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sábado, 10 de septiembre de 2011

SOL DE SOLEDADES


Por Carlos Valdés Martín


Así, tras una edad de tristeza arribó un profeta con pretensión de levantar la maldición de la comarca entera.

El disco celeste parecía congelado desde hacía décadas y en vez de cálidos rayos enviaba soledades blanquecinas sobre el valle. Desde ese tiempo de los Padres quedó sin brío y como agotada su fuerza, por un maligno ataque de tristeza, signando un color sin tonos ni brillos. Así, desde las alturas, contagiaba al pueblo entero con un ánimo menguante.

Los enormes árboles perdieron su verdor y hasta las grandes peñas se mostraban contagiadas de caliza, tan débiles que semejaban más natas cuajadas que rocas.

El amanecer carecía de ánimos, ni el gallo se atrevía a cantar al alba ni los pájaros entonaban alegrías matinales. Y el manto de la noche se retiraba discreto, dando espacio para labores y tareas pero aconteciendo sin calor ni claridades.

El mediodía no traía mejoras, bastaba esa luminosidad para ocultar las sombras, pero bajo los objetos un fantasmal remedo de oscuridades se disimulaba como una acusación por un Sol ausente. Y en vez de cálido momento, un rayo gélido surcaba los campos y un reflejo mortecino salpicaba las crestas marinas.

Quizá invierno perpetuo o tristeza se anunciaban desde el amanecer y la hora del ocaso no otorgaba la graciosa paleta de amarillos y naranjas fogosos, al contrario, era una niebla de olvidos que retiraba las claridades de esa tierra.

La rutinaria calma fue sacudida por quien decíase nieto de Zaratustra, el último sucesor de aquél osado que lanzó su maldición contra los espíritus mediocres. Este extranjero arribó gritando entre una polvareda:
–¿Dónde se ocultan los mediocres? Aquí traigo una espada para abrir sus venas, por donde no corre sangre sino hielo líquido. ¿Dónde se esconden los mediocres? Están huyendo de mi mano, corren a refugiarse entre el trigal húmedo y oscuro.
Caminó por la vereda, provocando revuelo con sus gritos y amenazas. Los niños y los ociosos se aproximaron a curiosear, hasta que se adueñó de la pequeña plaza del pueblo. Incluso una villa pequeña como la nuestra posee una placita empedrada con una fuente central, donde es costumbre que una rotonda de piedra encierre una pirámide cónica y fluya un hilo de agua cristalina. Ahí sació su sed de viajero y se encaramó sobre el borde para hacerse más notorio.

Algunos adultos curiosos se acercaban sin dirigirle la palabra y bajando la mirada, los niños sí vimos directamente sus ojos azules pero con temor. Por los encajes dorados de su ropa los ancianos sospechaban que el profeta era un enviado del lejano Rey, por eso no lo expulsaron a palos y evitaron las murmuraciones bajo un silencio reverente.

Desde el borde de la fuente, el profeta siguió con sus vocerías y exigió la presencia del jefe local.
Terminaron las horas del mediodía antes de que un tendero gordo poseedor del título de jefe local se aproximara al forastero. 

Arrastrando los pies y con sombrero gris entre las manos sudorosas, el jefe se aproximó con cautela y aconsejado por los ancianos mantuvo su distancia. Avanzó cauteloso por creerlo enviado del Rey y porque en el cinturón del extraño asomaba la empuñadura de una espada. Saludando con suavidad preguntó si traía algún mensaje desde la capital del reino.

Sin intentar responder esa pregunta el profeta dijo:
–La triste oscuridad viene de los corazones pálidos y sin vida. No es este Sol un astro que muere, sino los corazones sin brillo me decepcionan y ofenden. Vengo aquí para que me entreguen a los cobardes entre los cobardes y a los temerosos entre los débiles, así terminaré con su sufrimiento.

El jefe creyó escuchar una orden proveniente desde el lejano Rey, así que se apresuró a obedecer y sin dilación reclutó a pobladores con mala fama. El jefe local eligió y pensó rápido en deshacerse de un villano pendenciero casado con una hermosa lugareña, del heredero de un predio que ambicionaba y del más pobre del pueblo.

