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viernes, 23 de octubre de 2020

DE LA REFORMA ELÉCTRICA AL BAILE DEL BILLETE

 



Por Carlos Valdés Martín

Golpeó con los nudillos un extenso portón metálico. Su sentimiento era de timidez y resolución, alrededor la zona parecía deshabitada. El portón era negro y sin indicaciones, aunque sobre la larga barda se divisaban torres eléctricas con sus cables a tierra. Tocó con más fuerza pues el solar era enorme y parecía desolado. Esperó, surgió el rumor de pasos y tras la rendija del portón unos ojos le interrogaron, entonces Hugo respondió:

—Busco un superintendente, se llama Romualdo y es mi padre.

El por qué importaba encontrarlo nos remonta a la infancia de Hugo, cuando su padre, Romualdo, desapareció pretextando algo inusual: que cultivaría “la flor de la muerte”. Era una promesa literal, no la amapola ni el opio, sino una flor rara en un invernadero de la Sierra de Zongolica. La madre sabía que su marido era un gigoló de barrio y ese abandono lo sobrellevó como si fuera un alivio. Aunque, cuando el niño Hugo preguntaba con insistencia si su progenitor regresaría, ella mostraba una carta a mano, con letra temblorosa, donde se explicaba lo remoto y peligroso de cultivar la mentada “flor de la muerte”.

Después la madre entró a servir en una residencia, según esto de un jerarca de la electricidad. Ella presumió después que “no soy una simple muchacha ni mucho menos una criada, soy toda una ama de llaves.”

Una vez, la madre hizo una cita en un restaurante popular con el señor progenitor. ¡Por fin se había dado tiempo para visitar la ciudad! En el restaurante había un apartado de juegos infantiles, así que disfrutó mucho ese día, sin enterarse de qué platicaron. Quedó contento porque su papá le regaló un escudo bordado de su equipo favorito; le pareció increíble que supiera de su afición por el equipo de fútbol: las “Chivas rayada del Guadalajara”. Desde entonces estuvo convencido que había comunicaciones secretas y contantes entre sus padres, por más que su madre repitiera en tono amargo, que no recibía sus noticias.

El de la rejilla tras la puerta, con un tono amable, le respondió que:

—A varios solamente se les conoce por apodo y hay rotación de personal; nada más enséñame la carta del jerarca.

Mostró una carta de recomendación con un lindo membrete adornado por el logotipo de la empresa eléctrica del Estado y abajo una firma ilegible.

Tras la puerta había un extenso terreno plano, con pocas subestaciones eléctricas y altas torres metálicas que conectaban los cables energizados. El suelo era agreste entre tierra removida y pastos silvestres, con las rutas marcadas por piedras sueltas. Al dar el primer paso Hugo contuvo un estremecimiento y recordó “electro-fobia”, cuando una vez que metió un pasador metálico en un contacto de energía. Esa vez un chispazo quemó la superficie del dedo infantil, pero él ocultó su travesura.

Al entrar, un ambiente tranquilo y el aroma a un anafre con quesadillas lo animó. El empleado lo escoltó unos metros y a la distancia le señaló un cuarto de láminas, donde está el delegado sindical, el cual conoce a todos los de ahí. Entonces Hugo caminó solitario entre pastos medio crecidos, secos, dando vuelta a las torres de metal que llevan los cables eléctricos. Algunas casetas zumbaban por los procesos industriales; adentro de las casetas con una pequeña advertencia de peligro. Imaginó una nueva especie de larvas dóciles que alimentan a las ciudades. La vereda hasta la caseta del sindicato estaba obstruida por tres promontorios con cruces. Se disponía a pasar por encima, cuando tras la ventana una voz gritó:

—¡A los muertos no se les pisa! ¡Rodéalos!

Con ánimo turbado, Hugo siguió la orden de caminar rodeando el promontorio hasta llegar a la caseta. La persona que salió no era añosa, aunque le infundió algo de espanto. Sonreía mucho, pero le faltaban dientes frontales, por lo que (por momentos) parecía viejo. Delgado y con nariz prominente, de estatura superior a la media. En una mano le faltaban dos dedos y en la otra había dos cortados hacia la mitad.

