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viernes, 24 de febrero de 2012

TRAMPAS INVOLUNTARIAS PARA LA FE


Por Carlos Valdés Martín


Avanzaba optimista el año de 1926, según recordó en el relato de su juventud. Lo primero fue un susto, esa sensación que venía cuando se precipitaba el recuerdo del volantazo ante un animal que se cruzaba en el camino, luego la volcadura y el humo, además la sensación sorpresiva de descubrir que alguien estaba en el maletero, pero el humo y la confusión dificultaban sacarlo. Intentaba abrir la puerta atorada, mientras el fuego amenazaba con extenderse.

Tomó distancia en su mente, se alejó del momento desagradable y se contentó con el lado agradable, por donde empezaba lo lindo ese recuerdo. El orgullo familiar creció con un nuevo automóvil. El afamado Ford T de figura graciosa, contornos suaves y color negro brillante, corría veloz y dócil bajo sol tropical y la guía del volante de fina madera. Las miradas de los lugareños convergían hacia ese nuevo vehículo: los carretoneros lo ojeaban con envidia; los jinetes, con respeto; los peatones, con reverencia y sólo los ferrocarrileros se mantenían indiferentes como los representantes dogmáticos de mastodontes mecánicos, lejanos y orgullosos. Esa posesión señalaba el nuevo clímax de la elegancia para la gente acomodada.

El año anterior, un afortunado nombramiento como gobernador provisional y el pago en efectivo por méritos políticos se combinaron para Francisco Solórzano Bélar. Este flamante jefe del gobierno provisional obtuvo tan codiciado vehículo, cuando por las calles de la ciudad provincial circulaban únicamente otros cinco de ese tipo.

Subirse a un auto reluciente traído desde Estados Unidos era el sueño dorado de los jóvenes y muchachas de la ciudad de Colima, pero pocos privilegiados lograban ese objetivo. Si el paseo dominical montados en tales artefactos era motivo de envidia, el convertirse en su manejador dibujaba una meta suprema. Alcanzar esa propiedad sería prenda digna para la jerarquía del gobernador y del puñado de elegidos del dinero y el poder.

Don Francisco Solórzano por su jerarquía como general del ejército mexicano tenía a su disposición un cabo destinado para chofer. Y además del cabo, gustaba acompañarse de un teniente, que le servía de escolta disimulada.

La guerra cristera comenzó hostilidades un poco después, en enero de 1927, centrada en la región del Bajío, pero desde antes existió agitación de ánimos y opiniones, con distintos tonos en cada rincón del país. El ambiente nacional estaba caldeado por el conflicto entre la Iglesia católica y el grupo del Presidente Plutarco Elías Calles, electo en 1924. Desde 1925 ocurrieron atentados y alzamientos aislados promovidos por católicos radicales en la región del Bajío. La fracción más fanática del catolicismo incitó a una insurrección, que se denominó la guerra cristera y entonces sí hasta esa zona costera de Colima se vio envuelta en la parte activa y cruda de ese conflicto. Cuando, en la vorágine del conflicto, la jerarquía católica hizo una “huelga” de oficios religiosos y el gobierno prohibió los actos de fe “pública” en represalia contra los levantiscos, el conflicto retumbó hasta Colima.

El ambiente militarista y agitado de la post-revolución mexicana permeó a Colima, pero la ciudad provincial se mantuvo atemperada y casi apaciguada por un carácter más dulce y recatado entre la población. Ese carácter local debo atribuirlo a los frescos vientos costeros y a una relativa prosperidad fluyendo de sus plantaciones de cocos, plátanos y limones. La región permaneció a la orilla de los conflictos militares, pero sometida al caudillaje de las facciones triunfadoras de la Revolución Mexicana. Aún así, la evidencia práctica de que el poder se obtenía por vía de las armas, alteró las aspiraciones y una parte de la población colimense se inclinó por la carrera militar. Salieron algunos jóvenes para integrarse en las filas revolucionarias, y unos cuantos sobrevivientes exitosos, regresaron con grados militares y medallas al pecho, consentidos con privilegios de mando. El general Francisco Solórzano Bélar era uno de esos afortunados colimenses que regresaron invictos de la guerra revolucionaria. La gran mayoría del pueblo observaba a esos próceres militares con veneración, pero tras la admiración se escondían rastros de envidia, ese sentimiento agazapado del pequeño esperando la revancha contra el grande, murmurando alguna maledicencia y anhelando el cambio de la diosa fortuna.

