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jueves, 20 de noviembre de 2014

SECUESTRADOS: UNA GRIETA EN LA OSCURIDAD










Dedicado a todos quienes de cerca o lejos han sufrido el flagelo de la violencia.

Por Carlos Valdés Martín

Esta narración está basada en hechos reales sucedidos en un año difícil, cuando días y noches eran de inminente peligro; situación que no ha terminado por más que nos ufanemos de avances en nuestro país. Caer en las manos de un aparato ilegal de extorsión y secuestro es una experiencia dramática que marca la existencia. En esos días el país avanzaba hacia una apertura democrática, pero en su interior mantenía grupos policíacos que operaban contra cualquier legalidad y decencia, deslizándose bajo las sombras y en completa impunidad. La mayoría de los participantes en este relato sobrevive hasta el presente, algunos con posiciones públicas y es posible consultar los periódicos para confirman la precisión de lo relatado.
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Frente a la puerta de la casa, los tipos irrumpen profiriendo amenazas y blandiendo sendas pistolas, son dos vestidos de civil. Bajan de un automóvil grande, no es nuevo, pero sí muy amplio, de marca americana.
De pie e indefensos, sus presas de cacería sumamos también dos distraídos y desarmados. El compañero de viaje, con triste experiencia en esa clase de ataques, de inmediato indicó no opusiéramos resistencia:
—Es mejor no resistir, son peligrosos y armados.
Regresábamos de viaje, veníamos desde el puerto turístico de Acapulco. Una hora antes el camión barato de pasajeros nos había dejado en la Estación del Sur de la Ciudad de México, llamada Taxqueña. Dos con poco equipaje y cada quien su pequeña maleta.
Ante el asalto mantuve calma y procuré una actitud quieta, sin movimientos bruscos ni palabras de reto.
Desde antes, el compañero sospechaba una situación así, temía que agentes de la policía política no lo dejarían en paz. Yo no creí en tal desenlace, pero sí lo temía. En ese instante irrumpió el peligro: duro y nítido como el despertar entre una manada de lobos hambrientos.   
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Aquí narro mi secuestro y de otros dos amigos a manos de la policía de Estado mexicano en el año 1983. Durante dos semanas quedé en poder de la temida DIPD, una policía casi secreta y de amplia impunidad hasta ese momento. Este episodio trágico arrancó ante la puerta del hogar.
Con costumbre de escribir, resulta extraño que dejara de lado y eludiera este tema; pero más que el miedo debido a una sensación: ahí surgió una huella de lo singular. Y uso singularidad en un sentido de física especulativa: la aparición de un punto distinto que rompe las leyes naturales[1]. Una experiencia de ese calibre salta las reglas, resulta extraordinaria y deja un interrogante a perpetuidad ¿Qué me salvó de un evento tan riesgoso? ¿Soy una especie de fantasma repitiendo el eco del suceso trágico?
Sin embargo, hace unas noches tuve un sueño donde aparecían personas que se presentan alrededor de ese relato: Rosario Ibarra y Cony Ávila. La líder reconocida y una seguidora; la palabra originaria y su resonancia sutil, pues así es la consonancia de la desaparición forzada. Para las madres, como Rosario o la mía propia, la desaparición del familiar es un evento interminable, que jamás concluye. Resulta difícil comprender que la desaparición forzada (encrucijada de espacio y tiempo con nombres y apellidos) fue aceptada como una política de seguridad nacional, promovida desde centros militares de EUA y seguida en la mayor parte de América Latina. Esa táctica inhumana está amarrada a la llamada “guerra sucia” y ha sido un componente de sus eventos trágicos: la prepotencia violenta en su lado escabroso y amparada por “fuerzas especiales” del Estado.
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Con el crimen de la desaparición forzada, las madres quedan a la distancia ambigua y dolorosa entre la unión emocional y la separación física hasta un paradero oculto, en el sitio del confinamiento forzado. Ellas quedan separadas de sus hijos y familiares pero son el cordón umbilical ausente. Con esta clase de catástrofes comprobamos que el cordón umbilical físico se corta al momento del parto y, luego, queda permanente en el lazo maternal (el cordón de plata metafísico y sentimental, inalterado frente al paso de los años).
Conocía a doña Rosario Ibarra por mi actividad política y esa izquierda del periodo sabía de las historias de los desaparecidos políticos. Hacia el año 1983 yo mantenía una intensa actividad. Desde los 16 años amaba el activismo de oposición, había participado en grupos estudiantiles cercanos al Partido Comunista y luego busqué una opción mejor en el nuevo partido, llamado el Revolucionario de los Trabajadores. Con 22 años cumplidos era joven pero no tan inexperto. Había recorrido la gran Ciudad de México y las zonas industriales, conocía a líderes políticos y sindicales, recorrí los puestos de esa pequeña organización desde el inicio de esa militancia, cumpliendo las tareas desde las más sencillas a las complicadas.
Dos años antes, el PRT —organización de raíz marxista revolucionaria, también denominada trotskista—, había obtenido registro legal en el año 1981 y en 1982 presentó a Rosario Ibarra de Piedra como candidata a la Presidencia de la República. Ella había destacado como víctima por el secuestro de su hijo y luego luchadora por la causa de los desaparecidos y perseguidos políticos. En ese tiempo, la izquierda estaba en una transición desde una clandestinidad por falta de espacios políticos y represión hacia la protesta social. Después de la masacre estudiantil de 1968 en Tlatelolco surgió una guerrilla; pero para efectos prácticos, la guerrilla rural y urbana había sido aniquilada en el periodo siguiente, causado por la represión del Estado y también por errores de los grupos armados. La secuela de la represión eran más de 500 desapariciones permanentes, en especial, centradas en el Estado de Guerrero, donde la Sierra de Atoyac fue escenario de la aniquilación del grupo de Lucio Cabañas y sus sucesores[2]. La madre Rosario Ibarra sufrió la desaparición de su hijo Jesús Piedra Ibarra durante la represión de 1975; estando documentada su detención a manos de policías. Ella se convirtió en líder indiscutible de los familiares que clamaban por la devolución de sus parientes secuestrados, detener los atropellos y llevar a la justicia las acciones criminales de los represores. Debido a que la política de represión mediante la desaparición fue promovida en varios países de Latinoamérica entre mediados de la década del setenta y principios de los ochentas, en otros países surgieron movimientos similares, como el conocido de las madres y abuelas argentinas de la Plaza de Mayo.
El que Rosario Ibarra fuera candidata a la Presidencia logró sensibilizar a gran parte de la sociedad en contra de esa política de Estado y ganó simpatías hasta a nivel internacional. Con recursos modestos, se hizo una campaña en todo el país y obtuvo los votos necesarios para mantener el registro electoral del partido PRT.
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Una de las tareas más delicadas de esa transición política —camino desde la marginalidad hacia la lucha política legal— fue recuperar a los militantes que antes habían optado por la vía armadas o quienes sin estar armados preferían sostener las estrictas reglas de las clandestinidades. Al hacer un recuento hasta la actualidad, el Comité Eureka[3] que encabeza Rosario Ibarra contabilizó 148 rescates de cárceles clandestinas[4]. También en esos años se presentaba otra situación delicada, pues algunos militantes de la guerrilla y opositores circunstanciales estaban presos sin el debido proceso, encarcelados en base a confesiones arrancadas mediante torturas o falsificadas; es decir, había inocentes apresados por imputaciones fabricadas. El monolitismo del sistema político encabezado por el PRI (el Partido Revolucionario Institucional con cincuenta años en el poder) había facilitado diversos abusos y fallas en la impartición de justicia. El punto de quiebre de ese sistema monolítico se presentó con el movimiento estudiantil-popular de 1968 y su secuela de represión en Tlatelolco. Después, desde mediados de los setentas, la presión social nacional y la buena disposición de algunos dirigentes dentro del sistema, favoreció procesos de apertura política, que empujaron para que terminara la represión, se normalizara una vida democrática y establecer un sistema electoral real. El resultado fueron sucesivas reformas políticas, nuevas reglas democráticas y modificaciones a las leyes, de tal modo que los grupos inconformes pudiéramos expresar abiertamente nuestras ideas sin represión legal e ilegal.
El encarcelamiento sin debido proceso de militantes y simpatizantes del movimiento clandestino del periodo anterior era uno de los saldos que debía de resolver la normalización democrática. Una demanda clave de la campaña presidencial de Rosario Ibarra fue la liberación de los presos políticos y presentación con vida de los desaparecidos. Ante la presión levantada por esa campaña se lograron varias liberaciones y decretos de amnistía para presos, perseguidos y exiliados políticos del periodo anterior. Hacia fines de 1982 fueron amnistiados Arturo Gallegos y Juan Islas, quienes habían militado en la clandestinidad armada y habían caído prisioneros sin acceso a un proceso justo. La normalización democrática exigía liberar a los presos políticos y permitir el regreso de los inocentes encarcelados por represión o acciones judiciales turbias.
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Cuando un ex prisionero no contaba con un entorno familiar protector, entonces la integración de los amnistiados a la vida civil era complicada y necesitaba de una actividad específica, supliendo a la familia receptora en lo posible. En este caso, el camarada a adaptar refería no tener familia alguna que lo recibiera, luego de una existencia azarosa y sin lazos de sangre directos (pues era huérfano, adoptado por un mexiconorteamericano, señor añoso cuando lo adoptó y quien ya había fallecido). Juan había purgado ocho años recluido como consecuencia de su actividad disidente y ese saltarse las trancas que caracterizó al movimiento clandestino. Y ya liberado, la situación de Juan era precaria en lo económico y emocional, es decir, no tenía dinero ni afecto. Bajo esa circunstancia de desamparo me lo encargó por unos pocos días, el responsable del Buró del PRT, Jaime Valverde, una persona que después cumplió una brillante carrera de académico, intelectual y funcionario. Era un encargo momentáneo, así que recibí al excarcelado en mi casa y esta recepción se extendió con la amabilidad usual de entre las familias mexicanas.
En mi cuarto, separé el colchón y el boxsping para duplicar el dormitorio, ya que se suponía que el asunto duraría pocos días; mientras se le conseguía un trabajo y alojamiento definitivos en vías a su adaptación.
La voz de Juan era pausada, como si mantuviera una cautela constante. Su mirada se dirigía usualmente hacia el suelo, a excepción de los breves momentos en que sonreía, cuando miraba directo a los ojos con una mueca de niño cuando pide una disculpa.
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A Juan no le gustaba hablar de pasado y prefería soñar con un futuro mejor, ya se tratara de una sociedad justa, dedicarse a alguna actividad diferente o la posibilidad de hacer negocios prósperos, sin embargo, era indispensable comentar alguna cuestión de su “escuela” en la cárcel. La larga estadía confinada lo capacitó en manualidades, y él había confeccionado hermosas piezas de artesanías de madera. Como un tesoro él traía una delicada caja de madera, adornada con grecas recortadas, forrado el interior con afelpado rojo y con un bello diseño de pirograbado.  
En los días de refugio procuró no causar molestia alguna, limpiando y arreglando, lavando trastes, cocinando su propia comida, poniendo el radio a un volumen bajo y ofreciéndose para alguna reparación menor. Por su parte, mi padre (Carlos Valdés, un escritor de reconocida trayectoria) poseía tendencias de ermitaño, así que lo trataba con amabilidad, pero en privado me preguntaba:
—¿No irá a quedarse mucho tiempo?
La promesa de Valverde era que Juan no tardaría más de una semana en la casa, pero transcurría diciembre cuando comienza el alegre furor de festividades en México. Primero hay pre-posadas, luego posadas, siguen las vacaciones escolares, las navideñas, fin de año y hasta los Reyes Magos.
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En ese año me dedicaba al activismo político. Mi gusto por esa vocación era intenso desde los 16 años, para ese entonces había suspendido mis estudios en la Facultad de Economía. Para otros efectos mis 22 años eran un periodo de inmadurez e inexperiencia; miro las fotografías de entonces y parezco un niño alargado de mirada ingenua. En otro aspecto, ya actuaba de modo casi profesional en la Dirección Regional del PRT. De acuerdo a mi ideología de izquierda esperaba lograr un cambio verdadero y una transformación radical, pero no cría en los medios armados aislados; solamente la intensa movilización de masas debía transformar al sistema social. Aún no caía el Muro de Berlín y el marxismo estaba en auge como pensamiento teórico y guía práctica. La izquierda mexicana avanzaba en varios frentes; se formaban sindicatos de universitarios, movimientos de colonos y campesinos. En México, tras las primeras reformas políticas y la legalización de la izquierda, había mucho ánimo de participación.
Miembros de esa Dirección Regional continuaron con trayectorias destacadas como Patricia Mercado (candidata a la Presidencia) y René Arce (Delegado en Iztapalapa y Senador), otros se salieron del activismo y buscaron senderos más normales. De cualquier manera, en esos días la actividad era intensa y exigía una gran cantidad de reuniones diarias, de tal modo que salía cada mañana de la casa y regresaba al anochecer. Con un tren de actividades intenso no tomaba muchos descansos ni precauciones. La agenda usual incluía abordar el camión y luego el metro para visitar la zona industrial de Ecatepec, en el norte de la ciudad de México; acudir al local del PRT… Las reuniones eran el tema más repetitivo, las cuales abarcaban asistencia a diferentes “estructuras” partidarias y sociales, así como a círculos de estudio y eventos de propaganda pública.

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Mi madre, Ruth Martín (también conocida por su apellido de casada como Ruth Valdés), servía en la administración pública de tiempo completo; debido a sus estudios de secretaría y una enorme habilidad para los idiomas, la máquina de escribir y la organización fue muy apreciada por diferentes patrones. Mi padre trabajaba diario haciendo traducciones de inglés, así que era el habitante más usual del hogar situado en Jordaens número 2. En esos días previos al suceso mi padre era quien más veía a Juan, y ambos procuraban tratarse con amabilidad.
Por su parte, Juan sentía temor de salir solo (aunque superó esa emoción y lo hizo) y no estaba en condiciones para una actividad normal, así prefería quedarse, dedicándose a leer y hacer ejercicio bajo un techo protector.
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Tras una semana de estar como huésped en la casa, Juan salió de paseo solo y regresó alarmado. Al regresar dijo que lo habían seguido unos tipos sospechosos, pero que aprovechando la multitud del tren subterráneo logró escaparse. En los días siguientes, prefirió quedarse en la casa sin salir y mirar por la ventana para anotar las placas de vehículos que se estacionaban y le parecían sospechosos.
El tema lo plantee de inmediato en la Dirección Regional, y dos días después lo expuse ante la Dirección Nacional (la reducida y operativa, llamada “Buró Político”). Los dirigentes más experimentados como Sergio Rodríguez y Pedro Peñaloza (entonces Diputado Federal) opinaron que debíamos mantener la precaución, pero no preveían un peligro inminente en este caso. Como fuera, Juan y Arturo (quien se alojaba con otro camarada) estaban al amparo de una Amnistía Federal, por tanto debían de ser intocables para la policía política. En efecto, esta clase de Amnistía implica una decisión de la Presidencia y posee un carácter legal de primer orden, por lo cual resultaría muy extraño que algún organismo del poder tratara de salirse del carril y contravenir una orden superior. Además, los triunfos de la legalidad y el hecho de contar con unos Diputados, como organización nos volvió más confiados, y quizá un tanto inocentes y descuidados. De cualquier manera, nuestra organización carecía de los recursos materiales y humanos para generar mejores opciones de cuidado para los recién liberados. En cualquier terreno, lo fundamental se hacía con trabajo voluntario.
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Después de comentar ese susto (a final de cuentas, también una advertencia) se recomendó a los amnistiados que no tuvieran contacto personal con ex militantes del movimiento armado de los años setentas, pues aunque hubiera pasado casi una década por ahí podría existir algún “rastro” que causas problemas. La Dirección de Partido recomendó que Juan no saliera de casa en solitario, sino siempre acompañado. Por lo mismo, a los pocos días, cuando resultaba oportuno tomar una vacación de fin de año, la recomendación implicó que Juan nos acompañara.
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Sigue siendo costumbre y desde la Navidad, la política del país se paraliza, así decidimos unas vacaciones. El grupo de viaje se completó con los estudiantes universitarios Patricia y Roberto, ambos también militantes juveniles en la Sección Universitaria del PRT. Acudimos a la Terminal de Camiones del Sur con destino a Acapulco.
El puerto de Acapulco resultaba un sitio turístico obligado para la clase media de la capital. Representó el primer gran polo de turismo de playa en nuestro país, promovido por inversiones del Estado y reflejado en la “época de oro” del cine mexicano. Colocada en una enorme bahía natural, resultaba agradable para los bañistas y decenas de enormes hoteles nacionales y extranjeros bordeaban la playa. El clima cálido y atardeceres románticos completaban el paisaje. La zona hotelera se comunicaba con la avenida “Costera”, donde se indicaba al Presidente inversionista (con negocios propios) que promovió el sitio. Alrededor rápidamente se alzan unas colinas y morros, desde donde dominaba el sitio un antiguo fuerte colonial, que custodiaba el comercio desde China y Filipinas. El sitio se saturaba de visitantes ávidos los fines de semana y en periodo vacacional, quienes adoraban esa playa y se divertían en discotecas de moda. El turismo norteamericano daba colorido humano al sitio y las regiones campesinas habían saturado de emigrantes los alrededores, que estaban tachonados con colonias irregulares.
Ese puerto turístico casi había sido zona vedada para mí, en una sola ocasión anterior la había visitado, cuando lo común eran decenas de veces para los chicos de clase media.
De la vacación resultó un paseo muy agradable, con bajo presupuesto comimos en mercados públicos y recibimos la hospitalidad de un militante que tenía una cabaña sencilla sobre la colina (lo que unos años después sería trasladado masivamente a Ciudad Renacimiento y se reasignaría esa zona de hermosas vistas para la construcción turística). El sitio era humilde y gratuito, donde lo rústico de la vivienda se compensaba con una vista agradable hacia la bahía. Ahí dormimos en colchones económicos y hamacas, refrescados por la brisa de la noche en la ciudad y nos bañamos con agua de pozo.
Los pocos días de descanso se pasaron de prisa, vagando por las playas y comiendo en mercados públicos. Tocamos los puntos típicos del turista como Caleta y Caletilla, Roqueta, Revolcadero, la Bahía, Pie de la Cuesta y el sitio más lejano que alcanzamos es la zona conocida como “Barra vieja” con arena blanca y restaurantes de palapas armadas con madera y palma. Nos desplazábamos en destartalados camiones del servicio público o caminábamos largas distancias para ir de un punto a otro. Miramos desde afuera las discotecas famosas como Baby’O y, también sin entrar, las marquesinas de los cines que anunciaban la película Blade Runner.
Pasear era agradable, daba gusto caminar al atardecer y dar vueltas por la Costera, mimetizados entre la marea decembrina de turistas nacionales y extranjero. Con tristeza notaba la diferencia entre clases sociales, la opulencia de los ricos y el desamparo de una marea de desheredados, recién emigrados de las rancherías de Guerrero. Por mi parte, disfrutaba los atardeceres multicolores del lugar y gozaba al nadar por la orilla de la playa.
Como todos nos quedamos sin dinero para gastar, decidimos regresar un poco antes de lo proyectado, y salimos de regreso temprano en la mañana del martes 4 de enero. A nadie avisé del anticipo de nuestro regreso, no supuse que fuera significativo.
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EL PRINCIPIO: 4 DE ENERO
Regresamos de Acapulco en camión, vía la Terminal Sur de la Ciudad de México y usamos el transporte público para regresar a casa. Al regreso de un viaje el cansancio de la travesía parece acumularse, la broma usual indica: “Necesito otras vacaciones para descansar de las vacaciones”. Avistamos la casa. Un lindo sol de mediodía iluminaba las calles, el sitio parecía tranquilo por completo.  Aves discretas cantabas entre los árboles y pocos vehículos circulando.
Un momento antes de abrir la puerta, saltaron desde un vehículo particular un par de tipos malencarados, vestidos de civil. Mi mirada estaba en la puerta, así que no vi, pero sí escuché cuando vociferaron:
—¡No se muevan! ¡Ya se los cargó la chingada!
El vehículo estaba a pocos metros de la puerta y los tipos habían permanecido agazapados ahí, esperando a que estuviéramos más cerca. Empecé a voltear y Juan alcanzó a decir en voz baja que no opusiéramos resistencia y nos moviéramos despacio. Me sentí perplejo sorprendido y seguí esa sugerencia.
Cada uno de los dos agresores ostentaba una pistola de escuadra en la mano. En un instante estaban encima de nosotros apuntando al cuerpo. El más alto acercó su pistola cerca de mi nuca y jaloneó mi camisa. Con amenazas nos metieron en la parte de atrás del automóvil, obligándonos a colocarnos inclinados bocabajo.
Parecía imposible que nadie hubiera visto o escuchado lo sucedido, pues la casa está en una esquina algo transitada. Después me enteré que el único testigo presencial fue un nuevo empleado que trabajaba en una tienda al otro lado de la calle Augusto Rodin, quien por temor y timidez no comentó nada hasta que fue cuestionado días después.
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Según resultó nuestros captores eran agentes de la DIPD —la temida División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia— y “madrinas”, complemento de los agentes oficiales, especie de policías sin placa (ilegales) por estar cesados o “aprendiendo el oficio”, pero al servicio de esa organización. Esta corporación policíaca era una dependencia encargada de la investigación y persecución política durante los sexenios anteriores. En el historial de esta corporación policíaca se contaba cantidad de detenciones, secuestros y torturas de luchadores sociales y de simples ciudadanos; pues su tarea de investigación de la delincuencia estaba torcida por un sentido de represión con impunidad e ilegalidad en sus operaciones.
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Sometidos en la parte baja del vehículo uno de los captores revisaba  el contenido de nuestros bolsillos y luego hacía preguntas elementales como nuestros nombres, de dónde veníamos, a dónde íbamos y si alguien nos esperaba. En mitad de las preguntas lanzaba amenazas de muerte:
—Ahora sí se chingan… Esta ya no la van a contar… Vamos directo al panteón… Se me vaya a escapar un balazo…
El que no conducía exigía que mantuviéramos la cabeza baja o no los miráramos, mientras seguía amenazando y preguntando.
En menos de una hora el automóvil se detuvo, el conductor se bajó para reportarse con su superior y el que permaneció de guardia empezó a hablar en voz baja, pero manteniendo el mismo tono de amenaza.
En pocos minutos, regresó el chofer acompañado por otro agente y nos ordenaron bajar del vehículo. El tercero nos revisó tocando la cintura, pecho y junto a los zapatos, como cerciorándose de que no trajéramos ningún arma escondida. Al terminar la revisión les dio el visto de pase a los captores para que nos condujeran hacia un edificio grande, donde luego vimos a un “comandante”, el sobrenombre usual para sus jefes.
De nuevo nos advirtieron que estaban armados, y de modo ostentoso uno ocultó la pistola en el bolsillo para que lo viéramos y estuviéramos ciertos que no mentía:
—No intenten escapar, a la menor resistencia suelto el balazo.
Un captor tomó a cada uno del cinturón y nos señaló avanzar hacia un edificio grande con siglas de la Procuraduría en el frontispicio. El sol de mediodía parecía dormido.
En una explanada y las escaleras antes del edificio había varias personas caminando, simples ciudadanos no sospechaban lo que sucedía bajo sus narices o funcionarios y administradores policiacos que se movían conforme a entendidos cómplices.
Dentro del edificio nos condujeron hacia una escalera lateral y luego por un pasillo largo. Un agente armado nos detuvo a distancia mientras otros tocaban una puerta de madera solicitando audiencia y ahí se quedaron esperando.
A nosotros nos colocaron con la cara contra la pared blanca y lisa, mientras esperábamos  apareció otro desconocido que traía esposas metálicas, que nos colocaron con las manos en la espalda.  Sentí el metal frío jaloneando las muñecas mientras sonaba un click del cierre.
No tardó en abrirse la puerta y los agentes se reunieron con su superior y entonces observé que cargaban dos pequeñas maletas, las que usamos en el viaje (en el momento de la captura no observé que las habían tomado). Tras la puerta cerrada parecía que el dueño de la oficina regañaba a los captores. En un minuto regresaron por nosotros y nos introdujeron  a esa oficina. Cerraron la puerta y el jefe les indicó que nos sentaran junto a su escritorio, uno grande de metal y madera, sobre el cual tenía nuestras identificaciones.
Este comandante empezó presentándose con amenazas, aunque con tono de voz tranquilo y mirada fría, frunciendo el entrecejo como enojado:
—Aquí se chingan, no estamos para tolerar subversivos ni parapetos. Cualquier cosa que hayan hecho nos vamos a enterar, aquí no andamos jueguitos.
Guardamos silencio y luego empezó a preguntar. Yo respondí:
—Nuestra organización es legal, rechazamos cualquier acción violenta o armada, somos un partido legal.
En un momento del interrogatorio el jefe preguntó al subalterno:
—¿Y a este por qué lo trajeron?— y me señaló con el dedo.
—Estaba con el otro detenido; mi comandante.
