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viernes, 1 de junio de 2018

UN VIAJE DE PLACER PARA VERÓNICA

 

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

El Acapulqueño, Roberto Ponce, era pícaro y le decía que eso sería su “viaje del placer”. Ella todavía era muy inocente y no conocía de lo que eran capaces los hombres con tal de salirse con la suya. Cuando él le comentó que ese fin de semana sería un viaje de placer ella no malició sus planes.

El Acapulqueño era moreno bajito, de pelo chino y de facciones finas. Su sonrisa resaltaba en su rostro y realzaba unos ojos verdes, por lo que él se sentía el galán del pueblo. Cuando emigró a la capital se distinguió por cierto liderazgo. En esos años emigró con mínimos recursos, por lo que se hospedó en la Casa del Estudiante de Guerrero, un albergue donde hacinaban a cuarenta varones. El ambiente estudiantil era alegre aunque con privaciones, que se compensaban con ingenio. A falta de dinero para divertirse, pronto destacó por su habilidad para sacar provecho de las situaciones. Por ejemplo, convenció a los compañeros para que juntaran los conos vacíos de papel de baño de modo separado y otras partes rescatadas de la basura para venderlas junto al cartón viejo agregando agua para que pesara más. Si el Acapulqueño agudizó su astucia es porque su subsidio desde casa era insignificante. Aprendió a viajar de mosca colgado atrás del camión trolebús. Inventó una brigada de bomberos ficticia para con un simulacro de incendio en la Casa de la Mujer Estudiante de Jalisco— acercarse con una de las internadas, en un esfuerzo inútil pues la pretendida lo despreció.

Era el último año de la carrera y él había dejado atrás la virginidad en episodios que no vienen al caso recordar. Cuando conoció a Verónica pensó en sentar cabeza y entablar una relación que durara más que el verano. Ella se reservaba para el amor de su vida y ese provinciano de ojos verdes podía cumplir los requisitos. Verónica era una señorita de ciudad que también cursaba el último año en la Universidad. Una amiga mutua los presentó casualmente en la cafetería de la facultad y desde ese día Roberto se interesó en la cintura breve y piernas firmes de Verónica. Continuó el cortejo con llamadas telefónicas frecuentes, que en ese tiempo las hacía desde casetas telefónicas.

En ese tiempo, dar el sí a un noviazgo no significaba entrega carnal, sino por excepción. Claro, este Acapulqueño era ingenioso y con sus rasgos de fogosidad. Desde la primera salida él le ganó un beso, mínimo y discreto. Ella lo regañó señalando que todavía no era novios, aunque la sonrisa señaló que para ella fue delicioso. Adelantemos que ella sí era por entero inocente en cuestión de amores, su anterior pretendiente no pasó más allá de la visita frente a la puerta de la casa paterna, sin ganar el derecho de recepción en la sala.

El Acapulqueño elaboró su plan para llegar a la intimidad completa y, aunque no era un experto, tenía su plan para tocar hasta el fondo en la relación, sin siquiera presentarse ante los padres de su pretendida. Porque en la segunda cita la abrazó, precipitadamente y le dijo con sagacidad: “Esa es mi maestra de matemáticas —señaló a lo lejos— si se entera que lo nuestro no es formal es capaz de expulsarme y se arruina mi carrera completita.” Nada del argumento era verdad, pero Verónica le creyó. Se dejó abrazar y aceptó que fueran novios formales.

Para la siguiente cita, Verónica se asesoró con las amigas, alguna audaz hasta le explicó cómo eran las pastillas anticonceptivas y le prometió regalarle un paquete. Y Verónica se sonrojó por la audacia de su confidente. Esa vez el Acapulqueño se mostró más elocuente y cariñoso, dispuesto a mostrarle su torso, pues él explicó que seguía un régimen de proteínas para desarrollar los músculos. El régimen nutricional y el ejercicio eran una fantasía, pero sí la convenció para que fueran a un rincón aislado. De un tirón se quitó la camisa para mostrarle sus pectorales, lo cual la sonrojó de inmediato, pero el gesto le pareció divertido y halagador sin pasar a mayores intimidades.

Pronto el Acapulqueño se convenció que para alcanzar una plena intimidad era indispensable un sitio adecuado. En la Casa de Estudiante una nueva administración prohibía estrictamente la entrada de mujeres, por lo que ahorró para alquilar un cuarto de motel, cuando se ofreciera. El otro requisito que forjó en su mente era manejar un automóvil, pensando que eso estaba relacionado con el ligar a una dama y entrar con facilidad  a los moteles más apreciados, pues le dijeron, eran de autoservicio.

De sus amigos únicamente el flaco Héctor contaba con un automóvil propio, entonces un privilegio para los estudiantes, por lo mismo no era fácil que se lo prestara. Tardó varias semanas en convencerlo de que se lo prestara y cuando lo logró debió confesar que no sabía manejarlo. “Entonces vamos juntos, espero no hacer el mal tercio.” Roberto aceptó gustoso, era mejor la compañía a cancelar la cita.