Ante el pasmo del visitante, el del sindicato, de nombre Crisanto, aclaró que trabajar en las torres energizadas de alta tensión es de riesgo extremo. “Después de un accidente, te mandan a casa o te acomodas en algo sencillo; prefiero el sindicato.” Luego le explicó que sí tenía la referencia de su padre, que en ese periodo estaba comisionado en una región de lejana selva, donde permanecía varios meses seguidos. Conforme Hugo hizo algunas preguntas, Crisanto se animó, pues era evidente que no estaba apurado con nada. Sacó un mezcal disimulado como garrafón utilitario, lo sirvió en un vaso de polietileno como si fuera agua. Silbó a la distancia y acudió una niña, la hija de la dueña del comal de quesadillas al otro lado de la explanada; le encargó de comer. Crisanto le explicó de la Presa Necaxa y lo antigua que es la construcción; narró sobre unos túneles que conducen hasta las enormes turbinas que procesan la caída interior del caudal. A Hugo le interesaba relacionar eso con su padre, y el sindicalista le señaló que “está buscando ser superintendente, todavía no se gana el puesto, es difícil lograrlo”. Al rato unos perros flacos y variopintos se acercaron para obtener las sobras de la comida, que Crisanto les compartió. Luego comenzó a gritarles una grosería, aunque la dijo alegre. Después de varios vasos de mezcal a Hugo el piso se le meneaba bajo los pies, mientras Crisanto no parecía borracho. Al caer el sol, siguieron las confidencias y cuando el sindicalista sacó conclusiones le ofreció algo tentador:

—Con esa firma puedo conseguirte el mejor trabajo en esta empresa y lo haré, porque con esa firma del funcionario (levantó la hoja firmada y la señaló con un dedo inexistente) y mis privilegios sindicales te lo voy a dar. Pero no será gratis, vas a tener que aportar en efectivo.

Al anochecer Hugo dejó su número apuntado sin creer que el sindicalista le llamaría. 

Era el año 1988 y la Ciudad de México estaba un tanto agitada. Sí hubo llamada y la cita fue en una cafetería de chinos en el Centro:

—Anda pide lo que quieras, ya cuando trabajes me pagas, cuando menos con “el baile del billete.”

Crisanto le dio explicaciones y la tarea era únicamente conseguir una firma del funcionario, una carta para ser candidato al empleo. Para Hugo esa tarea resultaba sencilla, pues la haría su madre, quien consiguió la carta anterior.

La petición a la madre resultó más polémica de lo que esperaría, ella le reclamó:

—La gente que se mete a esas empresas, nunca vuelve.

—Por favor, madre, eso lo dices por papá; pero tú misma dices que somos tan diferentes. Y el del sindicato me prometió un trabajo sencillo en la ciudad.

—¿Me juras que renuncias si te mandan fuera de la ciudad?

El joven explicó que renunciaría si lo ponían cerca de los cables energizados de alta tensión, a los cuales les temía. Al final de la plática ganó el “Sí”.

Cuando Hugo llevó la carta de recomendación, el del sindicato la miró con incredulidad y después le pidió efectivo para el trámite. La siguiente reunión Crisanto le pidió un poco más de dinero y la tercera todavía más. Para las condiciones de Hugo el tercer pedido era demasiado y no entregó la cantidad completa. Luego pasaron dos meses y el del sindicato estaba ausente por una “comisión para un Congreso Sindical.”  Cuando las llamadas de Hugo llegaron al límite de la desesperación, cambió el rumbo de los acontecimientos y Crisanto sí se reportó.

Lo primero que le dijo fue que “Dulces son los frutos de la adversidad”. No explicó la frase, y más tarde la relacionó con la contraseña de Fantomas, que repetía como “Los frutos maduran por el gusto de ser comidos.” Le anunció que ya tenía el empleo, que era fácil y con oportunidad de ganar mucho dinero extra. Crisanto, para justificar otra petición de dinero, explicó que estaba medicándose con litio, una novedosa fórmula y que resulta costosa.

