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martes, 1 de septiembre de 2020

EL CÁRCAMO CONTADO POR CÉSAR

 



Por Carlos Valdés Martín

 

Aunque fue expulsado de la escuela primaria, su familia lo consintió asignándole al chofer de la empresa. En lugar de tomar clases, César visitaba el enorme espacio público del Bosque de Chapultepec, donde ahora se llama la “Segunda Sección”. Corría el año 1940 y que un padre asignara un chofer con automóvil era un lujo; además, comisionarlo a diario para que jugara al explorador en el enorme parque era una excentricidad. El hijo no acudía al colegio porque su carácter travieso provocó su expulsión, así esperaría hasta el final del ciclo escolar para reinscribirlo.

Esa parte del Bosque queda en una elevación, desde donde se ha proveído agua a la Ciudad de México. Antes de la Conquista los aztecas levantaron un acueducto, que fue conservado durante tres siglos del periodo novohispano. Después instalaron obras hidráulicas subterráneas, con grandes pozos y bombas mecánicas que se llamaron cárcamos, que poseen utilidad hidráulica, aunque en la superficie son adornos anticuados. El parque da recreo a la población desde hace más de un siglo, mientras la parte funcional quedó bajo suelo y rodeada por la zona de diversiones. A principios del siglo XX se adornó a los cárcamos con unas torres estéticas y lucieron alrededor unas fuentes públicas. En ocasiones se reparaba y mejoraba la ingeniería, pues bajo el suelo tendían tuberías y depósitos enormes que encausaban aguas del Río Lerma hacia la ciudad.

En el año de esta narración, esa zona del bosque entre semana permanecía casi sin visitas. A los alrededores se llegaba en automóvil y donde aparcaban seguían las extensiones boscosas, que empezaban junto a los cárcamos y sus fuentes.

El niño César se entretenía armando aviones de papel, empujando pequeños carros enllantados con baleros, lanzando pelotas, girando trompos y pirinolas, escavando agujeros... Recordemos que eran días de escuela y él quedó sin amigos con quienes explorar entre los árboles. El chofer Nemesio jugaba con él y hacía de compañero a ratos, pero se aburría del niño cuando transcurrían las horas, así que inventaba pretextos para alejarse.

En el día que todo ocurrió, el chofer llevó a César hacia la zona de los cárcamos, en lo que se volvió una visita habitual, pues la habían visitado ya durante varias semanas anteriores. Esa vez el niño llevó un barco de madera que puso a flotar en una fuente pública y después jugó al trompo con el chofer. Pasando el mediodía sacó unos soldaditos de plomo y les cavó unas trincheras de su tamaño. Cuando arreció el sol, Nemesio descubrió que habían olvidado llevar líquidos. También César tenía sed, aunque no quería dejar de jugar. Acordaron que el chofer iría hacia unos locales de comida en la proximidad, lo cual exigía manejar el automóvil, por unos minutos, comprar y regresar. El niño era travieso, pero Nemesio confiaba en que cumplía su palabra de comportarse bien cuando lo dejaba solo. En esos años, la ciudad era tan segura que dejar a un niño en solitario durante un rato en un parque era lo usual.

César sintió de súbito una viva curiosidad por una torre de cárcamo, pues esa construcción le pareció un cuartel más digno para sus soldados de plomo. Juntó sus juguetes en los bolsillos y salió corriendo en dirección de esa construcción. Esa construcción semeja un faro a modo de torre delgada, con un adorno en cúspide con repujados metálicos; protegido con paredes rocosas y pardas por los cuatro costados. Al pie del sitio, calculó la altura como de dos pisos, que no era mayor a la residencia familiar. Observó unas ventanas superiores y escaleras de ascenso atrás de una puerta negra. Sin embargo, la puerta negra no cedió ante un empujón de manos y permaneció cerrada. El niño rodeó la torre del cárcamo por si encontraba otra entrada. A espaldas de la edificación descubrió una zanja abierta por remodelaciones recientes. La abertura quedaba vallada por unos maderos improvisados para evitar el paso. Alrededor no se veían ni escuchaban más personas. Un niño ágil cabía bajo los maderos. César siguió su curiosidad, pasó bajo el tronco y curioseó hacia la orilla de esa zanja, donde había pastos crecidos que la rodeaban. Él se paró en la orilla y decidió que era imprudente avanzar más. Ya se había convencido de alejarse, pero avizoró una rana verde y lustrosa en el otro lado de la zanja. Pensó que alcanzaría a la rana si estiraba la mano y se colocaba un poco más hacia la orilla, sobre el pasto.

Se aproximó lo más que pudo hacia el pasto de la orilla y su pie resbaló en un vacío. El movimiento de caída fue instantáneo. Entró de cabeza por un estrecho túnel en ángulo de 45 grados, dando con los brazos entre el lodo. Su cuerpo trompicó y avanzó sin resistencia hacia un montón de tierra que lo recibió amortiguando el golpe.

—¡Nemesio!— gritó y luego siguió con una llamada de ayuda.

Por unos segundos el contraste de oscuridad súbita no le permitió ver nada. No se quiso mover y siguió gritando:

—¡Auxilio!

Empezó a llorar y de inmediato intentó controlarse. El hueco por donde cayó  indicaba una luz, aunque no alcanzaba a mirar el punto de entrada. Estiró las manos y sintió la pared húmeda, bordeando un hueco hacia arriba, justo casi sobre su cabeza. Trató de subir por el hueco por donde cayó pero era imposible escalar por ahí, no había manera de detenerse ni de trepar.