El flaco Héctor semejaba bastante al Acapulqueño y por broma ellos exageraban. Verónica cayó en ese error y de inmediato se admiró: “¡Cuánto se parece a ti, tu hermano!” Héctor repeló que era adoptado. El amigo entró en confianza de inmediato y elogió el buen gusto para las damas. Al grito de “Hagamos algo divertido”, el Acapulqueño intentó hacer su prueba de manejo en una zona solitaria de Chapultepec. Bastó un banquetazo para que Héctor le condenara a reprobado. Tras ese fracaso la pareja se colocó en el asiento de atrás, mientras Héctor se burlaba de sí mismo: “Uyyy… estoy de chofer y no me invitarán al banquete.” Verónica sintió feo marginar al amigo, mientras Roberto se ingeniaba para meter su mano bajo la falda fingiendo que era provocado por un bache inesperado. Por más que Acapulqueño seguía siendo pícaro, su humor no era el de siempre.

De repente se iluminó la mirada del Acapulqueño y propuso algo divertido que no le aclaró a Verónica. Ella estaba intrigada, él solamente indicó que el lugar era cercano. El coche lo dejaron tres cuadras después de la entrada y el flaco pretextó ahorrarse el dinero del estacionamiento.

Alrededor había bastante gente, situación que Roberto no esperaba, aunque ya no se veía contrariado sino preocupado, se mordía los labios.  Afirmó: “Espérenme, creo que tengo un descuento.” Les indicó que tomaran una prudente distancia. Por unos momentos Verónica dudó en entrar, pero en su inocencia pensó que no tenía nada malo quedar flanqueada por dos jóvenes. A la distancia veía a parejas tomadas de la mano y hasta familias enteras paseando con despreocupación por la calle. Mientras se tardaba el Acapulqueño, notó a un vendedor de golosinas y el flaco también tuvo antojo de un típico “chicharrón con chile”.

Por su parte, el flaco Héctor pensó que ese era un día afortunado, quizá su buen amigo Acapulqueño lo comprometía hacia algo más con la chica recién conocida. La situación le parecía extraña pero él estaba dispuesto a ser complaciente al extremo. Y sí, el “chicharrón con chile” también le encantaba, así que invitó los antojos. El Acapulqueño tardó hasta que sacó su ventaja y les señaló desde la distancia para que se reunieran en la entrada.

El Acapulqueño se acercó al oído de Verónica y susurró: “Esta es la primera etapa de tu viaje de placer.” Ella le respondió que estaba emocionada. Él le dijo que se acercara, pues el picante había escurrido junto al labio, y se lo quitaría con un pañuelo. Cuando Verónica acercó su cara para la limpieza él lanzó un lengüetazo y se rio. Ella se apenó con el flaco, señaló hacia el amigo. Le respondió en susurro a Roberto “¿Qué va a pensar de mí?” Él guiñó por respuesta. Volvió a lanzar la lengua sobre la mejilla y ella lo empujó ligeramente para que se contuviera.

Cuando Verónica y Héctor se sentaron juntos, a ella le pareció raro que el Acapulqueño se alejara pretextando ir al baño. El amigo la tomó de la mano con fuerza, sin que su gesto en la cara se calificara de lascivia, más que nada trataba de animarla. En cuanto ella sintió una vibración en el cuerpo, no supo desde dónde salía. Se dio cuenta que el mundo alrededor se hacía pequeño y los murmullos parecían salir desde el fondo de su cabeza. De pronto pensó que la situación no era normal, que había muchas leyendas urbanas de chicos que les ponen drogas a las mujeres para que se aloquen y pierdan los estribos. En la mirada que ella dirigió hacia Héctor había un ruego de protección y él entendió algo pues de inmediato dijo “No tengas miedo”.

La vibración dentro de Verónica comenzó lenta, primero imperceptible y cadenciosa. La distancia que la separaba de él era tan pequeña que prefirió ladear el cuerpo para recargarse en su hombro. Ella cerró los ojos, decidió disfrutar el momento. El amigo sin pensarlo estiró la mano sobre sus hombros. Ella empezó a agitarse, sintió una brisa en sus mejillas y su alrededor empezaba a volverse irreal. Aunque nada la estaba tocando de verdad ella sitió una agitación que subía y bajaba por su cuerpo entero. En realidad, Héctor sentía nervios intensos y sentía el ligero temblor de ella que no cesaba. Por algún motivo, se acordó de las estaciones de trenes, cuando han entrado a marcha y la inercia no se detendrá. En un momento ella empezó a balbucear y reír alternativamente sin abrir los ojos. Por respuesta Héctor, sugiriendo que se serenara, le decía “Ya, ya, ya…” Verónica se imaginó que alcanzaba una cima y volvió a agitarse, por más que el chico intentaba que no estuviera alterada.

No había pasado ni un minuto cuando volvió la calma y ella se controló perfectamente. Héctor la miró con ojos cómplices y le musitó: “No imaginé que fueras tan audaz.” Ella respondió: “La confianza me importa.” Ella se incorporó, caminó como flotando. Él le tendió la mano de un brinco y luego miraron alrededor buscando al ausente. Cuando regresó el Acapulqueño miraba hacia el suelo, como si disimulara sus pensamientos, o no se había dado cuenta de nada.

