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sábado, 6 de diciembre de 2014

SOPA DE MÁRMOL BLANCO







Por Carlos Valdés Martín


No había hostales en el pequeño caserío, así que el viajero importunó algunas puertas cerradas. El visitante se veía contrariado, pero sonreía después de cada “toc-toc-toc” sin respuesta. Tras las ventanas los pueblerinos silenciosos y desconfiados adivinaban que él estaba hambriento.
Luego de varios intentos fallidos para que lo recibieran, se entreabrió una rendija y asomaron los ojos de una señora recelosa que advirtió:
—No tenemos nada para darle a un peregrino, aquí somos pobres.
—Buen día hermosa dama —y el desconocido sonrió todavía más—, me llamo Salvador y no vengo a solicitar algo, al contrario, traigo para regalarle la más deliciosa sopa que haya comido.
—¿Un regalo? ¿No nos cobrará? Ya le dije que este es un pueblo pobre —mientras asomaba la mitad de una mano regordeta, signo inequívoco de una alacena bien provista, y subió la voz mientras tosía— cof, sí, este es un pueblo necesitado y polvoso.
—Tengo el remedio para muchos males, aquí en mi alforja cargo un mármol blanco que hará la más deliciosa sopa. Será increíble y la envidia de la comarca.
La dama se interesó vivamente en el asunto pues era una hábil cocinera y mantenía una posición destacada en su comunidad, pero jamás había escuchado de potajes hechos con piedras. Entrado en la plática el viajero presumió que esa receta la recibió en un lejano palacio de la corte real. Mostró una roca del tamaño de un puño: era hermosa semejaba un trozo de hielo solidificado. 
La señora pensó: “En los inviernos duros los vecinos colectan bayas del bosque, pero jamás rocas. ¡Qué extraños son los cortesanos que se alimentan también con rocas! Esta es una oportunidad extraordinaria de disfrutar como en un palacio”
Hizo pasar al hombre a su fogón, lo dejó esperando sentado en un banquito de madera y trajo un perol grande. El visitante le sugirió un recipiente aún más voluminoso, pues ese sería el único día  que él permanecería ahí y el platillo merecía compartirse.
Animada la cocinera, fue por un perol grande a casa de una vecina y esparció la noticia entre los lugareños. Dejó encargado a un hijo adolescente para que se mantuviera atento de los movimientos de Salvador, pero sin moverse del lugar. Ella regresó pronto y además del encargo trajo un costal de papas y un tonel de agua. Por curiosidad o precaución, sus vecinos llegaron cargando las provisiones solicitadas y se sentaron en banquitos de madera para observar al fuereño.
—Son muchas papas objetó el visitante.
—Deberemos retribuir a los vecinos, que serán mis invitados.
—Entonces debemos retribuirles con esta sopa deliciosa, bastará agregar bastante más cuero frito y especies.
—De una vez dígame todo lo que haga falta —dijo la anfitriona—, no debemos quedar mal con nuestros vecinos y, además, vendrán las personalidades de este lugar.
—Y ¿podemos traer a toda la familia? —preguntó el mayor de los visitantes.
—Será un gusto invitarles.
El aroma del perol apenas iniciaba, pero la dueña se acercó con sigilo al viajero y le susurró:
—Para una comida, como en los palacios no basta una sopa, en seguida regreso con un jabalí del mercado, uno grande. Ya le mandé a avisar a mi marido, al alcalde y al señor cura. Pocos días tenemos la oportunidad de “comer como en palacio”.
El viajero sonrió y repitió:
—Como en palacio.
En menos de una hora parecía que el pueblo entero acudía a la casa, así que empezaron a colocar mesas y sillas al aire libre. El cielo estaba despejado y el sol ya había abandonado el cenit. Un carretero cargó dos toneles con cerveza y un músico local sacó su guitarra para aligerar la espera.
Sentados en banquillos improvisados o pequeñas sillas traídas de las casas aledañas, los lugareños olisqueaban los aromas provenientes de la cocina. Cuando llegó el alcalde los vecinos aplaudieron y él respondió quitándose el sombrero. Poco después arribó el cura, a quien no vitorearon, aunque unas viudas corrieron a besarle la mano. El jefe político y el religioso quedaron en los extremos opuestos, procurando no mirarse y evitando la ocasión para un saludo. En la algarabía el pueblo había olvidado esa hostilidad tan reciente y tensión entre dos poderes.
Cuando la dueña salió de la casa con un platón entre manos, la multitud gritó de júbilo. La señora se adelantó a decir:
—Hemos sido bendecidos por la visita de un extranjero, que es un gran cocinero del palacio; quien me ha honrado con la receta única de la sopa de mármol blanco. Y en esta ocasión tan especial me he atrevido a pedirle a su santidad, fray Toribio nos acompañe y sirva para presentarnos a este ciudadano distinguido.
Se levantó el alcalde y moviendo las manos pidió silencio:
—Permítame doña Engracia —que así se llamaba la dueña, además esposa del tendero rico del pueblo— pues la obligación de presidir y hablar en los actos más relevantes de esta comunidad corresponde a la autoridad civil. Ya sabemos que el fraile Toribio se ocupa solamente en ceremonias religiosas, y este evento es cívico, pues no estamos celebrando al santo patrono. Así, que permítame.
—Discúlpeme, no quise ser grosera ni caer en falta; no lo pensé bien, señor Donato —mientras se ruborizaba Engracia y miraba alternativamente entre los extremos de la reunión—, y por favor presente y presida usted el evento.
Los colores habían subido a la cara del alcalde Donato, signo de que contenía su emoción.  Respiró tres veces con pausa, se pasó un pañuelo blanco por la frente:
—Estimados pobladores de la villa Andorrita, es para mí un honor e inusual placer traerles la buena nueva de este portento de cocina. Difíciles gestiones han traído un desenlace afortunado, tras largos años de sequía (y lo digo en sentido figurado) se ha colmado la laguna de felicidad, pues ha venido a nosotros lo más excelso de la cocina real del palacio real. Con nosotros está una persona educada en las más fieras contiendas de la vida, quien ha sabido arrancarle los sabores más suculentos a la ruda comida. Ahora trae a nuestras mesas, merced a la cooperación desinteresada de los vecinos y de doña Engracia, a ese portento de cocinero, de nombre… por favor, doña Engracia denos el nombre del viajero.
—Salvador, señor alcalde, Salvador Hafer.
—Entonces los invito a que demos un cálido aplauso a Salvador Hafer…
Varios empezaron a aplaudir, pero los reconvino:
—Todavía no, en cuanto salga a la calle nuestro benefactor. De favor, señora traiga a nuestro benefactor para que la gente lo aplauda.
Tras un instante el viajero estaba entre la gente y recibiendo una ovación. Luego, el alcalde dio por terminado su discurso y mandó a la doña para que apuraran servir los platos.
En efecto, la sopa olía y sabía deliciosa. El jabalí no desmereció en gusto; la cerveza estaba tibia; como postre frutos de las higueras que maduraban alrededor de la villa.
Casi todos estaban animados y hasta alegres por el humor de la cerveza. El sacerdote se mantuvo callado en exceso; quienes lo conocían mejor adivinaban un coraje reprimido. En voz baja, empezó a quejarse de sus muelas adoloridas, en parte por la edad y también por el calor.
Salvador, con afabilidad, era presentado por la cocinera para saludar de mano a cada vecino y comentar sobre el suculento caldo. Sin falta recibía felicitaciones. En retribución, él les contaba alguna anécdota de la corte del reino, quizá vivida o recibida de oídas.
Al final del improvisado festín, los asistentes solicitaron mirar la roca que había dado sabor al platillo. De mano en mano, sobaron y celebraron esa piedra. Los más audaces le pidieron al alcalde que comprara ese prodigio, y, en respuesta, Donato interrogó con la mirada al viajero que dijo:
—Este mármol es valioso, no se consigue con facilidad; por su blancura se destina casi siempre para fabricar estatuas.
Con el atardecer llegó el viento del poniente, al que los ancianos atribuyen enfermedades y cansancio. Las encías comenzaron a molestar al sacerdote, y, sintiéndose marginado del protagonismo por el alcalde, decidió que era momento de tomarse una pequeña venganza. De improviso levantó la voz para garantizar que todos lo escucharan y dirigiéndose al sacamuelas del pueblo que departía en el otro extremo de la calle:
—Esta sopa de piedra ha destrozado mis dientes; pronto don Agustín, debe atenderme la dentadura.
Se hizo el silencio y las miradas siguieron los pasos del sacamuelas, que empezó a disculparse con gestos. Don Agustín se acercó a la cara del sacerdote y le solicitó abrir la boca, pero el “santo varón” se negó a obedecer, alegando con su boca entrecerrada que el dolor no le permitía abrirla. El sacamuelas consintió:
—En mi consultorio tengo un bálsamo para el dolor; habrá de acompañarme.
El sacerdote pidió los brazos de dos beatas, como si las piernas también le fallaran y avanzó soltando quejidos lastimeros, que aumentaron cuando pasó frente al alcalde y gritó:
—Cuide de los otros vecinos… no tardan en caer enfermos.
Las palabras se interpretaron como amenaza o maldición, de inmediato el bullicio desapareció y se convirtió en murmullo. Las caras de disgusto y extrañeza se iban contagiando, pronto el desánimo cundía. Molesto, por ese ambiente decaído el alcalde habló en voz alta ante el pueblo:
—Bueno, la fiesta ha terminado; mañana es día de trabajo. Vayan a sus casas, pero antes a limpiar la calle.
Algunos se retiraron de inmediato para evitarse molestias; la gente acomedida empezó a levantar platos y banquitos.
Donato recomendó a Salvador, colocando su boca al oído:
—Aléjese de esta villa antes del amanecer. Ganarse de enemigo a nuestro sacerdote es peligroso. Yo soy la máxima autoridad civil y lo mantengo tranquilo; pero él es rencoroso y posee los medios para entregar una queja en la Inquisición. No vaya a ser que los ingredientes de su sopa —acercó más la boca al oído, para decir con énfasis y suavidad— se declaren brujería.  
La cara de alegría desapareció de la faz de Salvador; arqueó las cejas y suspiró:

—Entonces, al menos debo recuperar la piedra que sirvió para esta comida.
El alcalde insistió al forastero que no perdiera tiempo y el fuereño se disculpó:
—Ni siquiera he desempacado; no tardaré.
El viajero cumplió su promesa de apurarse; regresó con una pequeña bolsa al hombro y luego mostrando la piedra blanca cual un trofeo, dijo:
—En efecto, está un poco más pulida; la generosidad de una comida compartida le ha sentado bien; espero que pronto sea una cúbica de…—suspiró y guardó silencio, cual si estuviese a punto de cometer una indiscreción, luego continuó— algún día sabrán que una piedra será tan significativa como una joya.
Pretendía dar más explicaciones; pero el alcalde lo conminó al silencio, mientras seguía con recomendaciones:
—Siendo usted extranjero es mejor que se aleje antes de que salga el sol, usted debe dirigirse más allá de las montañas hacia donde son tolerantes…
Y Donato señaló con el índice hacia el horizonte, que ya estaba casi por completo oscurecido.


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