Volvió a dirigirse a mí:
—Una organización legal puede ser un parapeto— y sonrió como si tuviera una idea pero solamente poseía una palabra y repitió despacio—, dije “parapeto”.
Respondí:
—Nuestra organización es conocida, participamos en las elecciones, no hay nada ilegal.
Luego se dirigió hacia Juan:
—A ti te estábamos buscando. Eres una “ficha”, tienes antecedentes. Creo que no fue suficiente lo que pasaste encarcelado y viene más…—puso una pausa y miró directo al otro detenido esperando respuesta.
—Ya pasé muchos años en la cárcel y fui amnistiado.
El jefe respondió:
—El árbol que nace torcido, nunca su rama endereza.
Primero una palabra “parapeto” y luego un dicho popular, este jefe sonrió con satisfacción. Miró un expediente y preguntó con autoridad a los captores si encontraron algo de interés, y por respuesta le llevaron la pequeña maleta que usó Juan. El subordinado sacó de su bolsillo una navaja de explorador indicando que la encontró dentro de la maleta.
Al jefe se le volvió a iluminar el rostro:
—¿De quién es?
Juan levantó la mirada y dijo que suya.
El jefe la abrió y cerró, pues era abatible y dijo entre dientes:
—Demasiado pequeña.
Uno de los agentes le acercó las maletas de viaje y hurgó buscando entre la ropa. Lo único extraño que encontró era un trozo de madera con similitud a un cuerpo caricaturizado. El jefe preguntó si era para una brujería.
Contesté que eso era un simple trozo de madera que encontré en la playa y  lo guardé por su figura tan curiosa. Lo volvió a guardar y no encontró nada interesante dentro de las maletas.
Respiró hondo, se quitó el saco que le quedaba holgado, lo puso en un perchero junto a la pared. Soltó los puños de la camisa con calma y los arremangó. Volvió a su silla y sonrió, como si hubiera recordado algo importante que estaba en su escritorio.
Abrió un cajón grande de su escritorio y sacó una pistola gris, y dijo dirigiéndose a Juan:
—No solamente la navaja, esta también es tuya.
El aludido calló y bajó la cabeza, con un gesto de espanto difícil de interpretar.
El comandante se incorporó ligeramente y se dirigió a mí:
—¿Y tú nunca la has visto?
—Esa arma nunca y, además, le puedo decir que jamás he disparado una pistola, me puede hacer una prueba de radizonato, —miré de frente y debí sonreír con insolencia mientras terminaba mi frase— jamás he disparado un arma.
El comandante se sintió contrariado, tomó la pistola de lado, avanzó de un salto y lanzó la mano y culata contra mi cabeza. Por reflejo retrocedí un poco y así el golpe no fue tan contundente. El metal contra el cráneo hizo un sonido breve que rebotó con las paredes del sitio.
Comprendí mi imprudencia: no debe uno retar a esta clase de tipos, ni con el gesto ni ganando una discusión. Mejor parecer corderos y perder las discusiones que no el pellejo.
Con tono autoritario y frío el comandante:
—No me conocen, repito, no me conocen. Aquí mando yo, y no se mueven las moscas sin mis órdenes. Así que no me aclaran nada si no les pregunto.
Por fortuna había sido un impulso momentáneo y el policía contuvo su arranque agresivo. Dio dos pasos y regresó a su silla.
De momento sentí poco dolor en la cabeza y no me quejé.  
Guardó la pistola en el cajón, respiró lento y marcó un número. Al interlocutor lo trataba de “mi jefe” y confirmó la captura:
—Tenemos al que buscábamos y al otro (se refería a mí) no sé por qué lo trajeron, no tiene antecedentes que no sean políticos.
Tardé en comprenderlo, aunque el hecho era evidente. No me buscaban, es decir, los captores no traían una orden contra mi persona y eso era afortunado. Pensé “soy como el convidado de piedra”.
Colgó el auricular, un modelo viejo de bakelita negra, al estilo de los aparatos de la monopólica American Telephone & Telegraph (ATT por sus siglas) y mandó a que nos sacaran de su vista.
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OSCURIDAD COMPLETA
Los mismo tres agentes nos condujeron hacia un nivel bajo por pasillos húmedos y con olor a viejo; un aroma de descuido (rancia mezcla de madera, cemento y polvo) que conservaron los sitios relacionados con la seguridad o justicia del Estado mexicano.
Avanzamos en silencio; esta vez, los tipos nada preguntaban y sólo daban breves indicaciones. Terminamos el recorrido por el interior del edificio en un pasillo oscuro, junto a un umbral que semejaba un sótano. (Anotación posterior: ¿Qué es un sótano? Basta su indicación para revelar un secreto, especie catacumba hipotética o hasta un crimen. ¿Conoces el “barril del amontillado de  Poe? Basta descender hacia un sótano para imagina un crimen, una desgracia irreversible. La oportunidad hace al ladrón, luego ¿qué provoca un sótano?
Imposible resistir con las manos atadas a la espalda.
Ahí nos vendaron los ojos, con el tipo de vendas delgadas y flexibles que usan los médicos para aliviar las torceduras. Un tipo con movimientos bruscos y frases cortas procedió:
—No se mueva.
Con amenazas breves nos indicaron que guardáramos silencio y esperáramos.
Silencio y oscuridad: los compañeros de la muerte. Así miran los muertos desde sus ataúdes; desde el silencio miran, desde el silencio eterno; observar desde la oscuridad; vecinos del abismo.
Oscuridad completa.
Paso de un tipo aleándose, más pasos alejándose. Por el sonido, deduje quedó un vigilante.
Al rato llegó otro agente que hizo un interrogatorio elemental, preguntando nombre, ocupación y de dónde veníamos. Pasaron los minutos y nos indicaron sentarnos en el piso; siguió el cronómetro avanzando en oscuridad y silencio.
Nos trasladaron por un pasillo y nos recibieron otros tipos, que de nuevo nos indicaron guardar silencio y preguntaron si ya necesitábamos ir al baño.
Comprendía una “última cena”, como se concede a los moribundos, cual Cristo concedió a sus apóstoles. ¿Una última visita al baño? Sonó ridículo y sin sentido, una comedia antes del paredón. Sentí que era una burla.
Como yo dije que no, un captor insistió en que fuera al retrete, pues esa era la última oportunidad, una especie de última cena. Comprendí que era una indicación forzosa. Sentí una mano áspera levantándome del brazo y luego una pistola en la nuca. Avancé con temor bajo la oscuridad artificial, conté unos cuantos pasos. Ya en el baño el captor le gritó al otro que necesitaba quitarme por un momento las esposas. Mientras esperaba empezó a preguntarme con tono de un adolescente travieso:
—¿Por qué te trajeron aquí?
Mis respuestas breves no le satisficieron y objetó:
—Algo gordo habrás hecho, aquí no acaba cualquiera.
Entró otro tipo al baño y liberó mis manos, con la advertencia de “no intentes nada”. Puso un arma contra mis costillas mientras me empujaba a ciegas hacia la taza del baño. Tras otra advertencia quitó la venda y el aspecto blanquecino del sitio molestó la visión. Los azulejos cuadrados del sitio parecían querer brincar.
Por esa luz artificial supuse ya había caído la noche.
Intenté tranquilizarme y mandar la mente a un sitio lejano, fuera del absurdo de esa captura.
Sonó el ruido del insignificante chorro; la vejiga no estaba en huelga.
El tipo miraba mis espaldas con desconfianza. Reclamó que apurara.
Al terminar me colocó las esposas y apretó la venda contra las cuencas de los ojos. Mientras colocaba ese tapaojos sentí el dolor del golpe en la cabeza, una protuberancia y algo de sangre en el costado superior, entre el pelo. No debía ser notoria la herida.
De nuevo en un pasillo indicaron me sentara en el piso.
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Pasaron algunos minutos, los tipos platicaban en voz baja.
Escuché que levantaron a Juan y lo metieron al otro lado de una puerta; también oí el paso de más personas que murmuraban. Yo no traspasé esa puerta, me dejaron sentado en el mismo sitio.
De modo episódico escuche algún grito y quejido. Temí que hubieran empezado a golpear a Juan. Después de unos quince minutos lo sacaron.
Por lo que percibí sí lo habían golpeado. Lo pusieron cerca de mi y su respiración era agitada y con resoplidos, como conteniendo un lamento.
En voz baja, casi un susurro:
—¿Estás bien?
Minimizó lo sucedido:
—Más o menos, no fue tanto.
—Sh, no hablen —dijo como murmurando un tipo— mis jefes son enojones, calladitos es mejor.
A ratos había un gran silencio, a lo lejos algunos pasos; luego volvía la respiración del compañero de infortunio, sonaba agitada y como si fuera un lamento.
Se acercó un captor y nos ofreció agua. Me di cuenta que había pasado el día entero sin comer ni tomar agua, la boca estaba reseca pero no sentía hambre. Quitó un momento las esposas y colocó un vaso de agua. El sabor me hizo pensar que era simple agua del grifo. No importante de donde venía, era agua.
Bebí despacio. Volví a imaginar una cena, como la última pintada por Leonardo Da Vinci. Terminé.
De nuevo las esposas. Más minutos, más silencio.
Luego otro captor trajo algo y me puso un suéter ligero que era parte de nuestra ropa dentro de la maleta del viaje. También le quitó un momento las esposas a Juan y le puso otro suéter ligero.
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El reloj debía estarse paralizando, transcurrieron minutos que se volvieron horas y no sucedía nada.
Solamente oscuridad y ruidos, sonidos lejanos; pasos yendo y viniendo.
Entraron y salieron captores.
Las piernas empezaron a adormecerse… el hormigueo crecía y descendía.
Dos tipos volvían a hacernos preguntas elementales, sin interés, como para pasar el rato de ocio.
Ellos esperaban la llegada de algún superior.
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Una voz ordenó que nos trasladaran.
Me conducían por el brazo y luego ordenaron que bajara la cabeza para colocarme en la parte de atrás de una camioneta. Era un piso de camioneta alfombrado.
Por el sonido y las vibraciones del suelo se sabía que el vehículo avanzaba rápido. La plática entre los captores se convertía en un rumor.
En menos de media hora cambió el sonido, se sentía un eco, como si atravesáramos un túnel y, al mismo tiempo, el trepidar de unos topes vibradores para reducir la velocidad sucedió tres veces.
Terminó el movimiento y un sonido de manijas indicó que nos sacarían. Una mano me tomó del cuello y dio breves indicaciones para descender, luego para seguir caminando.
Mientras avanzaba escuché un saludo seco y un chocar de tacones como si alguno fuera militar.
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Viento frío, nocturno sopló. No caminé mucho.
Sonó una puerta que se abría.
Mi ruta terminó en un cuarto desde el cual se escuchaba de modo distorsionado el tormento que empezaron a causarle a Juan.  Los ojos vendados incrementan la agudeza del oído y debió haber alguna pared que evitaba la claridad en los lamentos, pero un alarido siempre se distingue.
Sentí un gran miedo. ¿A qué hora vendrían por mí?
Los dos que me custodiaban platicaron entre ellos quejándose de que estarían la noche en vela. Y comenzaron a amenazarme y exigirme que les dijera alguna verdad, aunque ellos no sabían que preguntarme.
—¿Qué te robaste?
—No estoy aquí por robo, esto una cosa política. Estoy en un partido político.
—Aprovecha mejor el tiempo y dime qué robaste, no se me vaya a escapar un balazo.
Detuvieron su interrogatorio en pocos minutos cuando no encontraban nada interesante en mis respuestas o quizá se acercó alguien en quien no confiaban. Empezaron a platicar entre ellos de deportes y luego se empezaron a adormilar.
Después pareció que habían sacado a Juan hacia otro lugar, pues escuché movimientos, pasos, algo arrastrándose y luego un silencio largo.
Un gran silencio provocó que el miedo surgiera  y preguntarme si ese era el último día. Visualicé a una madre situada a enorme distancia lanzando un ramo de flores sobre una tumba vacía; la tumba de arena suelta, un hueco cenizo, emanando vapores que se disipan en un atardecer sin pájaros. Sentí a un padre moviendo las manos hacia el horizonte nocturno, el sol ha desaparecido y no volverá; con las manos intenta escribir sobre el aire el adiós con una pluma sin tinta.
El frío de la madrugada se colaba entre la delgada tela de los pantalones. ¡El tiempo pasa tan lentamente y cualquier sonido me sobresalta! Lucho contra el temor. El mismo tiempo coagulado permite iniciar y reiniciar esa lucha, una y otra vez, hasta que siento sosiego. Inútil sufrir, inútil lamentarse. Al menos que mis captores no vean temor ni disfruten de su victoria (o cualquier cosa que eso signifique para ellos).
Las articulaciones molestan por tanto frío. Ayer la costa y su calor, hoy la madrugada gélida, los aires de cumbres nevadas que descienden en invierno. La temperatura de esta ciudad resulta extraña.
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Sentí la pesadez cubriéndome y no una falsa impresión, sino la certeza de que esperábamos  bajo tierra; el sitio debía conectar con algún subterráneo o por completo estar bajo tierra. Si basta un sótano para indicar lo lúgubre ¿qué representará un enorme lugar bajo tierra? Una guarida colosal, un búnker militar, el escondite del villano de las películas… Un olorcillo a humedad, a trazos de tierra húmeda, próxima a las raíces, justo como huele cuando se escava bajo un árbol. Daban ganas de toser con ese olor, pero lo evité.
Cada vez había más frío y uno de los custodios se despertó, profirió alguna maldición sin sentido y me empujó por el hombro para verificar si estaba dormido.
—¿Sí?
—Nada.
Escuché cómo caminó en semicírculos mientras soplaba sus manos para calentarlas.
Al rato llegó un tipo con voz ronca dando instrucciones para conducirme hacia otro sitio.
Entre sus propios bostezos los captores caminaron hacia otro vehículo y me introdujeron en la cajuela. El cuerpo plegado, agazapado como dentro de un catafalco. Al colocar la cabeza rozo contra un extremo y vuelve a molestarme la herida, no es intenso cuando no toca una superficie dura. Otra indicación triste o terrible. Arranca el vehículo y el olor de una mala combustión se colaba por algunas rendijas. Uno supone que la cajuela es un sitio hermético y quedar ahí transportado desmiente esa idea.
El viaje me pareció más largo. ¿Conducido hacia una cárcel clandestina? ¿Una cárcel ordinaria o unos separos? ¿A un paredón? La incertidumbre me giraba en la cabeza y luchaba por calmarme. El cansancio pesaba, pero tampoco sentía sueño. Afuera escuchaba algunos vehículos transitar.
Un freno súbito.
Cuando abrieron la cajuela el ambiente era menos frío: se aproximaba el amanecer.
En la cercanía escuchaba pocos vehículos, casi toda la ciudad seguía dormida.
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EN SOLEDAD COMPETA
¿Se había dado cuenta mi familia del secuestro del que fuimos objeto? Esperaba que sí. Esa era mi principal expectativa.
Pronto subimos unas escaleras. No sentía la presencia de Juan y pregunté en voz baja:
—¿Vengo yo solamente?
—El otro ya se fregó. No lo van a saltar. Pero —sentí la sonrisa burlona— no te preocupes… te va a ir igual.
Se rieron otros como si hubieran contado un chiste, aunque sin ganas. También debían estar medio dormidos.
Conducido por el brazo avanzamos un breve trecho.
Tocaron insistentemente una puerta de madera hasta que alguien los atendió. Quien abrió se quejó de la hora temprana:
—Estaba dormido.
—Eres un flojo güevón. Imagina que hubiera venido ahorita conmigo el jefe, porque te tocaba una madriza.
Se volvieron a reír.
Escuché cerrarse la puerta y caminé unos pocos pasos.
Alguien tomó mi cabeza, con certeza para examinar las vendas.
Adentro del sitio indicaron que me acostara sobre unos cartones. Se notaba que eran cajas de cartón abiertas, con la huella de los suajes. Me acomodé como mejor pude y estiré mi anatomía. En ese sitio no se sentía tanto frío como en el anterior, pero debía tener unas ventanas grandes pues el rumor de la calle se filtraba.
Caí en un sopor entre la frontera del sueño, hasta que alguien más llegó.
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Una voz muy ronca se dirigió hacia mí y preguntó por mis vendas en la cara. ¿No estaban demasiado apretadas?
—Un poco.
Al retirar vuelta a vuelta la tela sobre la cabeza, sentí alivio.
El mismo tipo les dijo a los demás:
—Debe estar menos apretada y no tocar esta herida.
Luego quitó las esposas y las sustituyó por otra venda, y comenzó a preguntar si estaba muy apretada y la terminó poniendo más floja.
Se dirigió a los demás tipos:
—Ni floja ni apretada. La venda no debe dejar huellas, si no al rato habrá problemas.
Era un gesto amable, cuidaba la comodidad del prisionero. Entre tanta rudeza parecía el primer gesto de bondad, pero sentí un escepticismo crudo.  
El tipo de la voz extremadamente ronca apareció en otra ocasión y volvió a aflojar vendas, dando un ligero regaño al encargado. Sin embargo, sentí que su amabilidad era engañosa, como un médico nazi que cuidase a los judíos en un campo de concentración  para prolongar su agonía.
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REGRESAN A JUAN Y VERBENA DE REYES
Recostado sobre los cartones caí en una especie de sopor, un dormir sin sueños; inquieto y temeroso que despertaba con pequeños ruidos y volvía a caer en el sopor.
A la distancia se filtraban sonidos agitados, como de una fiesta, una multitud que se aproximaba. Esos sonidos no estaban próximos, debía haber espacio (luego comprendí que ese espacio exterior era la explanada abierta de la Delegación Venustiano Carranza).
Unas horas después un magnavoz con toda claridad anunciaba los festejos de verbena para la noche de Reyes en la Delegación Venustiano Carranza. Una multitud para observar el espectáculo festivo que le ofrecía el gobierno de la ciudad estaba tan cerca y, sin embargo, tan lejos e ignorantes de nuestro destino.
Al desaparecer el frío de la mañana quedé bien alerta. Empezó a correr tiempo de la percepción.
Perecía que solamente estuviera un guardia y si había otro debería estar durmiendo calladamente. Si yo hacía algún sonido ligero se acercaba un captor y repetía que debía guardar silencio, que luego llegaría algún encargado.
Una voz de señor mayor imploró desde la habitación contigua que lo llevaran al baño; tras varios ruegos, señalando que no aguantaría más, logró su cometido. Y empezó a lamentarse que él era inocente y no había robado ninguna residencia. El guardia solamente le pedía se callara. Por unos minutos, el señor mayor guardaba silencio y luego se quejaba. Se repetía la amonestación y el silencio. Así, sucedió varias veces.   
Entró otro captor y el de guardia le solicitó un periódico y comida, por respuesta el visitante le preguntó si los atrapados habíamos comido algo y el otro respondió que no. Salió y volvió unos minutos después con algo que olía a tacos con crema y salsa picante. Vino el sonido de mandíbulas y bolsas abriéndose.
Después de que comieron el nuevo se acercó y me preguntó si no tenía dinero para comprar comida, la respuesta era obvia:
—No siento nada en mis bolsillos.
—De todas maneras voy a revisar.
Y esculcó y encontró una moneda menuda que pasaba desapercibida en una revisión superficial.
—Con esto no alcanza para nada; quizá en la noche traigan algo de comida.
Así comprendí que el alimento escaseaba ahí. Al rato reflexioné que eso de buscar dinero en los bolsillos de un detenido conducía a dos interpretaciones: improvisación o descaro. Sacar dinero como sea: el espíritu del descaro. Un grabado de Francisco de Goya representa a una dama que extrae los dientes de un ahorcado, y lo hace debido a una acción supersticiosa para obtener un talismán. Esto se parece, pero es más pedestre. Los tipos captores intentan sacar alguna moneda. La otra indicación era una improvisación, pareciera reinar un desorden en los actos, no somos tratados según un plan; nos traen de un lado a otro, los captores se mueven sin plan determinado. Sospeché que ese sitio no implicaba un dispositivo de guardias seguros, sospechaba… con temor.

Debía ser el atardecer, con la verbena popular de Reyes Magos en plenitud, cuando trajeron a Juan. Un captor con voz autoritaria ordenó a quien guardaba el sitio, que dejara a “los políticos” (nosotros) en un cuarto separado, el mismo donde ya estaba yo. Uno de los agentes nuevos junto a mí colocó recostado a Juan (en ese momento no lo sabía con certeza).
Luego preguntó si había ido al baño y dije que no, en seguida el por qué y respondí que no tenía ganas. Preguntó si había comido y el de guardia se adelantó con la respuesta:
—Ni a mí me han traído.
Murmuró y salió del sitio.
Al rato regresó con un refresco y un sope; debió de comprarlos en la verbena. Me sentó y advirtió que soltaría las vendas de las manos, pero no las de la cara:
—Te vas a comer esto, sin hacer ningún movimiento brusco: estoy observándote.
Repitió el mismo comentario con Juan. En ese momento sentí alegría de que trajeran al compañero de desgracia, había temido que ya nunca regresara.
El sabor de un refresco de naranja, simple y corriente, de agua carbonatada y gusto artificial, resulta extraño luego del desvelo y privación de los sentidos. Bebía a sorbos pequeños, el gas se expandía en el estómago, inflado con un ligero calambre. El taco: una tortilla fría y carne barata con salsa picosa. Esa carne traía grumos y grasa, con sabor aceptable, pero se me atoraba en la garganta, por efecto de la tensión prolongada.
**
Nos acomodaron cuerpo con cuerpo y hubo oportunidad de platicar en voz muy baja con Juan.  Pregunté:
—¿Te golpearon?
—En el abdomen y las costillas; también toques eléctricos en los pies, y me ahogaron un rato. Estoy cansado.
—¿Te duele mucho? Ahorita solo las costillas. Espero que ninguna esté rota.
—¿Qué quieren?
—Quieren involucrarme en algo, pero no he hecho nada. Quieren nombres, pero no cualquiera, buscan culpables.
—¿Culpable de qué?
—Buscan guerrilleros.
—No hay nada de eso, la organización es legal —y luego de afirmar, le pregunté por mi temor— ¿Cuándo me toca?
—No lo sé, buscan a gente armada, tú nunca lo has sido. Estuvo bien eso de que “háganme la prueba del radizonato”. ¿Te duele la cabeza?
—¿Por qué lo dices?
—El golpe con la cacha.
—Ya se me olvidó, casi no lo siento.
—Guarda fuerzas, esto del cautiverio es duro.
Vino un guardia y nos mandó a callar, pretendía dormir.
Afuera en la distancia sonó el estallido de fuegos artificiales y los comparé con la existencia: ¡Es tan breve! ¿Cuánto faltaba para el final? Hubiera querido vivir más. Imaginé la fiesta popular afuera, con gente inocente y simple, ignorante de las entrañas de la represión; vagaban en familias y los niños suplicaban por ricos elotes o algodones de azúcar; los mayores exigían ponches con un piquetito de licor; devoraban con apetito los antojos fritos con masa de maíz. La lejana fiesta me entretuvo mucho y mejoró el ánimo. El amigo estaba al costado, adolorido pero entero. Afuera la multitud, esa masa adorada por los líderes de izquierda, buscando ser redentores del pueblo sencillo, para liberarlo de la pesada carga de miserias. Recordaba la infancia, en esos días tan especiales y ansiados, cuando las ferias ambulantes se instalaban en las afueras de las iglesias o parques públicos. Distintos olores y luces multicolores invaden el espacio; y los adultos son más complacientes que de costumbre. Los juegos mecánicos guiñan el ojo, invitando a una visita rápida para marearse y gozar con el mareo.
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NOCHE DE REYES
Noche del 5 de enero: una celebración oficial se confunde con la noche de Reyes; es el gobierno al servicio de la religión principal del país.
Los ruidos de la calle mantenían intensidad: según nuestra tradición católica es la noche antes de Reyes. Muchos padres están de compra hasta la madrugada, buscando el regalito del último momento.
La tradición de la Navidad compite por desplazar a la de Reyes; esa navideña viene de los países nórdicos y protestantes; los Reyes son tradición del área católica. El efecto la publicidad favoreció la implantación de nuevas costumbres, pero las caras felices de los niños con sus regalos son, en esencia, las mismas. Los captores algún día fueron niños. ¿Qué se torció en su camino?
Cambiaron de guardias, pero este nuevo se lamentó de que sus hijos no lo vieran en día de Reyes y su esposa estaría enojada. El que se fue se alegró y le dirigió un insulto burlón:
—Al más pendejo le toca la peor guardia.
—No es justo —se quejó el que permanecería esa noche— velar con tanto frío y una méndiga cobija.
Curioso sentido de la justicia tenía ese tipo. Los prisioneros no teníamos, silla, cobija ni nos esperaba un final de turno. A sus pies estábamos atados y vendados, pero él se sentía la víctima.
Siguió muchas horas el ruido de la verbena popular, por altavoces se escuchaban mensajes oficiales, de patrocinio de la celebración. Un mensaje recordando la Estado (que debiera ser laico) y otro plegándose a la creencia popular, de otro modo la doble cara del Estado.
