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viernes, 28 de agosto de 2020

LAS ÁGUILAS EN LA ADVERSIDAD

 



Por Carlos Valdés Martín


Siempre habían sido los animales más respetados y hasta temidos en las alturas, cuando —sin avisos ni premoniciones— el cielo quedó sembrado con masas de mosquitos, pequeños y disimulados entre los nubarrones. El cambio no fue repentino, por eso comenzó siendo un rumor, además las águilas no comentan asuntos irrelevantes.

Primero una orgullosa oriental se aventuró más allá del macizo montañoso anaranjado y regresó agonizante. Ni los viejos remedios caseros ni las dobles raciones de animalillos silvestres la salvaron. Nada pudo curarla. Como las águilas no son gregarias las noticias de las lejanas aglomeraciones de mosquitos que se confundían entre los hermosos vapores celestiales tardaron en ser comprendidas. A la distancia, las nubes parecían las de siempre, entre las que ellas retozaban orgullosas cuando las atravesaban en vuelos precisos y majestuosos para bajar hacia los valles por su alimento.

La mayoría de las águilas jamás topaba con alguna masa de mosquitos condensada y escondida entre las nubes, por lo que las desgracias de los vecinos eran sorprendentes. ¡Cómo un águila embarrada con insectos tragados y saturados en sus pulmones! Los fallecimientos eran aislados, aunque tan trágicos que el rumor, poco a poco, se convirtió en alarma.

El lector jamás habrá visto un águila después de atravesar una densa masa de insectos camuflados entre una nube estratosférica. En los casos agudos, el aspecto es lo más extraño y repulsivo, una multitud de mosquitos quedan embarrados, con sus cuerpecillos batidos en una pasta que se clava entre la cabeza y las alas. Los exploradores, confundidos por las apariencias, a veces creían que el cadáver de águila descubierto era un cormorán batido de chapote y fragmentos de insectos, pero era una triste ilusión.

El daño nunca es parejo, la zona de la cabeza es clave, pues cuando el torbellino de insectos penetra por la boca tapona los pulmones. En los casos fulminantes, la densidad de la masa resulta imposible de atravesar, los conductos respiratorios se bloquean con tal firmeza que el ave cae muerta en minutos. Por esas fulminaciones de estos animales tan orgullosos, fue que al comienzo se creyó que la tragedia era una mentira. Luego, cuando los sobrevivientes regresaban desde los cielos enfermos y contaban de viva voz lo sucedido, entonces, la situación fue evidente.

Aunque ahora reconocemos la causa de ese mal, durante meses se discutió como imposible que algo tan irrisorio como un pacífico insecto, trajera destrucción al reino de las orgullosas águilas. Desde que hay memoria el choque con insectos ha resultado irrelevante para las águilas, su lustroso plumaje las protege de adversidades más desafiantes. Se sabe que un águila es capaz de ganar una pelea contra un zorro o un felino; incluso los escorpiones y las tarántulas les sirven de alimento. Así, que fue traumático aceptar que la acumulación del insecto despreciable resultase un enemigo tan formidable.

El pánico o la precaución fue extendiéndose entre las cumbres y peñascos, la terrible realidad se propaló entre nidos y ramadas, hasta que el reino entero quedó alertado de las terribles muertes.

Los ancianos de los linajes de águilas tardaron a aceptar un nombre para este nuevo mal. Lo llamaron simplemente la Peste, pues esa era una palabra que hasta los humanos —sus únicos rivales en la tierra— también temían.

Después de reconocer que había Peste, la siguiente temporada de lluvias fue de hambre y tristeza entre las águilas. Bajo consigna de evitar las nubes que escondían a los mosquitos, se conformaron con alimentarse de pequeños roedores y alimañas de las cumbres, hasta que prácticamente las exterminaron. Al arreciar la temporada nubosa, los orgullosos machos se lamentaban de que sus alas se volvían artríticas o torpes. El no practicar sus grandes vuelos resultó tan lamentable que muchas aves murieron sin más explicación que la tristeza por un pasado que no volvería.

La penuria fue tan aborrecida que distinguidos linajes decidieron emigrar hacia el norte y otros hacia el sur, divididos sobre cuál clima era más propicio para evitar la acumulación de nubes. La discusión entre los partidarios de emigrar al norte o al sur fue estruendosa, al final cada grupo siguió su propio instinto, mientras otro tanto optaba por permanecer sobre los valles donde habían nacido. A la comarca jamás regresaron esos linajes voladores que se alejaron, aunque los que permanecieron les desearon de corazón que sobrevivieran a la travesía más allá de los océanos.

La época de secas fue esperanzadora porque redujo la cantidad de mosquitos, las nubes escaseaban y eran más blancas. Sin embargo, seguían las fatalidades. Y es sabido que la reproducción no es fácil, así que cada deceso fue llorado en las cumbres.

Cuando regresó la temporada soleada la situación mejoró y los ancianos de cada linaje difundieron recomendaciones estrictas para evitar las nubes. Lo difícil fue lidiar con el espíritu aventurero de los jóvenes, que se escapaban en vuelos nocturnos y desobedecían la orden de planear próximos a los árboles. Lo estremecedor fue explicarles a los polluelos que su destino ya no era lanzarse en un orgulloso vuelo hacia el horizonte desconocido, en adelante habría que advertir que las salidas del nido comenzaban por avizorar el clima y esquivar nubosidades oscuras.

El regreso de la época lluviosa fue desolador. Cuando las densas nubes de tormenta copan desde altas montañas y hasta los cerros más bajos, todos los nidos quedan sitiados por densas brumas. Las madres lamentan que sus polluelos pasan hambre, pero saben que ir de cacería es peligroso. Los espíritus más nerviosos escuchan zumbidos a lo lejos y aseguran que son los cúmulos de mosquitos que los acosan. La temporada resulta terrible. Cuando el hambre de los críos los presiona, los más audaces o desesperados se lanzan fuera anhelando no toparse con una desgracia. Como sea, la mayoría regresa victorioso, pero suceden desgracias que enlutan las cumbres.

La última temporada desató un furor afirmando que pronto se descubriría un antídoto contra la Peste o que un milagro extinguiría a la especie de los mosquitos por sí sola. Corrió el rumor de que alguien encontró la guarida de la sabia bicéfala y que ella descubriría ese remedio milagroso. Nada de ello ha ocurrido.

Dicen en la comarca que el carácter de las orgullosas águilas ha variado, siendo más taciturno y reservado. Después todo cambió.

En la temporada de secas esas aves remontan los más alto del cielo para recordar sus años tranquilos y sin rival en el aire. Las ancianas también ascienden soberanamente, en un día soleado buscan la mayor altura imaginable y terminan sus viajes con fatiga.

Después de mirar tan pequeño el espacio de los terrestres se preguntan muchas cosas. Al regresar de esas jornadas las águilas viejas juntan a quienes quieran escucharlas. En el atardecer disfrutan los rayos del sol y platican con sus congéneres, entonces las emplumadas son elocuentes. Ellas preguntan si su anterior orgullo debía doblegarse por creerse la especie reina de los cielos. El águila más experimentada con sensatez pide silencio y señala hacia el cénit, guiña como recibiendo la inspiración final. Abre el pico y concluye con la lección de que enfrentar a un rival diminuto y tan peligroso esconde alguna bendición futura.

 

 

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