En la superficie ese empleo era baladí: revisar medidores, anotar en una forma y reportarlos a una oficina. Resulta increíble que un principio tan simple estuviera rodeado de una compleja trama de intereses, con punto ciegos y oportunidades que surgen en el caos. La oficina de administración eléctrica era lo menos práctico y moderno que pudiera imaginarse; con registros escritos a mano, libros de reportes con hojas intercambiables, paquetes de informes que se archivaban en cajas de cartón para arrumbarlas en un ático inaccesible; nunca había informes actualizados, los números de registro eran incongruentes… Revisar que la cobranza fuese correcta era una completa ficción, entre la cual los astutos navegaban para su propio provecho. Hugo no tenía experiencia previa ni malicia, de esa manera se tardó en comprender cuál era su función, que consistía en ignorar a los consumidores normales para lucrar con terminales selectas.

 

**

En cuanto abrió la puerta, la rubia comenzó a gemir con suavidad y a suplicar su ayuda para corregir una falla eléctrica. Era un departamento en la mitad de un edificio popular, con dieciséis departamentos indistinguibles. La regla es que en esos sitios había “diablitos” para hurtar la energía eléctrica de la empresa gubernamental, incluso había dispositivos que marcaban a la inversa el consumo, con lo cual al consumidor se le adeudaba porque mágicamente generaba energía.

Él traía en sus bolsillos el memorándum de corte de energía por hurto y deudas acumuladas, pero en el caos de la desorganización a sus jefes no les urgía que cortara. Incluso él (un mínimo peón de la escala laboral) estaba facultado para “denegar” los cortes de energía indefinidamente y evitar para siempre el apagón eléctrico: eso marcaba su ventaja.

Ella buscaba agradar y le ofreció:

—Por favor prueba mi flan, que me quedó delicioso.

Acaramelado y con una excelente presentación, el flan se agitó al contacto de la cuchara. Sí, lo probó complacido, estaba delicioso.

—El flan se tiene que acompañar ¿refresco… o tomas cerveza? Un vecino me dejó unas cervezas artesanales, y aunque no lo creas sí se llevan bien con el dulce. Anda pruébala.

Se llamaba Susana y confiaba en demostrarse encantadora, mientras él despertaba sentimientos amodorrados, y entonces comenzaba a mirarla de otra manera. En ella notaba mejillas teñida con tonos naranjas que expandían la sonrisa; las medias traslúcidas que asomaban las pantorrillas en el fleco de una falda larga; un adorno de lentejuelas que reflejaba los brillos de una decoración “whitexican” con lámparas de tonos ámbar; más de un perfume se diluía en el ambiente. Con timidez él comenzó a mirarla a los ojos, que brillaban, redondos y grandes, controlando el rostro y armonizando con los labios.

—Me canceló el acompañante a una boda en Acapulco y, no sé si será mucho pedir, que apenas nos conocemos. Pero me estás cayendo bien. ¿Tienes vacante este fin de semana?

Unos días después ella le recordó que a él le brotó una sonrisa enorme cuando dijo que sí la acompañaría.

Cuando Hugo cerró la puerta fue incapaz de olvidar a la rubia y, para su perdición, en su memoria empezó a magnificarla. Ella dejó de ser una mujer ordinaria, abandonó su condición de cliente (hipotética fuente de recursos), rompió con la barrera de extraña para desbordar en una seducción evidente. Comenzó una irrupción que rompería la virginidad de Hugo en un sentido distinto al físico. Que ella estuviera evidenciando tanto interés en él presuponía un arreglo gratuito de su “robo hormiga” de energía eléctrica, por lo que Hugo ofrecía la complicidad y la impunidad. Pensó “Ser cómplices y más allá”. Una complicidad separada de las miradas del mundo, un secreto compartido. La imaginó como desnuda, sin embargo, una niebla cubría ese cuerpo femenino; la suponía sin ropa, pero una neblina consistente rodeaba ese cuerpo, para no mostrarla como una fotografía pornográfica. Le resultaba imposible describir mentalmente qué imaginaba sobre sus pechos y delta púbico. Le resultaba más fácil pensarla con ropa sexy brillante y entallada, lo cual le parecía curioso. Se prometió volverla a ver, aceptar la invitación a Acapulco o alguna cita romántica donde comenzara por tocar su mano o su cintura.