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Lentamente el bullicio cercano se disipa, pero no desaparece. Incluso se escucha el desarmarse de los locales móviles metálicos. Los vendedores nocturnos también se dirigen a hacer compras nocturnas. Los regalos, para muchos se compran de último minuto. De modo constante se escuchan vehículos… Para muchos padres resulta una tradición hacer la compra en la misma noche de Reyes, sobre todo, cuando no alcanza el dinero o no existe modo para esconder una bicicleta que regalará. En esos días las bicicletas eran un juguete codiciado, también las muñecas grandes y los balones de futbol.
Al irse extinguiendo el ruido de la verbena popular, se escuchaba mejor el paso de vehículos. Sentía curiosidad por los pensamientos ilusos y alegres de los progenitores cruzando la ciudad para comprar  una alegría enorme a sus pequeños. ¿Imaginaban el país donde crecerían sus hijos? ¿Sentían la enorme injusticia social del mismo modo que yo la percibía? La inocencia siempre ha sido una justificación, de ahí la horrible leyenda de la muerte de los inocentes; la imaginación católica reelaboró una leyenda popular y colocó en la mano del rey Herodes un designio siniestro. El rey matando infantes representa la prepotencia mancillando la pureza e ingenuidad de las nuevas generaciones; así sucede cada vez, una nueva generación sin prejuicios ni respeto por el Poder establecido exige un cambio completo y total… La respuesta del rey (ahora el Poder civil, sin privilegios de sangre que lo escondan) es automática y terrible: acallar el cambio, aferrarse al trono. Cuando rompe las barreras éticas, el Poder pierde su justificación. Las épocas cambian, pero los dramas arquetípicos se repiten, nuestro grupo representa a la juventud, continuidad de la gran impugnación del año 68. Los oscuros tipos que actúan por motivos ocultos representan la parte caduca del Poder, la reacción de violencia por reflejo, aunque esto no lo compartan todos los políticos y muchos funcionarios mantengan su honorabilidad en situaciones difíciles.
Pensaba eso y mucha cosas más, mientras sonaban ronquidos suaves… los otros detenidos y quizá también los captores.
Debe estar aproximándose la madrugada y un sopor suave me vence.
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El sonido de vehículos a la distancia anunciaba el amanecer del jueves 6 de enero.
El frío se disipaba de modo extremadamente lento.
Entraron dos o tres captores, haciendo ruido con los pies y bromeando entre ellos, bromas sin sentido, burlas con albures.
Nos incorporaron y revisaron las vendas. Uno las quitó y volvió a poner despacio, colocando las manos atadas al frente. Su voz ronca parecía conocida, sus manos ásperas provocaban temor pero las usaba con delicadeza. De nuevo pensé en el médico nazi.
Juan se queja de dolores en el pecho, lo hace en voz baja. El de la voz ronca lo revisa, da su opinión que no parece de médico:
—De esto no te vas a morir.
Nos indican pasar al baño. Lo hacemos.
Un guardia pregunta por el desayuno. No hay, le responde otro.
El de voz ronca dice que es hora de irse de ahí.
Nos llevaron hacia la salida, caminamos a ciegas con paso torpe y lento.
Ya afuera alguno de los tipos, alguno que nos estaba esperando se refirió a mi persona:
—Ese no va, a ese déjenlo ahí.
—Está bien.
—Esperen órdenes.
Sentí un alivio egoísta, recordé un cuento de unas vacas conducidas al matadero, que avanzan tristes y convencidas de su destino. Las vacas murmuran su desgracia, en eso una tiene una ocurrencia y les dice a sus amigas: “Abandonemos este camino, es para nuestro mal”. Las demás le responden: “Quiere sacar ventaja con tu mala actitud” Se complotan en la sacan de la fila. La disidente termina expulsada y no llega al matadero. El cuento es inadecuado, sería mejor dedicarlo a la especie de borregos. No importaba, sentí alivio.
Fui regresado y me sentaron sobre los mismos cartones.
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“SOLAMENTE NOS INTERESA EL BOTÍN…”
En el otro cuarto un guardia interrogó a un detenido:
—Vas a confesar de una buena vez.
—Soy inocente, no hice nada; soy de los suyos, he trabajado en la policía —la voz era casi de anciano, gruesa y débil en una sola mezcla—; pregunten con el capitán Ramírez, él sabe que soy inocente.
—Tus cómplices te denunciaron, —estás hundido— solamente nos interesa el botín y si no confiesas…
Ese casi anciano comenzó a sollozar y el captor se quejó:
—Ni aguantas nada, espérate a que te demos toques eléctricos y entonces sí lloras.
Escuché dos bofetadas y berreó con más fuerza, hasta que se cansó.
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Entró otro guardia y con tono festivo dijo:
—¿Este es el viejito llorón que esconde su botín? Ahorita mismo lo frío.
Volvió a gimotear y parecía retorcerse contra el piso. Luego cesó el jaloneo. Entró otro guardia y mandó a detener cualquier acción contra ese viejo:
—Esperen instrucciones.
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¿Suplicar, llorar, patalear, gemir…? No me aceptaba actuando de ese modo.
Ante situaciones adversas debe uno enviar la mente hacia otro lado; permanecer en el sitio del dolor lo intensifica. Puse el mejor esfuerzo por distraerme comencé a respirar despacio, cada vez más despacio y me acordé de la novela de Vagabundo de las estrellas, donde un prisionero confinado en solitario desdobla conciencia para remontarse hacia existencias pasadas. El personaje se llamaba Stan y en una escena de la novela, los directivos de la prisión jugaban con la palabra stand en inglés que corresponde a levantarse. Obligaban a Stan a levantarse y a sentarse sin descanso, el agotamiento provocado cuando lo forzaban a pararse y sentarse provocaba una especie de trance que desdoblaba su conciencia, hasta remontarlo más allá del presente.
Era el mediodía y un buen vagabundo de las estrellas usa como aeropuerto la noche. Habría que esperar.
Sentí una gran pena por el compañero Juan, una siguiente sesión de tortura debía ser el episodio de ese día. ¿Qué lograrían? No entendía la situación, suponía que lo obligarían a inculparse. Si ese era el objetivo de los contrarios ¿Para qué resistirse? Era mejor jugar a la firma falsa, a la confesión arrancada a fuerzas. Resultaba conocido que el sistema legal-judicial mexicano poseía esa falla, al considerar la confesión como una “prueba reina”, de tal modo que bastaba arrancar una confesión para que un juicio se armara y resolviera sin ninguna prueba verdadera. El viejo chiste representaba esa falla estructural del sistema: “Ahí tienen que concursan tres cuerpos policíacos internacionales. Los alemanes realizan una misión y traen a un nazi prófugo tras dos horas de investigaciones. Los norteamericanos hacen una misión y en una hora atrapan al jefe de espías rusos de la KGB. Los mexicanos en quince  minutos traen a un elefante del zoológico muy golpeado y declara el paquidermo:
—Yo maté al Presidente Kennedy, se los juro por mi madre.”
Supuse que ese hombre mayor que lloriqueaba y clamaba haber servido en la policía era el elefante confesando.
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En la ociosidad, abandonado sobre los cartones en el suelo me entretenía pensando. Recordando mis textos, la expectativos de una juventud… El Che no era mi modelo, contra lo que se imagina de la izquierda de esos años. El estilo de un ícono semibárbaro (más en el sentido de imagen visual, que en otro sentido) resultaba repulsivo. La simpatía por la Revolución Cubana, para algunos no era bastante. El escepticismo por el callejón sin salida de la dependencia soviético, no representaba una esperanza. Prefería imaginar una sociedad más prefecta, levantada por un movimiento de masas proletarias más avanzadas. El guía ideológico era Trotsky el compañero de Lenin que no se corrompió con la burocracia soviética, debió salir de la URSS y fue asesinado en Coyoacán… Recordar los pasajes relevantes de El capital de Marx para pasar el tiempo, remembrar pasajes de los escritos de Lenin, el excelso político práctico. Intentaba sacar mi mente del encierro, mantenerme optimista y suponer que afuera se estaban moviendo los compañeros.
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Sin sentirlo, el día jueves 6 de enero declinaba. Sonó un ronquido ligero, el bramido inconsciente del compañero de desgracia.
Recordé una visita al zoológico con leones somnolientos al mediodía; bramidos de fieras que ignoran a la gente, porque la gente es el verdadero animal peligroso, no el felino gigante. Decía Hobbes que el hombre es el lobo del hombre, creyendo (sin datos de zoología) que ese animal es una fiera sanguinaria, que no respeta a sus congéneres. Es un error, lo lobos forman manadas unidas, sus enemigos están afuera. Por el contrario, los humanos se desgarran en luchas fratricidas, rompiendo las cadenas de la moralidad.
El silencio cada vez era más hondo y el frío crecía. Ninguna cobija para el cuerpo, solamente un cartón entre el mosaico y uno.
Empecé a soñar en una nevada donde los leones se convertían en osos polares y después las paredes se disolvían, los objetos se desmoronaban como hojas al viento y dejaban ver una realidad superior[5]. Un más allá se insinuaba como rayos lejanos, luminarias y un flujo de ideas se conectaba hasta el presente. Una fuerza distante se abría paso entre ese panorama y señalaba hacia el futuro: un instante tan lejano que nadie alrededor adivinaba. Eran una especie de ojos de futuro, señalando hacia un más allá de los ladrillos de las paredes, indicando una vía de escape. Quería escapar, pero el futuro señalaba hacia la paciencia, el viacrucis no terminaría tan pronto.  Una mirada sonriente e interesada, precisamente en mí proveía desde un lejano futuro y fraternizaba; esos ojos eso eran un gemelo de espíritu, una copia conservada desde mi momentánea desesperación.
En la poesía se aceptan los vasos comunicantes, que nos ligan a la más lejana estrella desde el día del nacimiento. En la hora del encierro, surge otro vaso comunicante, tan etéreo como definido, una conexión más allá de las estrellas sobre la negrura de la  noche; surge otro Carlos casi un gemelo, pero más allá de estas limitaciones. Ese otro principio personal (un Ego o Ente) sonríe desde la distancia infinita, desde lo que no ha sucedido, desde el futuro imposible y exige que yo sea paciente. ¿Debe ser paciente el insecto clavado por un alfiler? No le queda de otra.
Un ruido interrumpió mi sueño. El brazo me estorbaba, lo intentaba acomodar sin resultado.
Pensé en la clase de pesadilla que resultaba para mi padre saber que su hijo estaba secuestrado. Él era muy sensible, de principio a fin era un artista, afinando su sensibilidad ante los mínimos aleteos de una mariposa o descifrando el gesto de un vicio disimulado. ¿Él estaba listo para la brutalidad descarnada? De ninguna manera, él no lo entendería; su razón lo descifraría, su corazón no. Recordé que inventó un curioso personaje de ficción policiaca que llamó el Escorpión al Asecho. Ese Escorpión era capaz de descubrir al culpable de un crimen bajo el mínimo gesto de un bostezo. ¿Qué clase de salvajes teníamos bajo el uniforme de policías en nuestro país? No era todos, pero bastaba el absurdo de estos policías políticos para decepcionarse de la estirpe policíaca y hasta de la humana.
Los rudos y torpes policías que nos mantenían secuestrados parecían no buscar nada concreto, sino persiguiendo un gesto absurdo, pues detenernos era desafiar una Amnistía presidencial y —hasta el más tonto lo sabía— la máxima autoridad en el país era el Presidente. ¿Algún jefe policíaco de los beneficiados de la “guerra sucia” se había saltado las trancas? ¿Intentaban sabotear la reforma política electoral? ¿Era una venganza personal? La hipótesis de la venganza personal era la más viable y la más terrible; el código de la pasión vengativa no conoce medidas. ¿Quedaba todavía otra hipótesis de una lamentable confusión? Cabía suponer que los jefes de la policía política estuvieran mal informados y tomasen a opositores al azar. Esa hipótesis contenía un lado ominoso: dicen que la estupidez humana no tiene límites, además que una equivocación conduce a otra y más cuando se intenta ocultarla termina siendo más evidente.
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MEDIANOCHE DEL 6 DE ENERO: FRÍO INTENSO
Era de noche, terminaba el somnoliento día 6 de enero y avanzaba la oscuridad con los ecos repetidos de la verbena de Reyes en la plaza.
El cambio de guardias traía tamales y atole, las sobras de la noche anterior.
El prisionero de edad se quejó de que no habíamos comido.
El tipo nuevo me desató las manos y puso un tamal entre las palmas. El atole se le había acabado.
Comí en silencio y agradecí, extrañando lo voz del compañero.
Luego el tipo ató con demasiada fuerza las vendas y la noche entera sentí un latido doloroso en las muñecas hasta que quedaron insensibles.
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Intenté con más intensidad algún viaje mental del Vagabundo de las estrellas, pero me ganaba la preocupación por mis padres y la espera de que los compañeros de partido ya hubieran denunciado nuestra ausencia.
El frío volvió a ser intenso.
El guardia se acercó a husmear y me movió, preguntó algo y aproveché para preguntar si tenía una cobija. Respondió:
—Solo está la mía y la del viejito. Aquí no usamos cobijas para reos. No vaya ser que se suiciden con ellas.
—¿Cómo suicidarse?
—No sé, es pura precaución. Siempre están amarrados.
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Imaginé un suicida que regresa de la muerte. Un estudiante, aplicado y bondadoso. Traía bajo el brazo gruesos volúmenes de econometría y ecuaciones varias para explicarse el sistema económico. Su mirada era cansada, atormentada. Tez morena y facciones regulares… Un suicida es terrible para una familia; los padres se sienten culpables y hasta los hermanos o parientes más lejanos. Surge una culpa colectiva. El suicida marca un rencor, más aún, si no deja una nota final disculpando a la gente cercana, de esas típicas de “No se culpe a nadie de mi muerte…” El caso era impropio, en estos ambientes no existe el suicidio sino la simulación policial, una tortura mal aplicada y uno queda frito, otro queda ahogado.
Volvía a pensar en el Vagabundo de las estrellas y los personajes que nos han antecedido. A veces los héroes de la historia parecen mirarnos fijamente desde su noche eterna, olfateando si fallamos en una búsqueda de honor y vida. ¿Nos pueden guiar? Maquiavelo aseguró en La década de Tito Livio que ante un espejo grande se le aparecían los fantasmas de los personajes griegos y romanos para indicarle su legado. Amarado y vendado no existen los espejos.
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Un lejano rechinido de llantas anunció la madrugada del 7 de enero. Viene el fin de semana, el descanso y (como la rueda de la fortuna) después días laborales normales. ¿Los captores de la DIPD también regularizarían su actividad? Deseaba que no fuera así.
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Entra otro tipo, trae el desayuno a su cómplice. Comen en silencio. Intercambian frases breves.
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Vuelve el silencio. Imagino personajes para no pensar en comida.
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Una sombra ominosa, así sentí ese sol de mediodía, no regresaban a Juan:
—¿Regresarán al otro prisionero?
—No preguntes.
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Otro captor entra. Bromea con el que estaba de guardia y dice algo sobre improvisar toques.
Pasan las horas. Silencio.
Mi estómago dice que ya pasó la hora de la comida y abandonó su punzada de hambre. Bendito sistema de adaptación del mi sistema digestivo: no se queja por hambre.
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Debe haber anochecido y otro nuevo guardia pregunta si alimentaron a los detenidos. Respuesta:
—No me dejaron dinero.
—Al menos dales agua.
—Sí.
Mientras bebía agua simple evoqué una lectura: Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión de Víctor Serge. El nombre revela el propósito de cuerpo completo y las recomendaciones son sencillas: evitar las declaraciones, no intentar mentir, no caer en la simple confirmación, no firmar confesiones a ciegas, etc. En ese escrito no existía ninguna indicación para el caso de quedar secuestrado o una vía ingeniosa para desatarse de las manos. Parecía que la única opción era aguardar y no intentar un escape; el balance del exterior debía obrar a nuestro favor; el nuevo sexenio con De la Madrid a la cabeza se estaba limpiando del pasado represor de Díaz Ordaz y Echeverría; pregonaba una “renovación moral” y prometía profundizar la democracia en el país. Ahora bien, entre el discurso del Estado y la presentación de “hechos” que lo avalen hay un espacio vacío, la ambigüedad del centauro (mitad humano y mitad bestia que ilustró Antonio Gramsci mientras purgaba en una cárcel italiana por motivos políticos y ya nunca salió).
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ANOCHECE EL 8 DE ENERO: UN GRILLO COMO CONCIENCIA
Debe pasar de la media noche, comienza el 8 de enero.
Escucho un ronquido que debe provenir del guardia.
En el silencio profundo de la noche y bajo la venda imagino a las generaciones anteriores de revolucionarios y opositores, también injustamente encarcelados. ¿Qué sintieron ellos?
A ratos siento el cuerpo encajándose contra el suelo. No recordé haber dormido sobre un simple cartón; las honduras y prominencias de mis huesos estorban; la cabeza se ladea demasiado y molesta al cuello. La incomodidad voluntaria del campismo quizá se le parezca, pero ¡qué ambiente tan distinto! Respirar la libertad del bosque, con el murmullo cientos de grillos y una suave brisa meciendo la luna.
De pronto el chirrido de un grillo: los antiguos decían que era la conciencia y también la fue para Pinocho. Un único ejemplar, surge y desaparece, genera un ruido y guarda un largo silencio. Debe permanecer escondido en una grieta, si lo vieran los captores lo aplastarían.
El chirrido breve provoca una especie de eco de habitación desamueblada. A estas alturas sé que este encierro ocurre en habitaciones casi vacías, como tipo oficinas sin mobiliario normal; no estoy en una cárcel ordinaria, sino en una improvisada prisión clandestina.
Vuelve el silencio, el insecto reconoció que ese no era un sitio para él.
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Recuerdo las escenas de cantina cuando visitan los “toques” ambulantes para que los borrachos prueben su valor. Dos terminales eléctricas y una cajita manual; el vendedor reta a los borrachos, y hasta quiere apostar a que ellos no aguantan. Los borrachos entusiastas se retan para atreverse o engañar a un compañerito que desconoce la fiereza de la corriente eléctrica. Es común que sea un acto colectivo, donde varios parroquianos de cantina tomados de la mano soporten la corriente eléctrica. Por un pacto (previo o implícito) el vendedor pone un nivel ligero de electricidad, en ese punto la sensación es de un hormigueo soportable, y, de repente, salta al máximo; entonces, los clientes brincan y sueltan el aparato. A veces, los clientes con la carga en un nivel alto y molesto, gritan y ríen, pues quedan “pegados” cuando la descarga inutiliza las manos. El machismo alcohólico ha perpetuado este juego de los “toques” en las cantinas del país.
¡Qué cerca está ese machismo alcohólico de la tortura!
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Por fin empiezo a caer en un sueño profundo. Desde el fondo disuelto de una cacerola miro caras familiares: mis padres y algunos amigos preguntan por el “niño perdido”, y se lamentan.
En un momento, brinca un brazo y despierto. Estoy inquieto, y recuerdo. Ese sueño significa una noticia: ya saben que estamos desaparecidos. Tan preocupado como agarrado a una esperanza; supongo que ellos tardaron en darse perfecta cuenta de la desaparición.
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Al despertar, las voces de los captores pidiendo dinero (el rescate de los solidados medievales cuando tomaban a un contrincante con riqueza) a otros “inquilinos” de la cárcel clandestina. Han traído a dos personas más, hombre y mujer que no deben pasar de los 30 años. Una voz les exige dinero, ellos se niegan. Al hombre le piden un sitio donde escondió un botín, él niega que exista el botín. A la mujer le exigen un nombre del cabecilla de una banda de roba-casas, ella niega conocerlo.
Quedo consternado y preocupado: no deberían de mezclar delincuentes comunes con políticos revolucionarios; se pierde el sentido de la proporción. Es un despropósito, es una falta de congruencia. ¿A quién le interesa la congruencia?
No están en el mismo cuarto, debe ser al lado. Los tipos hablan fuerte y amenazan. No lo hacen por mucho tiempo, simplemente estaban depositando a los nuevos inquilinos.
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Debe ser mediodía, el clima tibio indica la hora.
Al fin regresan a Juan. ¿Cuál es el motivo de sacarlo toda la noche y traerlo en el día? Parece una rutina extraña.
Sé que es él porque los tipos que están en el cuarto de al lado le piden sus datos generales. De nuevo no hay preguntas específicas. Lo dejan descansar.
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UNA MUJER IMPLORA CLEMENCIA
La voz de la mujer detenida se lamenta e implora clemencia; dice que está embarazada de cinco meses y corre riesgo de abortar. Un captor solicita disculpas y otro la amenaza; uno juega a ser ángel y otro, demonio.
Al menos, el malo no expresa ninguna inclinación hacia el abuso sexual, se reduce a pura intimidación y amenaza de tortura.
¿Qué percibe un feto cuando su madre sufre privaciones y amenazas de este tipo? Nunca antes lo había pensado. Una criatura minúscula en su cápsula de líquido amniótico ¿qué percibe de la brutalidad?
Las agresiones verbales del tipo malo se inhiben con la condición de la mujer, en pocos minutos pierde enjundia y guarda silencio.
Después, varios minutos han pasado, y la madre sufre hambre, suplica comida. El malo objeta, la amenaza que nunca más comerá y el bueno lo contradice. La voz del bueno, ofrece alimento.
Un tipo sale. Vuelve el silencio. Transcurren minutos y el bueno regresa con algo de comer para ellos y lo que sobra darle a la mujer y a otros par de cautivos en el cuarto de al lado.
Escucho con atención, es como una radionovela, solamente voces y tonos. Masticar, deglutir, sorber.
Mi presencia fue olvidada, una hora después de que ha comido notan mi presencia:
—Se me acabó la comida, pero queda algo de refresco, bébalo despacio.
Agradezco de mala gana, disimulo mi preocupación.
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Entra gente y sale.
Los captores me levantan y otro desconocido (tratado con deferencia por las otras voces parece un jefe) me pregunta el nombre y cargo político. Respondo con brevedad y da instrucciones de que no me toquen hasta que él regrese. Escucho otro comentario y distingo que sustrae a Juan como si fuera un bulto, simplemente ordena a un subordinado.
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Debe ser medianoche, inicia la fecha 9 de enero, es domingo. En la madrugada sonarán unas campanas lejanas llamando a misa, para que los pecadores se arrepientan y las almas se purifiquen. ¿Los captores acuden a misa? Con certeza, los tipos se lavan las manos y colocan su mugre bajo el tapete de la conciencia culpable.
Por mi parte, ha transcurrido cinco días sin bañar; el humor de mis axilas debe ser molesto para los demás. El olfato se acostumbra y queda insensible.
Debo estar bajando de peso con esta alimentación mínima, aunque el cansancio me hace sentir más pesado, no más ligero.
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El lejano tráfico volviéndose más episódico suena a un arrullo. Los otros detenidos y los tipos que custodian permanecen dormidos y alguno hasta ronca.
Con ese arrullo de fondo, recuerdo o sueño el desenlace de la novela La vorágine de José Eustasio Rivera, donde se describe el extravío y desgracias de unos recolectores de caucho. Los hechos ocurren en una inhóspita frontera de la selva Amazonas. Ese escenario vegetal cobra una vitalidad demoniaca, mediante el lenguaje literario, surge un viaje alucinado, salpicado de muerte y terror. El desierto de alma (su vacío inmoral, su incapacidad emotiva) dibuja la correspondencia de esa existencia selvática. En cambio, este encierro crea un desierto artificial, sin contacto con lo sentidos básicos y salpicado de una hostilidad de fondo. La novela expone el viejo tema de la naturaleza devorando al individuo; la derrota final ante una avalancha abrumadora de calor, árboles, insectos y bestias… Bajo un influjo selvático con un hálito horrible (digamos casi demoniaco) los recolectores enloquecen, alucinan y terminan matándose entre ellos.
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Amanece y han entrado un par más de voces al sitio; llegan otro prisionero y un guardia más amenazante. De modo escueto interroga a los demás cautivos y los espanta con la promesa de terribles castigos:
—Se acabaron las caricias, conmigo comienza el dolor… ya se chingaron.
A esas alturas no sé si estoy despierto o dormido.

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ESPERANZAS VAGAS Y NOTICIA
Tras estos días de secuestrado creo que en el exterior ya saben de nosotros. La manera en que percibí una indicación de no lastimarme hasta que viniera una orden superior es señal suficiente.
En la organización política deben tener noticia.
Familia y amigos sufrirán por la ausencia.
¿Estamos preparados para esta clase de adversidad? Nos educan en escuelas donde atendemos materias para aprender a leer y contar, los maestros nos saturan de información de ciencia o historia; en los hogares nos rodean de cariño o transmiten las expectativas de los padres. En definitiva, nuestra educación y vida familiar no nos prepara para esto. La adversidad es un rayo en cielo claro, ninguna previsión nos prepara. Algunos se desmoronan internamente, la mayoría padece una crisis temporal, un inicio de desorientación y negación para adaptarse. Tarde o temprano surge un intento de adaptación.