En un ambiente cargado de conflictos, el gobierno provisional duró hasta el invierno siendo reemplazado por un político más dispuesto a enfrentarse con la iglesia local, y a Don Francisco le quedaron únicamente importantes atribuciones militares, que seguía despachando desde el Palacio de Gobierno.

Si bien, Don Francisco era un católico practicante, no por ello entorpeció las órdenes provenientes desde la lejana capital, la ciudad de México. Incluso, con doble razón obedeció, porque siendo católico y deseoso de no contagiar a su provincia con la agitación religiosa (que ya se convertía en la guerra cristera) imprimía un sello de cortesía y delicadeza en sus acciones. Siguiendo órdenes superiores, sus soldados cerraron algunos templos durante sermones agitadores y un seminario católico donde había propaganda cristera; pero se cuidaron para evitar cualquier violencia y tratando de explicar a los feligreses y a los sacerdotes la situación tan delicada en que caía el país entero. Gran parte de la feligresía quedó indignada, por lo que Don Francisco intentó diversas medidas de apaciguamiento y realizó reuniones privadas con los jerarcas del clero, para negociar discretamente la reapertura de las iglesias cerradas. Pero fue en vano y las negociaciones no contuvieron una mala imagen del gobierno local. Fue detectada la agitación de un cabecilla local, quien juntaba armas para la causa cristera; entonces el Jefe de la Policía local organizó una redada para detenerlo junto con una docena de partidarios.

Tras esta detención el ambiente en la ciudad se saturó de temores y sospechas. Los sacerdotes católicos acusaban a los socialistas, masones y agraristas en el gobierno y recordaban con rencor, las medidas del Presidente Juárez, cuando los despojó de las riquezas del país. Radicalizados por las ofensas, algunos políticos del gobierno ya estaban dispuestos a reprimir la insurrección católica que se anunciaba en el horizonte y pedían mano dura contra las intervenciones ilegales del clero en la política. El gobierno nacional tomó las medidas más astutas contra la agitación religiosa, pues promovió el reparto agrario. El reparto de tierras (ofrecido por la Revolución desde el año 1915 con la Ley Agraria y vuelto a prometer en 1917 por la Constitución) superó la etapa de puras promesas y fueron creciendo las entregas; pero orientadas por una brújula política, y, en particular, se repartían ejidos donde la agitación clerical parecía más agresiva.

Otras regiones del país, casi a la luz del día, organizaban una sublevación con el abierto apoyo de la jerarquía religiosa local, pero el obispo de Colima permanecía contrario a una rebelión armada. Esta actitud del obispo era más debida a un intenso temor personal ante una cruel guerra interior que por convicción pacifista; incluso, en sus homilías dominicales condenó públicamente al cabecilla sedicioso descubierto y llamó a la reconciliación. Sin embargo, a mediados del año 1926 la jerarquía católica del país ordenó cesar los oficios religiosos públicos en todo el país como protesta y desafío contra la llamada Ley Calles, la cual les obligaba a someterse al poder del gobierno.

El gobernador de la región ofrecía a los curas y católicos las garantías civiles posibles en medio de una hostilidad creciente y ordenó al Jefe de Policía que no extendiera las detenciones, pues preveía que un acto de fuerza adicional encendería los ánimos hasta el extremo. La guarnición de la cuidad fue reforzada en cantidad de tropas y armamento, y el manejo de una logística compleja mantuvo ocupado al exgobernador y general Francisco Solórzano. En algunos pueblos y rancherías aislados de Colima los cristeros se estaban armando, y pronto llegarían grupos desde el vecino estado de Jalisco para avivar la flama de la insurrección. En sus pesadillas, don Francisco imaginaba que una guerra fratricida e insensata bañaba en sangre su terruño.

* *
A Constantino Bélar le enorgullecía que su tío segundo (primo carnal muy cercano a los afectos de su padre) hubiera sido gobernador y luego manejara la plaza militar. En su despreocupación, Constantino no encontraba que esa situación implicara un riesgo. La juventud no observa los nubarrones de guerra como un conflicto trágico sino como una fiesta de balas. Los relatos sangrientos de la Revolución Mexicana que lo inquietaron en la infancia, para esa juventud ya estaban cicatrizados y olvidados para cualquier efecto práctico.