Esa bruma que cubría un cuerpo en su ensoñación no le preocupaba, sino la impresión que la iluminación era eléctrica, en el sentido de peligrosa, de intensa y dispuesta a convertirse en un escorpión de descargas. Recordaba el relato de los “linieros” de “alta tensión” que morían por una descarga. ¿Qué sucedería si esa “alta tensión” surgiera por otro cable que no es el confinado? La lengua de fuego la miró una vez, cuando veía a una cuadrilla subida en los postes, por mera casualidad lo integraron como respaldo a ese grupo y sucedió una tragedia, cuando una descarga saltó con chisporroteo por un transformador y alcanzó el cableado. Escuchó un crujido de trepidación aérea y un lamento súbito. El trabajador sobre el cable se soltó de la canastilla, en una flexión inconsciente y cayó al piso desde unos metros de altura, amortiguado el trayecto por la rama de un árbol y azotó sobre el techo de un automóvil. El aire desprendió un olor extraño, mezcla de cables achicharrados y carne quemada.

Desde esa ocasión reforzó la aversión al riesgo de las altas tensiones y, en a veces, imaginaba que un simple cable conducía un flujo amenazante.

**

Cuando Susana le habló al día siguiente para confirmar la invitación a Acapulco, cambió la perspectiva del plan, pues ella fue clara que iba a invitarlo a hospedarse en el mismo sitio donde ella, que él alquilaría un cuarto de hotel para él mismo. La explicación y las disculpas alteraron la perspectiva de Hugo sobre un ligue demasiado sencillo, como si ella colocara barreras.

Eso le provocó insomnio, pues comenzó a conjeturar que el camino del ligue estaba bloqueado o era una ilusión, que lo de ella había sido coqueta por puro interés. Tuvo la impresión que Crisanto lo orientaría en esta duda ácida, pues lo consideraba un seductor con experiencia, por algunas anécdotas que le había narrado.

El veredicto telefónico de Crisanto fue:

—Te estará tanteando pero sí le interesas; tienes que darle tiempo para que solita se enganche. Cuando te muestras demasiado ansioso, lo único que sucede es que la espantas.  

En definitiva, tendría que aceptar el viaje a Acapulco en las condiciones que le impusiera la rubia y procurando tranquilizarse, fingir frialdad y no mostrarse demasiado interesado. Después el consejo parecía diabólico:

—Por si estás ardiente, sin con quién desquitarte, para eso hay una zona roja en Acapulco. Pregunta y cualquiera te lleva.

**

Cuando vio a Susana en Acapulco lo primero que ella cuestionó fue por qué no llevaba automóvil. A él le dio pena confesar que no confiaba en manejar el auto que recién se había comprado y pretextó que se descompuso. Cuando explicó que había comprado un boleto de regreso, ella le objetó:

—Me hubieras dicho y te regreso para que no viajes tan solitario.

Que ella tuviera auto y él no implicaba un desequilibrio; para él sugería una condición de inferioridad y una especie de desacreditación para sus pretensiones, aunque el dormir en un hotelito barato y en solitario, ya lo había colocado en casilla inicial del Juego de la Oca con mínimas expectativas.

—¿Tampoco traes traje formal para la boda?

Los argumentos de él sobre el calor del trópico no la convencieron.

—Te llevaré a un sitio donde rentan ropa. En lugar de ir a la playa, vamos de compras.

