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miércoles, 28 de septiembre de 2011

LA LLAVE DE VENUS



Por Carlos Valdés Martín

El astrónomo sonrió cuando el planeta lanzó un destello en forma de cruz. La espera lo mantuvo tenso hasta alcanzar esa satisfacción: un meteorito tan grande que al contacto con la atmósfera venusina destelle hasta la distancia sideral. Con cuidado para no mover un pequeño telescopio auxiliar, se levantó y respiró con suavidad; ensanchó el pulmón y sintió frío. Pensó: “Este espectáculo hace olvidar que nuestro propio planeta está en riesgo. Un choque de esa magnitud en la Tierra sería un desastre; un acontecimiento previsible en el próximo millón de años. La atmósfera es un escudo, pero no imbatible: así desaparecieron los dinosaurios”.
La trayectoria errática y de difícil previsión desconcertó a investigadores, que desde algunos países rastrearon ese evento, así, el supremo instante de ese choque no fue previsto con exactitud, pues se esperaba desde hacía 48 horas; así que el astrónomo Wil pernoctó en el observatorio junto con sus colegas. El recinto era espacioso, con un gran telescopio principal, pero casi obsoleto.
No era la primera vez que debían montar guardia ante la expectativa de un evento estelar debido a un cálculo incierto, así que sabían evitar presiones familiares: bloquearon los teléfonos. El enclaustrarse del astrónomo resulta difícil de explicar a la pareja, pues ese pernoctar sin aviso es desquiciante para quien aguarda el regreso. La mayoría del grupo era de divorciados.
Si bien Wil Waste seguía casado, su situación marital naufragaba; desde hace varios años dormían en cuartos separado y el largo distanciamiento se desdibujaba en una niebla de recuerdos. Al principio, él contabilizó los días sin un abrazo, hasta que la tristeza le ganó a su gusto por las matemáticas. ¿Años sin que su mujer le diera entrada? Sí, varios desde que ella le descubrió en un flirteo que él no buscó ni consumó. En otra ocasión su esposa escapó de la casa con el hijo, permaneció con su madre durante una semana y tras la crisis vino una tregua, pero eran infelices.
Regresaría a la casa antes de la madrugada porque la cama del cuarto separado era más acogedora y extrañaba a su hijo… ¿Acudir con Eve? Lo mantenía atado una rutina y, además, ambos pretendían lo mejor para su chaval, que se mostraba inconsolable durante la separación. Tras las crisis Eve Cox regresaba por las súplicas del niño y no por los ruegos o reclamos del marido.
Con la cálida satisfacción de una observación astronómica excelente, Wil manejó rumbo a la casa. En el camino, tras media hora de manejo y cargando dos noches de vigilia sintió una súbita pesadez sobre los párpados y casi pierde el control del volante; entonces asustado por su torpeza decidió descansar un minuto sobre la orilla. Pareció transcurrir un instante de siesta cuando los pájaros silbaron desde las acacias. Despertó contento pues su sueño fue cálido y de colores intensos, hasta aromas nítidos sentía a su alrededor mientras estiraba el cuello y las piernas. Mantenía un fresco recuerdo de la diosa Venus condescendiendo a explicarle a él, simple mortal, el motivo del Olimpo para que un asteroide inquietara a su emblemático planeta. Según la explicación onírica ese meteoro servía para resquebrajar la dureza de carácter entre las hembras terrestres. La diosa señaló hacia una réplica monumental de la bóveda celeste engarzada sobre un lago púrpura y su signo planetario se levantó por los aires, para luego reproducir la silueta del choque del asteroide. Luego Venus señaló una escalinata de oro que escalando la montaña en línea recta se perdía en la lejanía; donde él encontraría una serie de estatuas con explicaciones para solucionar cualquier problema con “su” mujer.
De camino a casa meditando sobre esa visión se sorprendió por suponer a Eve como “su” mujer, pues los dos últimos años la consideraba en un sentido neutral como la mamá de su hijo, y para el niño sí marcaba un acento posesivo estricto. Desde entonces ya no se preocupaba en mejorar las relaciones maritales, pues bastaba con la existencia de dormitorios separados para mantenerse tranquilo. También le extrañó el anuncio de una escalera con estatuas para resolver problemas. ¿A qué se referiría eso? Alguna vez habían acudido a una consejera matrimonial como última tentativa de solución, pero fue un desperdicio completo.
Abrió la puerta de su casa a media mañana. Silencio en las estancias: el niño en la escuela y la mujer ausente. Él debía de haber dormido un par de horas sentado, así que todavía sentía un hondo cansancio; entonces tomó un somnífero para garantizar el descanso. En su mullida cama individual, se envolvió bajo las frazadas y se concentró hasta recuperar el hilo del sueño anterior.
