Por Carlos
Valdés Martín
Nota introductoria: lo que
sigue pertenece al género de ficción, mejor que al de análisis literario, según
lo descubrirá el lector atento. La exactitud para recabar fuentes y descubrir
el legado de los libros se tropieza con curiosos efectos, cuando se trata del
cosmos fantasioso; entonces surgen algunas complicaciones y varias licencias
como sucede con el recolector de anécdotas bibliófilas cuando queda adormecido en la
faena diaria. Luego despierta recordando que siguió leyendo pero un volumen
distinto que no encuentra en ningún sitio de la gran biblioteca.
La serie publicada de Tom Sawyer
y sus secuelas presentan un aspecto del miedo adolescente —digamos infantil,
hasta naif— que ahora resulta esterilizado y no nos afecta. Su segundo gran
libro, en dado caso estremecedor por tan discreto, el Diario de Adán y Eva, cuando el jardín del paraíso quedó habitado
por esas dos figuras tan opuestas. El tercer gran libro dedicado al miedo de Mark
Twain (Samuel Langhorne Clemens) nunca se ha encontrado y, rascando
entre las memorias de las bibliotecas extrañas que visité en la adolescencia,
se apareció entre sueños para explicar que ahí Twain escribió una evocación del
Apocalipsis de Juan, pero bajo otra
panorámica. No trata del final del mundo, sino del final de los afanes humanos.
¿Qué se termina en el próximo minuto sin pena ni gloria? ¿Las horas muertas
cómo que no encuentran su tumba? ¿Las esperanzas perdidas escapan de los
mausoleos? Ese sueño mostró que fue un libro completo y que el autor optó por
destrozarlo. El motivo para destruirlo fue que se cumplía con excesiva
frecuencia en detalles insignificantes, por ejemplo la vez que escribió: “3 o’clock Mrs. Mary Wallace will arrive with
cookies. I order dont open, if that happens in that very moment.” El
escritor quedó descorazonado cuando ella llegó puntual y debió permanecer
impasible obligado por su predicción a no abrirle. Miró discretamente tras la
ventana a Mrs. Wallace alejarse con la charola de galletas entre las manos, entonces
ese miedo visitó su corazón y no lo abandonó ni en el lecho de muerte.
Entonces ¿por qué terminó el
libro? En las primeras páginas del libro estaba escrito el vaticinio de que
sería terminado. No había opciones para Twain y las noches de quinqué (según la
tecnología luminosa antes de la eléctrica) se prolongaron en una loca carrera
hasta terminar con ese volumen. Aunque, cabe señalar que para los géneros
literarios existen estantes misteriosos como uno que se rotula: “LIBROS
DESTINADOS A NO SER PUBLICADOS”. Algunos manuscritos se rescatan post-mortem y
se materializa ese estante de ficción; incluso existe otro que son “LIBROS
CITADOS POR OTROS AUNQUE NO LOCALIZADOS” y todavía existe un tercer estante de
“LIBROS CITADOR POR AUTORES REALES QUE SOSPECHAMOS LOS INVENTARON”. En esta
última categoría hacía visitas Jorge Luis Borges, pero cabría suponer que él
afirmaba habitar en la tercera casilla, porque la presencia de la segunda y la
primera someterían a sus lectores a tareas fatigosas a modo de Hércules
literario, pero el argentino sintió conmiseración por sus lectores.
La importancia del Apocalipsis en la Biblia ha implicado
tentativas, más o menos, lúcidas para reordenar la clasificación de los libros
inventados,[1]
más aún para continuarla o refutarla. Este caso fue un libro intermedio que al
escapar a una clasificación se convierte en un caso singular. Si el texto saltó
del horror final al horror sin fin, ya que se sustenta en la ausencia de un
final para una multitud de almas eternas que nunca encuentran ni un Dios ni un
paraíso, entonces el efecto es un sistema caótico de eternidades disparadas contra
el tiempo; más preocupante sería la supuesta superioridad de un Juan visionario
(¿o un apóstol concedamos a sus fans?) sobre Cristo, con herejía incluida.
Herejía de ambición pues ¿cómo osaría un discípulo a revelar las últimas
verdades en lugar del Hijo? Dejemos esa duda para volver a lo principal.
La pasta verde olivo del Libro de
Twain da espacio al rótulo “3th Y/Fear
Book”. La genialidad tipográfica para combinar la F con la Y define la
clave a modo de truco del ministro D, en la “Carta Robada” de Poe. El lector
distraído cree tropezar con un almanaque anual, en la modalidad inaugurada por
Franklin en América, con la recopilación práctica de recomendaciones para los
granjeros, recetas de cocina y los acontecimientos más notorios del ciclo
anual, aderezado con anécdotas simpáticas y viñetas locales. El lector
distraído creerá que el genio de Twain-Clemens se entretuvo con la nostalgia de
las granjas alrededor del Mississippi y obtuvo un pasatiempos cualquiera;
solamente el investigador perspicaz descubrirá que la F de Fear predomina sobre
la Y de Year, casi para confundirse en Tear. Resulta fantasiosa la hipótesis de
un error tipográfico colosal, operado por un linotipista vengativo mancillando
un título, que obligase a repetir la impresión de la Y mayúscula, para
sobreponerse a la original F. Aunque es aceptable suponer la animadversión del
gremio tipográfico, pues debemos recordar la desastrosa incursión de Twain en
la tecnología de la impresión que le costó una fortuna y el descrédito práctico
entre el gremio de los impresores.
