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domingo, 13 de enero de 2013

DE HUMO Y UN CASO DE PERDICIÓN




Por Carlos Valdés Martín

Con una afectuosa dedicatoria para quienes han sufrido enfermedades de pulmón y otras relacionadas al tabaquismo.

La generación anterior
Abuelos y padres que disfrutaban el tabaco con inocencia plena; ellos enredaban los aros de humo entre sus dedos y sonreían; incluso, se alegraban expeliendo potentes bocanadas hacia la lejanía, imitando a esos Eolos mofletudos (dioses del viento) de los altorrelieves renacentistas.
La inocencia le agregaba plenitud a ese placer, y, además, regalaba tranquilidad de conciencia. Incluso fumar era símbolo de estatus social y privilegio. Después, cuando se descubrió y confirmó que enferma y hasta mata, ese placer dejó de ser inocente. Este vicio menor perdió su inocencia cuando se desvaneció la ignorancia.
La película
De cualquier modo la estética del fumador se ha conservado en cientos de filmes en blanco y negro. En las películas la trama reflejaba actitudes positivas y hasta admiración hacia el tabaco. Las divas más hermosas exigían escenas fumando, para que el humo acariciara su bello rostro como un amante cautivado o con desdén olímpico lanzaran la ceniza por la borda de un balcón. No cabe el argumento sobre conspiración de las empresas acordando para imponernos un gusto, los directores de cine y sus maestros camarógrafos descubrieron una estética del humo blanco: con un canto a lo efímero, ondulando durante unos segundos antes de extinguirse en la imagen de celuloide. Quizá la nostalgia de la hoguera Cromañón o el altar de Judea originaron esa atracción. La evocación del humo añora lo inasible, el juego inocente de atrapar con la mano aquello evidentemente imposible.
Las películas en blanco y negro crearon y jugaron con la estética del humo, además nos sorprendieron interpretándolo de muchas maneras. Humo apareciendo y desapareciendo: entre luces sucesivas traspasando una persiana horizontal. Humo furioso: lanzado a la cara del enemigo un torrente aéreo de desprecio.  Más humo: permaneciendo como una señal desde el cenicero cuando el personaje buscado acaba de escapar. Menos: regresando a la boca que lo sacó para indicar una revelación súbita. Mucho: un bosque de fumarolas discretas para señalar un sitio de vicio y perdición. Seductor: desde los labios de la más bella, en acercamiento lento y provocativo.
La hoguera Cromañón
El descendiente de Prometeo quiso controlar el fuego para salvarse de la oscuridad y el frío, el fumador pretende controlar su ocio y fantasía. Ese gesto, tan vaporoso y oscilante, en ese tiempo inmemorial le otorgaba un sentido de importancia, saltando de lo ordinario de una boca y mano ociosa, a la obligación repetitiva de cada bocanada de humo[1]. Semejante al devoto de Alá, cuando a mil millas, procura colocar su rezo en dirección exacta de la Meca para que su plegaria llegue, también el fumador rompe su rutina con una ocupación diligente. Para el otro —el no fumador— se presencia un vicio, incontrolable y hasta explicable en términos de la dependencia física a la nicotina. Para el consumidor de cigarros debe existir un motivo más importante: él mismo actuando, rompiendo una monotonía casi incurable. ¿Ese acto sirve para romper el aburrimiento? El deportista, en el clímax de su ajetreo, ¿se detiene a chupar un cigarrillo? Nunca lo hace. Ahora es impensable y si miramos el pasado, vemos que en el juego de pelota prehispánico, tal vez se fumaría antes o después como ritual, pero nadie en su sano juicio pierde una oportunidad de anotar o hacer la gran jugada para concentrarse en una bocanada.
Motivo de prohibición
Las prohibiciones legales al tabaco no provienen del daño fisiológico que cada fumador recibe en su propio cuerpo: eso se acepta como un derecho a matarse lentamente. Se tolera ese lento suicidio mientras el consumidor mire en la cajetilla una advertencia dramática. Esas prohibiciones se deben a una expansión sutil: el humo escapa. Repartir ese daño privado da origen a la prohibición, entonces el tema legal resulta correcto para cuidar el derecho de terceros afectados. Sin embargo, los que sentimos nostalgia por la simple visión de una humareda sutil, surcando la luz de luna, como en película de blanco y negro ¿no merecemos ser compensados de alguna manera?
El aura y el vestido
Ese aire coloreado en humo es el sustituto del aura. En opinión del gurú visionario cualquier cuerpo despide una sustancia sutil donde sus humores y ánimos están presentes; es el aura que nos viste como un caparazón etéreo y perpetuo. Aunque el fumador ocioso (y en eso nos parecemos todos los no visionarios) es incapaz de mirar directamente su aura, la sustituye por esa emanación blanqueada, cuando coloca otro vestido: una cubierta vaporosa y móvil que satisface a su portador, pero los espectadores no la comprendemos.  Pregúntenle a un fumador aguerrido cuando visita un campo nudista si se siente más vestido con calzoncillos o con una cajetilla de tabaco fino. La respuesta es obvia.
Brevedad
El lapso de cada bocanada indica la brevedad de nuestros sueños. Acunados a la respiración, los segundos entre cada humeada son una señal inequívoca de lo breve. Si bien se disipa, no todo humo necesariamente es una metáfora de brevedad, por ejemplo, el incendio del bosque nos parece que dura demasiado y nadie en su sano juicio contempla esa humareda para recrearse en la brevedad.
Quien manotea sobre la emanación del tabaco juguetea a atrapar el instante. Si observamos con detenimiento ese gesto, ese único tragar y lanzar humo blanco, aprenderemos un poco más sobre la intuición del instante. Cada vez que el fumador abra la palma descubrirá que el humo prisionero ha escapado. Aun así, ese gesto no soluciona el enigma: atrapar lo etéreo no se resuelve con materia sino con percepciones e ideas, con arte y ciencia.
Suicidas en potencia y motociclistas
Desde que desapareció la inocencia del tabaco, el fumador emparentó con el jinete motorizado. Por más que el motociclista sienta el enorme orgullo de arriesgarse en un lance y sea el descendiente de los caballeros antiguos, su relación con el tabaquista no es un misterio. Sin gusto por el peligro no existiría el arte y entretenimiento de montar en dos ruedas motorizadas. Ahora, cada fumador está consciente del peligro que corre, es más, casi carga una condena cierta, bastará con durar suficientes años y acumular bastante nicotina en el cuerpo para adquirir un EPOC, sigla de la enfermedad pulmonar crónica. Y eso si antes no lo atrapa un cáncer. La divisa usual del rebelde motorizado, de “más vale morir joven que aburrido”, se metamorfosea con el fumador, para quien más vale morir por el pulmón intoxicado que existir sin ese bello efluvio.
Al final de ese sutil hilo blanco se encuentra el tema de la perdición, pero si antes el fumador atrapó el instante ¿a quién culparemos? Quien toma el destino en sus propias manos es un prócer, quien atrapa el humo entre las palmas, un fumador.

NOTAS:
[1] Por no alargar el tema, eludo los significados metafóricos de quien insiste en transportar una hoguera mínima, una antorcha en miniatura, como un discreto homenaje al primer fuego.




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