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sábado, 18 de febrero de 2012

A MANO ALZADA


Por Carlos Valdés Martín

A la memoria de G.W.F. Hegel y sus discípulos aplicados

La mano derecha amaneció soberbia y se dijo: “Esta otra, la izquierda es una floja, siempre débil e impuntual, no merece mis servicios, si no es a cambio de una obediencia incondicional”
La mano izquierda indignada despertó y pensó: “No es justo, hay tantas obligaciones impuestas, hoy seguiré el lema ‘a cada quien según sus necesidades, de cada quien según sus capacidades’”.
El sol se levantó en el horizonte y llegó la hora del lavabo.
La extremidad derecha sin preguntar ni consultar, como acostumbraba, abrió el grifo: sonó el chorro frío, cristalino y fresco. Tomó la barra blanca de jabón, y le dijo a su compañera que se posaba tranquila sobre el borde del lavabo:
—Ea, tú floja, ya es hora de lavarse, parece que no estás despierta. Yo ya abrí el agua y sostengo el jabón, y tú ahí como si el lavabo fuera otra almohada.
—Me desperté antes que tú —repeló la zurda y levantado la voz, prosiguió—, pero no he tenido la gana de hablarte; pues hoy me has parecido más impertinente que otros días, y lo compruebo: ya me estás imponiendo tareas sin que nadie te lo pida.
—Es una buena costumbre lavarse ambas —enfatizó la palabra— manos antes de comenzar el día. Eso todo mundo lo acepta. ¡Nada peor que empezar mugrosos la jornada!
Contestó la izquierda: —¿Cuál “todo el mundo”? ¿Lo que te da la gana a ti lo llamas “todo el mundo”? Eres una mano caprichosa y te falta educación. No me has pedido con gentileza las cosas, ahora compruebo que me estás utilizando. Si eso de lavarse lo hace todo el mundo, ¿por qué no lo hace tú sola?
Respondió la diestra: —Que me quieres llevar la contra y te comportas de manera pueril. No recuerdo un día, desde el jardín de infantes, que nos la hayamos pasado un día entero sin lavarnos.
Repeló la izquierda: —Tu argumento, además de infantil es consuetudinario, pretendes que la costumbre sea una ley; pero la ley viene de los códigos legales, y éstos son superiores a las costumbres. Ahora me doy cuenta de que tú me quieres utilizar, pues he observado que, casi sin falta, cada día tú eres la primera que está sucia. Quizá no solamente seas sucia, sino que la mugre proviene de un interior corrupto.
Replicó la mano derecha: —¡Cómo me ofendes! Al contrario, siempre soy servicial y estoy atenta a las situaciones; como soy la mano derecha de un humano diestro yo hago más que tu, por mi destreza (redundancia etimológica del lado derecho). Descubro que además de maliciosa, olvidas la anatomía, pues bajo la piel todas las extremidades son iguales, no hay limpias, ni sucias. En última instancia, la utilizada soy yo, trabajo el doble que tú y cuando escribo a pluma tú te quedas mirando con placidez. Si termino con manchas oscuras es por la tinta escurrida que tú solamente miras.
—Si tú escribes y yo miro, no es por mi flojera, en realidad, tú eres una —y la extremidad izquierda buscó un término técnico y elegante, que le entregara redondo el trofeo en esta disputa— monopolista. ¡Sí, una monopolista! Desde que recuerdo nunca me has dejado escribir, siempre sostienes la pluma y ni siquiera me miras cuando te deslizas sobre la superficie blanca del papel. En efecto, eres la mano monopolista y yo soy la proletaria, únicamente me aceptas cuando no te agrada el trabajo.
Objetó la derecha: —Trabajo más que tú, no eres proletaria sino floja. Yo soy la mano trabajadora.
—Trabajas más por monopolista y pretenciosa. Tanta vanidad proviene de que sonríes y aplaudes cada vez que el humano dice “soy derecho”. Pero sin mí eres poca cosa, ahora mismo quédate con tu jabón y agua intentando lavarte, porque yo no voy a colaborar, para que te sigas llevando los honores.
La derecha encolerizada dijo: —Acepto el reto y me lavaré. Verás que te avergüenzas, en realidad demuestras que eres cochina e incapaz. Nunca te lavarás por ti misma y yo sí puedo.
La izquierda sonriendo con desdén: —En cuanto termines, mostraré que me basto por mí misma.
Rota la amistad entre las extremidades, la mano derecha con el jabón se colocó bajo el grifo. Su dueño todavía estaba somnoliento así que siguió como espectador lo que sucedía. Los dedos de la mano rotaban la barra de jabón desprendiendo un poco de mezcla, aunque sin obtener jabón espumoso. Ante las dificultades de la mano derecha, la izquierda comenzó con burlas: —No sacas espuma… ja… tu parte de arriba sigue sin conocer el jabón… entre los dedos sigue la mugre… ni siquiera estás medio limpia…ja, ja.
La izquierda no terminaba las frases porque atravesaba por un ataque de risa.
Mientras más molesta y avergonzada estaba la diestra, más torpe resultaba. Intentaba usar la superficie lisa del lavabo sin mayor sentido como si fuera su complemento para lavarse. Pasaron minutos de intentos inútiles y de burlas de su contraparte, hasta que se hartó y lanzó el jabón lejos, puso la mano bajo el glifo y se restregó más contra el lavabo. El agua estaba fría así que resultó molesta.
—Pues tú ni siquiera puedes hacer esto —gritó ofendida la mano derecha, mientras se restregaba torpemente contra la toalla—, demuéstrame que sirves para algo.
Picada en su orgullo, la izquierda cogió la barra de jabón. Su lucha para limpiarse fue una repetición de las torpezas de la otra.
Al principio, para el humano la discusión y los esfuerzos separados resultaron graciosos, pero terminó quejándose:
—Ya me duelen los dedos con esta agua fría. Basta de egoísmo manos mías, ya lo afirmó el filósofo Hegel: cuando hay conveniencia nada mejor que utilizarse unos a otros. El Edén vuelve a la tierra cada mañana que una mano lava a la otra y viceversa.

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