Él objetó su hambre de comer (de otro apetito no hablaba) y que sabía del “pescado a la talla”. Ella lo convenció de primero ir por el traje y después acudir a un restaurante junto a La Costera, con vista a la bahía. Sí, frente a esa bahía de Acapulco de atardeceres refrescantes y un horizonte multicolor, que fue el último paisaje que adoró Diego Rivera, cuando ya viejo descansaba en una silla plegable sobre la arena.

Colocado la mitad del traje y arriba una camiseta para no mancharle, en horario de cena temprana, Hugo disfrutaba un pescado a la talla y un coco relleno de ginebra. Sobre una silla plegable, material de lona y través de madera, recibía la brisa del atardecer costeño, mientras Susana platicaba de su afición a los toros, explicando una vez que recibió una montera de un torero, de unos carteles firmados por Armillita y Silverio. La plática se intensificó sobre Jorge el Glison (del apellido Gleason), donde ella aclaró que muchos lo consideraban más un payaso que un torero por intentar suertes espectaculares y terminar cornado, por meterse a lances como el salto al trascuerno, banderillas cortas citando desde una silla y el descabello con la puntilla. La pasión de Susana por la tauromaquia se mantuvo creciente conforme se iba reduciendo la bebida con jugo de coco, mientras Hugo disimulaba su ignorancia sobre pases naturales, verónicas, chicuelinas, molinetes y manoletinas.

La ginebra mezclada con coco generó un efecto tan relajante y euforizante que al Hugo se le soltó la lengua, como si fuera a comparecer ante una asamblea de diputados, su mente revoloteaba para retomar frases de ella y mezclarlas con giros picarescos. El lenguaje corporal de él indicaba un efecto de mesmerismo, con aproximaciones sucesivas: se inclinó en la silla, avanzó un poco más, alargó el cuello, luego el hombro, empujó el brazo, adelantó el brazo, extendió la mano… tocó su mano. Tras el contacto en la mano, ella se incorporó empujada por un resorte anímico. Sonrió y señaló. “Es momento de dirigirnos a la boda.”

El Hugo se dio cuenta que había avanzado con precipitación y decidió contenerse. Apartó la bebida señalando que estaba demasiado lleno.

Aunque con renovado ánimo, siguió con un monólogo sobre las “líneas de alta tensión eléctrica” que relacionó con una anécdota donde su madre se escapó de un castigo trepándose a un árbol. Explicó que los abuelos la azotaban en ocasiones, así que prefirió escapar al castigo, trepando a un árbol alto de hule y su abuela la perdió de vista. Permaneció a unos metros de su casa y ella se alegraba de que (a la distancia) el tono de voz de los familiares fuera cada vez más preocupado y menos amenazante. Muchas horas después, el hambre y el frío la invitaban a desistir. Llegó la noche sin Luna, así que la bajada fue difícil, recibiendo raspones de la corteza. Cuando regresó a casa sangraba de una mano y asomaba un gran arañazo en la frente, así que la abuela la recibió con llanto y arrepentimiento.

—¿Entonces la perdonaron?

—Su infancia fue de sinsabores y sí la perdonaron, pero no tardó en cambiar para mal, pues falleció el abuelo.

Se interrumpió la conversación para que Susana se arreglara para la boda. Ella se hospedaba en una casa prestada junto a dos parientes. Dejó a Hugo sentido en la sala y con la recomendación que terminara de vestirse en un baño. Ella subió unas escaleras y se encerró. Salió un perro de la cocina y movió la cola amistosamente. Él decidió cambiarse con velocidad. La camisa tenía botones que simulaban mancuernillas y el moñito para el cuello no le acomodaba, le resultaba apretado. La camisa larga y el traje formal le provocaron calor. En la espera el efecto anímico previo se disipó para convertirse en impaciencia y un tufo de frustración. Transcurrió media hora y el sintió que pasó mucho más hasta que ella bajó. Un vestido verde esmeralda con hombros descubiertos y una falda volada de varias capas de tul, con adorno de un enorme moño; además de un nuevo arreglo en el pelo con una rosa artificial.

Ella preguntó sobre su apariencia y Hugo señaló que era extraordinaria. Sonó un claxon afuera de esa casa; era un taxi que los llevaría.