¿Era una de tantas ilusiones provocadas por el encierro? En el silencio sentía esa intención lejana, esa emoción de seres queridos mirando al vacío para buscarme. Sentía las miradas separadas por un cristal infinito, no eran palabras, sino imágenes. La sensación clara, pero sin definiciones. ¿O era un modo para negar la desesperación?
De cualquier manera, sabía que mi trabajo ahí era resistir, soportar la adversidad lo mejor posible y esperar una oportunidad; aunque por oportunidad no sentía que fuera entendible una escapatoria, vendría otra situación.
El cronómetro avanza con lentitud cuando no existen puntos de referencia. Conforme la desesperación arrecia, cada sonido lejano se torna más claro, el perfil sonoro resalta en la ausencia de vista y movimientos.  
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Después me entero, que ese día apareció una nota en el periódico Unomásuno, titulada “El PRT denuncia doble secuestro”[6], es una nota pequeña, le siguen seis cortas líneas (del tamaño de una columna de ese formato). Cinco breves líneas en un periódico marca la dimensión pública de este drama. En el complejo trama de intereses y reflectores que se forma en la prensa este tema valía un mínimo chispazo, una notita casi extraviada en el tabloide, decía: “ilegalmente detenidos por la policía”.
Es la primera nota en un periódico de circulación nacional, al menos era el inicio de una señal de alarma. Esa breve nota contribuía con un chispazo a una alarma más generalizada. Para esos días ya cundía indignación entre medios de izquierda. ¿Secuestros a plena luz del día contra los miembros legales de una organización legal? Eso debería convocar a una movilización de la organización y protestas certeras de intelectuales.
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Empieza la mañana del domingo 9 de enero.
Escucho la entrada de un policía malhumorado y ruidoso que saluda a otro, al que pernoctó.  El nuevo siente que puede tomar posesión del sitio (aunque luego me entero que no poseía jerarquía, era un improvisado: el aprendiz de brujo).
Grita y amenaza en el cuarto vecino. El hombre viejo vuelve a gimotear, repite que él ha sido siempre del bando policíaco, argumenta algo extraño:
—Hasta inventé las huellas dactilares a colores.
El tema causó curiosidad al que había pernoctado y procuró suavizar el trato del agresivo, sin éxito. El agresivo quería imponer su autoridad al otro y discrepaban. Al cabo de varias horas el agresivo consiguió unos cables e insistió en usarlos contra alguien.
La mujer embarazada empieza a llorar y a gritar de miedo, aunque parecía que no la amenazaba directamente, sino a otro capturado. Era una voz joven de hombre práctico, que juraba desconocer el motivo de su detención:
—No sé qué me preguntas, no robé nada, no escondo ningún botín, soy un simple trabajador, electricista para más señas.
Darle choques eléctricos a un electricista le pareció una idea chistosa al agresivo:
—Te voy a dar con tu mero mole.
Gritos, lágrimas, estertores…
El joven electricista gritaba y el agresivo parecía disfrutarlo, se burlaba:
—Unos toquecitos.
—Me puedes matar, cuando la corriente viva toca el corazón se paraliza.
—No lo creo.
—Aghh.
El que pernoctaba, se volvió contra el agresivo:
—Si se nos muere alguno, tuya será la culpa; nos dejaron a cuidarlos, no nos toca interrogar.
—Nada más tantito, y les saco la sopa.
—Ya déjalos, espera al encargado.
En fin, parecía que había una jerarquía en esta situación, pero el agresivo deseaba usurparla y no se contuvo.
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En algún momento el agresivo sintió curiosidad:
—¿Quién está en el otro cuarto?
Ahí estaba yo. El otro dijo:
—Un político, espero órdenes.
—Quiero verlo.
—Bueno.
Me incorporó y procuró amenazar:
—¿Con que tú eres de los listos? Aquí mando yo. Así, que me vas a decir todo.
—Soy de una organización política, que se llama…
Los temas políticos no le interesaban, me interrumpió:
—¿Qué te robaste?
—Debes estar informado de que estoy por otra situación, no vengo por robo, nada que ver con robo. Supongo que tú estás bien informado ¿o no?
No quiso delatar su ignorancia e impertinencia.
A esas alturas me había quitado la venda, sin pensarlo.
—Mírame, a mí nadie me ve toma el pelo.
Un hombre moreno de bigote, con arrugas y un tamaño pequeño, los ojos un poco saltones: baja estatura, brazos débiles y barriga prominente. Su discreto físico correspondería mejor a una silla de escritorio, a primera vista no adivinaría a un policía.
—Está bien.
—No debes mentirme.
—No miento.
De nuevo el otro interviene:
—No debiste des-vendarlo. Mejor, no te metas con él. No soy yo, eso ordenaron.
Una mueca de disgusto, pero obedece y se dirige a mí:
—De la que te salvaste.
Por hoy es cierto y el otro me venda los ojos con cuidado.
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El agresivo sale del espacio alrededor… De nuevo en el cuarto contiguo amenaza, pero parece cansado. Una súbita abulia, o el otro lo convenció que reciben órdenes.
Al rato es claro que tiene hambre, mucha hambre, comienza a mencionar el alimento, una y otro vez, añora:
—Unas gorditas de chicharrón, por aquí cerca debe haber un puesto… Unos sopes, con salcita picosa… ¿Hoy es día de barbacoa? Los domingos venden menudo, pa’los crudos…
Termina exigiendo salir:
—Una escapadita, para comer, ya sé que debemos esperar, pero una escapada, nadie va de chisme con el jefe. Y se muere el que raje.
Imagino que señaló a los prisioneros.
Sale y no regresa, transcurren las horas…
Vuelve la calma…
Siento alivio.
Recuerdo el juego del “policía bueno y el malo”, plasmado en las películas norteamericanas, presionando psicológicamente al reo hasta que confiesa. ¡Qué ironía llamarle juego a esta clase de sadismo ordinario!
El guardia se lamenta de la tardanza. No existe teléfono en esa guarida (para mí y los detenidos, para él supongo una especie de oficina). No existe manera para quejarse con sus superiores. Se lamenta con los otros detenidos:
—Ya se pasó la hora del desayuno en blanco, el almuerzo también; no trajeron nada. Voy a conseguir algo, nadie se mueva. Si veo que alguien movido, ahí están los cables eléctricos vivos que dejó el “compañerito” Molcas (es un apodo, no un nombre).
**
En cuanto se escucha el cerrarse de la puerta los tres vecinos se cuestionan en voz baja:
—¿Podemos escapar?
El viejo:
—No sean tontos, está cerrado y hay un guardia abajo. Siempre hay más guardias. Esto es una cárcel clandestina, las conozco bien. De aquí nadie se escapa. Fácil que te pongan un balazo, no hagamos nada.
—Me duelen las piernas, siento calambres en el estómago —la voz de la mujer temblando— No aguanto más.
—Calma; si no sabes nada, al rato te sueltan… o te matan.
La mujer solloza en voz baja.
**
Unos minutos después suena la puerta:
—¿Me extrañaron? ¿Verdad? No vine con las manos vacías, traje un taquito para la futura mamá.
Curiosa manera de congraciarse con la conciencia culpable. El tipo permite que maten de miedo a la mujer y la considera para alimentación especial, la mantiene secuestrada, violando todos sus derechos y se toca el corazón para traerle comida. Incluso podría haber galantería (perversa) en esa atención:
—¿Cómo te llamas?
—Raquel Rojas
—Bonito nombre.
La injusticia ofrece mil caras, hasta cortesía no solicitada.
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El joven solicita:
—Al menos danos de bebe agua de la llave.
—Mejor uno beberse unos bichos que esta sed.
El tipo toma un bote vacío, abre un grifo del baño y ofrece agua a cada uno. También me toca, pero casi no siento sed, tomo un par de sorbos.
¿A dónde se han ido el hambre y la sed?
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TODO TRANSITA
Viene alguien en la noche y le trae comida al guardia.
Platican:
—El Molcas les metió calor. Casi fríe al joven.
—¿Por qué lo hizo?
—Cree que hay botín.
—¿Lo hay?
—No creo. Supongo que los jefes están armando un caso falso, un parapeto para cuidar a otros.
—No los entiendo. Y están nerviosos, parece que desaparece la corporación.
—¿Cuál?
—La nuestra, la DIPD.
—¿Cómo?
—Así, no más.
 Se hace el silencio, dejan de platicar, suspiran y retoman:
—¿Qué haré sin mi placa? Ya me estaba acostumbrando.
—Ya veremos, la Virgencita de Guadalupe proveerá.
Desde entonces, en decenas de ocasiones se anuncia la depuración de los cuerpos policiacos de México y cada vez que en los noticieros se anuncia la depuración de los cuerpos policíacos me pregunto: ¿Qué sucede con los elementos que expelen? ¿Se desvanecen como sombras ante la luz o siguen haciendo lo mismo ya sin protección de la autoridad? Esa clase de policía delincuente ha formado parte del problema, ha sido el caldo de cultivo de oleada de criminalidad que inundó al país en las siguientes décadas.
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El mismo tipo se lamenta que no le permiten el relevo, se queda para la noche del domingo 9 y hasta la mañana del lunes 10. El otro se queda también a pernoctar.
Los tipos bostezan ¿tristeza, cansancio o depresión? Perder un modo de vida siempre es triste, manda la mente lejos del aquí y ahora.
Al rato comienzan los primero ronquidos.
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El duermevela resulta extraño una procesión de personajes se asoman. Avanza a paso lento y firme, como en una marcha triunfal, la pléyade del socialismo, encabezados por el “dúo dinámico”, Marx y Engels barbudos, seguido por Lenin y una caravana de rebeldes. En línea paralela una procesión de santones encabezados por un Buda famélico y un Cristo bonachón pisa con delicadeza un suelo de grava suelta, los sigue también una larga procesión de beatos y eremitas. Entre ambas filas una distancia equivalente a dos cuerpos extendidos se mantiene constante. Miro desde abajo y se detienen; unos parecen sentarse y elevarse sobre tres peldaños. La doble fila se cierra por los extremos y dibujan un semicírculo ovalado entre todos. La fila de la izquierda política lanza sus argumentos para salvar al mundo mediante la conciencia del proletariado; la fila derecha espiritual responde con llamados para ejercer bondad redentora y sin violencia. La voz más potente de ese lado es Marx, que como si condujera un abanico, agita un martillo y nadie se siente amenazado. La fila izquierda pide un paraíso en la tierra, una sociedad de igualdad y bienestar sin males ni opresión; la otra orilla solicita caridad para los desvalidos, beatitud en las acciones para alcanzar un cielo o nirvana. Ambos bandos parecen cansados, en especial, el bando espiritual parece agotado por una pesada carga. Una voz etérea pregunta a los santones:
—En miles de años de redención ¿ha mejorado este mundo?
—Casi nada, por eso pretendemos otro mundo, no buscamos nada material ni terrenal; la materia es decadente y la existencia carnal es breve. Nuestra bandera es poner la obra en el espíritu que no se corrompe como se pudre la carne.
El bando político parece reprochar a los santones:
—Como no les preocupan las condiciones materiales de explotación, nada han hecho por cambiarlas.
—El espíritu existe, está presente en cada sueño.
—La materia es la madre de las ilusiones… despierten.
Un sonido fuerte de una lejana sirena como de ambulancia interrumpe este sueño. Se disipa el sonido, se aleja. Ese debate resultaba curioso y busco recuperarlo, voy cayendo en el sopor, y regresan las imágenes.
Ahora son unos pocos, sentado al lado de una abertura de piedra. Estoy adentro de la piedra y los miro cerca. Socialistas y santones a cada lado, siguen discutiendo, pero sin enojo, no hay gestos de ira o descortesía. Sonríen y mueven las manos con suavidad. Después de un rato yo lanzo una pregunta:
—¿Y dónde encajo?
—En el porvenir, tu espíritu renace en el futuro, en una lejana sociedad.
Siento que el escenario es rústico, un hueco en la piedra poblado con personajes notables. No percibo el futurismo en esa imagen. ¿Otro yo en un futuro?
Un personaje al que no distingo argumenta:
—Recordarse en próximas existencias es casi lo mismo que recordarse en el pasado, pero de modo inverso. Igual que un historiador es un profeta mirando al pasado, pero colocado al revés.
La frase me recuerda, sin duda a Ortega y Gasset, el filósofo español. Después confirmo: es un pasaje de El tema de nuestro tiempo.
Objeto el argumento:
—Ninguno de ustedes es un yo futuro.
—Ninguno de nosotros lo es, en efecto, nosotros somos los avatares de esta humanidad; hay una frontera que pocas veces se rebasa y es la puerta del futuro. Cuando sea oportuno, también te gustará comunicarte con ese yo del futuro, es mejor que un ángel de la guarda.
Hermosos mensajes para un prisionero vendado y amarrado…
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La doble fila unida en un óvalo de personajes regresa en el sueño y, cada vez, discuten menos pues parecen haber logrado algún acuerdo: el Cielo en la Tierra ¿o la Tierra en el Cielo? A la distancia no se precisaría tal divergencia como el horizonte funde las sustancias azules y marrones en cada atardecer.
De la manga ancha, saca Cristo un cáliz enorme y lo besa; lo pasa al de su diestra y éste lo bebe. Pasa la copa de mano en mano, algunos beben líquido y otros únicamente respiran la esencia. Cuando el Che Guevara toma la copa saca su gorra y desliza una lágrima; y pasa al siguiente. Cada uno que recibe lo hace con solemnidad. Al final una mujer guarda el cáliz y lo cambia por un compás que se levanta sobre la palma de su mano, como un títere al comenzar la función. Ambas filas sonríen con misterio como si hubieran ganado: en los diálogos es posible que ambas facciones crean en su triunfo y no en las discusiones.
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Amanece.
Es un día laboral ordinario. Cambia el ritmo de los sonidos de automotores moviéndose en una lejana avenida: atado y vendado hasta la próxima pared pertenece a la lejanía. Repaso esa palabra: “lejanía”. Y siento que una definición al estilo Sartre sería “el espacio de la ausencia”, luego “ausencia, la presencia de la nada”. En El ser y la nada, el francés entregó muchas de sus definiciones más elegantes, donde comprende a fondo la angustia. Esta situación caería como anillo al dedo con relatos escabrosos reunidos en El muro, cuando un detenido es obligado a delatar a un compañero. En el relato de Sartre el personaje atrapado inventa que el perseguido se ocultó en el cementerio; se trata de una invención, sin embargo, los captores atrapan a su presa. Es un relato desconcertante, donde el atrapado pierde su honor, parece traidor; extravía el honor que no debía perder. Antes entregar la vida que el honor: esa es la divisa de los héroes. Pero ¿qué sabe el mundo de un trance de vida o muerte? Quedan lejanas noticias, los sobrevivientes interpretan los restos una apariencia muerta. ¿Byron fue un héroe o una víctima de circunstancias? Nos queda un pálido eco de su viaje a Grecia, cuando ese territorio era oprimido por los turcos. Las noticias llegan por indicios, pero él era escritor, creó personajes y dibujó el heroísmo. No importa lo que sucedió en el suelo de Missolonghi, donde (parece que) una simple oleada de enfermedad arrancó la existencia de quien proponía levantarse por la libertad, tal como lo hizo con tanta fortuna Giuseppe Garibaldi.
Resulta inútil compararse con los héroes, sin embargo, el ambiente patibulario del encierro no deja más alternativa. Resultaba más descorazonador ubicarse en las perspectivas de los presos con motivos de dinero, aunque para ellos quedaba mejor el auxilio de los santos. Uno de ellos musitaba su fe por San Judas Tadeo, el encargado de las causas perdidas según las tradiciones. Una fiesta popular masiva se realiza en la Iglesia de San Hipólito en el centro de la Ciudad de México cada 28 de octubre. Después supe que una conocida encargó mi aparición a ese santo de las causas milagrosas. Los devotos de Judas Tadeo (personaje con la flamita en la cabeza y un gran círculo en el pecho) estiman que su especialidad son los casos desesperados o perdidos. Encontrar a un desaparecido en manos de agentes clandestinos resultó un encargo para el calibre milagrero de ese santo. Claro, no creí en él, aunque después lo empecé a mirar con simpatía, considerando la legión de dolientes que acudían por los motivos más diversos.
Se acerca un tipo y pregunta si voy al baño; el cuestionamiento rutinario por la orina turba esa reflexión sobre el santito de las causas desesperadas.
Descanso la vejiga. Vuelvo a acostarme.
**
Entran dos tipos más.
Platican entre ellos en voz baja, no entiendo lo que dicen: están en el otro cuarto. Sin embargo, se cuela el olor desde la otra habitación: traen tamales y atole.
Quisiera interpretar sus voces, traslucen preocupación, molestia. Espero no la desquiten con nosotros.
Al rato, salen unos y entran otros tipos.
Estoy confundido no sé cuanto tipos hay.
Son varios, debe ser mala señal, me temo.
Luego salen casi todos, de prisa.
Quedan dos, al parecer.
Uno desata las manos y se me abre el apetito. El atole es una bebida que conserva el calor pero ya está frío, pasó mucho rato desde que lo trajeron. No sentí ese lapso.
Mientras mastico despacio el único tamal que me dieron, el captor pregunta:
—¿Cómo le haces para pasártela sin comer?
—No sé.
—Haces algo como yoga. ¿O no?
—No sé, aquí pierdo el apetito.
Anota que otros prisioneros se la pasan quejándose del hambre, la sed y el frío.
—Tú no tienes cobija.
Siento un tono de admiración en sus palabras. Eso no me gusta, presiento un embuste y busco desviar esa atención, dando un halago falso:
—Los guardias nocturnos también la pasan mal, todavía es invierno.
Objeta:
—Traemos chamarra y cobija.
Como no las veo tampoco me percato de esas situaciones:
—Vaya, así es.
Termino la comida y vuelve a atarme:
—Tampoco te quejas de los amarres.
—Se acostumbra uno.
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Siento sopor, creo que me quedé dormido sin notarlo.
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Hacia la tarde la mujer cautiva empieza a manifestar su desesperación. Ruega que la suelten, insiste en que es inocente. Los prisioneros del otro cuarto le dirigen palabras de aliento.
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La existencia encuentra muchas injusticias, pero en condiciones de secuestro se sienten de otra manera, con filos de desesperación. Al menos, yo tengo un motivo, una causa y credo político, pero ¿una embarazada que parece simple ama de casa? ¿qué justifica su encierro? Ninguna razón, ningún motivo y me lamento.
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DÍA 11: EL VIEJO, LA LLORONA Y EL FÚTBOL
Baja la temperatura es la noche del 10, al pasar medianoche comienza el temido martes, día del dios Marte de lo romanos, el guerrero feroz, de ahí la recomendación para que “no te cases ni te embarques”. Al menos es un martes 11, no el tan temido treceavo día.
Llegan un par de tipos para recoger al viejo. Lo tratan con dureza, pero él está seguro de que lo liberarán:
—Seguro se acordó de mí el capitán Ramírez.
Los tipos bromean:
—Tu capitán se volvió maricón, no te dará libertad, te dará cariños por Detroit. Ja, ja.
Lo amenazan, pero el viejo sigue emocionado creyendo que viene su hora de libertad. No siento lástima sino curiosidad, antes él se sentó protegido por una maquinaria de abusos, y cuando esa tortuosa maquinaria se voltea él clama, como si el desatino de la injusticia mostrara una sola cara en vez de dos como las caras de la moneda. Viene a la cabeza otro dicho popular: “Cuando la perra es brava, hasta los de casa muerde”.
El tono de las amenazas suena más a broma, al albur del machismo, que ha sentencia. Nunca sabré el desenlace, desconozco el nombre de ese cautivo. Y eso de “capitán Ramírez” podía resultar un alias como cuando los agentes de tránsito cobran cohecho a nombre del “capitán Águila”.
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También la mujer embarazada y el joven susurran con un aire de esperanza. Yo no comparto. Ellos platican en voz baja, no alcanzo a distinguir su diálogo. Basta el tono para adivinar un cambio, en ellos el tono es relajado, adivino alguna sonrisa.
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El murmullo adormece y arrulla.
Quedo prendado de la superstición en los números, no creo ellos pero me siguen algunas cifras. El once y el catorce han sido mis números en la escuela, siento afinidad por ellos. La delgadez del cuerpo y el once se acompañan, además corresponden al equipo de futbol.
Como buen adolescente promedio de entonces había sido aficionado al deporte de las patadas, donde se forman oncenas a cada lado de la cancha y elegí el número catorce para ese equipo. La escuadra de futbol en la escuela secundaria tuvo el nombre de Zair, una elección extraña, pero era un grupo competitivo. Con la persistencia, a los dos años de formado ganó un torneo entre 40 equipos de la Delegación Benito Juárez. Los hechos de un equipo estudiantil no marcarán récord de las hazañas deportivas. Como sea todos los participantes recordaremos con cariño a Rafael (el estrella), Julio (el venezolano), Joselo (el doctor), Janitzio (el takowdoín) , Maceira (el veloz), Osio (el gracioso), Vázquez (la mascota),  Bojalil (el romántico), Ordoñez (el animoso), Muñoz (el artista) y otros menos constantes. En ese equipo juvenil me sentía el mandón del área defensiva cuando la estatura de 1.80 metros ayudaba. Las canchas casi siempre eran de tierra y piedra, era un milagro de juventud no salir lastimados por ese suelo.
¿Cómo se expandió esa pasión futbolera por el país? En mucho contribuyó el torneo mundial difundido como “México 70”, cuando en mi generación contábamos con diez años. La presencia de las grandes selecciones nacionales y sus figuras legendarias como “el Rey Pelé” causaron gran impacto. También la televisión gratuita era un fenómeno reciente, el calendario de actividades del país se adaptó a ese evento y el gusto por el futbol creció por todos los rincones del país. Los niños acostumbrábamos jugar “coladeritas”, es decir, la calle pavimentada se utilizaba como cancha y los desagües servían para marcar pequeñas porterías. A escala infantil se imitaba a los futbolistas.
Después más crecidos, organizamos un equipo de futbol de la secundaria y cooperamos para pagar un uniforme sencillo —en blanco y negro— semejando a la selección alemana. El lado tonto de la democracia infantil ¿selección alemana? Ninguno era fanático de ese equipo, pero eso resultó de las discrepancias internas y de la imposibilidad (fantaseada) de usar el uniforme del campeón Brasil.
El equipo cumplió su ciclo de existencia en la escuela preparatoria, ahí terminó esa etapa.
El encierro derivaba la mente hacia un periodo feliz. ¿Qué aspiración distinta tiene un niño con uniforme y siguiendo un balón? El modelo de un ídolo deportivo, alcanzar un equipo profesional. Cuando a los niños se les pregunta a fondo, la absoluta mayoría no toman en serio ese porvenir.
Al menos, la infancia con uniforme de futbol era de sencilla felicidad, sin complicaciones ni temores.
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Del olvido alimentado por el sueño salto a un gemido. El aire trae un claro gemido, no es aquí. La distancia trae un lamento. No es aquí, es un eco, es la ciudad. En las horas más silenciosas, —de cuando en cuando— la mega-ciudad se lamenta, gime; parece un dolor ancestral, como el eco de padecimientos antiguos. Las aztecas contaban la leyenda de una llorona, la que se lamentaba por sus hijos perdidos a la orilla del lado de Tenochtitlán; los conquistadores amplificaron esa leyenda cuando el viento ululaba entre los maizales y lo que fue un enorme lago se iba secando. La Independencia no silenció a ese fantasma; siguió vagando por las conciencias culpables y los temores nocturnos. Las guerras civiles y las tragedias de la Revolución Mexicana le dieron nuevas notas desgarradas a ese espectro. Como estratos geológicos un sedimento de tristeza se acumula bajo la gran ciudad, y la tristeza se atesora hasta estallar como desesperación. Se agregó la herida de movimiento estudiantil popular de 1968, donde simbólicamente, en una plaza dedicada a las Tres Culturas (la prehispánica, las colonizadoras y la moderna) ocurrió una masacre estudiantil. Una nueva nota desgarradora para ese espectro materno que es la llorona. Claro, a los veintidós años nadie en su sano juicio acepta una leyenda como un hecho; el mensaje de la noche y su lamento es un mensaje, el correo gratuito de la indiferencia. ¿Cuántas historias trágicas suceden a diario en la ciudad y las ignoramos? Los muros de la indiferencia complementan a los muros de ladrillo; la tragedia no se levanta con unos cuantos malévolos, sino con la multitud de indiferentes. Tras cada muro se acorazan existencias, unas felices y otras agonizando; cuando descubrimos un lejano ruido de agonía ¿viene desde una persona o es el maullido de un gato deformado por el viento? En mi posición, atado y vendado, sabía que las desgracias son reales, están ahí (solapadas en un sistema de poder), en extraño contubernio con los ecos que las transportan a la distancia, pero imposible de distinguir su origen.
Los gritos de esa vecina de prisión, la mujer embarazada ¿a qué distancia llegaron? Alguien en la proximidad los debió escuchar y le parecieron un fantasma. En el cuarto de al lado, prisionera una llorona de carne y hueso, lamentándose por el hijo que vendrá a un mundo hostil. De vez en cuando, las leyendas se levantan de su tumba.