Ciertamente, la ciudad estaba dividida entre los partidarios del gobierno y los fieles de la iglesia, pero una mayoría no se interesaba en temas políticos. Además, en cuestiones políticas, él era instintivamente neutral, por completo ajeno a partidarismos y extremismos. Se sentía tan a gusto compartiendo con los abogados liberales, los administradores del Palacio de Gobierno y los sacerdotes del seminario. Aficionado a los deportes, le gustaba inscribirse a los juegos de futbol, según una moda recién importada.

Lo más apasionante para ese joven de casi veinte fue que su tío compró un nuevo automóvil. Él era casi un hijo para su tío, el cual únicamente procreó mujeres y, en situación del sobrino de mayor edad gozaba de consideraciones. Así, que la petición de aprender a manejar fue aceptada sin regateos y el chofer militar se encargó de dar lecciones de conducción al sobrino, pues en esos días, no existían escuelas de manejo ni a la autoridad se le había ocurrido expedir licencia de manejo alguna.

El sobrino Bélar encontró un uso vistoso para ese vehículo dando paseíllos por la ciudad, ofreciendo aventones a sus amigos y amigas cercanos. El auto Ford T lo pedía en préstamo regularmente los sábados y lo aprovechaba con intensidad: primero para pequeñas vueltas hacia la plaza principal, pero con los meses, obtuvo permiso para visitar las ciudades y rancherías aledañas.

* *
Esa tarde viajó hacia la ciudad de Tecomán, distante menos de treinta kilómetros y lo acompañaron cinco amigos (Ruperto González y sus tres hermanas), completando las plazas de la unidad automotriz.
En Tecomán acudieron a una boda religiosa, donde la hija de un hacendado contrajo matrimonio con un licenciado nacido en el puerto de Manzanillo. Recordemos que a Constantino no le incomodaba departir con las gentes piadosas y, si bien, los vecinos lo identificaban como gobiernista y sospechoso de ateísmo por causa de sus parientes, eso no lo incomodaba. En la fiesta departió con la familia Rivas, mayordomos en ese sitio; escuchó al músico local, tomó el licor de reserva de la casa, degustó guajolotes cocinados al mole y se enteró de chismes. Un joven sacristán de la ciudad de Colima, de nombre Nicodemo, se pasó de copas y debía volver a la ciudad.
Debido al sobrecupo Constantino no quería llevar al sacristán en el automóvil, pero la señora Rivas y un vecino le sugirieron transportarlo en el maletero de equipajes. También el sacristán, de nombre Nicodemo, rogó viajar en ese automóvil tan lujoso. Con ojos lloros y las manos cruzadas se hincaba y repetía: —Aunque sea en la cajuelita abierta, lo ruego, lo ruego encarecidamente.

* *
El sacristán Nicodemo, era bajito y bromista. Hijo tercero de una viuda joven que viajó desde Comala, escapando de la miseria y las incursiones de bandoleros que azotaron esa zona durante los años de la Revolución. La señora fue recibida como refugiada en un anexo de la Iglesia de la Conchita, dedicándose al servicio de limpieza y la alimentación de los sacerdotes. Su hijo creció en el ambiente eclesiástico y aspiraba a convertirse en un verdadero fraile, así que laboraba infatigable en el auxilio de los sacerdotes.
Al principio viajó sentado, manteniendo abierta la cajuela con su cabeza, pero al rato le ganó el cansancio y se recostó de lado, encogiendo el cuerpo dentro del maletero y se quedó dormido.

* *
Constantino no compartía el volante con nadie, pero su amigo compartía la bebida con él. Las chicas ponían la boca en la botella y se quejaban de la sensación quemante sin tragar, pues era aguardiente.

La tarde caía con frescura; los tonos dorados del sol aproximándose al horizonte bañaban las colinas del semitrópico colimense. Los jóvenes pasajeros continuaban con sus pláticas risueñas, con los chismes de la alta sociedad de Tecomán, cuando un toro negro cruzó y bloqueó la carretera. Ante la amenaza del animal, Bélar dio un volantazo intempestivo, evitando la colisión; pero el vehículo salió del camino hacia la cuneta y pegó contra una roca que dañó el motor. La velocidad del vehiculo descaminado no era excesiva, pero en el movimiento del impacto la cajuela quedó cerrada con el sacristán adentro.
Cuando el Ford T impactó contra la piedra también el tubo de la gasolina que alimenta el motor sufrió una fisura y un pequeño hilo de combustible empezó a quemarse, al inicio con una flama imperceptible.
Confusos y mareados, cuando bajaron del vehículo volcado se quejaban de golpes. Constantino y sus amigos estaban lastimados, pero sin huesos rotos sólo se ocuparon del sangrado de brazo de María de la Luz. Impresionados por las gruesas gotas de sangre precipitándose por el codo, ellos intentaron evitar el flujo de la sangre.
—Me duele mucho— Chillaba y soltaba lágrimas.
Rompiendo la manga de su camisa, Ruperto, el otro pasajero, improvisó un torniquete sobre el brazo herido.