Por fuera el salón parecía austero y sin adornos, ni siquiera cuelgan letreros. Una simple puerta negra de metal custodiada por dos morenos malencarados que exigían las invitaciones. La rubia cargaba un bolso diminuto, donde casi todo el espacio lo ocupaba una invitación de cartón blanco, rotulada con el nombre de los padrinos: Romualdo y Gumercinda. Ese nombre poco frecuente a Hugo le erizó el pelo de la nuca, aunque nadie alrededor lo notó.

—¿Puedo ver la invitación?

Lo dijo adelantándose al de la puerta. La miró con brevedad para confirmar el nombre y descubrir si aparecía ahí el apellido, pero únicamente eran los nombres de pila. La entregó al guardia de la entrada y pensó en un pretexto.

—Una pariente se llama Gumercinda.

Susana comenzó a preguntar para enterarse más sobre la familia, por si era la abuela desalmada que maltrataba a la madre de Hugo. Él contestó con una evasiva y sintió oportuno lanzar piropos para continuar la aproximación, elogiando la cintura entallada de la rubia.

—Tu talle de sirena invita a abrazarte por la cintura.

—Es temprano para un chapuzón con sirenas y tritones.

El Hugo lo interpretó como una negativa, aunque ella no se alejó y lo que hizo fue tomarlo del brazo con dulzura. Así, entraron con los brazos entrelazados, aunque con rapidez ella comenzó a saludar a familiares y amigos con abrazos, presentándolo como un “excelente amigo”. Una desconocida le respondió:

—Está muy joven para salir contigo; —comprendió que era impertinente su opinión, así que, para atenuar, siguió— aunque ni me importa, que soy valemadrista.

Ella negó con la cabeza y avanzó para saludar a más personas, hasta conducirlo a una mesa redonda para diez comensales, cubierta con manteles blancos y adornada con un centro de mesa floral.

En un extremo separado destacó una mesa exclusiva para los novios de la boda y en el punto opuesto del salón, un templete para una banda de cuatro músicos. Los músicos comenzaron un música suave y cadenciosa, al estilo de las grandes bandas de swing, con selecciones fuera de moda.

—La música es rara—dijo él, mientras se acomodaba sus bolsillos llenos de billetes.

—Es que los papás vivieron al otro lado la frontera.

El Hugo decidió beber fuerte para darse mucho valor y lo más pronto posible, utilizando la táctica de adelantar la propina al mesero. Deslizó un billete en la mano del mesero y le susurró que requería un excelente servicio. El servidor comprendió lo que el joven requería.

En su mesa cabían diez personas, así que comenzaron a llegar desconocidos. Al lado izquierdo de Hugo se sentó un funcionario público, con apariencia graciosa de pingüino: cachetes redondos y corbata de moñito. El vecino locuaz y sonriente impuso el tema de plática al quejarse amargamente del gremio de taxistas, situación que únicamente interesaba a los vecinos y aburría a los foráneos. La plática avanzó con tema irrelevantes hasta que a Hugo se le había subido el alcohol lo bastante para poner en la plática un tema inapropiado:

—La zona roja de Acapulco es famosa…

Susana respondió con una tímida objeción para desacreditar a la tal “zona”, pero el señor con apariencia de pingüino se emocionó y comenzó a platicar en voz baja, enfocándose para que solamente los varones comprendieran. Estiraba la cabeza y dirigía guiños hacia el interlocutor. A Hugo le pareció que el invitado empezaba a petardear, por más que su tono fuera tan discreto. Para interrumpir la plática indiscreta, Susana le indicó que era momento de bailar.

Desde los primeros meneos, siguiendo los acordes musicales, se incrementó un embotamiento eufórico. Así, Hugo estaba más alegre y torpe de lo esperado. Pisó a Susana y ella lo regañó, aunque sonreía. En su fuero interno él imaginaba que su ánimo mejoraría con más licor. Cuando ella lo regresó a sentar, el señor pingüino de moñito hizo un esfuerzo por calmarlo, sin embargo, el mesero se apresuraba a servirle otro vaso.

