Música


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jueves, 29 de mayo de 2014

DE UN SONIDO QUE NO EXISTE





Por Carlos Valdés Martín
Urrea era el mejor ingeniero de la empresa, excéntrico y reservado ante sus compañeros, aunque aceptó franquearse conmigo. Los colegas se burlaban de él, pero acudían para simples arreglos y preguntas de mantenimiento. Ellos se mofaban a sus espaldas con doble motivo: unas tapaorejas ostentosas que lo aislaban del ruido y la necesidad de agitar la mano frente a su vista para que prestara atención.
Al principio, respondí a sus finezas por interés, pues, donde laborábamos, nadie más resolvía problemas de instalación eléctrica y aire acondicionado. El ingeniero lucía ropa con apariencia antigua y elegante: siempre corbata y traje a la medida, contrastando con el detalle irrisorio sobre la cabeza. A primera impresión imaginé un concertista clásico protegido con feas tapaorejas para cruzar una nevada, mientras disfrutaba su música.

Más allá de las reparaciones menudas, el reto para Urrea ha sido mantener aislado nuestro alto edificio respecto de máquinas del bombeo hidráulico instaladas en enormes sótanos. El resultado es excelente al compararlo con otras viejas dependencias del sistema de aguas, donde los edificios también se posan sobre voluminosas centrales de bombeo. Allá los usuarios y empleados sufren la molestia de esos motores subterráneos al vibrar y chirriar veinticuatro horas al día. Los he visitado y acostumbran tapones de oídos. Así, salvarnos de tamañas molestias se lo debemos a él y su profesionalismo. La ley del confort es esa: nadie observa lo bien instalado, las maravillas de la ingeniería se disimulan en su propia eficacia.

Con el paso de los meses, Urrea me consideró su mejor amigo de trabajo y acudía en horas de comida para compartir un sándwich magro que le enviaba su señora. Su plática era interesante a ratos, pero difícil seguir el hilo pues acostumbraba a bajar la voz, incluso juraría que susurraba para sí.
Con un mes de anticipación me invitó a su hogar, pues deseaba presentarme; decía que su señora estaba impresionada por mi sagacidad y amabilidad. Eso significaba que Urrea hablaba demasiado bien de mí y sobrestimaba las gentilezas. Además, sentí curiosidad por visitar la remodelación de su vieja residencia —datada del siglo XIX—, sobre la cual él presumía de vez en cuando.