Eve lo despertó con gritos furiosos: – ¡Qué egoísta! ¡No te importamos! ¡Desapareces tres días y apagas tu maldito teléfono! ¡Pensé que estabas muerto!–
Una chispa en los ojos verdes lucía hermosa, pero era una chispa de furia en la mirada de mujer madura. Eve traía la cabellera ligeramente despeinada y trazando suaves ondas que abanicaban su frente mientras gritaba; la tez de las mejillas sin pintura traslucía un aire lunar, y reflejaba las luminarias como ninfa recién resucitada en el espejo de un arroyo. El cuerpo estaba envuelto en una bata de seda china con un dragón azul en un costado y calzaba pantuflas de terciopelo naranja pero parecía flotar, arrastrada como sobre brisa nocturna; apenas si movía los pies y avanzaba con gestos amenazantes. Eve agarró libros que lanzó contra la pared y el suelo provocando un ruido seco.
Él pensó que continuaba dormido; Eve nunca había tenido un arranque de furia ni de celos, esa faz permanecía oculta. Y recobrado del pasmo él se levantó y empezó a dar explicaciones nerviosas como ya no lo hacía más:
– Calma, otra vez el reporte astronómico falló por unas 48 horas y todos nos quedamos; el equipo completo, y como siempre acordamos apagar las líneas telefónicas. Eso creo ya lo sabías… todos lo saben. Y por favor deja mis libros en paz.
Parecía que ella se calmaría con la explicación y dirigió la mirada hacia los volúmenes con temas de galaxias y supernovas tirados en el suelo; respiró un momento, lo miró con asombro pero una última oleada de roja exaltación arrastró su voluntad y se lanzó con las manos agitadas como para abofetearlo. Pero Waste pudo detenerla por las muñecas:
–¡Estúpido! … Estuve aterrada.
Luego ella dio pasos hacia la salida de esa recámara, bajó la mirada, tiró por la borda su iniciativa y sollozó sin lágrimas. Él se sentó sobre su cama y dijo conciliador:
–Ya, ya… estabas preocupada. Disculpa, de haber sabido que te interesaba sí aviso… Pero cálmate o vamos a asustar a Boby.
–No, dejé a Boby con mi madre. No se me ocurrió algo mejor, ya te había reportado con la policía como persona extraviada y te empecé a buscar... Creo que exageré. Perdona, maltraté tus cosas… pero no lo vuelvas a hacer.
Le pareció cansada, como rama encorvada y doblándose para caer:
– ¿Estás bien?
– Estoy cansada.
Ella se detuvo en el dintel de la puerta, como esperando algo y Wil se acercó e intentó abrazarla en señal de reconciliación, pero en el primer roce sobre el hombro sintió un flujo de electricidad atractiva que lo sorprendió e hizo retroceder; mientras ella con la mano hacía un ademán suave para alejarlo, pero con palabras agradeció la intención:
– Gracias, estoy cansada, pero en un minuto aviso a la policía para que no te busque y me recostaré.
El cuarto de soltero virtual volvió a la calma, mientras a la distancia Wil escuchaba la voz cancelando el reporte. Abandonado en su perplejidad, luego de esa escena de rabia o celos y con las rodillas molestándolo optó por darse un baño caliente en la tina. La vieja bañera forrada de porcelana era la única instalación que él adaptó en esa casita suburbana de dos pisos. El agua tibia y estancada definía un ritual de renacimiento que le enseñó su padre desde pequeño; un cálido baño en tina curaba dolores, extraía las penas y restablecía la calma.
Sumergido como feto en líquido amniótico empezó a revisar los acontecimientos y una pieza interesante que faltaba era ese último sueño. Incluso le pareció que los gritos de Eve Cox se relacionaban con un recuerdo olvidado. Bajo el manto de aguas serenas recuperó por completo el hilo de la memoria y regresó la imagen de Venus, donde se vio sentado bajo un olivar fresco y de tronco nudoso curvado por los años, mientras una tristeza doblaba su espalda. A la sombra del árbol nudoso y viejo una pena lo obligó a derramar lágrimas, sintiéndose culpable de algo ominoso hacia las mujeres de su vida. Desde niño su existencia transcurrió en una especie de eclipse de féminas, comenzando desde que su madre abandonó la casa; en efecto, a los cinco años quedó a cargo de su tía, una joven dulce de 20 años. De su madre casi no guardaba recuerdos definidos, pero atesoraba imágenes de las pocas fotos que conservó su abuela. Su padre siempre trabajando fuera de la ciudad, lo veía un poco en vacaciones y cumpleaños. La tía también se alejó pronto, pues contrajo matrimonio un par de años después y entonces la abuela se hizo cargo de él. Pero ella era una señora enferma, que cada semana recaía y debía permanecer en cama; más bien, el niño de ocho años se sentía responsable y procuraba no molestar a nadie en la casa. La escuela y los juegos de infancia lo cobijaron hasta que inició su trabajo como profesor universitario y luego todo cambió cuando se interesó por una alumna: Eve Cox. Tímido y paciente esperó a que ella terminara la carrera, sin atreverse a tomar acción alguna, pero la fortuna le sonrió. Tras el rompimiento con un novio de juventud, ella se acercó y acorraló a este profesor alto y silencioso. Al inicio de la relación él era más un guardián que un novio, sin medios económicos para pretender un compromiso definitivo, dividía su semana entre un intenso trabajo de maestro y torpes esfuerzos por agradarla.