Al llegar a la placita, los tres elegidos temieron lo peor y entonces lloraron y se revolvieron por el suelo, suplicando por sus tristes vidas. El profeta los increpó y, en efecto, sacó una espada brillante de una empuñadora, mientras les hablaba:
–Los llevaré a la montaña perdida, mas no irán en vano sino a enfrentar el peligro y redimirse por completo. Si regresan a su hogar quedarán cubiertos de alegría y también de honores. ¡Abandonen cualquier temor!

Habló con brevedad pero con tanta energía que los elegidos quedaron calmados y los vecinos sonrieron, pues no se dieron cuenta que ese futuro regreso resultaba sometido a un “si” condicional.

Los tres empolvados y todavía temblorosos siguieron a su líder desconociendo su destino. Casi todo el pueblo los miró alejarse hasta desaparecer como un punto en el horizonte.

Al anochecer la población del lugar quedó en vilo, angustiada e intrigada con el destino final de los vecinos. En lugar de rutina y melancolía el espanto y la inquietud avanzaron como el fuego sobre la pradera seca. En la noche los adultos del pueblo mediante una improvisada y agitada asamblea deliberaron, cayendo en cuenta que había sido un error entregar a los elegidos como corderos de sacrifico ante un desconocido, sin preguntar antes en la lejana capital del reino. Las últimas palabras del extraño, al ser reflexionadas adquirieron la turbulencia de un peligro y la incertidumbre de una amenaza. La esposa de uno de los elegidos, la hermosa Áurea mostró a sus hijas pequeñas mientras lloraba amargas lágrimas e increpaba a los lugareños por sacrificar a su marido. Los padres ancianos del otro elegido se apersonaron y soltaron un enternecido reclamo, recordando que a quien despreciaron como cobarde, también era el más amoroso de los hijos. Luego de deliberar, los habitantes recapacitaron y sintieron que habían cometido un grave error; lamentaron la decisión precipitada (y taimada) del jefe, pero en esa villa no poseían caballos para perseguirlos. Sin ningún remedio práctico, aferrando una delgada esperanza, rogaron con tristeza y rabia a sus dioses antiguos y a los espíritus del campo para devolver ilesos a sus vecinos.

Caminaban con prisa, obligados por el profeta, quien tenía urgencia de enfrentar al destino. Al caer la tarde su líder ungía a sus elegidos con un oloroso aceite rojo, picante como la canela, mientras recitaba oraciones para extraer el miedo y la debilidad de los corazones. Al terminar sus ritos repartía en partes iguales la escasa provisión que cargaban y daba la orden de dormir. Tan exhaustos como sorprendidos, los elegidos no tuvieron intención de escapar o de sublevarse contra un guía que los trataba con extraña consideración.

Luego de tres agotadoras jornadas el profeta los condujo hasta una montaña rocosa y deshabitada, anunciando que se encontraban en el punto geométrico preciso. Antes del ocaso, entre grandes monolitos pétreos les señaló una abertura y dijo:
–Ahí se esconde el más terrible monstruo. Si ahora osan cruzar ese umbral quizá nunca regresen, pero si vuelven a la superficie victoriosos habrán salvado a la comarca de esta terrible debilidad, porque del otro lado del mundo, el Sol está moribundo y necesita de quien le entregue un nuevo aliento. No los culparé si mis plegarias todavía no destierran el temor de sus corazones y entonces rehúsan entrar. Si regresan a su pueblo sin afrontar el peligro nadie lo sabrá, pues yo mismo nunca pisaré sobre mis huellas. Si se atreven a ir más allá del umbral su comarca y el reino entero serán salvados. Yo cruzaré primero y no miraré atrás, síganme y serán bienvenidos en la oscura calma debajo de la tierra.

Antes de partir el profeta dijo estas enigmáticas palabras:
–Basta un martillo y un cincel para crear otro mundo, pero falta la mano audaz de un aprendiz que ahora me acompañe. 

