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domingo, 31 de julio de 2022

MUCHO ABARCA POCO APRIETA LA CUÑA



 

Por Carlos Valdés Martín

 

Entre el ruido de los aparatos se le confundían los adagios, “Mucho abarca el que… aprieta la cuña”. ¿Cómo iban esos refranes? Rutilio era dependiente de tienda, una que instaló el padre de su amigo. Con la mente confundida el dependiente se angustiaba y reclamaba su mala fortuna al caerse sola una vitrina. Era cierto, la vitrina se desplomó sin su intervención por el peso y unos tornillos débiles. Le esperaba un fuerte regaño si el patrón regresaba enfadado, que el dueño era temperamental.

De inmediato se revolvieron los aparatos en la vitrina que se derrumbó: El letrero con “Internet pero con intranet”; el aparato de Escáner un poco anticuado; el Video Bean; ese nuevo modelo de celular con Wi-fi; el megapíxel rotulado en un email; el anuncio de un nuevo i-Pod con i-Pac; las unidades separadas de DVD con Mp3 que le recordaba lo obsoleto de la Palm; las cajitas de USB en oferta; el mouse azul con conector infrarrojo recién llegado; una carpeta con los datos del Pocket PC… En fin, un revoltijo de tecnología obsoleta con ofertas de la semana. La revoltura por un simple perno del estante de arriba, que deslizó una repisa que armó el alboroto en la vitrina de la tienda de aparado y recursos electrónicos. Al menos la maqueta favorita del patrón no se arruinó: los personajes de los supersónicos en un escenario diminuto y redondo, con una antena que hace décadas fue futurista; con su letrero señalando “El futuro es hoy, llegaron los Jetsonics”.

Llamó al amigo antes que a su patrón en busca de protección: “La repisa se derrumbó solita, no estaba limpiando ni nada; al menos hay cámara de grabación interior, así se probará mi inocencia.”

No fue despido, pero de los regaños no se salvó, por más que resultó una jornada gloriosa de ventas, cuando en una sola llamada le solicitaron el equipamiento completo de una residencia en la Zona Esmeralda, donde están las mansiones. La compra primero llegó por Facebook, pero se canalizó como llamada, para detallar qué requería el cliente, así que además del equipo se acordó visita de servicio. El patrón después del regaño aceptó la inocencia de Rutilio y hasta pagó el Uber para que llegara a la visita con el cliente.

En camino el chofer se la pasó despotricando contra el gobierno mientras se esforzaba en buscar canciones que agradaran a Rutilio, para calificar mejor su servicio. Cuando terminó el tema del gobierno, siguió el chofer elogiando a las criptomonedas y afirmando que él sus ahorros los invertía de esa manera, que ahí nacería el futuro.

La puerta de la casona del cliente era metálica, con tonos morados y un arcoíris en el extremo. Rutilio imaginó que había alguna declaración en ese decorado, aunque la puerta fue abierta por una mucama al estilo antiguo, de ropa negra, con delantal y cofia blancos. Contraste entre lo disruptivo del portón con la seriedad de la recepción.  

Rutilio quedó sentado en un sillón grande, frente a una mesita de cristal, junto al rectángulo de los sofás con triple plaza. Una sala de espera acolchonada junto a una mesa de comedor escoltada por altas vitrinas llenas de adornos de porcelana, vajillas y copas de cristal fino. Adornaban la habitación varias lámparas antiguas, cuadros al óleo de personajes familiares y copias de pinturas clásicas. En breves minutos la somnolencia le ganó al visitante y sintió que sus párpados eran vencidos por las arenas de Morfeo. Unos tacones bajan las escaleras de madera, entonces los ruidos lo despiertan. De inmediato miró a una adolescente rubia de ojos verdes y falda corta que se aproximaba con prisa. La adolescente daba brincos pequeños, agitada como si algún pájaro imaginario la persiguiera.

—La demora es por mi madre, es ucraniana y está con malhumor por la invasión. Me empezó a reñir por nada y estaré obligada a atender lo de esta actualización cibernética del espacio hogareño.