El viento frío se cuela por alguna rendija.
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Queda cumplida una semana de cautiverio.
Desconozco lo que sucede afuera.
Si ha transcurrido ya la primera semana quizá vendrán dos más o cincuenta o terminar el cautiverio. Algunos desaparecidos políticos mexicanos fueron presentados, después de largos periodos y otros jamás. ¿Qué hago? De momento, la única contribución es la paciencia, una larga y terca; evitar incrementar el sufrimiento con temores y pensamientos nocivos. Si salgo de esta situación mis padres no deberán amargarse el resto de sus días con un relato ominoso; en cambio, a los amigos y camaradas quizá les resultará interesante una narración terrible. ¿Dónde está la verdad estricta del relato? En un punto exacto, donde los hechos están iluminados por las percepciones. La memoria es tan precisa como traicionera. Resulta por completo preciso el testimonio de que ese día el alimento es una molleja de pollo, sencilla y sin condimentos, sobre una rebanada de pan blanco: ese es un evento preciso. El sonido semejante al lamento de la llorona encierra una fantasía,  pues sucedió cuando el duermevela nos confunde. Los sonidos en el cuarto de al lado se desdibujan cuando bajan la voz.
Estoy cansado, tras las vendas percibo alguna claridad, amanece. En el cuarto contiguo escucho un murmullo, afuera vehículos andando, la ciudad despierta minuto a minuto. Se desvanece el fantasma de la “Llorona”.
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LOS GRANÍTICOS CIMIENTOS DE LA CIENCIA Y BURLAR AL JEFE
Pienso en el mundo económico, el universo de las transacciones y operaciones normales. Cada gesto económico merece una explicación. Lo estudié por años, investigué la naturaleza de la mercancía y el capital. Sentía confianza en ese terreno, una lectura completa de grandes tomos de teorías económicas, como El capital y los Grundrisse de Marx. A los captores no les preocupa ninguna teoría, reducen el interés a lo más brutal, intentan agradar a sus jefes y procuran descubrir un botín (con certeza para apropiárselo, no para restituirlo a sus legítimos dueños). Las sutiles consideraciones de la relación capital-trabajo o el sistema financiero internacional como fundamento último de la opresión escapan a su rango mental. Los tipos también son asalariados, piezas de un complejo rompecabezas de intereses y poderes sociales; la teoría social los explica y expone pero en un nivel lejano. Los actos de los tipos se acercan más a las exposiciones descarnadas de Maquiavelo, cuando describe a míseros príncipes y capitanes que traicionaban y mataban a sus propios familiares para hacerse con el gobierno en una pequeña provincia. ¿Cómo se comportan en otro contexto? En la mesa familiar pretenden ser padres ejemplares y, en la cantina, parroquianos los más simpáticos. Pero la psicología indica que la mente guarda y disimula bajo su piel esas tendencias sádicas, en algún momento escapa ese cochambre acumulado del represor y se desgrana. Algún triste día la esposa termina hospitalizada por una golpiza del marido-tipo-captor; para ella parece un acto inexplicable. Imagino que la señora sabía de los atropellos del marido y creía vagamente que eso era un trabajo cualquiera; que él al regresar con ella, despertaría el amor y devoción que marcan los sermones de la Biblia; pero no resulta así, la olla de presión de la vileza estalla y la tragedia regresa al hogar. El tipo agresivo que antes maltrató a una prisionera embarazada ¿cómo tratará su esposa embarazada? ¿Cuándo el tipo quede alcoholizado y la esposa embarazada le reclame que llegó tarde la tundirá a golpes? La nota roja de los periódicos tiene la respuesta. Además, cuando el hijo del tipo golpeador crezca ¿Olvidará lo sucedido o guardará un rencor que estallará en otra tragedia?
La existencia no debería de ser una cadena de tragedias, al contrario, esa cadena de desventuras se debería romper en un punto. Por eso la idea de una revolución total y purificadora posee un aire de santidad y perdón, un comienzo completo desde cero. Esa idea no la inventaron los marxistas, la tomaron prestada de grupos religiosos, en otras palabras, la noción del “evento revolución” es de raíz cristiana y hasta pre-cristiana. La visión grandiosa de una conmoción y, después, un mundo renacido en el perdón y la reconciliación, fue llamada milenarismo de acuerdo a una definición del historiador inglés Hobsbawm. Usé la palabra noción para marcar esa antigua visión religiosa de una revolución, porque no contenía una teoría del proceso revolucionario; la novedad de Marx era exponer la revolución como teoría y no como buenos deseos, su talento fue procurar que la ética se asentara sobre “los graníticos cimientos de la ciencia”. Claro, la indagación en la ciencia social es una tarea enorme imposible de solucionar con un solo pensador y, aunque el alemán no acertara en sus predicciones, esa frase es hermosa y el programa que proponía me parecía suficientemente válido para arriesgar la vida.
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Volvió el silencio y terminé dormido esa mañana.
Me despierta un entrar y salir de personas. Traen a otro prisionero, con certeza está golpeado: respira con un jadeo lastimoso.
Lo amenazan lo insultan.
Supongo que es otro prisionero relacionado con un robo, pero me equivoco, resulta que es Rafael Lemus, un joven periodista. Al torturar a Juan, él inventa que esa persona es su cómplice. En ese invento existía un cálculo de Juan, pues Lemus era amigo de infancia, pero no relacionado con ninguna actividad política y era periodista. Si capturaban a ese periodista quedaba una huella, un cabo suelto hacia nuestra captura.
No sé si Rafael perdonó por completo esa ocurrencia de su amigo de infancia. En parte, era comprensible la situación desesperada de Juan, sometido a golpes, electrocuciones y ahogamientos en sesiones despiadadas, para “armar un caso”. Ofrecer una pista falsa también debió pagarla Juan con más golpes, pues los captores pronto debieron darse cuenta que cayeron en un engaño. La disparidad entre astucia y fuerza bruta, el cautivo usa astucia, el captor fuerza bruta. Pero el gran engaño lo provocan los mismos tipos por no investigar ni buscar una verdad; ni investigan ni pretenden verdad: la oscuridad es su consejera.
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De cualquier modo, el método de la brutalidad daba sus frutos en el periodo previo, cuando la Brigada Blanca secuestraba al familiar de un guerrillero y arrancaba datos mediante golpes, electrocuciones, ahogamientos… en fin, mediante encierro y tortura ilegales. Sin embargo, ¿cuántos resultados de la lucha antiguerrillera no eran sino engaños a sus superiores? Imposible determinar cuántos inocentes fueron asesinados y cuántos robos se parapetaron en esa búsqueda para exterminar a la guerrilla en los años setentas. En fin, una acción dictatorial para preservar un sistema de injusticias es un “gran engaño”, una colosal farsa cuando se intenta esconder bajo las faldas de la democracia y la legalidad, las cuales eran las únicas banderas de legitimidad posibles para el Estado mexicano. En fin, una policía ilegal representa engaños en serie.
Tras esa serie de engaños existía una mente de gran engañador, un titiritero de las mentiras que movía hilos. Debía ser funcional al sistema, la presencia de uno o varios titiriteros los cuales calculaban y se equivocaban al mover a sus tipos, armados e impunes en una operación. En este caso, la operación policíaca completa era un sinsentido para efectos prácticos, pero escondía alguna racionalidad (torcida) donde un aparato represor inventa a sus enemigos para seguir funcionando. Como en el contexto de las sucesivas reformas políticas del Estado mexicano los disidentes y exguerrilleros se estaban integrando a la actividad pacífica, entonces los represores perdían razón para sus privilegios. En otro extremo se recuerda la gran astucia de Gandhi para derrotar al imperio más poderoso: usó la no violencia, volviendo inútil la superioridad militar del ejército británico y sus policías. La línea de la izquierda mexicana de integrarse al sistema legal y electoral vaciaba de contenido a los grupos que persiguieron a la guerrilla de los años setentas. Perseguir a los amnistiados resultaba un contrasentido y hasta un reto a los niveles superiores de gobierno. Atacar ilegalmente a un pequeño partido que había convencido a un sector en la elección de 1982 era vulnerar la aspiración a un sistema democrático, pretendida como la imagen del país a nivel internacional. Establecer un régimen democrático real no era una simple demagogia (claro, para muchos políticos sí lo era), también representaba una búsqueda de primer orden, incluso para algunos priístas notables como Jesús Reyes Heroles (el director de orquesta de las primera reformas políticas serias), Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo y Gonzalo Martínez Corbalá.
Los altos jerarcas de la política deben sentir frustración y enojo cuando se encuentran conque algún titiritero de la represión arma sus propias tramas para fabricar culpables, inculpando a los inocentes y robando botines. Pronto sería evidente que los captores estaban inventando de principio a fin una novelita negra en la cual los secuestrados “pretendíamos secuestrar” a un industrial de la ciudad de Guadalajara. Conociendo los malos manejos y el gusto por el robo de Arturo Durazo Moreno (y su cohorte de aduladores) no sería raro que un grupo de policías tuviera en la mira obtener dinero rápido secuestrando a un rico empresario. Actuar sin pensar es el sello de los impulsivos o tontos, cuando nos secuestraron esos captores no habían tramado bien su plan. Martirizaron a Juan hasta hartarse y ante una situación comprometida y el evidente error de atrapar a un amnistiado (bajo una orden presidencial), barajaban sus cartas de prisa, sin cuidado, inventando narraciones falsas que les servían como monedas también falsas.
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Mediodía.
Entran nuevos tipos y se distingue uno con jerarquía, impresión provocado con voz de mando, como la de los militares; aunque no hay motivos especiales para suponer que sea un miembro del ejército, pues nadie lo trata con grado, simplemente, se trasluce:
—¡Sí, señor!
Este jefe regaña:
—Deben estar aseados, nada de heridas.
A los prisioneros nos inspecciona, primero olfatea:
—Demasiado sin bañarlos. Debe haber limpieza.
—No tenemos jabón.
Mira más de cerca:
—No deben dormir en el suelo, eso da mala imagen.
Pienso en lo ridículo de pretender algún estándar de imagen para una cárcel clandestina. Más allá de lo ridículo de sugerir una “buena imagen” en ese sitio, existe algo alentador. Si un jerarca está preocupado quizá se aproxima un suceso positiva. En el exterior, es seguro que ya saben estamos cautivos, los compañeros deben estar actuando. En definitiva ese es un indicio de que ya no estamos solos.
Ordena el mismo:
—Limpien y barran, quiero esto limpio.
Nos levantan, mira entre el pelo de mi cabeza:
—Esta herida cicatrizó solita, no requiere médico.
Después se fija en la mujer. Le murmura algo que parece tierno al oído, no distingo las palabras y luego vuelve a hablar claro:
—Tampoco deben revolver mujeres con los demás.
Buscando una disculpa ante las críticas, los guardias se quejan, dicen: a ellos no les traen comida, falta personal,  hay improvisación, las presiones, el horario completo, la irresponsabilidad de otros...
Sin responder a las inquietudes y quejas de los subordinados, el jerarca se despide sin amabilidades.
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Los tipos que se quedan empiezan a mover cosas. Por primera vez el sonido de una escoba barriendo.
Uno de ellos pretende congraciarse con los del otro cuarto:
—Ni pasó nada, ya esto termina, están sanos y salvos —calla y cambia de actitud— y acuérdense bien que ¡se muere el que se acuerde de mí!
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Más tarde un detenido del otro cuarto pregunta si ya los van al liberar. Un guardia le responde:
—¿Cuál liberación? —lo dice con tono cómico, casi riéndose— De aquí se van al reclusorio —toma aire y ya se ríe— la casa de la risa.
La embarazada no está de ánimo para bromas, en respuesta gime y solloza.
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Al rato entra un tipo para sacar a los del cuarto de junto, también a la embarazada.
—No me pregunten a dónde se van, no lo sé.
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Con la salida de los otros prisioneros, el silencio es riguroso.
He evitado dirigirme a los tipos, pero tengo la impresión de que el sitio está vacío.
—Hola, necesito ir al baño.
—Aguántate, estoy viendo el periódico.
El silencio era engañoso.
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Al rato entran otros dos tipos.
—Nada más queda este.
Me levantan para verme de cerca y luego de nuevo al suelo.
Se van.
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INOCENTE EN CAUTIVERIO (RAFAEL) Y CRONOS
Regresan otros tipos, traen a quien supongo es Juan y a alguien más.
Los colocan acostados junto a mí.
En cuanto se retiran:
—¿Eres Juan?
Siento alegría, sonríe:
—¿Alguien más?
—Soy Rafael.
Con la autoridad de su experiencia, Juan desliza recomendaciones murmurando en mi oído:
—Eviten hacerse los valientes, es mejor retorcerse de más que una costilla rota; la comida que haya, traten de comerla, no importa sea horrible; si no hay remedio, firmen.
Se inquieta un tipo, tras acercarse advierte:
—No me gustan las pláticas.
Silencio.
Al rato volvemos a murmurar:
—¿Te duele mucho?
—Las costillas, al respirar me punzan, creo que alguna está rota, al menos fisurada.

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Entran otros tipos y uno dice:
—Quítale las vendas a todos.
La luz del atardecer. No están mis lentes, tantos días sin usarlos, ya los había olvidado.
Habitamos dentro de un cuarto sencillo, sin adornos, piso de azulejo grande con estilo imitación de mármol. Paredes blancas, bastante sucias; conservan la huella de muebles anteriores, antes debió servir de oficina. Ventanas grandes con barrotes horizontales, delgados. Después de las ventanas, separado por un metro cubre la vista una celosía blanca con rectángulos irregulares en forma de panal. Las puertas de madera sencilla pintadas de blanco.
Pregunto por los lentes. Hay una pequeña alacena, ahí ropa y los lentes. El tipo dice que requiere órdenes para devolverlos.
Es extraño, el tipo hoy parece amable.
Se disculpa antes de vendarnos, luego duda y nos deja un rato más sin las vendas en los ojos, solamente en las muñecas.
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Asemeja al juego de las sillas, cuando tipos entran y salen.
Viene uno apurado y exige:
—Este y este se vienen conmigo.
Los otros compañeros son sacados del sitio.
Veo a los tipos saliendo, han pasado tantos días sin mirar a los captores que habían adquirido un tinte irreal, de solamente voces y sonidos.
Es una mirada rápida, de reojo. No encuentro ninguna seña particular, el olvido será su destino. Antes del viento del olvido la máscara del disimulo habrá marchitado sus corazones, pues el corazón anegado de malas acciones debe esconderse. Su escondite es una superficie del promedio, semejante a millones de ciudadanos, camuflaje de la moda, vestimenta de la mediocridad. Con los años las fotos viejas se teñirán de sepia; luego, cual hojas marchitas, el viento las dispersará en un basurero. Quizá alguno sea una excepción completa y bajo la máscara de sepia marchita conserve su alma; que luego de herida y lacerada por su maldad interior, después convaleció y su corazón enfermo volvió a la vida.
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Visualizando a los tipos dentro de 30 años con los vientres abultados, los cuellos arrugados y atenazados por una enfermedad terminal. El implacable Cronos no perdona, dibuja la cara terrible de la ira de Dios, según creyeron los griegos. Cronos devoraba a sus hijos, por simple ociosidad o por venganza. ¿Qué sucede cuando el hijo se coloca en uno de los peldaños más bajos de la escala moral? La maldad casi gratuita, casi disfrutada. ¿Qué sucede? Aparece la ira de Cronos: el tiempo trae la vejez y la tumba. Quizá me objetará el lector que los buenos siguen el mismo sendero, Cronos también los caza, como a siervos en el bosque. No es certero: en los casos afortunados la muerte aparece justo para la cita: ni antes de después. Van Gogh murió el día exacto cuando la soledad lo amenazaba, la locura ya era compañía inseparable, pero tuvo suficiente tiempo para crear una obra formidable. A él Cronos lo esperó hasta colocar la última pincelada de un ave negra sobrevolando el trigal al atardecer. No todos tienen tanta suerte.
En fin, el humor de Cronos no es simple de descifrar.
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HIPÓTESIS PARA UNA ESCAPATORIA
Hay demasiado silencio en la guarida.
Ni siquiera escucho la respiración del tipo de guardia.
Sospecho una situación:
—Quiero orinar.
No hay respuesta y me incorporo.
Miro alrededor con sigilo. Me incorporo. Ya incorporado:
—¿Hola?
Un poco más fuerte, un poco más:
—Voy al baño.
Quizá salió un momento, quizá está tras la puerta.
Asomo la cabeza despacio. Pienso en coartadas, imagino situaciones. Estoy tenso.
Muevo lentamente los pies.
Avanzo con miedo.
Entro al baño, vacío la vejiga con calma mientras especulo.
El sonido del agua rebota con eco. No conocía la imagen de ese baño: pequeño y blanco, un lavabo mínimo y una taza con tapa, mínima regadera. Un espejo roto.
Pienso más.
Tanto entrar y salir, agitaciones de los tipos, indican una nueva situación.
Reviso el sitio mientras mantengo atento el oído, por si ellos regresan.
El cuarto donde he sufrido el encierro no tiene muebles, hay unos cartones en el piso, ventanas grandes protegidas por celosías blancas. Al lado otro cuarto, con un catre y unas sillas, en el suelo más cartones. Ese otro es más grande, también busco cables pelados con puntas vivas y sí los descubro. En las paredes, pintura blanca, un poco sucia.
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Me dirijo hacia la puerta de salida.
Es de madera, pintada de esmalte blanco y perilla de herrería barata.
No es un obstáculo formidable.
Muevo la perilla y cede. Siento un calambre interior. ¿Se puede escapar? ¡Se puede escapar! ¿Se puede escapar? Siento la sorpresa y la duda.
Sorprendido vuelvo a dejar la perilla en su sitio.
Regreso a los cartones.
Un comportamiento reflejo, no esperaba una escapatoria. No es que vaya a escapar, pero no lo adiviné, ni estaba en mi mente.
Quizá era una ilusión. Vuelvo a la puerta, muevo la perilla, la puerta blanca cede: tras ella un pasillo oscuro, una escalera descendente y otra puerta. Escucho con cuidado y hay ruido. Doy un paso y otro. Escucho pasos acercándose y un saludo al otro lado de la puerta.
Retrocedo de prisa. Cierro la puerta y salto para colocarme sentado sobre los cartones.
**
Quizá era viable una escapatoria, sin embargo, no tuve ese pensamiento en los días de cautiverio. El tema de la escapatoria recuerda narraciones de cárceles norteamericanas o a … Segismundo el cual posee un alma escapista, pero está atrapado por una creencia del universo irreal. El personaje Segismundo se lamenta:
“¡Ay mísero de mí! ¡Y ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo
ya que me tratáis así,
qué delito cometí 105
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.”[7]

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Entra un tipo agitado. Trae una corbata mal puesta, gris, como si improvisara su aparición en sociedad. Se trasluce una pistola al cinto y pregunta:
—¿Eres Carlos?
—Sí, Carlos Valdés.
—¿Qué haces aquí?
—Aquí me dejaron.
Revisa el sitio y busca objetos, saca algo de ropa y enseres.
Un minuto después:
—Vienes conmigo, vámonos en chinga.
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Me pone el suéter en la cabeza y amenaza:
—Mira que estoy armado, no intentes nada.
En mi fuero interior estoy contento, tengo la creencia de que los planes de los tipos se están derrumbando. No importa qué planes sean, se derrumban. ¿Olvidado? Quizá sí tuve un instante para escapar y los guardias tras la puerta se desvanecerían, así como cedió a la manija la puerta blanca quizá también la siguiente… Para hacerme entrar a su vehículo me quita el suéter de la cabeza. De nuevo amenaza, pero trae más prisa y nervios que otra intensión.
—Agachado en el asiento de atrás, no quiero te vean.
Acelera con furor.
Rechina llantas, frena, acelera, alguien insulta. Está próximo a chocar, frena. Pasa un tope y brinca el automóvil.
—¿Hay tanta prisa?
—Sí.
Río por dentro: este no tipo llegará a la vejez. Antes de que Cronos lo alcance solito se fusionará con el hierro retorcido de su vehículo: nadie que maneje así sobrevive muchos años.
En pocos minutos termina la loca carrera. Estamos en un estacionamiento techado. Pardea la tarde, no distingo el entorno.
Quizá hemos vuelto a la vieja Procuraduría.
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EL PROCESO SIN KAFKA
Se acerca otro tipo al automóvil y lo reconviene. No debo estar atado con vendas ahí, habrá gente alrededor.
Me desatan con movimientos rápidos y sin emoción.
Uno me toma de la pretina del pantalón para garantizar que avance. Indica en voz baja hacia dónde.
Ya estamos adentro del gran edificio, de impresión solida y grosor burocrático.
De nuevo veo a Juan y a ese otro prisionero, luego se consolidará su nombre: Rafael Lemus. Están de pie, junto a una pared, mirando a un grupo nutrido de tipos. Uno con aire castrense reconviene a todos, con palabras medidas indica que no hemos sido maltratados. No habla con nosotros y se dirige hacia otro de los tipos presentes. Dialogan entre ellos. El que no parece militar argumenta que ya está integrado su “caso”. El de pelo corto, casi rapado, con estilo castrense no está de acuerdo y termina su diálogo. Ese otro quiere garantizar que estamos saludables. Juan se queja de las costillas, teme que más de una esté rota, pero dice menos de lo que siente roto. Yo recuerdo el golpe en la cabeza. El militar desestima todo, pero (por precaución, previsión o disimulo) dice que de inmediato vendrá un médico que nunca aparece.
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Cuando mandan a que salgamos ya es de noche.
Nos acompañan cinco tipos. Es obvio que ellos han sido parte de los captores o los guardias. Entre ellos se recriminan, sin que exista un tema concreto:
—Ya ven, por pendejos.
—No es mi culpa.
—El jefe se atrancó.
El tono es más de lamento que enojo. Siguen un rato.
Nos conducen por un pasillo y luego otro. Terminamos en un sitio apartado dentro del edificio. Es una oficina pequeña casi vacía, sin sillas.
Ahí un tipo trae dos maletas pequeñas: nuestras cosas de viaje parecen completas.
Juan pide permiso para sentarse y lo hacemos en el suelo. Sin vendas ni amarres respiramos con menos ansiedad.
Pido mis lentes. Son para mirar a la distancia, tengo miopía. Me los entregan, y bajo su lógica del absurdo, lo hacen con la advertencia de que no los use. Los cuelgo en el cuello de la camisa.
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Acude otro tipo y dice ostentosamente que, si por él fuera, nos disparaba a quemarropa:
—Y asunto arreglado.
Otra amenaza, inoportuna.
El tipo se va y otro entra.
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Siguen siendo varios tipos para escoltarnos.
Nos sacan por un pasillo oscuro, pobremente iluminado con un foco lejano cada tantos metros.
Tras una puerta otra oficina. Un jefe mal encarado nos advierte a Rafael y a mí que debemos firmar lo mismo que ya signó Juan. La entrevista es breve y profiere pocas amenazas, pero convincentes; su voz es áspera y seca.
Al salir Juan nos advierte:
—Es mejor firmar, así nos llevan a la cárcel, mil veces mejor que seguir en mazmorras clandestinas.
A continuación se queja; cree tener varias costillas dañadas. Vemos los moretones en los brazos. Luce cansado.
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LA DECLARACIÓN FALSIFICADA
Su puesto se denomina “ministerio público” y es quien toma declaraciones a los acusados. Un moreno que está escoltado por una máquina de escribir mecánica de modelo viejo y poco práctico. Dice, mientras traga saliva:
—Les voy a leer su declaración y ustedes las confirman.
El moreno ministerio público también semeja una máquina gastada, sin aceite y barnizada de cochambre. Comienza a leer un legajo aburrido que escribió previamente.
Luego de dos líneas tomo valor y le interrumpo:
—Si de cualquier manera nos van a encarcelar no veo sentido que nos lea eso.
—Ese es el procedimiento.
—Pero ninguno de nosotros hizo esa declaración.
Levanta la mirada:
—¿No firman?
—No dije eso; si aquí están nuestros raptores de cualquier manera vamos a firmar; no tenemos opciones. ¿O hay opciones?
El tipo del ministerio público, se levanta de su silla y mira a su alrededor como si temiera que alguien más escuchara lo que va revelar:
—No, no las hay, esto es una farsa ju…rídica.
Como sorprendido de esa sinceridad involuntaria interrumpe su dicho y se vuelve a sentar. Caída la careta, sigue la máquina cubierta de cochambre y habla con palabras directas:
—Entonces no perdamos el tiempo, firmen ya.
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Coloqué un garrapato que deformaba mi firma. ¿Para qué esa clase de astucia? La confianza en una pronta liberación se desbordaba, sin embargo, no existían elementos razonables para esa esperanza. En efecto, utilicé una astucia, como Ulises en la Odisea, inventando una pequeña trampa: una firma deformada con mano temblorosa.
¿Una mano que tiembla? También expresa el fondo de miedo, tras una semana sometido a tortura psicológica, privación por hambre y desnutrido,  y agotado por falta de sueño. La mente convierte la falla del momento en virtud, en una fortaleza: cambio la debilidad en sagacidad.