La invitación fue en fin de semana y confieso que, al transitar hacia su casa, me extravié de modo extraño. Las calles próximas carecían de letreros y el mapa electrónico no coincidía con el trazado del vecindario, lo cual es inusual. Las vueltas sin sentido por aquéllas calles me crisparon los nervios y sentí gran alivio al toparme con mi destino.
La casa era amplia y a sus costados sobresalían unos detalles barrocos en cantera que indicaban las intenciones de convertirla en mansión. ¿La diferencia estricta entre casa grande y mansión? No me la pregunten, sin embargo, en la actitud orgullosa de los anfitriones ese sitio sí lo era.
La amabilidad de Urrea y su señora —de nombre Altagracia— compensaron mi prisa. De inmediato me sentaron entre los cojines aterciopelados de un mullido sofá y sirvieron con delicadeza un licor dulce, traído desde alguna lejana provincia de Indochina. La seriedad con que el ingeniero insistió en que había importado esa bebida para agasajarme subió rubor a mis mejillas.
Debí acercar la cabeza hacia la pareja y aguzar el oído, pues su tono de plática era de suave susurro. En la sala reinaba orden y mesura, las luces indirectas se escurrían entre lámparas que disimulaban cualquier contraste entre los colores pastel. La disposición de adornos y suavidad de matices obligaban a imaginar una cuidadosa composición de óleos renacentistas. Más curioso que sincero, alabé su gusto:
—Es una decoración hermosa, todos los muebles encajan.
La esposa era rubia y nerviosa, con ojos verdes expresivos, coronados con ojeras cenizas, como si la tristeza hubiera depositado un polvillo centenario en ellas. Con certeza era más joven que él, pero su aire pertenecía al siglo de nuestras abuelas. Era vejez anticipada y la edad no provenía tanto de arrugas prematuras, que sí dibujaban la comisuras de sus ojos, sino de su ropa con brocados demodé, cubriendo hasta las muñecas y la extensión del cuello. El peinado alto y rígido merecía denominarse un tocado, acosado por la espesa capa de maquillaje sobre el cutis. Adornos de perlitas en collar y aretes completaban esa imitación de retratos de aristócratas antiguas.  
La señora Altagracia respondió:
—La decoración es nada frente al prodigio que ha cumplido el ingeniero. ¿Ya le presumió la protección de la casa completa contra cualquier ruido… el infame bullicio urbano?
Asentí con la cabeza: era comentario usual de los almuerzos. El ingeniero gustaba de explicar los mejores métodos para eliminar ruidos con forros y efectos de aire comprimido entre las comisuras y grietas. Revelaba las dificultades especiales para silenciar sutiles ecos que avanzan entre conductos del cableado eléctrico y aire acondicionado. También había indicado cómo abatir el zumbido de lámparas: juro nunca antes haber notado que algunas bombillas emiten un sutil zumbido… Claro, cuando el ambiente ha sido silenciado por entero, entonces los pequeños murmullos brincan al primer plano, como en noches de insomnio cuando el propio latido resuena.
La señora hablaba con respeto y admiración del marido, sin embargo, su corazón evocaba tristeza, como si el pozo de amor estuviera contaminado por angustia y acritud. Mientras platicábamos, ella se emocionaba al indicar los logros para abatir cualquier grieta de “ruido”, entonces esa palabra la pronunciaba con gestos de asco y hasta parecía mirar un bicho repulsivo.
Terminadas un par de copas de licor, Altagracia comenzó a platicar sobre su única hija y sus extraordinarias cualidades. Yo había supuesto un matrimonio sin hijos, pues el señor Urrea jamás informó sobre su retoño.
—No sabía nada.
—Es que mi marido es discreto y nuestra pequeña ahora mismo está delicadita; si no fuera por la enfermedad estaría aquí haciendo nuestras delicias pues canta, de hecho me ha pedido como favor especial deleitarle.
Yo traté de evitar la molestia, pues tampoco me interesaba escuchar ningún recital de una menor de ocho años.
La comida era por completo insípida, pero colmé con halagos a la anfitriona. No era hipocresía sino la retribución por el esmero evidente, mientras explicaba los cuidados durante la preparación y decoración de cada platillo. ¡Cuán diferente es el deseo de agradar y el resultado! Anticipé que debería retirarme pronto. Tras el postre bajo en calorías, la señora Altagracia insistió en que la menor nos deleitaría con una única pieza musical, pero desde la seguridad clínica de su habitación cerrada.
Por un corredor alfombrado la señora se perdió de vista y regresó un minuto después. Con redoblado sigilo nos indicó seguirla y explicó que a la niña le hacía mal el ruido, pues sufría horribles dolores de oídos. Advirtió que desde su recámara nos deleitaría con un fragmento de ópera. La puerta permanecería cerrada y yo debía colocar el oído sobre la misma. Urrea, explicó que parecía madera, pero contenía una aleación especial: el sonido traspasaba suavemente. Al principio me sentí ridículo poniendo la oreja contra la superficie fría y esforzándome en escuchar. La madre me clavaba la vista y sonreía con insistencia; mientras su mirada se tornaba más verde y enérgica. Sin decir palabras movía la cabeza como transportada por un ritmo suave.
Pasaron minutos en la misma posición incómoda y los ojos de la señora esperaban algún comentario elogioso. Yo escuchaba el ruido de mi respiración y corazón palpitando, nada más. Cerré los ojos para concentrarme, era de suponerse que mi oído jamás sería tan fino como el de ellos, acostumbrados a su mansión hermética y acolchada. Seguí esforzándome hasta que percibí leves acordes como de violín y murmullos, supuse un aparato musical acompañando a la infanta dentro de su habitación. Sonreí y dije con satisfecha suavidad:
—Sí…
Con gestos Altagracia mandó callar y meció la cabeza como arrebatada por un vals de Strauss. Formé un aro con los dedos para dar una señal de excelencia y la madre brilló orgullosa. Un minuto después Altagracia con mímica mandó a que regresásemos a la sala y ahí se disculpó:
—Es solamente una pieza con la cual nos deleitó. Compréndanla está enferma, de buen agrado ella seguiría hasta la medianoche.
Agradecí la brevedad y me despedí.

