Por Carlos
Valdés Martín
La orfandad es un término atroz
de pérdida, una desgracia cuando el ciclo de las generaciones queda cercenado
por algún infortunio. Solemos advertir la situación del infante huérfano como
un desamparo, que en raras ocasiones no deja secuelas, sin embargo hay
excepciones. Una madre huérfana y un padre en esa condición; aun así, ambos radiantes
y gustosos de vivir. La orfandad únicamente la definimos cuando sucede en la
niñez, justo cuando la ausencia de alguno de los progenitores crea una pérdida
y desorientación definitivas.[1]
Si ese padre hubiera preguntado
qué pasaje autobiográfico evocar le hubiera recomendado uno tan crucial y
doloroso que omitió. El escritor profesional hubiera recreado esto: un chico de
Guadalajara, el menor de los ocho hermanos que pierde a su madre durante la
alborada de los seis años, en una edad de torpezas infantiles y despertares del
ensueño. Claro que fue una herida dolorosa que él evitó rememorar; prefería proyectarse
hacia el pasado de las tardes soleadas de la Ciudad de la Eterna Primavera, en
los ratos despreocupados junto con sus hermanos carnales y amigos relajientos. Esa ausencia materna le provocaba
una herida latente —aunque enterrada por las décadas y el silencio—, bajo la
superficie dérmica de artista; una herida que él evadió.
En misterioso paralelismo, mi
madre también quedó huérfana a una edad tierna y, además, con la secuela de penurias
económicas para esa familia. A los cuatro años de la niña, ya el patriarca del
hogar provinciano, el maduro Salvador Martín pasaba a ocupar un sito en el Eterno Oriente, bajo la mirada atónita
de una esposa con cinco hijos. La menor de ellos, de nombre Ruth, se quedó
impávida y sin comprender que no regresaría ese padre; recordado como jovial y
progresista, que había adquirido el primer automóvil en Acámbaro, Guanajuato.
Esa ausencia del progenitor fue una catástrofe para la estabilidad de esa
familia provinciana que, de inmediato, emigró a la capital y comenzó una
metamorfosis singular. Hay almas que escapan del abismo de la adversidad y,
entera aquélla familia poseía ese duro metal: la fortaleza de quienes regresan desde
la crisis hasta la normalidad enarbolando una sonrisa. Contra los filos de las
desgracias y la permanencia de las heridas también surgen las contrafuerzas que
restablecen al bienestar; contra las heridas de la oscuridad también emergen
las cicatrices y, luego de ellas, la nueva piel renacida.
A los 15 años Ruth era ya una
obrera ejemplar para un laboratorio; a los 17 era una secretaria, todavía más virtuosa.
Ella de modo autodidacta dominaba el inglés y, después, se acomodó bien en
empleos cada vez mejores. Con el tiempo se convirtió en “mano derecha” de un
político prominente, sin abandonar jamás la laboriosidad y destrezas que
acompañan al término “secretaria”.
Cada cual, padre y madre,
arrastraban la herida semejante de esa orfandad temprana y una adaptabilidad al
medio, cuando emigraron a la capital. Él convirtió su desazón infantil en
imaginación artística y la voluntad para emprender el camino de las letras. Al
terminar el periodo de la adolescencia ya se sentía con suficiente ímpetu para leer
completa la Biblioteca Municipal (hazaña hipotética que, en estricto sentido,
comprobó que era imposible e inútil) y fundar una revista literaria juvenil (Ariel), en complicidad con Emanuel
Carballo.[2] Luego
emigró a la Ciudad de México, la Meca literaria y cultural del país.
Por cierto, jamás los oí discutir
de mala manera; ambos huían del conflicto, eran una especie de pacificadores y
buscaban una composición amigable ante cualquier diferencia. Quien lo mira con
superficialidad diría que fueron una “pareja perfecta”, pero para completar la
verdad de su amor intenso (del tierno amor que se nota a la distancia y se
percibe entre el silencio de la noche), diré que ambos huían de esa herida
primigenia que cincelada por la orfandad.
La calle donde vivimos se
llamaba, ilustrativamente, Grieta. Los hados del destino le colocaron un nombre
perfecto, pues ese fenómeno marca la separación entre superficies y establece
el vacío, que cuando ha crecido encierra un tinte dramático. Ambos procuraron
que no creciera su propia grieta y lo hicieron con un esfuerzo tenaz.[3] ¿El drama
se puede conjurar? Así lo creo y ese es un pilar del amor duradero, cuando
contiene una decisión inteligente. No fue un secreto que ellos se amaron a
primera vista: desde que se abrió una puerta y encontraron cara a cara se prendaron para siempre. Mi padre ya
había fantaseado en esa hipótesis del “amor a primera vista”, que un día afortunado
en su departamento de soltero (compartido con Huberto Batis), tras la puerta aparecería
la mujer perfecta y le arrebataría su independencia: así sucedió.[4]
En ella, Ruth Martín, la
compasión fue empujada por la herida infantil y luego, para asombro de los
simplistas, produjo una sonrisa permanente ante la existencia. La herida se
convirtió en cicatriz y luego en florecimiento, en una línea de reconstrucción
radical. Quien empezó por perderlo todo, en lo sucesivo lo habrá de ganar todo;
lo poco que se recibe resulta más que suficiente, así que hay regocijo en los
placeres sencillos: cocinar un platillo, comprar una lámpara, arreglar un
pantalón, visitar a una hermana, corear una consigna, donar un kilo de arroz,
leer un libro, despertar bebiendo café caliente… Sus acciones diarias no eran
mecánicas ni cosecha del desgano, ella lo hacía todo como si jamás hubiera
obligaciones pesadas; siguiendo el ejemplo de la hoja de una espada templada en
el yunque del hábil herrero.[5]
Bajo la vocación del artista la
grieta sí se mantiene, por eso mi padre oscilaba entre la euforia de la
plenitud y los remolinos de la depresión inexplicable, esa melancolía que no se
justifica. En ocasiones, él empezaba a agrietarse por dentro y necesitaba del
auxilio del psicoanalista, el Dr. Armando Hinojosa (convertido en su amigo) y,
una ocasional pastilla anti-depresiva. La mayoría de las veces su propia
capacidad artística, una esposa intachable y una laboriosidad metódica lo
sacaban a flote, escapando de la “Angustia”, como él la llamaba, con mayúsculas
y rodeada de un halo de reverencias, para que no regresara.