Debieron transcurrir unos minutos cuando el torniquete detuvo el sangrado, pero mientras tanto la gasolina había encendido los asientos traseros. Ante las llamas el grupo retrocedió con temor.

En ese momento Constantino se dio cuenta: —¡El sacristán está en la cajuela!
Todos se alarmaron al comprender que el sacristán no hacía ruido y la cajuela estaba cerrada.

Y Constantino buscó las llaves de la cajuela y no las encontraba en sus bolsillos.
La evidencia indicaba que se habían caído las llaves durante la colisión, y ya oscurecía.

Se acercó y golpeó la cajuela con el puño. Repitió en tres ocasiones el intento, respirando humo y calor. Desde el interior nadie respondía y desde afuera Bélar le gritaba con más fuerza, ordenándole –¡Salte de ahí!– sin obtener respuesta.
Con horror las mujeres miraron que las flamas avanzaban entre los asientos también hacia la cajuela donde yacía el sacristán. Constantino debió retroceder ante el fuego avanzando.
— ¡Avienten arena, la arena apaga la lumbre! –Gritó Ruperto—. Y con efusión participaron todos menos Luz; con desesperación lanzaron arena suelta que abundaba junto al camino.
Ocho puños lanzaron arena hacia el auto y las flamas se redujeron, no así el humo que siguió saliendo negro y denso, torciendo remolinos contra el cielo y las últimas claridades del atardecer.
Siguieron lanzando arena con más ánimo al sentir que bajaban las flamas y Constantino observó que estaba apagándose ya el auto, y recordó una barra de metal junto al asiento delantero.
Se ampolló la palma de la mano derecha cuando jaló una portezuela quemada, pero con la agitación no se percató con claridad de su quemadura y obtuvo la barreta de acero. Esa herramienta era perfecta para forzar la cajuela, pues su punta delgada permitía atacar la hendidura de la cajuela.
En cuestión de instantes Constantino encajó la barreta y gracias al efecto de palanca, recargando el cuerpo en el extremo, logró abrir el cofre al segundo empujón.
Emergió una oscura bocanada de humo, recordatorio del infierno para los pecadores. Después la humareda amainó y, entonces, miró el interior de la cajuela.
Entre emanaciones de calor y hollín jaló el cuerpo flácido del sacristán. Al jalarlo sintió una sensación extraña. Se juntó Ruperto para arrastrarlo por el suelo, cuando ya el sacristán parecía un bulto inerte.
Fue vano cualquier esfuerzo por reanimarlo: el humo lo asfixió.
Las tres mujeres, a pesar de sus heridas, lloraron desconsoladas ante la imagen del sacristán.

* *

El humo subiendo en columna alertó a unos rancheros que acudieron, más curiosos que alarmados, desde una milpa situada a considerable distancia. Ante la tragedia consumada prestaron sus caballos para conducir a los jóvenes accidentados hasta la cuidad, y ellos mismos se ofrecieron para mover el cadáver sobre una rústica carreta.

Luego del largo camino a caballo, sucios y golpeados entraron a la ciudad de Colima en procesión de silencios.
Bélar conocía de vista a la madre del sacristán y en su cabeza daban vuelta las escenas del vehículo humeando ¿Cómo explicar esa combinación de situaciones adversas? ¿Lo perdonaría la madre al ver sus manos quemadas y su rostro manchado por el hollín? ¿Dios no protegía a sus servidores más devotos como el sacristán?
Intentó salvarlo, quedó lastimado y su gesto noble fracasó. Pensó que el gesto de salvarlo había puesto en riesgo, imaginó que la gasolina pudo también atraparlo. La bebida del aguardiente era un fallo en su contra y la propia familia lo tacharía de irresponsable, su tío seguramente se pondría furioso por el automóvil dañado.
Pero, sin otra idea mejor, el sobrino se dirigió al Palacio de Gobierno para explicar lo sucedido y pedir la asistencia de un doctor para su amiga herida.