Al recordar sus motivos, él creía sufrir de una obsesión por Eve más que un enamoramiento, pues antes amanecía pensando en ella y dormía con su imagen. Desde la luna de miel Eve quedó embarazada y con el embarazo, ella sintió rechazo físico hacia su marido; pero en esos días ninguno de los dos le daba importancia, como si fuera un efecto biológico que duraría nueve meses. Sin embargo, tras del bebé siguió el desgano mutuo hasta que ella empezó a preocuparse, entonces buscó píldoras, leyó libros y fue a charlas; luego obligó al marido a leer manuales de autoayuda, tomar píldoras y acudir a pláticas, pero el cambio fue insignificante desde el punto de vista de Wil.
En fin, los recuerdos de una vida juntos corrían por el sueño de Wil que permanecía sentado y cabizbajo hasta que empezó a llorar. La diosa Venus sintió compasión y bajó desde su nubecilla hasta el nivel del prado y dirigió palabras de consuelo:
–Esa Luna menguante tuya de desgracias con las mujeres ya va a terminar. Las penas son aprendizajes, si supieras leer mi mente como yo leo la tuya sabrías que has sido siempre un pelmazo con ellas, sin la mínima chispa para encender su amor.
– Soy un fracaso, una nulidad. Eve me aborrece.
– Tranquilo y abre tu corazón que es la hora de cambiar. Hasta ahora ha estado cerrado tu cofre, pero yo tengo la “clavis” (como se dice en latín). Has creído conocer el amor, aunque sea por fuera, pero mantienes una venda sobre los ojos, pues hay mucho más.
De entre su holgado escote la diosa sacó un jeroglífico de luz, formado con el signo planetario de un círculo y una cruz, pero más alargados. Blandió el jeroglífico entre sus pulgar e índice y el aire vibró como si una turbina de avión se encendiera. Sonreía y blandía la llave arriba de su cabeza como jugando, cuando dijo: – Ya puedes dejar de lloriquear y estira la mano hacia esta llave.
De manera obediente Wil y con rapidez estiró el brazo en la dirección deseada, pero antes de tocar la llave sintió una descarga quemante sobre la punta del dedo índice y retiró la mano adolorida.
– ¡Vaya! No te dije que la tocaras, sólo que acercaras la mano en esta dirección. Pero no sucede nada malo en estos jardines, tu dolor es pasajero y los dones que entrego son perpetuos. Ahora te puedes encaminar hacia la escala de oro, ahí hay estatuas. ¿Recuerdas que anoche estabas ya dispuesto a recorrerlas? Esas efigies son los sentimientos y tú necesitas aprender sobre el sentir; has vivido anestesiado entre reportes de astronomía y trivialidades.
En el sueño, la diosa se elevaba sobre su nube a retozar entre espíritus celestiales y Wil de inmediato se encaminó, pues la distancia era pequeña y en instantes quedó franqueada. Al acercarse al sitio él vio dos estatuas sobre la entrada de la escalinata. Del lado izquierdo, la estatua representaba a una mujer con un solo brazo empuñando una daga; su materia parecía de oro y la leyenda a los pies indicaba: “furia contenida”. Al lado derecho, otra estatua con brillo de plata oxidada representaba a un hombre cargando un costal grande y el letrero: “tristeza guardada”.
Él intentó dar el primer paso sobre la escalera, pero la estatua femenina empezó a agitar la daga y a maldecirlo, y siguió así hasta que Wil se alejó unos pasos y eso la aplacó. Entre sus gestos agrios la estatua traslucía belleza de rostro, sutiles curvas y la fantasía de un cabello despeinado con suaves rizos juguetones. A cauta distancia él preguntó y la estatua dio sus motivos: – Una furia es una herida honda que no se ha curado. Es sencillo que una persona quede herida, pero las mujeres atesoramos mejor nuestros rencores. Me falta un brazo por la herida, y no lo encuentro porque nunca busqué mi extremidad. La daga la conservo oculta para vengarme, desconozco quién me hirió pero quiero desquite. Cuídate de mi rencor porque no cesa.