El joven se quedó parado con la boca abierta y trabadas sus palabras que no alcanzaban a salir por la garganta. No esperaba que la cliente fuera tan rutilante y desenvuelta. Cuando él atinó a presentarse, ella respondió:

—Vaya un nombre chistoso, nunca lo había escuchado. El mío también es raro para tus oídos, es Svitlana, pero todos me conocen como Dulce. Mira no dispongo de tiempo, al rato voy a la equitación, a menos que cancele la instructora, que su hijo tiene Covid y es capaz que la contagia. Vamos, sígueme.

Mientras recorrían nueve habitaciones, dos cocinas, un cobertizo, un cuarto de huéspedes y una piscina techada, ella le iba explicando los sitios donde fallaba la señal de internet y las partes para colocar cámaras de seguridad. La chica parecía saber lo que quería, aunque estaba dispuesta a las sugerencias. “¿Crees que desde esa casa que linda al norte pueda alguien saltarse para robar?” Mientras avanzan, él anota en una pequeña libreta. Rutilo, por conveniencia comercial y precaución propone 24 puntos para videovigilancia.

—Ni te preocupes por los gastos, deja de preguntar tanto si ‘¿Es mucho dinero?’ —ella mueve la nariz y hace un tono de voz para imitarle— Para de decir así que reiré en tu carita de párvulo.  

Rutilio siente incomodidad pues la cliente es cinco años menor y le tacha de infantil.

—Te diré que nuestro abuelo descubrió una fabulosa mina de topacios en Brasil, tan enorme —él siente que debe levantar su nivel, se adjudica una narración que leyó en una revista de aventureros— que inundó, es mina sola a los mercados del orbe terrestre. Aunque son historias viejas; como sea la familia no está escasa de plata y este trabajo es por hobby; mi madre no quiere que me malcríe.

Ella nota que faltó un sitio de la casa por visitar. Levanta una tapa de madera en el piso y enciende un interruptor para descender a una cava. El cuarto de cava es amplio con cientos de botellas recostadas. El ambiente es húmedo y sin polvo.

—Has de estar cansado, escoge una botella y nos asoleamos en la alberca.

Ella indica una botella con un rótulo italiano de “niébolo”. Él no se puede negar.

La mucama llevó copas y preparó unos sándwiches junto a la alberca. El sol estaba a punto de ocultarse. Dulce Svitlana empezó a preguntar sobre sus actividades, estudios, familia y aficiones. Ante las respuestas bastante convencionales de él, ella hacía observaciones con desenfado y alegría, estableciendo un ambiente de simpática complicidad:

—¿Cuál era tu clase favorita en la escuela?

Están platicando de la preparatoria, lo último en educación matriculada para ella, que ha tenido muchos cursos privados por lo que sabe de idiomas, construcción de cabañas, montar a caballo, destilación de licores, vuelo en aeroplanos…  

—Matemáticas.

—Sospeché que eras más nerd que Sheldon, pero no tanto; supongo que tu virginidad la perdiste hasta la licenciatura —ella ríe, con ligereza y ante un inicio de respuesta, sobrepasa el tono para continuar— Y no es necesario que me lo digas y sucedió con una vecina tuya, que alguno de sus nombres empieza con eme o con ge.

A él se le suben los colores al rostro, como si fuera descubierto en una debilidad.

—Brindemos por los no vírgenes.

—Debería haber un club para eso; como los clubes del futbol. Nadie se pone un letrero. Y, ya sabes, soy curiosa. ¿Alguna matrícula reprobada? Lo niegas con la cabeza, queda contestado. Supongo que fuiste niño de puros diez y excelencia. ¿Alguna materia que te costara un poco de trabajo?

—Literatura; el maestro dejaba libros tan gordos que empezaba a cabecear y me dormía. Me dormí leyendo El Quijote, y eso que es una novela graciosa. Me costaba mucho esfuerzo no dormir. Además, el maestro dejaba libros muy tristes como La vida breve y Pedro Páramo.

Ella responde con cara de tristeza:

—Pero no me digas que odias la literatura, tengo varios libros favoritos; incluso adoro algunos rusos, como al enfermo Dostoievski con su Crimen y castigo.