Luego de esa visita el bullicio de la calle resultó diferente. Uno se acostumbra al zumbido de motores y frenos chirriando, hasta los bocinazos se alían con el paisaje urbano. Confieso que resultó molesto el típico caos de sonidos entrecortados y agonías de disonancias. Incluso cuando la ciudad se va hundiendo en la somnolencia, comprendí que no desaparece la nata de sonidos, permanece un ambiente difuso y fragmentario más ligero, sin desaparecer jamás. Oteé la gran urbe con desdén mientras la atravesaba: desprecio por la basura sonora que surge desde cada rincón y termina desvaneciéndose en ningún sitio, queda una amalgama pastosa que ensucia los oídos tanto o más que el polvo a nuestra epidermis. Pero el remedio casi milagroso contra ruidos y malos olores es ignorarlos, insensibilizarse hasta que la conciencia adquiere su coraza y, así amurallados, nos acompañan pensamientos apacibles. De modo intencionado me concentré en recuerdos agradables y pendientes del trabajo hasta que se alejó esa amalgama pastosa. Al anochecer, otra vez, sentí esa mezcla irritante de ruidos lejanos. Empecé, de modo práctico, a encender la radio en cualquier estación igual que un perfume de segunda sirve de valladar contra el tufo de establos y alcantarillas. Al fin dormí y procuré olvidar.
Una semana después, en la oficina, con gesto travieso el ingeniero me introdujo a su cubículo privado ubicado en un sótano del edificio. Evoqué la frialdad de la empresa colosal que no sabe confortar a sus gerentes, pero él parecía cómodo en un sitio apartado de las miradas. Como era de esperarse, las paredes, puertas, ventanas y conexiones de aire acondicionado aislaban su sitio. Quería mostrarme una litografía con apariencia antigua que acababa de adquirir, donde se plasmaba una escena bucólica. Unos pastorcitos han hurtado el nido de un águila en un acantilado y se alejan divertidos; sobre el cielo del atardecer se perfila el contorno majestuoso del ave. El trazo fino y los contrastes de sombras recordaban a los grabados de Doré. Lo felicité por su adquisición y aclaró:
—No va con el ambiente de mi residencia. Fue una adquisición costosa, que me recuerda cuando Altagracia y yo nos enamoramos.
Lo animé a platicarme cómo sucedió. Ella era la hija mayor de un hacendado tradicionalista y mandón que seguía preceptos señoriales. Las mujeres estaban sometidas a estrictas reglas y devociones religiosas, pero Altagracia era rebelde y se las ingeniaba para escurrirse de la vigilancia parental. De Urrea la madre era sirvienta y soltera, aunque protegida y estigmatizada a la vez, trabajaba en la hacienda y debía mantener la distancia ante los amos. El futuro ingeniero consiguió una beca para quedar internado en la escuela pública de una ciudad próxima y, al regresar durante el invierno, Altagracia se fijó en él. Ambos adolescentes congeniaron muy rápido. A ella se le ocurrió que visitar, según una leyenda local, los restos del Arca de Noé en una montaña, llamada el Cofre. El plan era salir tempranísimo, encontrar el sitio, comer allá y regresar en una jornada, pero sus cálculos fueron equivocados. Salieron en la madrugada, aprovechando pequeños privilegios como hija del patrón. Inventaron una historia falsa para cruzar entre los sembradíos poco poblados y subir hacia el macizo del Cofre. El vigor de la juventud les permitió avanzar entre labrantíos, dejarlos atrás para internarse entre los bosques y luego alcanzar el pie del monte para seguir hacia los primeros despeñaderos. Ese viaje fue increíblemente entretenido y audaz para el joven Urrea, que estuvo absorto entre las pláticas inocentes y las dificultades de senderos ocultos. El atardecer los sorprendió con nubes cargadas de lluvia. A mitad del macizo rocoso, atravesaron una hondonada y comenzó un aguacero que levantó un arroyo impetuoso a sus espaldas: la vía de regreso quedó vedada. Esa tarde, seguir la ruta de regreso resultó imposible. El atardecer lluvioso se convirtió en noche; mojados y cansados buscaron un hueco sobre las paredes rocosas. Sin más medios para resistir la noche se acomodaron en una oquedad descampada. Miraron la luna salir y brotar las estrellas, compartieron sus temores y se juraron una amistad eterna mientras se abrazaban para combatir el frío. Ese abrazo encerraba una dosis de prohibición y traería un sentimiento definitivo entre dos almas que todavía desconocían los misterios del sexo. Al amanecer buscaron el camino de regreso, aunque el relieve del sitio los obligó a continuar subiendo y en el primer ascenso descubrieron un nido de águila.
—Esa mañana a media montaña observé a Altagracia, sonriendo contra el vacío infinito del cielo y atrás el nido del águila sobre una roca aislada. Entonces empecé a amarla, ya no fue la amistad de muchachos y pronto supe que era correspondido.