En eso desde el otro lado de la escalinata, respondió la estatua viril: —Con la tristeza guardada sucede lo mismo, ya no sabemos cómo deshacernos de ella. Cuanto más pasan los años, más nos acostumbramos a una pena y ya no nos ocupamos de perderla. Es más, si extraviamos esa pena nos sentimos vacíos; las heridas también sirven como justificaciones para quien no está satisfecho de amor y entusiasmo. La tristeza no parece agredir sino a quien la carga, pero es un pozo sin fondo, avanzando hacia un vacío peligroso no sólo para quien lo padece.
Y dirigiéndose hacia la estatua compañera le dijo:
—También la furia está en el peldaño más bajo, daña a otros y se lacera a sí misma. Aquí estamos frente a frente, somos dos caras de una moneda y no somos capaces de reconciliarnos. Yo la amaría tanto si pudiera renunciar a mi pena y ella sería tan feliz conmigo si tirara su daga al basurero; pero estamos petrificados ¡Vaya! El momento del Sol en el cenit ahora llega; debemos descansar y dejarte pasar, extraño viajero móvil.
Entonces las estatuas quedaron paralizadas por completo, sin ánimo ni vida, por lo que Wil empezó a subir los primeros peldaños hasta encontrar el siguiente grupo de efigies. Y en ese pasaje del sueño fue cuando Eve lo despertó.
Le hubiera gustado terminar el sueño pero el agua no era colchón propicio y además se enfriaba, así que decidió abrir el grifo del agua caliente para recuperar temperatura. Al tocar el grifo le dolió el dedo índice y sintió la yema ligeramente quemada, entonces la acercó a los ojos y no vio alguna herida; aún así confirmó una sensación hiriente. Puso su dedo entre los labios buscando alivio, lo sintió con intensidad mientras presionaba y una placidez descendió desde la boca hasta su muelle entraña.
Reconfortado miró desde una perspectiva amplia su situación y su panorama material parecía satisfactorio. Había logrado pasar desde un modesto puesto de maestro universitario, hasta el de investigador en astronomía; así tenía una profesión que le gustaba donde sus colegas lo admiraban y sus ingresos eran suficientes. Su hijo crecía fuerte y hermoso. Él mismo estaba sano y en razonable vigor físico. La llaga estaba en su corazón y pensó en el matrimonio a la deriva ¿qué oportunidad tenía de salvarlo? Si quería salvarlo ¿qué hacia en ese sentido? De pronto le pareció que su matrimonio ni siquiera había empezado; sin querer recordó una frase de una película cuando la reina se quejaba a gritos que el matrimonio anterior jamás se había consumado.
Varias veces le rebotó en el cerebro la frase “jamás consumado”; y mientras se vestía con una bata suave respiró la fragancia jabonosa antes de salir del baño. Al dirigirse a su habitación se cuestionaba “¿en lo emotivo se consumó nuestro matrimonio?” Quizá ella seguía distante, pero ese mismo día se había enfurecido, pues temió verlo muerto y demostró un sentimiento oculto, un vínculo que mantenía enterrado y, al menos, ella lo extrañaba.
Entonces Wil escuchó un resuello ligero que sonó a música primitiva y melancólica. Eve había dejado entreabierta su habitación cuando siempre la cerraba; entonces él se acercó con sigilo y abrió un poco más la puerta. En principio fue simple curiosidad, sólo atraído por el sonido y al acercarse sintió que existía un motivo. En la penumbra miró perfilarse el cuerpo recostado, con la tez de las mejillas iluminada por un tenue destello y sintió que adoraba a una leona dormida, como lo haría un aborigen africano, entregando alimentos al pié de la cueva o sobre un altar escondido en el bosque sagrado. Contempló el espectáculo de la suave luz sobre las curvas del perfil; apretó el puño con ansiedad, como si atesorara una llave hasta que sintió el efecto quemante de un círculo unido a una cruz sobre su palma. Hubiera deseado abrir la mano y soltar lo que fuera que apretaba, pero sólo era un recuerdo acalambrando su puño ansioso.
Estiró el cuello mientras contenía el aliento y esa leona dormida le pareció todavía más hermosa. Agachó la cabeza con una reverencia suave, como se alejan los creyentes de la mezquita, y al apagar la luz del corredor fantaseó con un recuerdo perfecto del porvenir.

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