—Vamos a echarnos una copa como el patriota don Miguel Hidalgo, rimando “¡Que tizne a su madre el que deje algo!”

El interlocutor intentaba contenerlo, mientras Hugo ingería sin detenerse. Y cuando se levantó para ir al baño, sentía que el piso se estaba moviendo. Otro mesero lo abrazó para regresarlo a su mesa y que no se tropezara. Los demás participantes de la mesa le prohibieron que siguiera sirviéndole embriagantes. Susana lo reconvino:

—Me tienes que prometer no tomar ni una copa más, que nos estás avergonzando a todos. Voy a pedir comida sólida para contrarrestarte lo etílico.

Aceptó a regañadientes y se resignó a calmarse. Cruzó los brazos y cerró los ojos, mientras el cansancio lo invadía. No supo en qué instante se quedó dormido. Cuando abrió lo ojos el grupo musical tocaba con más fuerza y había muchas personas bailando, dando palmadas y vitoreando. Eso puso contento a Hugo, que de inmediato intentó pararse a bailar, pero sintió mareos. Susana se acercó a controlarlo y él replicó:

—Si bailo un poquito, se me cura lo borracho. Anda acompáñame a dar brinquitos, aunque te den ñáñaras.  

Al incorporarse Hugo mostró que estaba algo recuperado. Brincó alternativamente en un pie y otro para mostrar que ya no se sentía tan mareado.

La cantante del grupo anunció que comenzaba “el baile del billete”. Susana se animó y le mostró uno de cien pesos. Luego le explicó que él debería insertarlo en la media de la novia, que para eso los varones harían una “fila musical”.

El novio colocó una silla frente a la novia y ella levantó una pierna para mostrar su media blanca con liguero, donde los invitados podrían donar un billete mientras se bailaba. Era una parodia picaresca, que mostraba algo de encanto y fijaba un límite (la frontera de la novia que se señara de las amistades y la familia de origen). Esa picardía animó más a Hugo y se le emparejó el señor tipo pingüino para colocar su ofrenda. El grupo musical siguió coreando “el baile del billete”, montando la letra sobre una melodía popular.  

Con esa música Hugo sintió mareo y agitación, sin desanimarse para participar. Tomó un puesto en la fila y siguió el ritmo de los demás. Al acercase la cara del novio (escoltando a la novia, que mostraba la pierna) le pareció conocida; el novio le pareció viejo y sus rasgos copiaban a los de su padre, como si tuviera un gemelo.

Al llegar junto a la novia, Hugo no supo ya qué hacer y ante su pasmo una “dama de compañía” le tomó de la mano para mostrarle cómo poner el billete, detenido con el liguero de la novia.

Desconcertado por la semejanza del novio, regresó sobre sus pasos y acercándose al oído le dijo:

—Mira que soy hijo de Romualdo.

El novio no entendió, hizo un gesto de desagrado ante el aliento de borracho, y respondió:

—Gracias por el regalo.

Le estrechó la mano y le dio un leve empujón por la espalda para alejarlo.

Mientras regresaba Hugo pensó que ese no era su padre, por la edad, sino que sería un hermano ilegítimo, se dijo “Mi padre tiene otra familia en Acapulco; de ahí las coincidencias de nombres, el parecido del novio… Descubro el engaño.” Esos pensamientos le parecieron demasiado alarmantes, así que prefirió investigar antes de sacar conclusiones.

A Susana y al señor pingüino les preguntó sobre el padrino Romualdo de la tarjeta de invitación.  Al parecer no había acudido. ¿Cuál era el parentesco del novio? El señor pingüino conjeturaba que era un ahijado, que fue adoptado porque el padrino no tenía hijos propios… Hugo malició que si el padrino se había ocultado al verle para no encarar a su propio hijo. Entonces viajar a Zongolica era un pretexto, una coartada, el sitio auténtico era Acapulco. Y eso de “cultivar la flor” era la mascarada para levantar otra familia. Esa idea le pareció irresistible y la única explicación.