Él siente que debe impostar para quedar bien:

—Luego me superé y adoré leer; nada más que ese maestro era cargado y dejaba mucho en poco tiempo. Como que los libros se deben disfrutar con calma, como los buenos vinos y las amistades, dando tiempo para probar de poco a poco.

Ella le explica haciendo carita de mascota triste que falló con esa “prueba de afinidades”, debe recuperarse si espera ganarse su aprecio. Él se para y hace un gesto con la mano, extendiendo la palma como para jurar, y afirma que aceptará lo que sea. Ella responde que la prueba “a la orilla de la alberca”.

—Te paras a la orilla y aguantas un minuto con los ojos cerrados sin caerte. Bien junto a la orilla un pie en lo firme y otro pie volando.

El acepta colocándose a la orilla, aunque protesta que es injusto porque él está vestido.

— Cuida el equilibrio. Vas a contar con los ojos cerrados hasta sesenta y cuentas despacio; si los abres, vuelves a empezar desde cero.

Él se coloca, entrecierra los ojos y teme que ella se acerque a empujarlo.

—Pero promete que no me vas a empujar.

—Solamente vale tu cuenta si cuentas des-pa-cio.

Rutilo pone el pie en la orilla y el otro encima del agua, sin tocar nada. Se balancea con los brazos, buscando su equilibrio.

—Si no cierras los ojos no vale.

Él obedece despacio y siente que ella ha salido corriendo. Abre los ojos, pero ella no se abalanza a tirarlo, sino que se distancia.

Avanza la cuenta: “dieciséis, diecisiete, dieciocho…”

Ella se ha alejado y corre por la casa, sube aprisa los escalones, abre la ventana. Mira hacia el patio, está cerca. Busca en su buró. Regresa corriendo.

Avanza la cuenta: “cuarenta y cinco, cuarenta y seis…”

Ella ha regresado de prisa a la alberca:

—No puedes abrir los ojos.

Él siente que ha pasado mucho tiempo contando, que el pie fijo está cansado y realiza pequeñas correcciones con los brazos para no desequilibrarse. Ella enciende un petardo y lo arroja a los pies de él.

—No abras los ojos.

Él se asusta con el estruendo del petardo cercano y se desequilibra. Al caerse una pierna choca con la orilla y la otra se mete en el agua. Una pierna queda adentro de la alberca. Al darse cuenta de que está ileso y, por el olor a pólvora, convencerse de que fue un petardo sin más consecuencias, Rutilo grita en tono de bromista:

—¡No dispares! Soy polaco y tengo frío como el pianista.

Mientras esperaba había elegido la frase esperando que ella lo tirara a la alberca. En cierto sentido, a él le agrada que ella se comporte tan chancera. La rodilla sí le duele, pero no mucho, y le preocupa que se le haya mojado un zapato.

Ella se sonroja al darse cuenta que ha traspasado un límite. Desde una ventana superior se asoma su madre y grita algo incomprensible para Rutilio, que Dulce responde en su idioma. Se nota a la madre enojada y que no le gustan esas bromas. Continúa una discusión entre ellas, donde la chica parece desafiante y escalando sobre la molestia. Para terminar el diálogo agitado la señora lanza un último grito que parece de resignación; no es una palabra sino un grito controlado, como del ave rapaz cuando mira el campo enemigo y no encuentra manera de vencer al astuto zorro.

—Inventé que vas a darme clases de seguridad personal, que por eso el petardo. Ella creyó que tu lo lanzaste y quería echarte a patadas de la casa. Y eso no debo permitirlo, tú estás siendo lindo y no te he correspondido lo suficiente. Vamos tómate otra copa. Y buscaré una toalla para ti.

Después la chica interrumpe el gesto de servir la siguiente copa, pues vuelve a asomar la cabeza la madre por la ventana superior y lanza otra variedad de su exclamación. Se repite la discusión y la madre grita con más tonos agudos. La chica termina levantando las manos con palmas abiertas, solicitando el fin de la discusión.

—Disculpa, que tendrás que marcharte ya.

Rutilio se aleja con un zapato mojado, pero alegre por haber apuntado un teléfono en el dorso de la mano, que está perfumado de ilusiones y con el timbre de una lengua desconocida.

 

 

 

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