Música


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sábado, 26 de mayo de 2012

MAMÁ NO ME COMPRENDE






Por Carlos Valdés Martín




La señora manoteaba con un gesto desesperado: —¡Mal hijo, desconsiderado, me tenías muerta del susto. No pude dormir en dos días! —grita y solloza, abre los ojos y tensa la garganta— ¡Creí que te perdía!..

La peor pesadilla… El hijo, Epifanio Rosales, la interrumpió con voz suave, casi melosa, rogando disculpas y mirando de lado. Sabía que traía un rastro de aliento alcohólico y el olor agrio de dos días con sus noches sin dormir ni bañarse. Agreguemos el rayo solar del mediodía sobre la plancha de concreto del Zócalo y las horas interminables de la fila, alegre e ilusionada por mirar a Paul McCartney . Sonreía y suplicaba perdón: —Te dejé recado y compré tus medicinas, la dejé en la alacena. Reconozco que tomé un poco de dinero de la alcancía, pero no había tiempo de regresar. Esperé lo que pude. A un concierto gratis tan único no se llega el mismo día, la fila empezó dos días antes. Era la oportunidad de mi vida, sabes que es una estrella y está viejo. Quizá nunca vuelva Paul a México. Discúlpame, anda sí, disculpa.

Ella sentada en una vieja silla de madera en la mesita del diminuto comedor. Por las curvas adornadas de los muebles, se adivina que esa casa hace muchos años no padeció estrecheces, pero luego vinieron años malos. Un foco ahorrador de luz y la penumbra son testigos de la lucha por sobrevivir. Los mantelitos están grises y sancochados tras meses sin lavar: ella no tiene fuerzas para atender el departamentito como desea. Viejos cuadros recuerdan las raíces familiares del padre difunto, contrastados con pósteres recortados de revistas, la aportación de Epifanio a la decoración: cantantes y modelos voluminosas.

 —Casi me muero. No podía dormir, volvió la migraña, peor que nunca, y la vecina de enfrente no estaba. Le llamé, y hasta temo que se haya muerto. Ya ves que anda delicada, pero ella me acompaña. No que tú, me abandonas en los momentos más amargos. Y sabes cómo duele la cabeza con la migraña, parece que estalla, que revienta y nadie está para consuelo. Estoy como prisionera en este edificio.

 —Discúlpame, ya te enseñé que en tu celular está el mensaje, y casi nunca contestas. Y como me quedé día y noche haciendo fila para entrar al concierto. No te imaginas lo largo dela fila, eran cuadras y cuadras de distancia. Si me salía no perdía el lugar y adiós. Hasta pusieron baños móviles cerca para que pudiéramos atendernos.
 —Me hubieras vuelto a hablar.
 —Hasta les pedí a alguno de la fila si me prestaba su fon, pero me miró como a un limosnero, y se contentó con un “No, puedo”. La gente es egoísta. Yo sí estaba preocupado, mamita. Hasta te traje un regalito.

Epifanio saca de su camisa una estampa, con la foto del músico en plástico y un holograma en tercera dimensión. Al moverlo el perfil del cantante se mueve de lado y aparece la leyenda “Band on the Run”. 

Encarnación, viuda de Rosales , comprende el gesto y sonríe, se enternece al imaginar a su hijo perdido en un mar de asistentes, comprando una tarjetita para su mami. Lanza un suspiro y lo disimula.
—¡Júrame que no lo vuelves a hacer! No vuelvas a dejarme, así, tan sola sin avisar. Bueno, pásame un refresco, que tengo la boca seca de los nervios.
—Yo también tengo sed—responde, con un dejo de alegría, cuando se sospecha perdonado con mayor facilidad a la esperada— de un delicioso refresco con hielitos.
Sentados en sendas sillas. Ella enumera sus achaques y describe las malas noches que pasó. Él se sirve una y otra vez refresco, está deshidratado por el sol y unos tragos de ron. El ingenio de los asistentes: contrabandear alcohol en las botas. Era poco, pero esta fiesta musical única merecía ese contrabando.

 Por un momento Epifanio se distrajo recordando a una jovencita de ojos hermosos, que le hizo la plática mientras esperaba en la fila. Ella desbordaba alegría y manoteaba soñando el momento cuando aparecería Paul sobre el escenario. Epifanio muy sonriente, pero con las manos en los bolsillos: una costumbre defensiva que nunca cambiaría, ante desconocidos siempre las dos manos dentro de los bolsillos. Pensó en invitarla a salir luego, pero no lo hizo porque no tenía dinero. Desempleado, uno de tantos que ahora les dicen ninis y no temporal: “Soy un desempleado crónico, eso de sacar unos pesos lavando coches ajenos no cuenta. Si tuviera unos pesos, de seguro esta chiquitita salía conmigo.” Pensó pedirle prestado a su mamá, pero era una mala idea, le preguntaría ¿para qué? Y se enojaría cuando supiera que era para pasear. Sí, el mísero dinero de una pensión por incapacidad y otra por viudez, sumadas a penas alcanza para lo mínimo. Más lavar coches, eso sólo alcanza para pagar la tele de cable y el internet. Se consoló Epifanio, otros están peor: “los viejos del departamento 402 viven sin pensión, venden gelatinitas en la calle. Casi no pueden ni caminar, arrastran los pies para vender un poco en vía pública.” Cuando a él le va bien, hasta les regala una bolsa con panes bolillos.
—Es hora de dormir…
—Sí, mami —replica él con ternura— ahorita caliento la bolsa de agua. Como si fuera un amuleto, ella solicita una bolsa de agua caliente en el estómago para conciliar el sueño. Si no la acurruca bajo su pijama se queja de retortijones. Mientras él se levanta solícito, ella recomienda: —Me harías muy feliz se consigues un buen trabajo, me da miedo imaginar qué será de ti sin una madre.
 —Mami, nunca terminé la escuela preparatoria. Tengo treinta años buscando algo, y sin una mano es nada lo que se consigue— Epifanio levanta el muñón al aire y mira la mano ausente a contraluz del foco—, prefiero seguir lavando coches, ya tengo mis clientes. Es el doble de esfuerzo con una sola mano sana, pero estoy acostumbrado. Con las lavadas alcanza para ir jalando.
 —Mi hijito, siempre tienes que esforzarte; esfuérzate más.

—Claro —mientras Epifanio vuelve a esconder las manos en los bolsillos y se dirige a calentar la bolsa de agua— y, por cierto, de nuevo feliz día de las madres, mamá.

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