* *
Los presentes en el Palacio de Gobierno se alarmaron de inmediato, por la patética apariencia de Constantino. El semblante manchado con hollín y las manos ampolladas preocuparon al general. Ante la desgracia abrumadora, el regaño quedó para otro día.

* *

En el velorio, decenas de miradas secas acusaban a Constantino sin decir palabras. Aunque él estaba conmocionado y platicó sinceramente con la madre por un largo rato, la opinión pública de Colima no lo perdonó.
El veredicto de los ciudadanos lo condenaba amargamente. El periódico conservador local en su nota matutina exigió cárcel inmediata para el sobrino del exgobernador.
Los jerarcas de la iglesia católica local estaban tristes y hasta ofendidos (imaginando alguna intención perversa del joven Bélar), pero también alarmados por un conflicto potencial contra la autoridad local. El obispo citó en privado a don Francisco para solicitar cien pesos como indemnización a la madre del fallecido y, también explicar que ambos estaban entre la espada y la pared, presionados por los rumores y el conflicto político inminente.
En otra reunión privada, el juez local Obdulio Pérez le explicó al padre de Constantino Bélar que su hijo iría a prisión, pues muy pronto las autoridades competentes deberían ordenar la aprehensión por el asesinato del sacristán. No importaba la falta de intención en el accidente, el juez uso las palabras: “homicidio imprudencial”.
En ese turbulento panorama, la única opción para no ir a la cárcel seria una huida sigilosa hasta Estados Unidos, con la esperanza de calmar el escándalo y resolver el proceso legal.
La huida le perecía indigna al joven Bélar y estaba dispuesto a recluirse en prisión, pero su familia le exigió que escapara. Su padre y madre lo incitaron, juntaron dinero y le dieron la bendición. Detrás de ellos don Francisco, presionaba para que el sobrino escapara de inmediato, el caso del sacristán mostraba trazos de complicarse políticamente. El general también debía cuidar en su propia carrera política, pues el sobrino en desgracia afectaba su imagen y contribuía a encender los ánimos en la plaza.
En un mismo día, entre el padre y la madre juntaron una considerable suma. Y además su papá con el dinero del general Solórzano rentó (con opción a compra) un automóvil gris y usado a un rico farmacéutico de la ciudad.


* *
La escapatoria se acordó para la madrugada siguiente y Constantino escribió para su pretendida una breve nota de disculpa, con una explicación lacónica en dos líneas: “Respetada y querida Guadalupe: Me veo obligado a alejarme. Al menos un año estaré fuera. No es mi voluntad, sino obligación por la desgracia del sacristán. Mi afectuoso saludo.”

* *
Como confidente de la madre, la tía Estela Martínez de Bélar, estaba al tanto de la fecha y hora exacta de la salida, así que decidió aprovechar ese viaje por un motivo urgente.
En la madrugada, Estela (quien era esposa del primo carnal del padre y recibía el tratamiento genérico de “tía”), acudió furtivamente al zaguán de la casa de Constantino. El resto de la familia dormía o fingía dormir para evitar culpas legales en la investigación policiaca, así nadie despidió a Constantino. Sin embargo, la tía Estela acudió pero no para despedirlo sino como compañera de viaje. Con una maleta pequeña esa parienta esperaba afuera de la casa desde las tres de la mañana, y media hora después se trepó al vehículo.

* *
Ella le explicó el motivo de tanta premura en la urgencia de viajar a Texas: comprar medicinas para una comadre enferma.
La tía Estela fue una compañía agradable de viaje. Sabía anécdotas familiares y de la ciudad, además adornaba o mezclaba las hablillas para hacerlas más entretenidas.
“Sin embargo, por las prisas del viaje –decía Estela Martínez de Bélar—olvidé traer dinero, así pues debo abusar de la gentileza, de usted, querido sobrino”
Y además del dinero olvidó zapatos, medias, pasadores para el pelo, etc.
La tía olvidadiza convenció al sobrino para detenerse en Guadalajara para hacer compras y abastecerse.
“Debo abusar de su gentileza, pero mi marido me enviará un giro telegráfico cobrable –decía Estela Martínez de Bélar— mediante el cual compensaré la gentileza, de usted, querido sobrino”
Las tiendas de la progresista ciudad de Guadalajara eran grandes y mucho mejor surtidas que las de Colima, así Constantino encontró maravillas poco usuales. Descubrió nuevas navajas y rastrillos para afeitarse; lociones de aromas exóticos; una crema para su piel delicada; unas camisas con dibujos tramados de moda. La tía lo alentó para comprar y en las adquisiciones también la tía fue “in crescendo” conforme observaba que el sobrino disponía de dinero y generosidad para prestárselo.
“Aprovechemos esta tienda con magníficos precios de esta capital –decía Estela— y no te preocupes sobrino, si hoy abuso de tu gentileza, mañana te compensaré.”
También compraron una maleta nueva de cuero para cada uno donde transportar mercancías adquiridas.