Transcurrieron semanas y una mala tarde salió el tema de la niña. Le inquirí por una fotografía, entonces con parsimonia y hasta reticencia sacó una diminuta de su cartera, mostrando rasgos de muñeca antigua que en nada recordaban al propio Urrea. El diminuto rectángulo en nada semejaba al ingeniero. Hablando a la ligera, la curiosidad me empujó hasta la descortesía y, sin advertencia, le pregunte:
—Ya dígame ¿qué no es hija suya?
Pareció espantarse pero ni así levantó la voz:
—No es eso, no, el tema es delicado.
Terminó eludiendo el asunto y se apresuró a despedirse.

Días después vi a Urrea triste y desaliñado: la corbata fuera de sitio, sin tapaorejas y mal peinado. Nunca antes apareció en tales fachas; le pregunté qué sucedía y contestó que su mujer quedó contagiada por una peste nerviosa. El término “peste” me escalofrió. Lo abracé con sinceridad y ofrecí ayuda, pero él no dio detalles. Ese día quedé muy ocupado bajo un montón de trabajo. Quedé tentado a buscarle por teléfono, pero lo hice hasta la noche y la respuesta que obtuve fue un susurro contristado:
—Estoy ocupándome del problema de mi señora, pediré unos días de vacaciones… debo gestionar para librarla del hospital psiquiátrico.
Pretextó que estaba apresurado y me dejó preso de la curiosidad.
Con las súbitas vacaciones de Urrea los colegas empezaron a quejarse del ruidoso bombeo bajo el edificio. El sindicato se inconformó, el director administrativo giró oficios y hasta se rumoró que el director general levantaría sanciones administrativas. El tema de la ausencia del ingeniero creció junto con las molestas vibraciones y la venta furtiva de tapones para oídos. El jefe de recursos humanos, de súbito, comprendió que había sido un error darle tanto asueto a su ingeniero estrella; incluso corrió el cotilleo sobre aumento y recompensas a quien interrumpiera sus vacaciones.

