Por
Carlos Valdés Martín
A mitad de esa muralla etérea,
reposa la única aguja de resplandor diminuto que —discreta y espléndida— muestra
el cielo y cómo se bloquea el pase hacia allá. La muralla no está formada de piedras
ordinarias, al contrario, fue ensamblada tramo a tramo con resplandores nubosos, los cuales son resistentes al olvido y fijos
hasta la obsesión, por tanto, sus materiales son mejores que el granito y el
cemento.
Desde este lado, su
utilidad no resulta evidente y, al parecer, desde el otro, sus servicios nunca
son requeridos. La tesis obvia de que nadie traspasa el ojo de la aguja creció
hasta ser leyenda y, de tan sólida reputación, el sitio quedó como curiosidad.
Una puerta por la que nadie cruza sería inútil visitarla.
Paseando y por
casualidad, del otro lado oí a un rico desconocido —esforzándose y graznando— con
sus dedos puntiagudos de tanto esmerarse contra el ojo angosto de esa aguja.
Desde acá se le escuchaba
pujar, jadear y refunfuñar. Al principio supuse un capricho y luego me parecía
que él no cejaría bajo ninguna circunstancia. La brisa de eternidades avanzó
con calma hasta que perdí la noción del tiempo y el esfuerzo que oía me arrulló.
De este lado del muro etéreo,
no parecía suceder “más nada” que una
luminosidad celeste acalorando a las almas puras. Últimamente los arcángeles me
perecían excéntricos y su plática, cuando se prolongaba, era difícil de atender.
Así que la curiosidad me mantuvo ante ese espectáculo del pujar y refunfuñar
que mostraba algo conmovedor.
Tomé una posición cómoda
y permanecí sin moverme. Escuchando con atención me di cuenta de que solamente
era uno. Nada más que uno, lo cual me provocó curiosidad, pues alborotaba como
una legión. ¿Uno solo tentaba atravesar por el ojo de la aguja? Un antiguo
cuento árabe narraba de una legión adoctrinada para combatir hasta abrir el
orificio celestial, pero fracasaron y el resultado fue que ellos se
convirtieron en los granos de arena desértica y hoy las dunas son su limbo.
Cuentan que las tormentas de arena son esa legión que despierta nuevas
esperanzas de colarse en el más allá, pero vuelven a caer al recordar su necia
impiedad.
En la puja del rico su
figura resultaba difícil de ver, siendo demasiado tenue para aglomerar carne y
demasiado densa para definir a un fantasma.
En estricto sentido antes
no había notado la importancia de la aguja para bloquear el paso hacia las
regiones etéreas. Comprendí que poseía un enorme significado esa humilde aguja,
como suspendida entre la trama de resplandores nubosos.
Vi un arcángel en las
proximidades y lo perseguí para que explicara más sobre la aguja. Después de instarle,
Hamaliel accedió, sonriendo casi con coquetería y silbó una frase:
—Para el espíritu el
tamaño no importa, para medir distancias o proporciones está la materia dura.
Su tono era tierno y un
halo luminoso lo rodeaba antes de desvanecerse.
Volví a mi puesto de
observación insatisfecho con ese comentario. Cuando el rico cejó en sus
esfuerzos miré hacia su lado: se había dormido profundamente y sus manos
hinchadas denotaban la pelea: migajas de resplandores incrustadas entre la
dermis cerosa y las uñas irisadas. A contrapunto de que yacía dormido, la boca
conservaba un rictus de enfado. Al observar con más detalle su estatura, noté
que menguaba, pero con un efecto casi imperceptible, decrecía un milímetro o
menos.
Me alejé y perseguí a otro
arcángel en busca de explicaciones y esta vez topé con Gabriel:
—El agua al acometer contra
el mínimo orificio lo traspasa, lo mismo el aire que desinfla un globo, pero la
voluntad que se supone férrea, cuando no obtiene lo que desea, luego ¿se
mantiene firme?
Lo último no era una
pregunta ni una respuesta, siguió una pausa (de esas que anuncian eternidades)
y siguió absorto en elucubraciones insondables.
Lo abandoné y volví hacia
ese ruido interesante. De nuevo en mi posición de observación, con palabras
intenté cuestionar al excavador que se esforzaba, pero no hizo caso. Pujó,
jadeó y refunfuñó. Cuando pareció menguar su esfuerzo, insistí en interrumpirlo
con argumentos. Él no estaba dispuesto a esa plática, así que grité contra las
costumbres del espacio etéreo.
Más que un simple grito,
fue una descarga eléctrica que turbó el firmamento y un rabo de nube se convirtió al color gris.
De mala gana, el rico se
detuvo. Ante mi cuestionamiento, confirmó que él buscaba conquistar el lugar
más valioso. Intenté disuadirlo que este lado del universo permanecía ajeno a
sus esfuerzos. Procuré tranquilizarlo y descubrir qué lo había conducido hasta ese
borde amurallado. Luego él justificó que en el cielo debería encontrarse a su
esposa y que en algún lejano futuro llegarían sus hijos.
Le respondí que no había
visto a la mujer que él buscaba y que cavar sin herramientas un agujero imposible
no daba méritos para acceder al cielo:
—Lo que no sea tuyo, no
lo forzarás cavando.