Las demás manos también tiemblan.
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En una innoble tradición judicial del país la “confesión” había sido la “prueba reina”. Bastaba una confesión para definir cualquier juicio y el “aparato judicial” del Estado se relevaba de cualquier prueba de hechos. Bastaba la confesión de un elefante para declararlo culpable de haberse robado la Gioconda. Cualquier absurdo era sustituido mediante el recurso fácil de la “confesión”, lo cual favorecía que la policía arrancara confesiones mediante tortura. En algunos asuntos especiales, cuando el caso judicial resultaba absurdo en exceso, las pruebas materiales (los hechos) eran tomados en cuenta y “se caía” el caso judicial arrancado mediante confesión. Esa era la excepción, no la regla. En esa situación, la confesión elaborada debía resultar absurda, simple pretexto improvisado de algún jefe de la DIPD para perjudicarnos.
Después me enteré que esa “confesión” contenía una comedia insípida, donde se inventaba que Juan pretendía secuestrar a un industrial jalisciense y los otros dos aparecíamos en calidad de sus cómplices de intenciones. En el relato no existían pruebas materiales ni hechos, sino una simple cronología de fantasmas. El verdadero secuestrado Juan, aparecía como un agente del mal, conspirando desde las sombras para perjudicar a un millonario. En realidad, esa clase de policía ilegal también contaba en su haber el secuestro para extorsionar ricos, una semana antes de nuestra captura quedó la sombra del caso del niño Arizmendi, señalando hacia la DIPD el nido de autores materiales y asesinos. En la “confesión” inventada el tejido era de ficciones y ¿de algo más? No existía una conexión de hechos mínimamente verificable, pues las pocas semanas de libertad de Juan tras la amnistía no encajaban con las pretensiones de sus acusadores. Mis actividades políticas eran públicas, mi agenda personal de actividades no dejaba huecos en cada día llena de reuniones en mi agenda personal. Sin embargo, para cometer atropellos los titiriteros de esa situación inventaron un pretexto.
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Ante un críptico agente del “ministerio público” nos mirábamos entre nosotros, las víctimas de secuestro en tránsito hacia reos de cárcel. Con discreción, cuando nos ojéabamos, entre nosotros sonreíamos y confiábamos en un cambio de la suerte: al menos saldríamos con vida de este peligro.
Comenzamos a platicar entre nosotros. Ahí conocí a Rafael Lemus, en los momentos anteriores, cuando atados y vendados intercambiamos palabras no comprendí quien era él. Su mirada constante era de gran sorpresa; la extrañeza ante los acontecimientos abría mucho los ojos. Las abuelas decían “tenía ojos de plato”.
—¿Quién eres?
Por respuesta un nombre.
—¿Qué hicieron?
—Platicamos luego de las acciones de la organización; nada hicimos, la nuestra es una organización legal.
—¿Qué sucederá con los secuestrados que no son políticos? Con esos a quienes los tipos acusaban de ocultar un botín.
Al platicar entre nosotros, los guardias que nos trasladan no nos increpan ni silencian.
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Terminada la declaración ante el ministerio público subimos y bajamos por corredores y escaleras. Por momentos tengo la impresión de que transitamos por los mismos sitios, como si se jugara al laberinto solamente para confundir.
Por fin, terminan los corredores oscuros y nos pasan a otra pequeña oficina. Un pequeño burócrata tras un escritorio toma datos y dialoga con el tipo que nos trajo. Nos separan brevemente, y comparecemos uno por uno. Es el ritual de tomar fotos y huellas digitales.
En eso que debe ser un gesto temido, para mí es un gusto: fotos y huellas, por tanto dejamos de ser desaparecidos, ingresamos a una maquinaria pseudo legal.
Pasamos del estatus de desaparecidos y (con certeza) negados por la autoridad, al estatuto de detenidos, ahora registrados con minucia por otro departamento de la máquina.
El arte de las placas fotográficas al servicio de la definición de identidades: una de frente y otra de perfil. Imágenes con una regla de medida para establecer la altura: 1.80 metros. Se suman simples marcas de tinta en los diez dedos de la mano para establecer la correspondencia y obtener una certeza burocrática sobre la identidad de un detenido.
El trámite es rápido, los gestos de una eficiencia nerviosa.
El fotógrafo viste una bata blanca, especie de uniforme, con un letrero en la solapa que no alcanzo a distinguir. Igual fotografiaría a niños de hospicio que a vacas, en este caso marca un comienzo de la detención legal.
La tinta en los dedos es pagajosa, una pasta densa untada en cada dedo para imprimirse en un cartón. Sientan a cada uno ante un escritorio negro y el mismo fotógrafo pide “Abre bien la mano”, detiene cada dedo y pasa de una tapa oscura con tinta, al cartoncillo. El movimiento debe de ser rápido y breve, de lo contrario un exceso de tinta distorsiona la huella digital. En el argot de la policía a este acto le llaman “tocar el piano”. Una vez terminada la impresión de huellas, el empleado entrega una estopa con olor a gasolina para que uno se limpie las manos. Esa tinta no es tan sencilla de quitar. Luego de la estopa hay papel de estraza, una doble limpieza y aun así quedan las manos olorosas y percudidas.
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TLAXCOAQUE
Han transcurrido pocos minutos y otro tipo trae la orden de sacar nos del edificio. Nos escoltan dos tipos; de nuevo el aire fresco de la ciudad.
A pocos metros de la puerta está un vehículo esperándonos. Una camioneta de las denominadas popularmente “julias”, con una caja metálica atrás donde encierran a los reos de traslado. A los costados siglas de la Procuraduría.
Preguntamos a los tipos que nos guían:
—¿Qué sigue?
Eluden la respuesta, su mirada denota ignorancia. Tampoco saben.
Los tipos dudan si esposarnos o no.
El chofer enfundado en un uniforme y es el primero que noto así, uniformado. En retrospectiva resulta sorprendente que los agentes del servicio policíaco vistan de civil. ¿Camuflaje o desprecio por la actividad policíaca? Una mezcla de ambos.
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Es una cabina metálica donde nos transportan.
En voz baja nos preguntamos hacia dónde vamos. Además del chofer, dos vestidos de civil. Uno de ellos nos amenaza desde una ventana pequeña que comunica la parte del chofer y donde permanecemos “enjaulados”.
Afuera la noche indiferente y los ruidos de la ciudad con su indiferencia. Emergemos de una trampa mortal y una madriguera nos dirigimos hacia un rumbo desconocido. Quienes conducen no indican direcciones, queda la incertidumbre como destino.
Los minutos vuelan y desembocamos en un estacionamiento. En el sitio están policías uniformados, en posición de guardia, con miradas hostiles y ansiosas por terminar sus turnos.
Uno dice:
—Tlaxcoaque.
¿Qué es eso? Tardo en entender. Es el nombre popular de un sitio, ahí funciona una especie de cárcel llamada “separos”.
Un nombre prehispánico es otro buen augurio. Cada vez nos introducimos más en el aspecto ordinario del sistema. Lo prehispánico es un augurio todavía mejor: las raíces ancestrales nos reciben y arropan. Deben servir como protección. El sitio es conocido como una detención temporal, visitada por borrachos y otros infractores menores. Como nunca fui alcohólico ni infractor jamás la había visitado. Eran mínimas las referencias que tenía del sitio.
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Nos bajan del vehículo.
Entre los agentes de civil, quienes son los protagonistas de esta entrega y quienes reciben parece haber alguna discrepancia. Los que nos entregan dicen que somos “peligrosos”, quienes reciben se quejan de que ellos no reciben “peligrosos”. Discuten si debemos entrar con esposas o no tiene sentido. Terminan sin acordar y nos flanquean ambos: de civil y uniformados. Dicen que traen una orden, sacan un papel… Se alejan.
Traspasamos un portal blindado y herrumbroso.
Al fin somos reos en un sentido estricto, antes fuimos secuestrados y desaparecidos en sentido llano. Escribo “al fin” y sonrío por la ironía. Cualquier otro estará atemorizado y furioso, lamentándose pero esa condición es distinta, una euforia optimista pone una sonrisa boba en mis labios. Mis compañeros de infortunio también disimulan una sonrisa.
El ánimo de mis compañeros de desgracia parece ser más pesimista, pero en unos minutos después la actitud de Juan da un salto y también empieza una nueva faz: lo llamaré “combatividad” por no encontrar mejor adjetivación.
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La iluminación es tenue y el aire sombrío.
Los uniformados no son comunicativos ¿están preocupados?
Eluden alguna respuesta a las preguntas más simples. Aunque lo sabemos:
—¿Dónde estamos?
—¿Tenemos derecho a una llamada?
Eluden responder, dicen que luego, adelante nos dirán o no está el encargado.
No vemos relojes, quizá arribó la medianoche o perdimos el sentido cronométrico. Sin darnos cuenta se aproxima la cuenta del miércoles 12, aunque faltan muchos eventos para descansar. La proximidad de ese día es otro buen augurio, el miércoles entona con el regente planetario Mercurio, patrono mítico de la comunicación, magia y comercio.
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Nos conducen hacia otro pasillo.
Veo barrotes metálicos, gruesos y grises.
Es el ambiente carcelario. Otra vez por la cabeza pasa un tonto “por fin”. Como si la cárcel resultara buena noticia. Es una excelente noticia, cuando se compara con las posibilidades ominosas de la policía ilegal y su guerra sucia.
Una mujer bajita con uniforme aguarda tras un mostrador con rejillas. Ella parada, apenas sobresale la cabeza del otro lado y queda a sus espaldas una especie de palomar de guardarropa. Uno a uno nos identifica, apunta a mano en una lista y pregunta por dinero y valores que tengamos.
No hay “dinero y valores”, en cambio un tipo trae unos bultos que deja ahí.
Además ella solicita los lentes, relojes, anillos, corbatas, cinturones y agujetas. Una lista completa de objetos.
Pregunto extrañado:
—¿Agujetas?
—Hay quien se suicida con agujetas.
Supongo que es humor negro, sonrío sin palabras o una simulación más.
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La mujer custodia-celadora-agente (uno y tantos atributos del encerrar a las personas) mira con esmero los cinturones y los paquetes que recibe. La luz indirecta recuerda la pintura barroca holandesa y la comparo con una costurera (aunque) sin atributos de perfección, al contrario, esa mujer refleja los sueños de Kafka cuando el soñador es perseguido por una maquinaria anónima, como en El Proceso y otros relatos. Una luz tenue iluminando de costado de confiere sutileza hasta la situación más temible… debo contrastarla con una oscuridad húmeda que proviene desde atrás de unos barrotes al fondo.
A diferencia de otros ambientes esta galería húmeda y oxidada de Tlaxcoaque matiza el tono de intimidación, para percibirse una amenaza franqueada por situaciones extrañas. El sitio suelta un aire exótico. Es una prisión, pero no una normal.
Es un sitio tan tétrico como motivo de “curiosidad”, con los diferentes matices que ofrece esa palabra. Algunos ecos se escapan de la zona oscura, la que está más allá de unos barrotes; son ecos graves: el anuncio de un confinamiento.
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Los tipos (los entes abstractos, agentes del secuestro) nos dejan en manos de uniformados del estilo policías. Hay cansancio en esos rostros. No les interesamos demasiado, miran alrededor, mueven los pies como queriendo un sitio más blando que ese suelo.
Juan se revitaliza, suelta recomendaciones discretas a Rafael o a mí:
—Apréndanse las órdenes… Se debe estar alerta… Cuidemos que no nos separen al asignar celdas…
¿Celdas? Extraña palabra. Jamás había pisado una celda.
El sonido de una gran reja gris y de apariencia casi oxidada era la dirección hacia la cual señalaban los policías.
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En la imaginación nos va a devorar una celda, como a pececillo acercándose al hocico del tiburón, sin embargo, nos dirigiremos hacia el fondo de su estómago atravesando la hilera de dientes filosos.
Del otro lado se abren la rejas, hemos pasado los labios de este animal marino. ¿Qué sintió Jonás con su ballena de fantasía? Imagino una imaginación, un náufrago devorado por entrañas descomunales.
Los barrotes representan dientes que no trituran a carne sino los lazos con el exterior.
Un detalle que parece irreal resulta una realidad ubicua: un vapor de humedad crece e invade todo. El relato de Jonás olvidó ese ingrediente: una humedad vaporosa, por eso estoy convencido que nunca conoció el interior de una ballena (que además la ciencia lo corrobora, no existe tal interior hueco en las ballenas).
Sonidos de ecos indican que al interior se extiende una especie de caverna artificial con un laberinto de corredores y celdas.
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Hacemos alto en el pasillo, se aproxima un policía con gorra y aire de superioridad.
Cuestiona a los que nos traen:
—Son políticos no pueden estar con los demás.
—¿Son peligrosos?
—Quizá.
—Los tendré en la mira.
Deja de dirigirse a los policías:
—Aquí se hace lo que yo ordeno; a la menor indisciplina habrá castigo.
Se adelanta Juan a responder:
—Señor, seremos muy respetuosos.
El de la gorra exige:
—Aquí solo hay orden y limpieza.
Además Juan solicita analgésicos debido a sus golpes. El de la gorra indica que en un rato los obtendrá. Debe existir algún servicio médico, eso es una cárcel.
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REJAS Y MÁS REJAS
Adelante distingo rejas y más rejas, atrás de esos obstáculos siento algunas miradas de curiosos. Percibir ojos distantes es señal de paranoia, en una prisión resulta casi normal. A estas alturas el ánimo es paranoico, bajo la alegría de entrar al terreno legal y salir de la brutal captura, también hay temor. Tras un descanso ¿viene un contrataque enemigo?
La cabeza bajo la gorra sube la voz, no permite que nos distraigamos:
—Mi reglamento es estricto, hago limpieza cada… Baños cada… más limpieza… comida… A la orden salen todos de las celdas… Regresan sin dilación a su celda… Se duerme en silencio… Castigo al escándalo…
Mientras habla manotea con las palmas rectas, cual karateca derribando un árbol:
—La comida es insípida pero sustanciosa… No se permite dejar comida en el plato… Los alborotadores son castigados…
Un discurso violento, pero no es personal, no indica rencor. Los gestos en escuadra indican exceso de fuerza o un carácter obsesivo. Preferiría no contradecirlo, no probar sus dichos.
Mientras más habla siento cansancio, una somnolencia.
Cuando hace las pausas a coro respondemos:
—Entendido.
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Una zona de corredores fría y lúgubre. En los costados hay canaletas y corre un breve arroyo, se escucha el agua por todos lados. Eso explica la humedad en exceso.
Después más rejas y desembocamos en una zona de celdas. Las celdas: simples cubículos de cemento atajados por rejas burdas.
Antes del encierro definitivo nos acercan a una especie de estrado, arriba de éste un policía se encarga de pasar lista. Observamos por primera vez ese pasar lista y nos aleccionan para participar sin errores. Ese es un ritual donde un policía dice nombre y primer apellido y el interno contesta el último. Los encerrados, tras un breve llamado se conglomeran en el gesto ritual de pasar lista, y al terminar se lanza la orden de desbandada. El grupo de internos opera como un pequeño ejército o desfile, sin embargo, es un método de control efectivo, resulta indispensable saber que todos están ahí cada tantos minutos… como reloj humano nos obligan a conglomerarnos cada tantos minutos. No siempre el mismo tiempo, varía según haya baño o comida o descanso. Es un baile absurdo y sin gracia, se avanza desde las celdas para congregarse hacia ese estrado.
Por esta primera vez no hacemos el desfile completo.
Ignoramos cuál es nuestra celda.
Después del voceo y terminar de escuchar la lista seguimos a una “fila india” de internos. Un policía va al lado y ordena que nos metamos en una celda colectiva, integrando un grupo de ocho personas.
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Juan espera (por experiencia) más hostilidad salpicada con desafíos entre los reos. Un reo bajito se levanta de su camastro de cemento y amaga con su jerarquía:
—Aquí mando yo.
—¿Y el de la gorra? —la pregunta se refiere al evidente jefe del sito entero.
Comprende su exceso y no tiene noticias nuestras así que rectifica:
—Es el capitán Salas; hombre estricto.
La amenaza se disuelve sola. Ninguno es corpulento ni asoma cara de criminal. Los demás de la celda se acercan con discreción a escuchar la plática.
Casi de inmediato el bajito es llamado afuera.
Los que permanecen se quejan:
—Demasiada agitación, a ellos los mueven demasiado.
—¿Agitación?
—Van a clausurar este separo.
—No sé, eso dicen.
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Desde el cielo debe parecer un pequeño hormiguero, un agujero discreto en el corazón de la ciudad, donde se esconden hormigas sin derecho a ver la luz del sol. No hay ninguna ventana, no traspasan ruidos del exterior. Es un cosmos separado, mínimo y con leyes contrarias a lo ordinario.
Imagino la existencia de un lejano telescopio extraterrestre que mira la ciudad y dentro de ella observa esta clase de prisión. ¿Motivo por el cual están encerrados los terrícolas? Medita y se responde: ninguno aparente. ¿Finalidad de esa estadía? Se responde que ninguna. El extraterrestre (con todo y su antenita verde) se rasca el cráneo (verde, por supuesto) y no entiendo a esta raza de la Tierra. Convoca a sus colegas y no aciertan a explicarse el motivo de esta clase de encierros. No les parecen animales tan peligrosos, los amenazantes son los que capturan, pero no parecen obtener un provecho de esa situación, al contrario, se cansan en gestos patéticos. Sin obtener ninguna conclusión, el telescopio extraterrestre (asqueado del absurdo) decide otear hacia otro rincón del universo.
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A los otros en la celda Juan les pregunta por policías encubiertos entre los reclusos, inquiere con desconfianza, dice que vio a uno de nuestros captores caminar por el pasillo. Regresa lo ominoso, no en presencia,  sí como sombra… Los compañeros de celda nada saben.
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La entrada y salida de personas recluidas es constante. Algunos son borrachos ocasionales en espera de una sentencia o una fianza, habitantes ordinarios; otros están marcados por el desamparo, son indigentes atrapados por una situación extraña; algunos son habitantes voluntarios, una variedad de indigentes que solicita ese lugar como refugio del subsuelo. La idea es extraña, pero certera: varios son homeless adoptivos, teporochos perpetuos en rehabilitación. La taxonomía de los internos se resume en esto: reos en espera de clasificación (comodines de una saturación del sistema penitenciario), infractores ocasionales y homeless adoptivos. El cuadro de clasificación lo terminamos nosotros (ajenos pero poco notados en ese ambiente) y los policías-celadores-guardias. Además queda la sospecha de Juan para definir otro grupo de internos: policías encubiertos.
Unos homeless adoptivos son la grasa que desliza los engranes del sistema; ellos entran a las celdas como internos y salen para organizar los movimientos, siguen las órdenes de los policías y las transmiten. Resultan enjutos y débiles, caras demacradas, inspiran lástima pero sienten un lazo hacia el poderío y mando, intentan convertirse de siervos en amos. Con certeza los reos ocasionales, quienes entran por una falta administrativa menor, deben de ser sus piezas de cacería, la oportunidad de que el homeless obtenga un beneficio y se coloque en posición de superioridad.
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BAÑOS DE AGUA FRÍA
En nuestra pequeña celda no contamos con tiempo para conocerse y platicar más: comienza el ritual del baño.
En un punto lejano la autoridad grita que es hora de baño. En los pasillos avanzan haciendo ruido los presos-grasa, esas correas de transmisión para las órdenes. Algunos golpean los barrotes con un objeto minúsculo (monedas, rondanas). En las celdas los pequeños jefecitos o su imitación repiten el grito:
—¡Baño!
Los compañeros de celda comienzan a desnudarse sin prisa pero sin pausa.
Pregunto sorprendido:
—¿De qué se trata?
—No nos podemos bañar vestidos.
El bajito dice con ironía:
—El agua es rica, bien calientita.
Juan dice:
—Debemos movernos rápido y ya nos conviene un baño. Han sido muchos días sin sentir el agua corriente.
Paso la mano por la cabeza y parece un enjambre de cebo; olfateo mis axilas y desagrada el tufo. Es curioso; no había notado el mal olor acumulado en los pliegues del cuerpo.
Caen las prendas:
—¿También los calzones?
—Todo abajo.
—Cuidado, no vaya ser que les roben la ropa —dice un compañero.
—Es ropa corriente, no lo creo —complementa otro compañero.
En frente de la celda ya avanza una fila de hombres desnudos, la gran mayoría casi en silencio y sin palabras sueltan algunos sonidos como gruñidos. Unos pocos bromean entre ellos, se molestan. Son cuerpos tristes, flacos y sin atributos notables. Los internos más recientes o menos habituados o con una instrucción más pudorosa se notan porque ocultan sus genitales con pudor, no son la mayoría. Los veo borrosos por la falta de lentes, distingo bien los contornos pero no capto detalles.
Al fondo una voz grita:
—Los de nuevo ingreso se deben bañar bien, no se hagan mensos.
Ya estoy desnudo. El rudo cemento del pasillo molesta los pies. La humedad hace que el piso sea resbaloso. Los reclusos avanzan con cuidado de no caerse. Adelante alguno se resbaló y alrededor se hace una bulla burlona: lección nunca resbalar en este sitio, andar con cuidado. Sin lentes siento menos confianza al andar.
El paso es lento.
Los cuerpos se aglomeran, ya se distingue el baño: son cuatro celdas baño, con una regadera redonda de presión, el agua sale por una superficie mayor a un plato.
Al lado contrario de la fila, ya los primeros presos regresan: están temblando y gotean agua. Toman un regaderazo rápido y salen cabizbajos.
En la proximidad del baño un par de internos están vigilando (se distinguen porque conservan su ropa), molestan a los de la fila con bromas obscenas:
—¡Qué nalguitas!
Cerca de las regaderas, un policía uniformado pide silencio y rapidez:
—Ya muévanse, ahí hay jabón, no empujen.
Uno nuevo grita cuando recibe el agua helada:
—¡Ay!
Los reos a los lados se burlan y ríen:
—Mariquita.
Un guardia se adelanta al lado de la fila, empujando y empujando a un reo, y vocifera que ese se estaba escondiendo para no bañarse. El reo atrapado entra a la regadera y gruñe.
Cerca del baño un reo vestido para que salga cada bañista dice:
—El que sigue.
En la fila está Juan adelante, da el paso hacia el sitio de la regadera. Él mismo debe jalar una cadena metálica para que se accione el mecanismo del agua. Después mueve los brazos con rapidez, frotando su cuerpo. Se lucen sus moretones en los brazos, piernas y espalda; la piel morena los disimula en parte.
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En casa nunca usé agua helada. El dispositivo suelta un chorro helado y fuerte, un golpe sobre el cuerpo. No estoy acostumbrado, un temblor imperceptible me invade, como una ventisca invernal. Al costado hay un jabón en pasta, quiero tomarlo y la mano no responde a la orden de estirarse. Lo vuelvo a intentar y, con el segundo esfuerzo, sí tomo un poco de jabón. De momento me pareció el esfuerzo de un alpinista por asirse del filo de la roca. Siento que me falta la respiración, entra y sale el aire con un bramido suave y extraño.
Bajo el chorro helado, siento que instante se detiene. El frío traspasa la piel exterior y se dirige a los órganos internos; me atrapa y siento temor. Me falta el aire en los pulmones. Siento el cauce de un río antártico arrastrándome, luego las rodillas y pies se entumen. Además pequeñas espinas de hielo sobre la columna vertebral.
El agua corre y los segundos se estancan. El jabón escapa de mi mano, arrastrado por el torrente.
Sigo bajo el agua hasta que una voz ordena:
—Ya muévanse.
Me alivia que termine ese frío. Salgo temblando. No hay toallas y el leve roce del aire al caminar multiplica la sensación invernal. Al avanzar las extremidades se entumen, los dedos están agarrotados. Los demás de la fila parecen menos afectados y eso me tranquiliza. Caigo en cuenta de mi error, había visto sin observar cómo entraban los demás al chorro. Los otros reos han estado de un modo más fugaz, algunos procuran que el regaderazo sea menos frontal. Entiendo los movimientos de Juan, una modalidad para exorcizar el frío.
Aprieto la quijada, mantengo el paso.
Descubro que la fila de ida hacia el baño es sonora y la de salida resulta casi callada, sin pláticas. No es silenciosa por completo: un castañear de algunas dentaduras, unas sacudidas de manos quitándose el agua del cuerpo son sus sonidos, un bufido breve y algún estornudo.
La celda está cerca.
Al llegar me duelen el pecho y los hombros. El golpe en mi cabeza se reaviva, late con suavidad, no es un dolor preciso.
Juan indica que conviene quitarse el exceso de agua con las palmas de las manos.
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Ya estamos en la celda. Donde de modo maquinal (subrayo maquinal: como una máquina) los demás comienzan a vestirse. Uno usa su pantalón como toalla antes de vestirse, Juan lo imita y yo hago eco. La mayoría se viste con el cuerpo todavía mojado.
El bajito que pretende ser jefe de celda sonríe con sarcasmo:
—El agua caliente es rica.
A nadie le hace gracia su chiste.