Sintió que la tierra blanda bajo sus pies era un montículo y debía desplazarse con sumo cuidado para no tropezar. Frustrado miró hacia el lado contrario, algunas pequeñas grietas en el techo filtraban una tenue luz. La oscuridad daba la sensación de una caverna amplia, acariciada por hilos luminosos.

Volvió a gritar pidiendo ayuda sin respuesta de afuera. Pasaron los minutos y le vino la terrible idea de que había caído en un hueco de donde nadie lo encontraría jamás. Volvió a gritar, cada vez más bajo, como perdiendo la esperanza. Pensó que quizá había otra salida, pero el sitio era demasiado oscuro y tétrico como para aventurarse. Imaginó lo útil que sería contar con una linterna, una vela o cerillos. Guardó silencio intentando escuchar y percibió un rumor maquinal, que correspondía a una bomba hidráulica, sin precisar en qué sitio estaba. Intentó pensar qué haría un adulto, pero no se le ocurría nada sensato. Intentó ver en la oscuridad, por si descubría otra salida. Volvió a gritar pidiendo auxilio y lo que escuchó le sorprendió. Era una voz ajada que decía:

—Hacia el otro lado, pisando con cuidado.

La voz era de mujer, algo gruesa. Desde el lado donde venía ese sonido, Cesar percibía la tenue luminosidad y respondió:

—Ayúdeme a salir, no veo desde aquí.

—Con calma, acostúmbrate a lo oscuro y luego avanza con cuidado.

—Es que no hay nada acá abajo.

—Poco a poco verás mejor.

El niño dialogó un rato con la voz antes de animarse a dar pasos tambaleantes, arrastrando sus pies y tocando una pared con la mano. Sintió un muro de piedra y lo fue siguiendo con lentitud pues temía tropezar y caerse. Adelante las filtraciones de luz desde el techo dieron más confianza, pero no se despegó de la pared húmeda. Para César transcurría mucho tiempo, aunque era una impresión por el temor y la oscuridad. Cada vez que él se detenía, la voz de la vieja lo seguía llamando y dando indicaciones para animarse.

Después de avanzar un trecho divisó el contorno de una indígena vestida con un ropón humilde, con una falda ancha y parda, el pelo entrecano y calzando huaraches.

—¿Hay una salida?

—A la izquierda el inframundo, a la derecha regresas al sol.

Ella permanecía parada a la izquierda.

—No la entiendo, señora, ¿falta mucho para salir?

—Si nada más quieres salir falta poco, aunque a tu izquierda brilla la máscara fúnebre de Moctezuma que te está llamando.

Adelante el muro presentaba una bifurcación y el niño César miró primero hacia la izquierda donde brilló un bulto dorado y luego otro se encendió hasta sumar una asamblea de reflejos que laceró su mirada. De momento no distinguió si eran reflejos o lámparas incandescentes, de lo cual desconfió. Con resolución viró hacia la derecha, desde donde una luminosidad suave hacía suponer la próxima salida. Tocando la pared y avanzando despacio alcanzó una salida, una oquedad de tierra rodeada de ramas y pastos crecidos. Desde afuera no se alcanzaba a distinguir. La intensidad del sol le hizo soltar lágrimas, no de susto ni de sorpresa sino por algo más mecánico. Con el dorso de la mano cubrió el sol de mediodía y miró hacia la torre del cárcamo. Estimó que la distancia era de unos sesenta metros, por un ejercicio mental que le enseñó Nemesio. Se descubrió enlodado en las rodillas, manos y asentaderas. Buscó sus soldados de plomo guardados en sus bolsillos, con tristeza descubrió que sobrevivía uno y se extraviaron cinco.

Pensó que Nemesio lo iba a regañar, si lo encontraba así de sucio.

Alrededor el Bosque de Chapultepec seguía sin visitantes. César corrió para meterse de cabeza a la fuente pública donde había navegado su barquito. Dentro de la fuente se quitó la camisa, pantalones y zapatos. Con apresurados tallones le quitó el exceso de lodos a su ropa hasta que le pareció medianamente limpia. Se volvió a vestir para esperar a Nemesio.

—¡Tenía tanta sed que me di un chapuzón!

—Disculpe la tardanza joven César, de una vez encargué tortas calientes para el hambre, aquí le traje una con pierna de cerdo, como le gusta.

El niño agradeció la torta y el chofer reconvino que estaba demasiado mojado, que lo mejor sería exprimir la ropa con las manos para apurar el secado.

—Mejor la exprimo un poco, no vaya a que se enferme, anda algo pálido. Además su papá se enojará si mojamos su automóvil.

El chofer exprimió torciendo la indumentaria y colocó las telas sobre unas ramas. El sol del mediodía hizo su tarea secando primero la camisa. El niño se metió a la parte trasera de vehículo para comer y descansar.

—Voy a dormir una siesta, de pronto me cansé. De favor me avisas cuando quede seco el resto. En cuanto quede mejor nos regresamos. ¿Sabes?… Estoy triste se perdieron unos soldados, hoy ya no quiero seguir jugando.

                

 

 

  

1 comentario:

Miguel Angel Rivera Espinosa dijo...

Sabes, ahí fui varios domingo de día de campo, Carlos. Me gustó el relato. Felicitaciones mi MQEH Carlos, atte. Miguel A. Rivera