—Es mi turno —ella hizo una pasa como teatral, esperando provocar una reacción en su novio, pero como éste siguió como distraído—… para ir al baño.

Volvió a hacer una pausa esperando respuesta y cuando ella se alejó sola, Héctor le comentó en voz baja al Acapulqueño: “Como que ella esperaba que la acompañarás”. Sonrió con malicia y respondió: “Ni que se fuera a perder y además para que me hagas el paro, para eso estás tú; hay cuestiones que no soporto, pero tú no eres una de esas cosas desagradables.” Héctor volteó la cabeza para disimular que se sonrojó y luego cambió de tema sobre el aprender a manejar para que prestar su automóvil. Verónica regresó sonriente exclamando: “¡Qué siga la diversión!“

La plática se animó y al Acapulqueño contó chistes picantes. Cuando Verónica demostró que se sabía uno colorado, el novio se disculpó señalando que volvería al baño. “Y no hay problema si nos seguimos divirtiendo” vociferó Héctor y ya de espaldas Roberto señaló con el dedo pulgar en sentido de aprobación inequívoca.

Verónica dio un paso lateral, tomó la mano del amigo y la balanceó hacia su dirección, con un gesto que se interpretaba de prisa, casi de enfado. Durante unos minutos Héctor se sintió incómodo y hasta pena por su amigo, pero logró controlarse. Ella se acordó de otro chiste mientras se acomodaba en el asiento y tomaba su mano entrelazando los dedos.

—¿Me vas a cuidar para que no me dé miedo? —preguntó ella mientras trababa saliva y volvía a inclinar su cabeza hacia él.

Aunque la actitud del Acapulqueño le parecía extraña, Héctor estaba dispuesto a ser complaciente:

—Claro, no te preocupes, no hay nada que temer.

Ella volvió a sentir un estremecimiento, aunque su cuerpo estaba más relajado. El miedo se mezclaba con un placer que no sabía desde dónde surgía. El temblor de su cuerpo y un sonido metálico la emocionó. Pensó que esa clase de emociones no son propias de una señorita, pero los tiempos estaban cambiando, su madre jamás se atrevería a comportarse de esa manera.

Ella volvió a reír y hasta a gritar:

—Ayyy.

Lo volvió a hacer otra vez. Héctor no procuró callarla, como si él estuviera más a gusto con la ausencia de su amigo. Y, de repente, sin meditarlo también comenzó a gritar:

—Ayyy.

El tiempo voló y ella apretó con tal intensidad que marcó cuatro uñas en el dorso de la mano de Héctor. Y él no se quejó ni retiró la mano.  

Cuando Verónica recobró la calma quedó molesta al seguir esperando. Por hacer plática, ella le preguntó: “¿Qué quieren decir los chicos cuando nos invitan a un ‘viaje de placer’?” A Héctor se le subieron los colores y no atinó a dar una respuesta coherente, pues algo le había explicado el Acapulqueño sobre sus intenciones, las cuales ocultó. La explicación de que quizá la invitaría a conocer a su familia en Guerrero, ella no la creyó. Ella siguió preguntándole sobre cómo demuestran los hombres que su amor es sincero, sin que haya confusión con una pasión carnal y pasajera. Héctor tampoco articuló una respuesta satisfactoria y ella sospechó que seguía bastante trastornado.

Cuando por fin apareció ella expresó su molestia con una ironía: “Si no había papel de baño ni te me acerques.” El Acapulqueño solía contar con respuestas para todo: “Es que el más cercano no funcionaba y fui muy lejos, había cola para entrar; fue muy, muy, muy tardado.”

Verónica pensó que era mentira, que Roberto la había dejado intencionalmente en manos de su amigo, así que le reclamó: “Bah, lo que se nota es que eres un miedoso, te espanta subirte al Ratón Loco y a la Montaña Rusa, por eso me dejas sola con Héctor. Para que se te quite voy a subirme con él al Túnel del Amor.”

El novio que siempre respondía rápido le objetó sin pensar: “Ese juego del Túnel del Amor está fuera de servicio, ya fui a verlo.”

Fue evidente: subirse a los juegos mecánicos le espantaba y armaba una intriga para dejarla con su amigo. Así, Verónica descubrió que su novio mentía y que no era el hombre de su futuro. Siguió contenta porque la tarde había sido divertida, aunque el protagonista de su interés era el nuevo amigo. En silencio ella confirmó que su novio era un gusto pasajero y tomó una actitud algo distante, mientras rechazaba los abrazos. Ella exigió trepar otra vez en la Montaña Rusa y al Ratón Loco, a las Tazas y al Látigo. Volvió a clavar las uñas en la mano de su acompañante. Por su parte, el Acapulqueño ni siquiera aceptó treparse al Carrusel.

La despedida final fue típica de la cortesía mexicana: “Luego nos hablamos.”

 

 

 

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