grado de malestar surgida de esa confluencia antagónica. Los edificios modernos albergan una vida compleja y floreciente, pero no cultivan en directo la felicidad[18]; pues esas series de celdillas como colmenas todavía representan la mitad de un puente, el medio camino entre muchas opciones potenciales y un advenimiento: desde ahí tanto escepticismo y desconcierto, aunque también tantas potencias titánicas. ¿Hacia dónde se dirigen los corazones arropados entre las urbanizaciones modernas llenas de edificios? La enorme obra de la arquitectura moderna permanece tensa como un puente que se pierde entre nubes de misterio y murmullos de fascinación.



NOTAS:


[1] NIETZSCHE, Friedrich, Así hablaba Zarathustra.
[2] KIERKEGAARD, Soren, Temor y temblor.
[3] Cfr. FROMM, Erich, Ética y psicoanálisis.
[4] Sobre lo cual Sartre ha insistido con demostraciones a lo largo de toda su obra, en especial: El ser y la nada, Crítica de la Razón dialéctica, etc.
[5] YATES, Frances, La ilustración rosacruz.
[6] “Estas cosas (los conocimientos) están fuera del hombre, pero el estilo es el hombre mismo”,  Buffon, Conde de
[7] La estructura de la decisión afecta también la naturaleza del tiempo, por cuanto se presenta irreversible pero el pasado perdido nos ofrece complejas actitudes como el arrepentimiento y la nostalgia. Cf. SARTRE, Jean Paul, El ser y la nada.
[8] BATAILLE, George, El erotismo.
[9] Por ejemplo, la Regla de San Benito, tan importante en la difusión de los monasterios medioevales, implica un rígido control de la existencia de cada monje. 
[10] No es casual que en la pléyade de difusores de concepto monástico se cuente algún un “santo” maniático que practicó una castración voluntaria.
[11] Para Freud ese exceso moral es una manifestación de neurosis, para Reich es una plaga psico-emocional. Cf. REICH, Wilhelm, Materialismo histórico y psicoanálisis.
[12] La típica solución de Aristóteles ante las contradicciones éticas planteada en su Ética Nicomaquea.
[13] Otra cuestión es una dualidad externa (excluyen al esclavo de la humanidad) y el fracaso práctico, pues el griego y el romano ordinarios rompen las marras de su conciencia, mostrada en las relaciones de los emperadores con los pensadores. En especial, son episodios ejemplares el juicio de Sócrates y el drama de Séneca quien fue maestro y mentor de Nerón pero terminó obligado al suicidio por su discípulo.
[14] Para el relato bíblico, la misma elevación significa un desafío y un afán para deificarse al alcanzar “el Cielo” que ofende a Jehová, por tanto frustra la obra. Génesis, 11.
[15] SENNETT, Richard Vida Urbana e Identidad Personal (1970), al parecer, es un pionero en la interpretación socio-histórica de la arquitectura en relación con la psicología, centrado en el tema de la identidad conectada con el estilo arquitectónico de las ciudades modernas.
[16] En un cuento de Baudelaire, La Fanfarlo, encontramos esta inspiración sobre el espacio pequeño y la intimidad: “Cramer odiaba profundamente, y a mi parecer tenía toda la razón, las grandes líneas rectas en materia de apartamentos y la arquitectura importada en los hogares domésticos. Los vastos salones de los viejos castillos me dan miedo, y compadezco a las señoras que estaban obligadas a hacer el amor en esos gigantescos dormitorios que parecían más bien cementerios, en esos grandes catafalcos que se hacían llamar camas, en esos grandes monumentos que tomaban el pseudónimo de sillones. Los apartamentos de Pompeya son tan grandes como una mano; las ruinas indias que cubren la costa de Malabar atestiguan el mismo sistema. Esos grandes pueblos, voluptuosos y sabios, conocen perfectamente la razón. Los sentimientos íntimos no pueden recogerse a sus anchas más que en espacios lo suficientemente estrechos.”
[17] En su sencillez, la pirámide y el monolito son edificaciones dedicadas a la eternidad, en cambio el edificio se diseña para un uso delimitado en el tiempo, basado en un ciclo de consumo y con márgenes razonables de duración. Ya los pueblos antiguos habían notado esta diferencia al señalar la caducidad del ladrillo frente a la roca.
[18] FROMM, Erich, El arte de amar, El miedo a la libertad y otros psicólogos de la sociedad muestran que la situación de felicidad resulta una excepción y no la tendencia moderna ni posmoderna.

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