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No había observado con cuidado dos círculos con quemaduras en el cuerpo de Juan, uno en el pecho y otro sobre el pie. De color rojo, rosa, café y negro, entre costra y carne viva. Él no se queja, lo minimiza, pero debe dolerle una enormidad.
Preguntamos si hay médico. El bajito responde que el galeno regresa en la mañana.
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La piel húmeda bajo la ropa produce un vapor.
Comienzo a sentir calor y cansancio. Mucho cansancio.
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En unos minutos se repetirá el ritual del baño, para entonces Juan ha explicado una estrategia:
—Se entra rápido y se sale rápido. Mover las extremidades y frotarse aleja el frío.
La segunda vez es menos abrumador el torrente de agua frío, pero un celador junto a las regaderas cuida que ningún interno se libre por completo del agua. Varios internos intentan evadir el agua, simular el baño. Mediante regaños y amenazas obligan a que todos pasen el cuerpo completo sin excluir nada; a los evasores intencionados los obligan a permanecer un poco más:
—Falta la cabeza… faltan las piernas… falta el pecho…
Observo con más detenimiento la fila de reos desnudos: El mono desnudo es el título de divulgación de la etiología. La ausencia de ropa nivela a los presos y otorga más jerarquía a los uniformados. Resulta inevitable pensar en la degradación del holocausto, las filas de judíos encuerados que se dirigían al falso baño de las cámaras de gas nazis.
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De nuevo en la celda, nos secamos mal y la ropa está cada vez más húmeda.
Cada vez el cuerpo resiste mejor. Se termina el frío, el cuerpo reacciona generando calor, modo de una horneada molesta, un sofocón breve y pegajoso.
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Mediante el voceo se exige acudir a pasar lista. De nuevo en fila india, como marchando a paso lento. No está el jefe de la gorra, otro grita el nombre y apellido, luego el susodicho responde.
Falta uno de su lista. Se enfada, regaña a unos internos. Salen corriendo hacia las celdas, regresan con el ausente. Lo amenaza el jefe:
—Ni se te ocurra.
Camino a la misma celda, nuestro paso pausado refleja cansancio.
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Afuera avisan que es hora de dormir. Juan propone que alguno esté en vela por esa noche. Acepta Rafael.
No importa que por cama solamente tengamos un rectángulo de cemento, pongo la cabeza de lado y duermo.
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ENTRE SUEÑO Y
Vuelve la corte de los personajes, la fila doble de los próceres de la revolución enfrente de los avatares religiosos… También sus rostros lucen cansados, con bolsas en los párpados y arrugas en la frente, canas sobre las sienes… Ellos miran y cuestionan ¿Qué validez tiene una humanidad colocada en filas de monos desnudos para bañarlos periódicamente? Es un maltrato menor, cuando lo comparamos con la violencia de la tortura eléctrica. La fila adquiere su dimensión ominosa al mover una multitud, al convertir en un gesto vacío la desnudez. En sí el cuerpo desnudo se convierte en repulsivo sometido en una situación de afrenta, como en el campo de concentración o la cárcel. ¿La diferencia entre una multitud en una playa nudista y una cárcel? La intención más que el sitio, no es que la playa transfiera un sentido de gozo a las personas, sino que los vacacionistas arriban al sitio con gusto, con ilusiones por el deleite de la mirada.
Los personajes miran desde su alta posición, observan hacia abajo al gran grupo dormido. En ese momento no existe la fila al desnudo, pero lo saben. Ellos se conforman con observar el hormiguero de pasillos y celdas, donde los cuerpos semejan las funciones del hormiguero. De nuevo la reducción, la minimización de los seres: aproximarse a insectos. En la ecuación entre hormiga igual a persona me asalta un remordimiento por las hormigas, cuando en las excursiones los niños brincábamos sobre los enjambres de hormigas.
Estoy inquieto con labios secos; en ese hábitat tan húmedo siento sed y alrededor están roncando. No es turno para despertar. Eso creo y aguanto la sed. Vuelvo a dormir.
**
Un vocerío nos despierta e indica la fila para el paso de lista.
De inmediato calzamos los zapatos, es la única prenda con la cual algunos no duermen.
Los asistentes y celadores avanzan abriendo las puertas.
La misma fila, en la misma dirección, y el conjunto se forma. Es increíble lo rápido que se integra.
El jefe de gorra dice el nombre y apellido del interno, de inmediato cada susodicho responde con su apellido. Esta vez no faltó ninguno, y da la orden de retirada.
Regresamos a la celda.
**
Pocos minutos después, comienza otro vocerío y nos levanta la orden de baño.
Con desgano los reos se desnudan.
La táctica es bañarse rápido, meterse y salirse en breve lapso; el enemigo es el agua fría.
Descubro que siento una sed enorme. En el cautiverio anterior nunca sentí tanta.
Pregunto a Juan si cree que el agua de la regadera es buena para beber, piensa que sí.
Ya estoy en la fila, pisando con cuidado.
Enfrento la regadera, y tengo un objetivo: beber un poco.
Tomo un único buche de agua fría mientras paso por esa especie de tortura acuática. El objetivo distrae. El baño acontece más rápido.
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De nuevo en la celda siento una actitud de sorpresa y respeto en los compañeros de celda. Alguien les ha comentado quiénes somos. Uno le pregunta a Juan por su herida, otro se ofrece a conseguirme un poco de agua para beber. Uno más observa que mis pantalones sin cinturón se aflojan, así que consigue una bolsa vacía de pan marca Bimbo para ajustar la cintura con un amarre sencillo.
**
A los pocos minutos otra fila de baño. Esta vez procuro lavarme un poco con el jabón accesible. De nuevo una distracción, hace más llevadera la sensación de helado.

**
Otro vocerío, mucho más alegre, anuncia el desayuno.
Otra fila de humanos vestidos. Nos alineamos.
Un tazón hondo de material plástico relleno con arroz  y un trocito de cerdo, una tortilla para usarse como cuchara y un vaso plástico colmado con un agua de sabor ligerísimo, tan sutil que resultó inútil determinarlo. Eso es todo el desayuno y no tengo hambre.
La fila conduce los platos y vasos a las celdas. Ahí unos pocos minutos para deglutir.
Atrapo el trozo de cerdo con asco y lo mastico. El agua de sutil sabor recupera mi ánimo. El arroz es pastoso y amigable. Las voces indican volver a la fila.
Juan nos felicita por comer y acabarnos todo: semeja una madre preocupada de los hijos adolescentes.
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ES MEJOR ESTAR JUNTOS
Al regresar uno de los prisioneros (uno integrado al servicio de los celadores) desvía a Rafael hacia otra celda. Juan se preocupa, pide hablar con el encargado. Habla con suavidad e insistencia con otro de los presos habituales, los que andan fuera de las celdas y colaboran con los guardias.
—Esto no debe ser; deben regresarlo, formamos un grupo, somos “presos de conciencia”.
El interlocutor parece no comprenderlo. Promete que vendrá un guardia.
Pasan pocos minutos, Juan llama a otro interno que pasea por el exterior y las mismas palabras. Culmina con “presos de conciencia”.
De nuevo la llama da al baño y la fila de desnudos.
**
El viaje al agua fría resulta menos dramático porque estamos ocupados en descubrir en qué sitio está Rafael. En el camino de regreso está también en la fila. En un breve intercambio Juan le indica:
—Diles que estás con nosotros.
Rafael se aleja, está asignado en otra celda.
Pasan los minutos.
Nos secamos con la ropa puesta y llaman a pasar lista.
**
Nos llaman a pasar lista y en el contingente de pasar lista también está Rafael.  Al regresar a las celdas sí le indican que regrese a nuestra misma celda.
**
No aparece solamente Rafael, también entra otro personaje en la celda, a modo de interno pero argumenta que él es policía, que está bajo un castigo temporal y nos advierte:
—No se metan conmigo.
Juan sospecha algo raro y susurra:
—Ese es un espía, debemos tener mucho cuidado.
El intruso o espía intenta hacer plática, pero nadie en la celda desea conversar con él. Recibe monosílabos y miradas esquivas.
Después de dos o tres pases de lista el ex policía se desvanece en la fila y no regresa a la celda.
Juan concluye:
—Nos siguen vigilando.
**
Aparece un reo habituado y trae un bulto con comida:
—Una entrega especial para esos politiquillos.
—¿Quién lo ha traído?
—Sus familiares o amigos o algo así.
Siento un vuelco en el corazón: es alegría. Hasta ese momento no teníamos certeza del cambio en los acontecimientos: somos aparecidos.
**
EL EXTERIOR SE MUEVE
Mientras estuvimos encerrados sucedieron eventos favorables.
“El día menos pensado te encontrarás ante un evento tremendo… que rebasa cualquier pronóstico.” La frase de advertencia pronunciada por un amigo. Aunque manteníamos una amistad estrecha, él rechazaba la política. Respetaba la dedicación de los militantes y escuchaba con atención las peroratas sobre el cambio social, aunque al terminar el día, movía la cabeza en sentido negativo. Ese ambiente político de activistas, (ellos haciendo volantes en mimeógrafos rudimentarios o reuniéndose en asambleas de campesinos y colonos) colisionaba con su personalidad en extremo sensible y refinada (sin proponérselo). Un evento de esta ruindad: la desaparición forzada de activistas causaba tanta alarma como indignación. Pocos alcanzaban a reaccionar poniendo “manos a la obra”. Este amigo (sorprendido) y con sus manos sin ninguna callosidad se dedicó en esos días a denunciar ese oprobio.
Este amigo traspasó la puerta del local partidario y se instaló para ensuciarse las manos con el rudimentario mimeógrafo para reproducir volantes, y —de inmediato— se juntó con otros activistas (estos sí miembros de la organización) para denunciar en la entrada de una estación del subterráneo metropolitano. Sorprendido y animado por su súbito activismo esquivó a los guardias de seguridad, cuando ellos no aceptaban se repartieran volantes bajo el pretexto, de que ensuciaba el subterráneo con esa basura. ¡Basura! Para unos eso era basura: un simple trozo de papel que afeaba el espacio, un trozo destinado al suelo, a juntarse con el montón de envolturas y envases tirados cada día en la calle.
Las hojas al viento (descendientes de árboles) recuerdan en otoño ese afán de tirar papeles en la calle. ¿Cuántos escritos tienen un sentido de urgencia y cuántos son simples gestos al vacío? El otoño y el invierno, se tapizan con las hojas muertas de los árboles. Cada día la ciudad se inunda con esfuerzos perdidos, con mensajes atrofiados que no encuentran un oído receptivo. Ante millones de volantes y mensajes la respuesta es la indiferencia.
Este amigo comentó:
—Por primera vez me di cuenta que los volantes tienen un sentido, algún mensaje real. Se lamentó de un gesto maquinal de haber recibido (antes siempre o casi siempre) con total indiferencia esos pequeños papeles con reclamos o peticiones. La indiferencia (permanecer enrollado como caracol sobre el propio bienestar) encuentra muchas justificaciones. Jamás nos imaginamos cambiar nuestro rol y penar suplicando que devuelvan a una persona que nos han arrancado, para rescatar algún corazón vivo de entre los engranajes de una maquinaria estatal (o seudo estatal) siempre fría e indiferente.
El amigo se sintió alterado por el modo autómata (indiferente, frío, distante, retraído) con que las personas recibían sus volantes. Él les decía:
—Es una persona real, es un caso verdadero; nada les pido para mí.
La mayoría recibe los volantes sin mirar, sin detenerse ni voltear. Unos pocos intentan dar una moneda, otros regresan una tímida sonrisa y muy pocos (los excepcionales, los despiertos entre el marasmo de la multitud) devuelven una palabra de aliento y responden con simpatía. Protestar es como secar un mar con cubeta, pero es útil… algunos esfuerzos siguen el sinuoso camino hasta el logro. La mayoría de la gente rechaza la política idealista o la filantropía argumentando que resulta inútil por la dificultad o excepcionalidad del triunfo. Resulta más difícil ganar un sorteo y los sorteos resultan más aceptados; la misma gente que evade una acción de protesta o una petición sí gasta sus minutos en un sorteo de lotería. Según los estadísticos para ganar un sorteo importante (subrayo un premio mayor, ya que los reintegros son “el pan nuestro de cada día) se deberá apostar millones de veces y, entonces cada existencia no alcanzaría para cumplir ese despropósito: repetir millones de veces la misma apuesta. Así, resulta más racional dedicar unos minutos al día en perseguir una quijotada que comprar billetes de lotería o elegir números en un casino; ambas actitudes tejen con las posibilidades extremas.
Ese y mil argumentos curiosos transitaban por la mente de mi amigo mientras “volanteaba”. Sus alter ego era Enrique Bustillo, hijo único de una dentista y un músico de cámara quien había transitado por el mismo itinerario, desde el rechazo al activismo a un despertar de su pasión marxista. Enrique está en preparación e ideas mil años luz adelante del amigo anónimo de quien relato. Bustillo, de hecho, fue su guía en esos días tan amargos para quienes estaban libres para protestar y desesperarse ante el silencio del sistema.
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TOMÁS MOJARRO EL VALEDOR
Un fragmento de mensaje conduce a otro, hasta que una ficha se cae sobre otra, como en la muralla de fichas de dominó y sucede una reacción en cadena. Quizá el hecho de que mi padre colaborara en el periódico Unomásuno y tuviera amistad con intelectuales sirvió para que varios se interesaran en la situación de la desaparición, y, sobre todo, para reacción con presteza.
Los periódicos —denominados el cuarto poder por su influencia— poseen una textura peculiar: son cajas de resonancia hacia unos temas y lozas de piedra indiferentes ante otros. Obtener un espacio en las líneas de los periódicos resulta una ventura cuando el mensaje es favorable. Huberto Batis era director del suplemento cultural del periódico y amigo de juventud de mi padre; con seguridad, él hizo todo lo posible para que el periódico publicara esas (breves, casi minúsculas) notas en la sección política. También supongo que puso en contacto a mi padre con Tomás Mojarro, un columnista y comentarista político quien captó a la perfección la situación y elaboró un artículo magistral desde varios ángulos[8]. En ese periódico, la columna de Mojarro se llamaba “Para leer entre líneas…”. Su artículo lo elabora a modo de carta dirigida a la Procuradora de Justicia del Distrito Federal, Victoria Adato quien era reciente en ese cargo. En ese entonces la estructura completa del Gobierno del Distrito Federal dependía de la Presidencia, así que ese nivel de funcionarios respondía al Presidente Miguel de la Madrid. Con un estilo modesto y astuto Mojarro presenta la situación ante la jefa de la impartición de justicia en la Ciudad de México. El escrito, de modo conciso, coloca a Carlos Valdés (padre) como un prototipo de prócer (abnegado creador de cultura para nuestro país) y a su hijo como a un joven generoso, dedicado a una actividad idealista y desinteresada; expone la detención y solicita lo mínimo: “Yo no exijo tanto, licenciada: que aparezcan de inmediato Carlos, Juan y algún otro que a última hora fue llevado entre las espuelas por su amistad con los antecitados. Que aparezcan vivos, completos  y libres (…) Y por vía de mientras prepárese, que el primer plantón del PRT está anunciado para esta tarde (…) Estamos en México, licenciada. No en Guatemala.”[9] El motivo por lo que califico de “magistral” esta pieza es por el tono y las expresiones morales que manifiesta. Se dirige de modo directo al funcionario de poder, le expone el caso en estilo llano. El camino más corto para conseguir un objetivo no siempre es el recto, en este caso, Mojarro expone primero el tema personal y las repercusiones: al creador (emblema de la generación intelectual del Medio Siglo) y el hijo (emblema de la juventud que busca su propio camino y tiene derecho a hacerlo). En la parte media, expone la arbitrariedad y el aspecto donde el sistema parcial (la represión) se opone al sistema global (la funcionaria responsable de la seguridad en el Distrito Federal). Mojarro culmina picando nuestro orgullo nacional, comparando a nuestro país con el horror de represión de Guatemala. Así, este simple escrito emplaza y presiona de diferente manera a la funcionaria, la empuja hacia una acción y después fui testigo de que ella sí actuó.
Debo anotar que ese artículo de Tomás Mojarro debió quedar terminado uno o dos días antes de su publicación, entretanto la situación va modificándose.
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La funcionaria interpelada por el artículo, la Procuradora de Justicia del Distrito Federal resultó un personaje de alguna notoriedad por sus conflictos y tropezones con el pozo (sin fondo) de la inoperancia y corrupción de las policías a su cargo. Comenzó la gestión del Presidente De la Madrid encarando el secuestro de un niño boyscout en un parque de la Condesa. Plagiado por secuestradores desalmados, la familia fue chantajeada y presionada para pagar un rescate, pero ya cumplido el pago ese menor fue asesinado. Esto sucedió en los últimos días de diciembre de 1982, de modo aparente la policía a su cargo dio cuenta de los malhechores, sin embargo, los indicios señalan que otros policías eran los delincuentes y se pretendía cubrir el crimen con “chivos expiatorios”. No se acusó a la Procuradora, pero la suciedad adosada a la torpeza de cuerpos policíacos, entraba en contraposición con la “renovación moral” propuesta por el Presidente mexicano en su reciente cargo, así que se acumulaban agravios. A nivel público, se dijo que la misma DIDP resolvió el caso y durante un enfrentamiento murieron los autores materiales del caso. La impresión que se desprende en la cadena de acontecimientos indica otra cosa: la muerte de los supuestos autores materiales (o chivos expiatorios) indicaba que policías corruptos estaban “borrando huellas” y la cúspide del poder detectaba actos en contra de sus órdenes. El dicho popular indica que cuando la perra es brava hasta los de la casa muerde. Hacia el sábado 8 de enero de 1893 existían ya noticias que anunciaban la desbandada de la DIPD, aunque no existía anuncio oficial.[10] Para el jueves 13 de enero de 1983 surgía el decreto oficial, que eliminaba a la DIPD[11].
“El 12 de enero el presidente Miguel de la Madrid instruyó al Procurador General de la República para que preparase un proyecto de reformas al artículo 366 del Código Penal, para impedir que los reos por plagio pudieran obtener libertad bajo fianza. Al día siguiente, en una reunión pública con la Comisión de Renovación, Moralización, Estímulo y Capacitación de las Policías Federales y del Distrito Federal, el presidente De la Madrid anunció la expedición de dos decretos, uno relativo a la Secretaría de Gobernación y otro al Departamento del Distrito Federal. El segundo derogaba y reformaba artículos del Reglamento de la Policía Preventiva del Distrito Federal, para hacer desaparecer el Servicio Secreto, también conocido como División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia. En el acuerdo se explicaba que la formación de la DIPD incurría en violaciones a la Constitución que hacían imperativa su desaparición (…) La mayor parte de los elementos del Servicio Secreto, su material y equipo, quedaron adscritos a la Policía Judicial Federal y a la Policía Judicial del Distrito Federal; las instalaciones de la dependencia desaparecida se asignaron al Departamento del Distrito Federal.”[12]
Si, como supongo, la Procuradora no controlaba los hilos del organismo DIPD, entonces su tránsito como jefa superior de la procuración de justicia en esta ciudad capital, debió poseer tonos de pesadilla. Imposible alcanzar esa cúspide con plena inocencia, también resulta inimaginable que la Procuradora estuviera al tanto de giros tan turbulentos y mezquinos de sus subordinados, deformados durante los años represivos de la Brigada Blanca. Sin embargo, una revisión somera indica que Victoria Adato no supo cómo o no quiso saber resolver el enredo. No controló a la organización policial corrupta, aunque sí cumplió medidas importantes de rectificación como la mencionada desaparición de la DIPD. Las notas alarmantes de la gestión de la Procuradora fueron: bajo su mandato fue asesinado Manuel Buendía, el periodista más afamado en las columnas políticas, y en el sismo de 1985 volvió a ser cuestionada cuando aparecieron víctimas ligadas a la mala actuación policíaca. 
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¿Victoria Adato leyó el texto de Mojarro? Imposible saberlo. Miro el efecto de unas líneas directas y claras, un llamado a su conciencia con una explicación sencilla y clara. Una funcionaria de su nivel jerárquico, al menos, recibe un resumen de cualquier noticia que se refiera a ella. Además la DIPD se colocó bajo la mirilla de la opinión pública y la Presidencia por el caso del niño Arizmendi. ¿Coincidencias o una causalidad misteriosa? Resultaba indispensable que la Procuradora recibiera la máxima información y tomara decisiones respecto de esa “papa caliente”.
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PONIATOWSKA Y BUENDÍA
En el lapso breve, entre el conocimiento de nuestro secuestro y la difusión del tema, una escritora de primera línea adquirió un papel en este relato. Elena Poniatowska conocía a mi familia desde muchos años antes. Ella se ambientó con el grupo de escritores de la generación de Medio Siglo, en donde tuvo tratos con Carlos Valdés Vázquez, porque él fue un promotor activo de la cultura. En su posición dentro de la Revista de la Universidad y dirigiendo Cuadernos del Viento abrió la puerta y alentó a los nuevos talentos. Poniatowska, ahora escritora consagrada, fue un talento en embrión y necesitó aliento cuando se sentía insegura de su potencial.
El texto titulado “Tres secuestros: ¿Última hazaña de la DIPD?” relata de modo directo cómo ella se entera y telefonea con Carlos Valdés Vázquez, quien le explica lo sucedido. A su estilo —claridoso y con toques magistrales— se centra en el sufrimiento de los padres ante una desaparición: “Literalmente, al desaparecido se lo traga la tierra o se lo llevan los marcianos o el mismo Distrito Federal se vuelve marciano porque no hay nada que hacer, nadie a quién acudir, sólo oídos sordos, bocas mudas, ventanas tapiadas, puertas cerradas, vecinos timoratos, amigos indiferentes. El asfalto se cierra sobre el desaparecido y es entonces cuando el padre y la madre se enfrentan con el rostro de piedra de la sociedad. ‘Le ve uno el rostro a la soledad’ dijo Carlos Valdés con voz entrecortada”[13] Sigue relatando la situación de desaparición, mediante el ejemplo de Rosario Ibarra de Piedra. Sigue preguntando de modo directo al Presidente Miguel de la Madrid, por este caso, si ¿es esta la renovación moral que pregona? Y continúan las preguntas, en una retórica que cuestiona y enfrenta con nitidez. Termina: “Cuando estaba por colgar le pregunté a Carlos Valdés: ‘¿Cuántos hijos tienes?’. ‘Es el único’, respondió”[14]
En el alfa y omega, cada existencia es única. Esta manera de concluir invita a pensar, ¿son una serie las personas? Cada hijo es único, no hay más. La coincidencia con el número, subraya el dramatismo de la sencillez de Poniatowska.
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Resultaría injusto cerrar estas intervenciones de los periodistas e intelectuales sin considerar la aportación de Manuel Buendía, estimado por muchos como el periodista mexicano más importante en la segunda mitad del siglo XX. Su figura quedó inmortalizada por su trágico final, muerto a traición por los policías corruptos a quienes fustigó y evidenció. El periodista fue asesinado el 30 de mayo de 1984, pero el esclarecimiento del caso fue una tragicomedia de opacidad y (al dar la vuelta a la rueda de la diosa Fortuna) terminó encarcelado José Antonio Zorrilla, otro jefe policiaco quien tuvo el encargo de esclarecer ese crimen y resultó descubierto e inculpado como autor intelectual del crimen.  
En su columna periodística, titulada Red Privada, Manuel Buendía expuso la operación global de la policía secreta que dirigía Francisco Sahagún Baca y establece el vínculo hacia su superior jerárquico Ramón Mota Sánchez, quienes negaron reiteradamente conocer el paradero de los tres jóvenes secuestrados; además de establecer una complicidad generalizada del entero sistema policíaco mexicano, pues “Las otras policías, claro está, negaron su responsabilidad en el secuestro de estos ciudadanos; pero tampoco movieron un dedo para descubrir donde estaban. La complicidad entre policías asegura que cualquiera de ellas puede convertirse en devoradora de hombres.”[15] Luego menciona la decisión de Miguel de la Madrid para deshacerse de la DIPD y la responsabilidad de Victoria Adato ante esta situación, pues la estructura policíaca quedaba bajo su mando.
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LA UNIÓN DE LOS DISPERSOS
Las personas de izquierda estaban dispersas en grupos separados y existían pugnas. Cada grupo se creía dueño de la verdad entera y con la fórmula exacta para alcanzar un cambio social.
En casos de persecución, la gente de izquierda se unía y adoptaba los consejos del instinto de conservación.  Las detenciones arbitrarias no eran novedad. El año 68 siguió una represión tremenda, luego la oleada de la “guerra sucia” para acabar con las incipientes guerrillas y, en el último periodo, las ofertas electorales no remediaban el contexto represivo. Uno de los temas inquietantes era la continuidad y la impunidad completa de los represores materiales. El Estado mexicano parecía bien dispuesto a refrenar la represión, pero protegiendo a sus propios sicarios. En ese contexto se habían formado el Frente Nacional Contra la Represión (integrado por organizaciones que demandaban el final de la época represiva) y el Comité Eureka (formado por familiares de las víctimas).