A pesar de su brillantez, el
padre transmitió un temor vago a mi primera adolescencia. Los enamoramientos
platónicos y fantasmales eran una pesadilla en esa etapa de crecimiento, cuando
a despecho de lo que había a mi favor —pues era un chico bien apreciado, que varias
chicas me tenía por “interesante” y hasta gallardo— sentía una melancolía
precoz. Años después comprendí que ese temor provenía desde lejos, desde una
gran distancia, por esa compleja herencia cruzada, donde la grieta doble
permanecía bajo el suelo, para mantener una ansiedad oculta. En esa pubertad,
algunas mujeres inalcanzables me azoraban, como la protagonista de The Avengers, el personaje Emma Peel (la
británica Diana Rigg) o la diva de la época de oro del cine mexicano, la
inexpugnable María Félix.
Con los años, ese deseo físico
imposible se metamorfoseó en un anhelo, el utópico por alcanzar una sociedad
perfecta. Resultó en una adolescencia rebelde y marxista, que añora una simple
igualdad y una fraternidad sin fisuras entre todos los seres humanos. Me hería en el corazón que la humanidad
entera y el proletariado en particular sufrieran de carencias, bajo un régimen
injusto. La grieta legada se había estabilizado bajo la figura de un
acontecimiento político improbable; pues en el espacio y tiempo de mi país, el
México de la estabilidad, cualquier revolución parecía una quimera y, entonces,
nuestra generación al final del siglo XX debería contentarse con una
democratización.
Algunos acontecimientos suelen
actualizar las grietas que se heredan, para demostrar que sí perviven (hondas y
subterráneas, cual osos hibernando) y poseen un contexto especial. En el año
1983 fui víctima de un secuestro político, entonces contaba con 22 años y con
una carrera militante muy precoz; en esos días ya era miembro permanente de
Comité Regional del Valle de México, de un pequeño partido recién legal; es
decir, integrante de la dirección capitalina en una organización de izquierda
radical.
Un secuestro político con maltrato
y confinamiento durante dos semanas me colocó dentro de ese extraño sitio que horadaba
una grieta de la existencia. En esos días perdí una dosis de inocencia y, tras
la liberación, surgió la vaga noción de que urgía procrear hijos, además que
eso debería suceder pronto. El calendario apremiaba, acosado bajo la hipótesis
de la desgracia y hasta la muerte encarnada. El reloj interior convertido en
uno de arena para indicar que los acontecimientos no son reversibles. Un año y
pocos meses después cumplí con la primera de las tres famosas obligaciones de
la existencia (hijo, libro y árbol), aunque a la fecha todavía no planto un
árbol por la superstición de dejar pendiente una meta.
La paternidad fue intempestiva y
plena de satisfacciones. A su vez, los mayores se volvieron abuelos contentos al
abrazar a una nieta de facciones luminosas: los bebés —acentuadamente las
hembras— atrapan algo de Sol y Luna que conservan entre sus mejillas y
caireles. En esos días de mimos y descubrimientos las viejas grietas se
sumergieron en el olvido.
[1]
El término viene del griego antiguo “orphanós”, derivado del mítico dios Orfeo,
patrono de las artes y el ensueño. Ya alcanzada la edad madura nunca aplica el
término “huérfano”, suponiendo que esa es la sucesión natural de las
generaciones.
[2]
La autobiografía de Emanuel Carballo Ya
nada es igual relata ese periodo, de la juventud de Carlos Valdés y él, con
la fundación de la revista literaria Ariel en Guadalajara.
[3]
El término “grieta” lo emplea Giles Deleuze con un valor de herramienta de
análisis en su Lógica del Sentido.
[4]
En el relato de la fundación de la revista Cuadernos
de Viento y su desarrollo por Huberto Batis, quien fue cofundador y
coeditor con Carlos Valdés, en Lo que
Cuadernos del Viento nos dejó. También está reflejado en el cuento “El
nombre es lo de menos” que da título a la colección de Carlos Valdés editada
por FCE en 1961.
[5]
Su activismo discreto y decidido, respaldando las actividades de Rosario Ibarra
de Piedra en los años difíciles, cuando la izquierda era marginal y la
exigencia de presentación con vida de los desaparecidos era arriesgada, muestra
esa dureza y firmeza de Ruth Martín. En ese entorno conocida por su apellido de
casada (“señora Valdés” o “Ruth Valdés”), como se empleaba en ese tiempo en
México.
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