¿A qué le puede temer una persona
suficientemente instruida y perspicaz? Aunque usted no lo crea, el elitista le
teme a lo mismo que cualquier otro, aunque envuelto en sus complejidades. El
hígado del aristócrata procesa el alcohol de la misma manera que el mozo que
hurtó su cuartillo de champagne. El corazón del escritor laureado se atormenta
con la misma noche que le ofrece una tumba fría o ante la vista del hospital de
inválidos, por más que este personaje hubiese enfrentado repetidamente la experiencia
del ahogamiento o la pistola suicida durante una mala racha depresiva.
La clave del argumento terrorífico
de este tercer libro de Twain fue que él mismo era una invención y criatura
colectiva del “genio de la joven América”. El autor resultaba por el haz de
yoes colapsados en una empresa de síntesis creativa, así que a su fallecimiento
los múltiples talentos se dispersarían entre los cielos. El argumento provenía
desde una herejía (del “Soy el que Soy” de Jehovah al “Soy legión” demoniaco) y
derivaba en la disolución esquizofrénica de la identidad.
Existe una comprobación trivial
de esa disolución de yoes este gran personaje: entre las fotografías del joven
enérgico y rubicundo hasta el anciano de cabello blanco que fue filmado por
Alva Edison la transición es evidente. Entre el punto de origen y la
parsimoniosa vejez una infinidad de seudónimos surgieron en el camino, pero
fueron hábilmente reprimidos; pero en esos años resultaba un recurso suficiente
salirse del propio pueblo natal y luego alejarse de la patria en un periplo
multianual. El complemento fueron los diversos seudónimos y la opción de
publicar bajo personalidades múltiples, jugando a que se está disfrazado
literariamente, cuando ha surgido una personalidad distinta para escribir. Si
uno de los yoes escribió Bear, el
siguiente saltó a Dear, el siguiente
se instaló en Fear, para culminar
decenas de personalidades adelante con Wear.
Esa larga inestabilidad se refleja en la elección ambigua para un solo título y
terminar empalmando entre la F y la Y, como si dos brazos pulsaran fuerzas
entre la inocencia del anuario y el Libro
del miedo. Por salud mental debía ganar un libro publicable que tratara de
las cotidianeidades pero revestido de humor, eso sí sutil y abundante humor.
El miedo habitando entre los
otros —aislado y estéril, no el contagioso— nos provoca un mínimo temor, en
compensación sentimos la superioridad y el control sobre nuestros yoes; por eso
las películas de terror son mercancía de consumo. A modo del miedo ajeno se
dibujó la Y griega. La misma legra Y, junto con su significado disyuntivo fue
dibujada intencionalmente a modo de un camino bifurcándose; eso lo sabía bien
Twain, cuando describió un recodo del río Mississippi a modo de meandro
protector para los chicos aventureros Tom y Huck. Al terminar con un punto
final, el lector y el escritor tomaremos —cada uno— una senda distinta, un brazo
diferente de la Y, hasta que una futura bifurcación nos cruce inesperadamente.
En sentido inverso, el libro está
prestándole existencia al autor, así el Juan (indefinido, no identificable) es
procreado por el Apocalipsis, libro
misterioso y colorido. El Juan-autor (del que refutamos su existencia por lo
herético de su pretensión de saber más que el Hijo) es una cifra última del
666, que se vierte en su origen, alimentando con tras trompetas a un escritor
fantasma. A su manera, el 3er. Libro del
miedo cumplía una función antagónica al Apocalipsis,
porque el autor definido y reconocido opacaba al texto, pues el afamado creador
de literatura alegre y juvenil andaba inmune entre una incursión ominosa. Los
críticos contemporáneos supusieron que el 3er.
Libro del miedo se carcajeaba en una broma larga, como en esas sesiones
cuando el payaso finge permanecer inmune a las cosquillas y a los baldes de
agua, motivo para que el público ría con más ganas. A estas alturas, con tanto
descrédito acumulado, también estoy sospechando una especie de broma o fraude
en la autoría de tal texto. Quitarnos un libro de la espalda, nos libera de más
peso que abandonar un costal de cemento, aunque la lectura del paraíso perdido
por Adán y Eva contiene una premonición inquietante en voz de Eva: “Observando,
sé que las estrellas no van a durar. He visto algunas de las mejores fundirse y
bajar por el cielo. Si una puede derretirse, pueden derretirse todas; si todas
pueden derretirse, pueden derretirse la misma noche. Esa pena llegará: lo sé.
Pienso sentarme todas las noches y mirarlas todo lo que pueda mantenerme
despierta; y dejaré impresos esos campos centelleantes en mi memoria, para que
pronto, cuando sean llevados, pueda devolver con mi fantasía esas miríadas
encantadoras al cielo negro y hacerlas refulgir otra vez y duplicarlas con la
humedad de mis ojos.”[2] Un alma
capaz de temer por la caída de todas las estrellas ¿alguna vez desechó el
último de los miedos?
NOTAS:
[1]
La categoría de los “LIBROS DE AUTOR INVENTADO” merece un estudio aparte,
porque los hijos siempre poseen madres, aunque sean abandonados al pie del
hospicio en una isla habitada únicamente por varones. En ese caso, el
testimonio del Libro da a luz a un autor o, incluso a varios. ¿De quién es el Kybalion? Se atribuye en el prólogo a
tres maestros, pero un libro no es una mezcla homogénea, debió uno ser el genio
auténtico tras ese clásico del esoterismo.
[2]
Esta primera dama imaginada por Twain en sus elucubraciones finales le gana en
ternura al atemorizado Engels, cuando alega sobre el ocaso de las estrellas,
planteándose el consuelo de algún misterioso regreso de materia, conforme luego
indagaría, desde otro ángulo, Nietzsche.
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