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martes, 23 de abril de 2019

UNA TORTUGA OPORTUNA





Por Carlos Valdés Martín


Para aclarar qué son los actos mínimos que justifican una existencia hay una anécdota de la infancia. Ante los ruegos por adquirir una mascota, mi madre optó por comprar una tortuga por lo práctico que resultaba su cuidado: pocas atenciones, ventaja de limpieza y mínima comida. Para un niño de 5 años no compensaba la ilusión de un perro, pero una tortuga diminuta con su quietud y constancia anfibias se ganó mi cariño.
El departamento era pequeño pero se situaba en la planta baja, para nosotros el cubo de luz del edificio brindaba un jardín privado de dos metros por lado, comunicado con la sala. Bajo el único arbusto del jardín quedó una bandeja grande con agua y una piedra para que se acomodara la tortuga, que era verde y pequeña como una oreja.
Durante el verano las lluvias arreciaban, la tortuga nadaba a la orilla mientras se inundaba su hogar de bandeja. En un par de ocasiones, empujada por el agua se salía de la bandeja, pero intentaba regresar a su fuente de comida y en el pequeño jardín resultaba fácil localizarla. Eso sucedió durante la temporada de lluvias.
Antes de que llegara el invierno no la vimos más. La buscamos a conciencia en los rincones de la casa, entre el escaso pasto y al transcurrir los meses los adultos la declararon oficialmente muerta.
En unos recortes de periódico viejo miré que el Ejército Rojo había invadido al Tíbet y que los monjes lamas quedaron exiliados. En noticias más recientes unos monjes budistas se habían incinerado voluntariamente por la invasión norteamericana a Vietnam. Como sea el budismo estaba de moda y las tortugas les parecían a los adultos que representaban al espíritu contemplativo de esa religión.
Transcurrió el invierno, llegó la primavera, avanzó el otoño y, finalmente a mi madre le ofrecieron un trabajo mejor. Con dos sueldos optaron por una casita en las afueras de la ciudad y unos meses después se pactó la mudanza.
A esas fechas ya habíamos olvidado la desaparición de la tortuga.
El preparativo tardó tres días para empacar, luego llegó el camión de la mudanza. Dos cargadores fueron subiendo los muebles y las camas, para seguir con las cajas que juntaban trastes y libros. Los empleados de la mudanza casi estaban terminando el acarreo de enseres cuando apareció la tortuga, caminando lentamente en mitad de la sala. Aunque la puerta del jardín permanecía abierta, la aparición resultó un milagro.
Si cada biografía economiza actos significativos (el artista crea una obra maestra, el científico descubre una Ley…) ¿Qué diríamos de una tortuga? Basta un paseo puntual, un acto tan mudo como oportuno para descartar la palabra “absurdo” de su existencia entera.
En los libros de historia que he encontrado el único otro acto ocurrente que se atribuye a una tortuga fue caer en la cabeza de Esquilo matándolo (caída libre desde las garras de un quebrantahuesos u otra ave rapaz), pero esa anécdota resulta cuestionable, pues el dramaturgo griego recibió amenazas por revelar los misterios de Eleusis. Lo que explica Zenón la tortuga y Aquiles no es un hecho, sino una metáfora filosófica, así que tampoco lo incluyo.
Tras esa reaparición la bautizamos con el nombre de “Sinforosa”, que significa amistosa. En la nueva casa, aunque el patio era más grande, la tortuga jamás desapareció por largos periodos.
Han transcurrido décadas y ese regreso de fábula sigue rondando en la memoria. Si de esa manera regresaran nuestros mejores actos, con tanta puntualidad y discreción el mundo sería un sitio mejor. Lo que una pequeña tortuga logró en el México de la sexta década del siglo XX evoca lo obtenido por el arquetipo[1] de la tortuga china cuando sus dibujos inspiraron al “Libro de las Mutaciones”, que sigue siendo con su nombre original el “I Ching”. También ahí simplifican al máximo: las posibilidades del universo condensadas en seis líneas continuadas o separadas,[2] que surgieron del caparazón con hexagramas de seis lados. De nuevo la simplificación de esfuerzos y su minimización: la legendaria tortuga inspirando un libro de adivinación que cruza los milenios se contentó con dejar crecer su caparazón y encontrar al Emperador chino (a Wen o a su antecesor mítico Fu-Hi).
Con las tortugas basta un encuentro oportuno para justificar su existencia, las personas debemos esforzarnos más.




[1] Aquí resulta bien aplicado el término platónico arquetipo, pues la leyenda no se refiere a una tortuga concreta, sino a un modelo ideal que se relaciona con otro modelo de gobernante (un Emperador fundacional)
[2] Por una armonía entre los contrarios, la minimización de los hexagramas corresponde con la noción maximizada de contener en los hexagramas todas las posibilidades de la existencia mediante 64 respuestas.

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