Descansó y dejó de pujar
contra el pequeño orifico, en lugar de eso se quedó mirando. No pareció
convencido y solicitó un favor. Accedí y quedé en darle noticias sobre su
finada esposa.
Antes de acceder a sus
ruegos, tuve que interrogarlo para comprobar si la anhelada consorte era un
alma con merecimientos celestiales o, por infortunio, era una belleza pueril que
lo mantenía hechizado después de la muerte. Con sinceridad me convenció que
ella era un alma destinada a las regiones más sublimes.
Antes de dedicarme a una
búsqueda que podía ser infructuosa, pedí más consejos. Encontré a Gabriel
entretenido aceitando una espada flamígera y le expliqué ese caso:
—Si él contempla a su
amada, desde donde él esté ese será su cielo; si no la encuentra, descenderá
derrumbado...
—Pero si por imprudencia vas
a convencer al rico que su amada no mora entre los cielos, de inmediato él habitará
un infierno. Además, luchar contra un pequeño orificio no es un castigo para
quien busca la recompensa, recuerda a Sísifo… Recuerda y promete que no dañarás
a quien permanece del otro lado.
“Dañar” es un verbo
escalofriante para los habitantes de las alturas. Me retiré pensativo.
Después de meditarlo,
concluí que “posponer” es un verbo más aceptable que “dañar”, aunque cuando un
mal se perpetúa para quedar siempre pospuesto, se define como un mal eternizado.
Miguel, el arcángel se
dedicaba a inventar un reloj con carátula, donde cada mitad abarcaba una
eternidad. Antes de saludar, elogió su propio esfuerzo argumentando lo inútil de
ocuparse sobre años o segundos por referencia a los periodos terrestres, pero “¡Qué
gran objetivo el pautar las eternidades!” Él brillaba como un dios Cronos
benévolo, que, a la inversa del devorador de hijos, se entretenía con el arte
de desafilar la guadaña.
Le plantee mis
preocupaciones y él dio su respuesta:
—En el firmamento la
Verdad es un derecho, pero en la tierra la ignoran dentro de su Ley, en cambio reclaman
cualquier reglamento de protección y beneficio. Moverse en la ignorancia es
nadar en un pantano, mientras más te agites en lodo más te hundes… Sí, dañar es
terrible; pero la Verdad es el aire de las alas y el oxígeno de los pulmones,
lo demás son palabras al viento.
Cuando le objeté que
primero debes poseer la Verdad para compartirla después, agitó las alas con desesperación,
para alejarse y alcanzar una “luz jactanciosa”, una de esas luminarias que advierten
el futuro con integridad. A penas parpadee él ya había desaparecido en el
horizonte.
¿Cuál era la Verdad? Que
yo era incapaz de revolver y esculcar entre todos los infinitos para garantizar
que ahí no vagaba la esposa amada. Quizá ahora ella no estaba, pero en el
momento mismo de afirmar “no está” también era posible que la amada esposa se
corporeizara, en un parpadeo al franquear el último peldaño de la Escalera al Cielo. Curioso que si hay un
acceso franco no se encaminen las multitudes por su sendero, quizá porque el
primer peldaño deba llamarse “fuerza” a modo de una cualidad tan poco
comprendida y que el siguiente escalón implique un salto cuántico tan veloz
como saltar de Marte a Venus, el planeta de la belleza, en un pestañeo.
Cuando regresé al muro,
tras el ojo de la aguja adivinaba la mirada ansiosa, plena de interrogantes.
Fui convincente y el rico
quedó tranquilizado al explicarle que ninguna búsqueda exhaustiva le
garantizaría que ella no estaba ahí. Cualquier “no” representaba un paréntesis
y el equivalente a un “no sé”.
Luego preguntó, pletórico
de ansiedad, sobre cómo se prodiga el amor en las alturas y lanzó su
interrogatorio:
—¿Si el amor abandona su
carácter sensual, no acaba por desdibujarse? ¿Para dejar los rencores debemos
olvidarlo todo, incluso la pasión? ¿La ausencia de carne termina las sensaciones
hasta desvanecerlas? ¿El espíritu alcanza a densificar su propia dermis?
Las preguntas sin
respuestas señalan un paréntesis ante la inmensidad traslúcida de los reinos
celestes. En mi condición de alma novata comencé a formar un remolino alrededor
del orificio de la aguja. Era un remolino que se empequeñecía, cuando vinieron
a mi mente fragmentos de poema Muerte sin
fin: “radiante atmósfera de luces…
alas rotas en esquirlas de aire… red de cristal… desnudez de agua tan intensa…
orbe tornasol soñando… azules botareles de aire…”
Sin alcanzar a
regocijarse, el rico se tranquilizó con esas frases.
Volvió la calma y él miró
en silencio, sentado sobre sus rodillas. Un cansancio antiguo vaciaba su
mirada.
Para entender el sentido
de sus pupilas agotadas, intenté acercarme. A final de cuentas, al carecer de
cuerpo, yo era capaz de traspasar el ojo de la aguja en sentido inverso. Desde
esa pequeñez observé con detenimiento al personaje incapaz de entrar: vestidos
de lujosas sedas, joyas en las manos y, en fin, los vestigios de sus doradas cadenas
terrestres.
Cuando él me miró
asomando la cabeza empequeñecida, de pronto comprendió y sonrió:
—Para un camello, el paso
ha de ser viable.
Entonces comenzó su
conversión.
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