A la semana siguiente Urrea apareció y su pelo había encanecido; además del pelo blanco destacaban ojeras azulosas y barba mal rasurada. Sin las tapaorejas distintivas y con la usual ropa elegante pero arrugada. Existen personas a quienes los sufrimientos hacen envejecer y trastornan con rapidez asombrosa. Cuando lo abordé en un pasillo, dijo a modo de disculpa por su premura:
—Agradezco tus preocupaciones, pero los directores me urgen para controlar el rugido que acompaña al bombeo subterráneo; en cuando me desocupe visitaré tu oficina.
Antes de terminar esa jornada las molestas vibraciones sonoras habían desaparecido. Al atardecer, Urrea visiblemente cansado, se sentó ante mi escritorio, cruzó las manos y comenzó a hablar con la urgencia de una confesión largamente postergada:
—Ha sido una serie de acontecimientos insufribles. Empezó con una explosión cerca de nuestra residencia y la construcción retumbó. Todas las precauciones para aislarnos del ruido de la calle resultaron inútiles. Usaron dinamita para abrir un boquete en una propiedad vecina, ahí estaban cavando cimientos y se encontraron con roca sólida. Al encargado le pareció sencillo demolerla. ¡Por Dios, dinamitar en pleno barrio residencial! —por primera vez, desde que lo conocí, levantó la voz y quedé sorprendido— No solo retumbó la casa sino que hasta las repisas se cayeron y el frasco de la niña rodó al piso. La alfombra no sirvió de nada y el recipiente se hizo añicos. Mi señora no estaba en el cuarto sino cocinando, corrió temiendo lo peor y al entrar en la habitación tropezó con ese tiradero del frasco en el suelo y el líquido desparramado. Ante la situación patética, comenzó a clamar desconsolada, cuando en tantos años jamás la escuché gritar de ningún modo. Ella jamás lo hacía, así que su llamada a gritos me alarmó y manejé como un salvaje, atravesé la ciudad y casi choco. Cuando entré al cuarto infantil ella seguía arrodillada y sollozando por la desgracia. Intenté abrazarla, le dije palabras tiernas y hasta juré que pegaría los pedazos del frasco. Era mentira, pero intenté frases para consolarla. En un arranque de ira se levantó, tomó otro jarrón viejo que había rodado sin romperse en el mismo accidente y con agilidad de gato lo estrelló en mi cabeza. No percibí ese movimiento, pero sentí el golpe. De momento no me di cuenta de qué estaba sucediendo. Ella gritó que me había matado y se espantó tanto cuando vio correr un hilito de sangre desde mi cabeza. El golpe casi ni lo sentí, la porcelana era ligera y apenas una astilla se clavó entre el pelo. Me alarmó más ella cuando entró en otra crisis de nervios: era peor, lloraba y temblaba sin cesar. De momento se olvidó de la pequeña y accedió a visitar a un doctor. Supuse que solamente había sido el susto, pero al final el galeno insistió en internarla en un siquiátrico.
—¿Y la niña?
—La puse en una bandeja, mientras regresaba.
—No entiendo, ¿en una bandeja?... ¿tu hija?
—Perdona, no te lo había explicado. Eres la única persona que de verdad aprecio en esta empresa; me dio pena y temí fueras a suponer que soy un desequilibrado. Esta hija es nonata. Altagracia tuvo un aborto espontáneo tras un embarazo de meses. Le entró una obsesión con esa niña, que sí es una, o digo un feto, y es nuestra, —conforme avanzaba el relato Urrea comenzó a carraspear, a atorarse un poco y humedecer los ojos— pero nunca vivió. Fue hace ocho años, en el hospital Altagracia exigió se la entregasen y, con insistencia, lo ganó. Primero sugerí enterrarla con un funeral solemne, pero ella no consintió. La dejó ahí en el cuarto infantil que ya habíamos decorado. La conservamos en un frasco con químicos y la fantasía de ser madre creció en esa damajuana. Al principio intenté convencerla y fueron pleitos sin fin, se enfurecía y reclamaba que yo era insensible, que no comprendía del dolor de madre. El tema fue más ríspido cuando nos enteramos que ella nunca se embarazaría de nuevo. La única manera de rehacer nuestra vida de pareja fue dejándole fantasear un poco y conservar el cuerpecito. Cada vez Altagracia se fue convenciendo más que existía comunicación entre ellas. Con los años fue inventando más que la niña crecía, o desde el frasco murmuraba y hasta cantaba con suavidad. De ahí le vino su fobia para los ruidos externos, convencida de que los sonidos bruscos impedían su comunicación con el cuerpito en el frasco.