Puestos en la urgente encrucijada de seguirlo o escapar, cada uno razonó su situación.
El primero dijo:
–No es que tema por mí, pero tengo hijas pequeñas. Si yo falto será su desgracia. No iré.
El segundo dijo:
–En esta jornada he reflexionado y me he convencido: yo poseo una pequeña parcela, hasta ahora descuidada pero es mi legado y debo a mis padres esas tierras, así que regresaré al pueblo.
El tercero dijo:
–Ni hijos ni esposa ni tierra tengo, el más pobre y olvidado en la comarca soy. En el pasado me espantó la miseria y el abandono. Si falto creo que nadie me extrañará. En fin, no sé si entraré esperando lograr una hazaña o porque le he tomado afecto al profeta. Como sea, yo sí entraré.

Sin más palabras el tercero se despidió de sus compañeros con un abrazo y luego sus pasos se perdieron entre la oscuridad de la caverna. Ante la decisión, el profeta sonrió y sin dar más explicaciones se escurrió por el hueco negro y el eco de sus pasos se fue reduciendo con rapidez, hundiéndose en lo profundo de la montaña.

Conforme los últimos ecos de pasos perdidos entrando hacia la caverna se escurrían desde el fondo, también brotaban un viento fétido y ruidos indescifrables. Consternados, los cautelosos se prometieron aguardar por señales de un regreso. Pronto  la oscuridad se hizo espesa y ruidos tenebrosos escapaban de la oquedad de la montaña, luego brotaron murciélagos amenazando con más desgracias, entonces los cautelosos optaron por apresurar una difícil travesía de regreso.

Extrañados y asustado, regresaron pero su mente permaneció agitada por terrores nocturnos y el látigo de las palabras del profeta. En el solitario trayecto sin Luna, tropezaron con rocas, sintieron cómo las aves nocturnas rosaban su piel y el ruido metálico de bandoleros convertidos en animal de presa los asechaba. La Luna desapareció por entero y las nubes bloquearon a las estrellas; así, que dos manos se entrelazaron para guiarse mutuamente, a tientas entre los peligros del desierto. Cien veces imaginaron que demonios del subsuelo los perseguían y el lento avance creció en intensidad. En su recuerdo observaron un combate y agonía mortal entre el profeta y los demonios malignos que encadenaban al Sol. Sin descansar y magullados por los tropiezos, al amanecer encontraron el camino hacia la aldea y, en esa ruta, compartieron sus ensoñaciones hasta aderezar lo sucedido.

Al llegar a su pueblo se quedaron maravillados por el efusivo recibimiento. Jamás en sus grises existencias había ocurrido algo semejante, pues en ese lugar ya habían olvido la existencia de fiestas desde la implantación del largo invierno.

Mostraron sus heridas por el amargo trayecto, balbucearon su versión y entonces el jefe del lugar explicó que el grupo completo entró en la caverna y adentro apareció un gran demonio, al cual abatieron, ellos a pedradas y el extraño profeta con su espada, pero en la agitada lucha los demás cayeron en un abismo negro y ellos salvaron el pellejo.

La narración resultó tan conmovedora y con el pueblo entero como testigo que pronto desde la lejana capital vino una recompensa, pues los sobrevivientes quedaron investidos cual sacerdotes del culto local.

En lugar de rutinaria tristeza renació un fervor devoto entre los lugareños que contagió a los pueblos vecinos. En honor a los caídos un cantero repujó un hermoso mármol blanco donde colocó la leyenda: A su “profeta del Sol” y al pobre cordero “óbolo sacro”.

Los sobrevivientes tan contentos como culpables recibieron los dones y como primer precepto del nuevo sacerdocio impusieron un tabú: nunca acercarse a la caverna donde se plasmó la última huella del profeta y su sacrificio.

Tras tantas agitaciones fue un niño de ojos verdes quien primero notó el cambio: un círculo amarillo intenso cubría el cielo. Cuando ese septuagenario invierno terminó y el astro recobró su antiguo colorido, los habitantes se sintieron emocionados y por la mente del más anciano surcó esta extraña idea sobre el Sol: “Lamiendo flores y argentando arenas”[1].





[1] GÓNGORA Y ARGOTE, Luis, Fábula de Polifemo y Galatea.

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