* *
En esos días la ciudad fronteriza de Juárez en Chihuahua tenía un paso franco para los mexicanos. Del otro lado de la frontera estaba El Paso, Texas.
Trasladarse a Estados Unidos estaba permitido sin restricciones para los mexicanos, pero el tema del vehículo era distinto. Ese aspecto lo debía averiguar Bélar, por eso debió detenerse unos días en la frontera.
Esos días de estancia los aprovechó también la tía saliendo de paseos para hacer más compras con dinero prestado.

* *
Al tercer día en Ciudad Juárez, Bélar por fin logró una llamada telefónica de cabina a Colima. Como en su ciudad natal no existían teléfonos en las casas se usaban las cabinas telefónicas públicas, pero se requería citar al pariente para platicar mediante un primer aviso, que se cargaba al usuario. En esa conversación con su padre Bélar se enteró, que su tía Estela estaba desaparecida y nadie se había imaginado que ella hubiera salido de la ciudad con él. Con candor Constantino le explicó a su padre que la tía le había solicitado un “aventón” en la madrugada, y además llevaba una semana manteniéndola, comprándole y prestándole mucho dinero. De modo tajante, el padre le indicó: —Dile a tu tía que se regrese, pero ya, dile que se lo ordena su marido, tu tío.


Constantino no se sentía con autoridad para obligar o exigirle a la tía, y entonces le rogó a la Estela que regresara a Colima lo antes posible. Pero la pariente negó cualquier cargo, explicó que sucedía un simple malentendido:
“Por la urgencia de mi salida es que tu señor padre no está enterado de la situación, pero mi marido conoce la urgencia de este viaje –decía Estela Martínez de Bélar— y creo que por delicadeza no ha comentado con sus señores padres de usted, pero yo le compensaré la gentileza, de usted, querido sobrino”
Por más que el joven Bélar intentaba explicar un reclamo de parte de su padre para regresar a la tía prófuga, ella insistía en que la situación se debía a un malentendido. Para tranquilizarlo dijo: —Mañana mismo le llamo a mi marido y a tu papá, verás que todo es como te digo.
Constantino se sintió confundido, no supo si las promesas de su tía devolvían la confianza o era el último clavo para el ataúd de una confianza que se perdía.
Ella prometió telefonear, pero no lo hizo.
A la noche siguiente la tía Estela se ausentó sin despedirse; se esfumó y ni sobrino ni el resto de la familia recibió noticias de ella durante los siguientes veinte años. Bélar extrañó el dinero y la fe ciega que había tenido en los adultos.


* *
El padre le confirmó que la tía Estela había mentido descaradamente, pues simplemente se escapó de su esposo en Colima para inventarse una otra vida.
A pesar de la penosa huída de la tía Estela, Constantino recibió pocas amonestaciones y regaños, pues nadie le había prevenido sobre la tía. Los adultos de la familia conocían del grave conflicto matrimonial de la tía Estela, pero ese tipo de temas nunca los comunicaban al joven.

* *
A los pocos días, otra vez en la cabina telefónica de Ciudad Juárez, Constantino avisó a sus padres que obtuvo un permiso para internarse en Estados Unidos con el automóvil, entonces la madre de Bélar le envió una bendición triste. La despedida fue melancólica, la madre sollozó constantemente, mientras mencionaba a los santos del cielo, invocándolos para que bajaran a proteger a su primogénito, tan urgido de guardianes celestiales luego del infortunado accidente. La madre murmuró una plegaria mitad inventada, semejante a las oraciones que prodigaban las viudas a los marineros al zarpar.

* *
Cuando Constantino se montó en el carro gris, miró por última vez el horizonte que se llamaba México: en la línea imaginaria que divide el cielo y la tierra también se volvía diminuta la fe en su buena fortuna y en las tías simpáticas.

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