—Y ¿cómo enloqueció?
—Altagracia era fantasiosa y jugábamos a esa frontera entre lo imposible y su deseo de ser madre. Los ginecólogos la revisaron una y otra vez, pero era inútil. Nunca más un embarazo. El juego fue creciendo de a poco. Al comienzo el frasco estuvo bien escondido, yo no me atrevía a mirarlo. Con los años y la frustración, Altagracia fue sacándolo a la luz, hasta que pareció aceptable colocarlo en una repisa del cuarto infantil.
—En la habitación cerrada, supongo.
—Sentí pena cuando quedaste obligado a poner el oído en la puerta, pero miré tu cara y supuse habías sido amable. Altagracia quedó feliz con tu visita, luego insistió en que la gente ya debía presentarse ante nuestra niña, pues ya entonaba melodías en susurros. Casi nunca le llevaba la contra, pero esa vez sí lo hice. Pareció aceptar mi opinión sensata para resignarse, pero después insistió en que el feto no era juego, que la niña sí cantaba y bastaría con el silencio perfecto. No llegamos a un acuerdo, Altagracia quedó molesta y nerviosa, lo disimulaba pero en eso vino la explosión.
El ingeniero extendió las manos en una mímica para indicar las ondas expansivas; movió la cabeza, miró al cielo raso y guardó silencio, así que seguí interrogando.
—¿Y cómo terminó el asunto en un siquiátrico?
—Una cosa trajo a la otra. En el pequeño hospital, donde atendieron su crisis de nervios, Altagracia se enfureció cuando el doctor no dio importancia al frasco roto y a que la niña se hubiera quedado así en casa, mucho peor que encuerada y sobre una bandeja. Ella le contó al médico y exigió que cumpliera sus exigencias. Ese doctor luego trajo a un psiquiatra quien habló con dureza, exigió interrogarla y la desgracia se precipitó. Conforme esos doctores a dúo la contradecían, ella se alteró hasta que estalló en furia y la discusión dio paso a algo peor: rasguñó y mordió al psiquiatra, mientras gritaba que la soltaran para salvar a nuestra hija.
Volvió a guardar silencio, mientras bajaba la cabeza. De nuevo interrogué:
—¿La hospitalizaron a la fuerza?
—En cuanto se calmó, ella misma aceptó la internación. Ya estando adentro suplicó salir, y no sé si sepas, pero esos internados psiquiátricos son patéticos y los trámites de salida, un calvario. Fueron unos días, mientras se calmaba; no había otro remedio y el psiquiatra me obligó a entregarle el feto, pues insistió en que ella nunca más viera al “fetiche”; porque conservarlo atoraba el proceso de duelo por pérdida. Resonó tan extraña la palabra “fetiche”, incluso repugnante para referirse al cuerpo de la pequeña muerta, aunque sea una “nonata”. Esa palabra suena mejor, más a terminología médica: non-nacer. Antes de envolverla en una bolsa de plástico negra dije: “Eres una nonata, y tu madre nunca lo aceptó ni aceptará, así lo mejor es decirte adiós en soledad.” Me di cuenta que si un extraño lo hubiera presenciado también creería que yo estaba medio loco. Después, me sentí ridículo entregando la bolsa negra al psiquiatra y que él mirara adentro para cerciorarse, como si yo fuera capaz de sustituirla con una muñeca de juguete.
A esas alturas el ingeniero de pelo blanco comenzó a llorar. Lo abracé y cesó su llanto de inmediato, levantó la cara y terminó:
—No siento tanta pena por la nonata, pero ahora que Altagracia está en casa nunca lo perdonará.
Busqué palabras de consuelo para finalizar esa plática y regresar a nuestras labores:
—El olvido cierra las heridas y su señora sanará, dele tiempo.
Urrea suspiró negando con el gesto, abrió mucho sus ojos cafés y levantó despacio la cabeza. Se quedó mirando al techo, su estampa era la del soldado que perdió la guerra, pero sonreía como si junto a las lámparas habitaran ángeles del cielo. Hizo un gesto lento, indicando que se sentía mejor. Volvió a suspirar más hondo, concluyó:

—Las heridas de nuestras fantasías son tan difíciles de curar… nadie encuentra cómo protegernos de un sonido que no existe.  

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