Cambió el grupo musical y la nueva banda traía unos tramoyistas, que colocaron unas esferas de espejos para reflejar luces y un equipo de niebla artificial. La selección musical cambió hacia el estilo discoteca norteamericana y a los asistentes les gustó.

Al comenzar la niebla le molestó a Hugo, luego se congració con ese ambiente misterioso. El señor pingüino seguía platicador y lo entretuvo contándole sus experiencias como asistente de filmaciones. Sin embargo, esa charla era una música que disimulaba sus intenciones, centradas en descubrir algo a la distancia, como lo hace el cazador entre las ramas de la selva.

De repente Hugo creyó mirar en la lejanía el rostro de su padre, algo modificado por afeites elegantes. Fueron apariciones fugaces, deformadas por las brumas y las luces destellantes. Con pretextos, Hugo se paró y estuvo rondando sin lograr identificar ese rostro. Regresó a su silla y volvió a pararse varias veces. Susana lo reconvino suponiendo que estaba incómodo y fuera de ambiente.

Aprovechando sus paseos, Hugo se apoderó de otras copas. Volvió a ver a una persona que le pareció su padre y se le acercó. Intentó abrazar a la persona que él sospechaba, pero el extraño se molestó y lo empujó con el brazo. Los ojos serenos y vivaces seguían siendo los de su padre, no así, un bigote recortado y un gesto hostil. El gesto para Hugo era una mueca de desprecio puro, cual flujo de magma ardiente lanzado en su pecho. Afectado en sus sentimientos Hugo dio un traspié y se dio por ofendido. Desde afuera resultaba imposible distinguir la causa del traspié; si era la torpeza de quien se ha sobrepasado o alguna fuerza externa que lo arrastra al piso. Desde el suelo tuvo un mayor arresto de ánimo, brincó para alcanzar la vertical y tomó de la solapa al desconocido intentando tirarlo. En el primer jalón Hugo solamente logró rasgar la tela de la solapa. El desconocido transitó de la simple hostilidad al enojo, entonces sí le metió el pie para tropezar a Hugo. En la caída, siguió tomado de la solapa y siguió rompiendo el traje de su oponente. El contrario le gritó “¡Imbécil!”. Y Hugo, una vez más se levantó como resorte y lanzó una bofetada contra el desconocido. El otro esquivó la agresión, de inmediato lo abrazó y lo tiró al piso, colocando con habilidad el cuerpo para inutilizar sus brazos. Comenzó un griterío en el salón, exigiendo que se calmaran y algunos invitados se aproximaron para separarlos. El desconocido alcanzó a soltarle un bofetón certero, antes de que varias manos los separaran. En frases cortas el desconocido alegaba que lo empujó y lo intentó golpear. Por su parte, Hugo no atinaba a argumentar algo más que él no se había lastimado. El novio se puso al lado del desconocido, luego exigió a los meseros que calmaran y sacaran a Hugo.

Susana se apareció, argumentó que “todo esto es un error” y presionó para que ambos se retiraran de la fiesta. En voz baja fue regañando a Hugo, mientras él intentaba disculparse.

Junto a la puerta de salida, el novio salió “de la nada”, y sin advertencia asentó un puñetazo sólido que tiró a Hugo. Por unos momentos perdió el sentido y cuando cobró consciencia viajaba dentro de un automóvil con Susana. Le dolía la nariz taponada con una servilleta. La rubia se esmeraba en ser protectora y le dijo que no lo dejaría solo esa noche. Le explicó que la novia estaba furiosa contra él por arruinar su fiesta y azuzó al novio para desquitarse. Explicó con que uno de los presentes era paramédico, lo revisó, puso con habilidad una servilleta dentro de la nariz y terminó el sangrado. Hugo no recordaba nada de eso:  

—Aún no se acaba la fiesta. ¿Qué haremos?

Susana respondió:

—Te enseñaré cómo cultivar una flor exótica, al estilo de las costas tropicales.

Guiñó el ojo derecho y le plantó un beso.

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