Por
Carlos Valdés Martín
Para
aclarar qué son los actos mínimos que
justifican una existencia hay una anécdota de la infancia. Ante los ruegos por
adquirir una mascota, mi madre optó por comprar una tortuga por lo práctico que
resultaba su cuidado: pocas atenciones, ventaja de limpieza y mínima comida.
Para un niño de 5 años no compensaba la ilusión de un perro, pero una tortuga
diminuta con su quietud y constancia anfibias se ganó mi cariño.
El
departamento era pequeño pero se situaba en la planta baja, para nosotros el
cubo de luz del edificio brindaba un jardín privado de dos metros por lado,
comunicado con la sala. Bajo el único arbusto del jardín quedó una bandeja
grande con agua y una piedra para que se acomodara la tortuga, que era verde y
pequeña como una oreja.
Durante
el verano las lluvias arreciaban, la tortuga nadaba a la orilla mientras se
inundaba su hogar de bandeja. En un par de ocasiones, empujada por el agua se
salía de la bandeja, pero intentaba regresar a su fuente de comida y en el
pequeño jardín resultaba fácil localizarla. Eso sucedió durante la temporada de
lluvias.
Antes
de que llegara el invierno no la vimos más. La buscamos a conciencia en los
rincones de la casa, entre el escaso pasto y al transcurrir los meses los
adultos la declararon oficialmente muerta.
En
unos recortes de periódico viejo miré que el Ejército Rojo había invadido al
Tíbet y que los monjes lamas quedaron exiliados. En noticias más recientes unos
monjes budistas se habían incinerado voluntariamente por la invasión
norteamericana a Vietnam. Como sea el budismo estaba de moda y las tortugas les
parecían a los adultos que representaban al espíritu contemplativo de esa
religión.
Transcurrió
el invierno, llegó la primavera, avanzó el otoño y, finalmente a mi madre le
ofrecieron un trabajo mejor. Con dos sueldos optaron por una casita en las
afueras de la ciudad y unos meses después se pactó la mudanza.
A
esas fechas ya habíamos olvidado la desaparición de la tortuga.
El
preparativo tardó tres días para empacar, luego llegó el camión de la mudanza.
Dos cargadores fueron subiendo los muebles y las camas, para seguir con las
cajas que juntaban trastes y libros. Los empleados de la mudanza casi estaban
terminando el acarreo de enseres cuando apareció la tortuga, caminando
lentamente en mitad de la sala. Aunque la puerta del jardín permanecía abierta,
la aparición resultó un milagro.
Si
cada biografía economiza actos significativos (el artista crea una obra
maestra, el científico descubre una Ley…) ¿Qué diríamos de una tortuga? Basta
un paseo puntual, un acto tan mudo como oportuno para descartar la palabra
“absurdo” de su existencia entera.
En
los libros de historia que he encontrado el único otro acto ocurrente que se
atribuye a una tortuga fue caer en la cabeza de Esquilo matándolo (caída libre
desde las garras de un quebrantahuesos u otra ave rapaz), pero esa anécdota
resulta cuestionable, pues el dramaturgo griego recibió amenazas por revelar
los misterios de Eleusis. Lo que explica Zenón la tortuga y Aquiles no es un
hecho, sino una metáfora filosófica, así que tampoco lo incluyo.
Tras
esa reaparición la bautizamos con el nombre de “Sinforosa”, que significa amistosa. En la nueva casa, aunque el
patio era más grande, la tortuga jamás desapareció por largos periodos.
Han
transcurrido décadas y ese regreso de fábula sigue rondando en la memoria. Si
de esa manera regresaran nuestros mejores actos, con tanta puntualidad y
discreción el mundo sería un sitio mejor. Lo que una pequeña tortuga logró en
el México de la sexta década del siglo XX evoca lo obtenido por el arquetipo[1]
de la tortuga china cuando sus dibujos inspiraron
al “Libro de las Mutaciones”, que sigue siendo con su nombre original el “I
Ching”. También ahí simplifican al máximo: las posibilidades del universo
condensadas en seis líneas continuadas o separadas,[2] que surgieron del caparazón
con hexagramas de seis lados. De nuevo la simplificación de esfuerzos y su
minimización: la legendaria tortuga inspirando un libro de adivinación que
cruza los milenios se contentó con dejar crecer su caparazón y encontrar al Emperador chino (a Wen o a su
antecesor mítico Fu-Hi).
Con
las tortugas basta un encuentro oportuno para justificar su existencia, las
personas debemos esforzarnos más.
[1] Aquí resulta bien
aplicado el término platónico arquetipo, pues la leyenda no se refiere a una
tortuga concreta, sino a un modelo ideal que se relaciona con otro modelo de
gobernante (un Emperador fundacional)
[2] Por una armonía
entre los contrarios, la minimización de los hexagramas corresponde con la
noción maximizada de contener en los hexagramas todas las posibilidades de la existencia mediante 64 respuestas.
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