Además, existía unión espontánea y directa en casos escandalosos como este. De modo práctico, por ejemplo, una pequeña organización denominada Liga Obrera puso una protesta sincera en su propio periódico. Un comité universitario de la UNAM sacó volantes exigiendo nuestra presentación con vida. El sindicato de trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla sacó su desplegado exigiendo nuestra liberación.
La Rectoría de la Universidad de Guerrero, que en esos años se distinguió por una militancia democrática, pagó un desplegado también exigiendo la liberación inmediata.
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Las protestas de izquierda se llevaban a la calle de manera pacífica, colocando banderas y mantas con lemas, repartiendo volantes al paso, invadiendo el asfalto. Con nuestro secuestro el PRT y FNCR organizaron un mitin frente a la Secretaría de Gobernación en la avenida Bucareli a una cuadra del tradicional “reloj chino”. Cientos de mexicanos preocupados y simpatizantes se reunieron para protestar y presentar la exigencia ante el representante del Secretario de Gobernación. Esa Secretaría era la cabeza de la gestión del Estado, incluyendo a las policías civiles y políticas, por eso era sitio forzoso de protestas y peticiones.
En este tipo de mítines no importa tanto la cantidad asistentes, sino la oportunidad: denunciar con en el instante preciso. Alrededor de esta clase de eventos, los principales medios de comunicación televisivos y de radio eran por entero impermeables, nunca reportaban su contenido, cuando mucho, referían el efecto: molestia al tráfico urbano. Este caso repetía el esquema: toma de nota por la autoridad e ignorado por los monopolios de la comunicación. Los diarios tomaban nota según su afinidad política. En ese año el Unomásuno reunía a parte de la izquierda, el Excélsior y el Universal esparcían información con diversos tintes aunque predominara una línea oficial. De cualquier modo, la izquierda sentía un “cerco informativo”, una sensación que se repite indefinidamente en las siguientes décadas, aunque varíe el sistema de comunicación y ese “cerco” sea menos rígido.
Al observador superficial este mitin debió semejar a la campaña electoral del PRT, pues estaba encabezado por Rosario Ibarra excandidata a la Presidencia y los diputados trotskistas Pedro Peñaloza y Ricardo Pascoe. En ese día no era la reunión electoral sino la urgencia por un derecho sagrado: a la vida y la libertad. ¿Qué es el Estado cuando en lugar de garantizar la existencia de las personas se vuelve en su contrario? El Estado se convierte en una farsa, una pantalla sin sentido. La gente corea consignas de libertad y recuerda a centenares de desaparecidos desde los años de la guerra sucia. En especial, se rememora al hijo de doña Rosario, a Jesús Piedra Ibarra, quien jamás regresó luego de ser apresado por la policía en 1975. La solicitud es precisa y clara: liberen a los detenidos y no inventen cargos falsos. Entre los asistentes debe haber gente de PSUM, organización de izquierda legal que también sufrió represión contra sus militantes, en eventos recientes durante los últimos meses de 1982.
El mitin termina, pronto hay promesas del representante de Gobernación y esperanzas concretas de libertad.
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HACIA LA LIBERTAD
Ese miércoles 12 el primer mensaje materia es una bolsa con tortas caseras de jamón y queso, con un pan bolillo de olor delicioso. La torta es el alimento sencillo y práctico, señal de prisa o para llevarse. También recibimos unos cuadritos de agua de fruta presentación de cartón tretrapak.
Ese es el primer alimento que merece ese nombre en varios días.
Rafael advierte que lo vamos a compartir con los compañeros de celda y la mitad de las tortas terminará en sus bocas.
Masticamos despacio, saboreando cada bocado.
Los vecinos de celda, mientras comen, profetizan que pronto saldremos.
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El ritmo de los baños helados se hace más espaciado.
No nos sacan de la celda como acostumbraban cada pocos minutos.
Duermo unos minutos con las espaldas, fuera de horario y el cansancio se apodera de mis párpados.
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Entra un celador, es uno uniformado. Una voz rasposa como si estuviera cansado, la luz tenue resalta unos pómulos como carbones apagados y sin más rasgos notables. Dice:
—¿Quién es Carlos Valdés?
Levanto la mano
—Vas a ver a tus familiares; sígueme.
Al levantarme miro a mis compañeros de infortunio y nos sonreímos.
—Deben ser buenas noticias.
Me conduce por el pasillo flanqueado por celdas y canaletas de agua, en ese ambiente tan húmedo. Giramos por un par de pasillos y otro guardia abre una puerta de rejas. Paso otro corredor y al lado aparece una barra de madera larga y sin adornos.
Se unen otro celador y un funcionario de corbata en el pasillo, y me indican otro tramo. Dan instrucciones breves:
—Tienes unos minutos para platicar.
Al final del pasillo, una puerta partida, como para atención de oficina, que solamente se abre en la mitad superior. Distingo a dos personas, son Pedro Peñaloza y Ricardo Pascoe, diputados por el PRT. Avanzo hasta quedar encaramado en la puerta y los saludo de mano. Preguntan por mi salud y la de Juan.
—Estamos bien, hambrientos y Juan algo golpeado; también detuvieron a otra persona con nosotros, a Rafael.
Ricardo Pascoe, rostro de trigo y con bigote espeso esconde una sonrisa satisfecha: su labor condujo a un logro, ha rescatado del peligro a unos camaradas. Él es rubio en extremo y su acento haría pensar en un extranjero y no es así, pero creció viajando, hijo de diplomático. Durante muchos años fue el líder del sindicato de trabajadores académicos de la Universidad Autónoma Metropolitana y de filiación marxista definida. Catedrático de profesión se interesó sobre el nivel salarial y las luchas de trabajadores. Una de sus manos está baldada, ese rasgo es notable en una persona que no ha sido ajada en su alma y no asoma ninguna discapacidad para la vida.
Contrasta el físico de Pedro Peñaloza, moreno y corpulento, de calvicie prematura; él es el otro dirigente del partido con acceso al sitio. Le gusta repetir frases y refranes como “hoy los patos le tiran a las escopetas”, “no por mucho madrugar amanece más temprano”… Usa lentes grandes y modula la voz de modo engolado. Sonríe y pregunta, promete sacarnos pronto:
—Nos hemos movido para liberarlos. No existe acusación alguna, ha sido un atropello.
—Hemos pasado por cárceles clandestinas. Me han tenido vendado y sin comer, casi sin golpes, pero son unos salvajes también secuestran a reos comunes para extorsionarlos.
Pregunto:
—Y mi madre, Ruth ¿cómo está?
—Tu madre está aquí cerca, junto con varios compañeros que nos apoyan. Es muy animosa, se ha movido mucho para reclamar la liberación.
Imagino a luz al final del túnel del ferrocarril, que crece y crece. Siento que estamos fuera de peligro.
También pregunto por mi padre y responden que bien, que manda saludos. Recuerdan que la plática será breve e insisten en preguntar si estamos físicamente bien. Yo estoy preocupado por los golpes internos de Juan, les digo que debemos exigir un médico, por las torturas podría haber secuelas. Responde Pedro:
—Estamos pidiendo a Gobernación una liberación, inmediata y quizá logremos algo con la Procuraduría; de inmediato haremos la petición.
Casi para terminar, preguntan si quiero decir algo más y siento un nudo de tristeza que se suelta junto con una lágrima:
—Los secuestrados comunes, a esos detenidos que no parecen tener quien se acuerde de ellos. Los salvajes tuvieron detenida a una mujer embarazada y la maltrataban, de nombre Raquel Rojas. Pongan una protesta también por esa gente, no solamente pidan por nosotros.
Con gesto de eficiencia Ricardo Pascoe toma una nota y afirma:
—Lo pongo en la protesta. ¿Más nombres de personas privadas de su libertad?
—Solamente tengo ese.
Me limpio la mejilla:
—Solamente tengo ese nombre.
—¿Seguro que estás bien?
Nos despedimos con un apretón de manos y el siguiente en entrevistarse será Juan.
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Regreso a la celda y conducen a Juan para la entrevista.
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Al regreso comentamos y repetimos lo sucedido. Los otros en la celda desean saber, pero nos apartamos para platicar de modo confidencial sobre las buenas noticias.
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—Pronto estaremos afuera.
—Tengo antojo de una pizza.
—Y de unos tacos al pastor.
—O una sopa caliente, esa de fideos pequeños.

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MÁS ESPACIADOS
Al rato entra un hombre de bata blanca, que dice es paramédico.
Mira las pupilas de Juan con una luz pequeña como una pluma. Pregunta signos y síntomas. Observa los lugares con golpes. Deja unas pastillas para el dolor, sale y regresa rápido con un vaso de agua. Juan traga los analgésicos. El paramédico recomienda:
—No debe mojarse la piel abierta.
Se disculpa porque no trae material de curación para las heridas.
Luego se retira.
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El ambiente del confinamiento es distinto.
Cada vez más espaciados esos baños multitudinarios continuos; en cambio nos convocan a filas y a decir los nombres, con el mismo ritual de nombres y apellidos.
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Es tarde. Los celadores apagan las luces, piden silencio. Rápidamente se disipa el ruido. Apenas murmullos en la oscuridad. El cansancio acumulado nos pesa y dormimos.
Ahora surge un sueño con las figuras de Einstein y Cantinflas; el de Descartes y Pedro Infante; el de Platón y María Félix; el de Franklin y el Santo; el de Lenin y Moctezuma… Por parejas comparecen los personajes famosos. Desde una abertura terrestre miro un cosmos saturado de estrellas y constelaciones, una música suave invita a descansar. Los personajes conversan con calma, hacen gestos de cortesía entre ellos. Dentro de la tierra estoy, como atorado en una grieta, con espacio suficiente para ver y ser visto. Un gesto motiva su curiosidad, el primero en notarlo es Einstein acompañado por Cantinflas, quien juega con una escuadra como si fuese un bumerang. Con paso suave se aproximan por una vereda sedosa. El sol casi horizontal disipa la oscuridad y las galaxias de fondo.
Mientras avanza Einstein le replica al actor mexicano:
—La relatividad no es para las masas; comprender requiere de esfuerzo y eso no se transmite por ósmosis o donación; cuando digo relatividad ellos nunca se imaginan una teoría compleja, sino una ráfaga de escepticismo.
—La gente sencilla lo merece todo; me convierto y mimetizo, soy uno de ellos y eso no es relativo ni absoluto. He llorado con su hambre y sangrado por la herida de los humildes. Mi personajes es para regresar con ellos, estar a su altura, la más digna altura de los—y da un brinquito mientras habla con más acento— “oiga usté joven, de así, eso no pus, no y es sí”.
El sabio sonríe y continúa:
—En este punto ya debería haber comprendido y resuelto con ecuaciones matemáticas la física del universo y no lo he logrado. Recuerdo a Newton cuando reconoció que éramos como niños encontrando guijarros coloridos frente al gran mar, ese sitio inmenso donde se esconde la verdad última.
—Millones de vidas no alcanzarán para resolver esa verdad, la gran verdad del universo. Es mejor usar un disfraz, convertirse en maestro y alcalde, viajero o millonario, pero de comedia, en farsa para conseguir un final feliz.
Mientras debatían, avanzó Descartes sonriente y meditabundo, su ropa se adorna con una curiosa banda azul bordeada de oro, colocada como una “banda presidencial” al pecho. Avanza con calma y tomado de la mano, a penas las puntas de los dedos, con un cantante vestido de gala mariachi. Con suavidad desplaza a Einstein y René Descartes levanta la mirada con nostalgia:
—Recuerdo tan vivamente mis correrías juveniles, cuando fui soldado de fortuna y sentí la adrenalina del peligro, la tontería de sentirme intocable en medio de cada batalla. Mi biógrafo dijo que en la Montaña Blanca guerreaba para el bando católico, pero eso fue una mascarada, mi afinidad con Isabel de Bohemia no deja lugar a rumores. Comprendí mi error juvenil y acepté que las guerras son un horror.
No resisto la curiosidad y le interrumpo:
—Tus tres sueños y visión existieron ¿o son alegorías?[16]
Responde:
—En lo que dije eran tres sueños, ahora se debe de entender que es la iniciación del librepensador. En un mundo de fanatismo religioso debía ocultar con alegorías mi situación. Decidí ocultar eslabones de mi biografía, cuando descubrí que la corta existencia encierra un propósito preciso y el mío era pensar para enseñar a pensar. El conocimiento eleva, el pensar descubre, solo el recto pensar salva.
Se distrae con el sombrero de charro y se lo pide a Pedro Infante, quien solícito lo retira de su cabeza y entrega, mientras sonríe en todas direcciones y se disculpa:
—Perdónenme que me retire, urge un tequila doble con sal y limón; siento la garganta agarrosa y así no cantaría como merecen. Un momentito y regreso armado con aguardiente para dedicarles unas canciones con sabor a tierra y cielo.
Descartes se queda con el gran sombrero entre las manos, como niño con un juguete y continúa:
—Lindo modelo se encierra en la elipse del ala del sombrero. Tengo una fórmula matemática para resolver en una sola ecuación su descripción completa. Ya pasé de las dos coordenadas a las tres y más. El espacio de dos coordenadas no es bastante, sirve usar más coordenadas, pero en proceso armonioso, conservando las ideas claras y distintas.
El filósofo matemático extrae un papel entre su ropa y anota una fórmula, mira alrededor buscando a Einstein, quien se alejó mirando hacia el horizonte, y se retira en esa misma dirección. 
Se acercan Platón y María Félix. El griego, casi anciano pero vigoroso, sostiene la mano de la diva con galantería, para facilitar el paso vaporoso de esa hembra. El filósofo está absorto entre el deseo y el fastidio (ese no es su lugar adecuado), vestido con la simple toga blanca y las sandalias ligeras, lo apropiado para resistir el clima de Atenas. La diva con vestido de noche, tela brillante de raso negro, lentejuelas diamantinas en los tirantes del hombro, descubierta media espalda; una estola de armiño (indicio inapropiado para un clima cálido y útil para indicar la jerarquía de una actriz); zapatillas de tacón alto y medias de traslúcida seda. Protegida tras su peinado de salón, maquillaje en exceso y joyas en aretes, puños y garganta, la diva sonríe sin prestar demasiada atención.
—¿A qué hemos venido? —le pregunta María a Platón— Pronto firmaré autógrafos y atenderé a la prensa.
El filósofo responde:
—Tenemos que cumplir un deber con cada visitante; las almas se purifican cumpliendo su deber ideal. Entre esa grieta yace un nuevo visitante —y me señala— a quien atender.
—Hola, quienquiera que seas, comoquiera que te nombres. Debes ser uno más de tantos admiradores que andan besando el piso donde coloqué mi pie.
—Aquí sale de sobra la egolatría —regaña el griego— tu soberbia queda sobrando, si no es porque despiertas mi hombría olvidada no toleraría tus desplantes de diosa olímpica. Simplemente saluda y sonríe.
Objeta la diva:
—La última vez que intentas darme órdenes; estamos ante un extraño y sólo por eso no te mando al cuerno.
Ella se detiene y sonríe asomando una fila de perlas perfectas:
—Buen día, joven visitante es un gusto recibirle; pero está atorado dentro de una grieta y no resulta posible descender a su nivel.
Mueve la cabeza y susurra al oído del filósofo:
—Entretenlo con un diálogo interesante mientras me relajo con otra bebida, escuché que Infante trae un tequila —Cambia de dirección la cabeza, mira de frente, y levanta la voz— Debo disculparme, pues tengo un pendiente, lo dejo con esta eminencia, mi glamur es un exceso en este sitio y asumo estoy de más.
Las miradas de los demás personajes, a la distancia han volteado, semejantes a limaduras de hierro arrastradas hacia un imán, unos la devoran con la mirada y se aproximan a su dirección, mientras otros procuran mantenerse discretos.
Con paso titubeante la diva se aleja, mientras Platón empieza una disertación:
—Sigue la humanidad enredada en sus bajezas, no comprenden la Idea sublime, la realidad última más allá de la materia. Los mejores siempre son incomprendidos, recuerda la triste muerte del maestro Sócrates, obligado a tomar veneno por la asamblea de los atenienses. Yo también sufrí el exilio, hostigado porque la filosofía parece una herejía a los ojos de los ignorantes. Procurar esclarecer al pueblo es como secar el mar con un pañuelo.
Le objeto:
—El pueblo es en esencia bueno, la gente sencilla es la mejor, los proletarios algún día serán capaces de controlar sus destinos.
Platón:
—Ya sé que la esclavitud ha desaparecido, pero eso es afición al olor a establo y pescaderías. Ni siquiera los aristócratas adquieren luces con facilidad, enredados en líos y sometidos a los peores vicios, sin comprender de arte ni de ciencia. Si reformar a unos pocos líderes resulta una hazaña, corregir al pueblo entero resulta impensable.
Lo interrumpo:
—Resulta indispensable, me gustaría escuchar.
—Ustedes los socialistas son soñadores y necios.
—Filosofar es tan necio como cambiar al mundo y, sin embargo, el mundo está cambiando.
La humedad y la incomodidad interrumpen el sueño. Es la soledad de la celda: uno tan acompañado y tan solitario.
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El amanecer repite la rutina. Es el día 13, un jueves, que en lugar de mala suerte debe traer la bendición de la antigua diosa Fortuna,  caminando sobre el globo del mundo.
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El reloj se escurre sin sentirse. Es la ansiedad de una nueva visita y entrevista.
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Se repite el privilegio de unas tortas caseras, comemos de mejor humor.
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Los celadores abandonan el ritual repetitivo y agotador de los baños masivos, solamente nos forman en filas para pasar lista.
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EN SUS OJOS BRILLAN CHISPAS
Un celador indica le acompañe, seguimos la misma ruta y de nuevo me reúno con los mismos líderes Ricardo Pascoe y Pedro Peñaloza. Casi las mismas palabras, de nuevo el aliento y los saludos a la familia.
Por una puerta permiten el paso de Rosario Ibarra, saluda con alegría y fuerza desde la distancia, mientras avanza en mi dirección. Sus arrugas se multiplican, en los ojos brillan chispas, está contenta. Habla en voz alta:
—Los vamos a liberar, nos estamos moviendo.
Hace una pausa y planta un beso en mi mejilla. Sigue hablando:
—Tu mamá está muy animada, te manda todos los besos y abrazos del mundo. Está bien. Debes ser fuerte, pronto va a terminar esta pesadilla. Pronto, pronto será.
Le agradezco. Pregunto por la familia de Rafael y responden que están en contacto con ellos, pero que no han permitido la vista a familias, que solamente ellos. Les sugiero que se entrevisten con Rafael, quien no ha sido entrevistado por gente del exterior y dicen que sí.
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Regreso y esta vez también llaman a Rafael. Él se alegra y regresa animado.
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La misma comida común tan repulsiva. La evitamos.
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El ánimo en ese sitio es extraño, los celadores traslucen tristeza.
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Corre el rumor de que van a sacar a los detenidos.
En el transcurso del día, llaman por su nombre a algunos reos y los sacan. Los celadores dicen que los están liberando.
Salen en grupos de cinco o diez.
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La celda contigua se vacía y a los pocos minutos la de enfrente también.
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Un celador viene por los políticos, por nosotros tres.
Y los otros compañeros de celda, se despiden con un abrazo, mostrando afecto, pecho con pecho, palmeando la espalda como si fuésemos familiares o viejos conocidos.
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Seguimos el camino de entrada en sentido inverso.
Estamos frente a la misma ventanilla donde nos quitaron cinturón y agujetas. Pregunto si nos las regresarán:
—Luego les dirán.
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SITIO DE TRANSICIÓN: FUERA DE TLAXCOAQUE
Traspasamos una reja y desembocamos en un patio abierto. Es de noche.
Subimos a una de las llamadas “julias”, esas camionetas cerradas para transportar presos. No son vehículos nuevos, reflejo de la austeridad gubernamental o del descuido material.
No nos atan ni nos vendan, no usan “esposas” ni lenguaje soez. En la cabina entran dos policías armados. No quieren hablar, ni nos preguntan nada. Nosotros somos los curiosos:
—¿A dónde vamos?
—A otro sitio de detención.
El aire frío se cuela por las rendijas metálicas de la “jaula” de transporte. Los asientos son madera sin recubrimiento. La unidad avanza veloz. Tras unos minutos se detiene.
—¿Dónde están las llaves? —pregunta alguien afuera— No las encuentro.
Esperamos encerrados en la cabina de atrás del vehículo, a la expectativa de un aviso o indicación.
Afuera discuten dos policías sobre quién nos debe llevar. No parecen estar de acuerdo. Esperan la llegada de otros. Por una ventila pequeña se les mira discutir. No tarda en aparecer un tercero y toma una decisión.
Bajamos y nos reciben policías uniformados, otros sin uniforme se quedan mirando, con un gesto de molestia.
Nos conducen con lentitud, sin gestos de amenaza y sin explicaciones. Traspasamos la puerta de un edificio de oficinas y subimos unas escaleras. El sitio al que llegamos no es una cárcel, es una estancia improvisada, con literas y cobijas. En las puertas hay celadores, con una lista en la mano. Revisan nuestras identidades. Junto con nosotros entran unas diez personas más.
Es tarde y hace frío. La anterior mazmorra, con su humedad y baños continuos era molesta, pero un sitio caliente, aquí domina el frío. Un viento invernal se cuela por las rendijas.
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Los celadores apagan la luz y piden silencio.
Quieren que durmamos. Las camas son mullidas, como de hule espuma corriente; es un material blando, pero las camas no tienen cobijas. Alguien se queja por eso, luego otro y otro más.
Al rato los celadores traen cobijas, son gruesas y estorbosas.
En el cuarto debemos permanecer una docena de personas.
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Ha pasado poco tiempo desde que nos acomodamos en las camas con cobijas. Es una delicia colocarse en un colchón mullido, luego de tantos días en superficies duras. Alguno parece se durmió de inmediato, suenan ronquidos.
La noche está avanzada y traen comida, unos sándwiches y refrescos. Nos sacan de las camas para ofrecernos alimento. Es curioso, la situación no corresponde a un encierro, parece un campamento improvisado.
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Un celador nos pide que estemos “bien vestidos” mientras comemos. Es una petición absurda, nadie tiene ropa para cambiarse.
En unos minutos entran varias personas y al centro una mujer, es la líder y los demás la caravanean. Se acerca a las camas para preguntar si los detenidos estamos bien. Pregunta en un tono neutral y como desde una lejana plataforma. Es una visita breve como de “doctor” según la usanza popular. Es una señora con un peinado de salón de belleza y un traje sastre, típico de funcionaria. 
Uno de los detenidos le solicita ayuda a la señora para que lo liberen, argumentando que es inocente. Ella pide a un asistente que tome nota y que revise el expediente de la persona.
A ninguno de los militantes se nos ocurre entablar conversación con la señora. Ella no se presenta y, hasta después de que se fue nos enteramos que ella es la Procuradora del DF, Victoria Adato acompañada por un séquito de funcionarios.
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El colchón de la cama litera es corriente, algún tipo de hule espuma, que mi cuerpo lo siente glorioso, después de tantos días acomodado sobre el piso o cemento.
En unos minutos, el sueño me invade.
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COLCHONES MULLIDOS Y SUEÑO
Flotando entre los vapores fríos de una oficina de gobierno adaptada como reclusorio temporal se deslizan las imágenes.
En la tranquilidad de colchones mullidos, por primera vez un anochecer plácido. Retomo el hilo del sueño anterior, a veces sucede de un modo tan espontáneo y fresco ese continuar el mundo onírico, y vuelve a aparecer Platón, mientras mi cuerpo yace en una grieta. Soy el invitado de ese grupo de personajes que saludan y discuten. El griego saluda a la distancia a otro personaje y dice:
—Mira, ¡Qué suerte! se acerca Franklin acompañado con un bufón enmascarado. Supongo que el norteamericano congeniará con tus visiones socialistas, y además ese tal Infante intenta acaparar a la diva Félix.
Agita la mano para apurar a Franklin, quien parece respirar con dificultad mientras el hombre corpulento con la máscara plateada lo conduce del brazo, como un ayudante de cámara.
Lo presenta Platón mientras se aproxima:
—Un tipo extraño, con ese talento se interesa por aparatitos y traficar con temas mundanos; nunca he aceptado que las mentes superiores se entretengan con la burda materialidad, pero a él eso le hace feliz. Debe encerrar un alma infantil, ese tosco entretenerse con terroncitos, palitos y piedritas. Y lo acompaña otro dedicado al entretenimiento de las masas, un enmascarado que hace piruetas graciosas y pone contra el suelo a sus oponentes.
Estando los nuevos personajes más próximos el filósofo saluda:
—Benjamín, aquí está el visitante, ya te he presentado, pero al acompañante no le conozco, solamente de vistas y oídas.
—Soy el Santo, enmascarado de plata, luchador profesional para servir a usted y a Dios.
Hace una caravana y deja adelantarse a Franklin.
— Benjamín te suplico atiendas al joven, mientras me disculpo un rato, pues pretendo mantener cercanía con la diva, ya ves que posee un éter indefinible, eficaz para levantar las glándulas de la vejez y hasta para alcanzar la música de las esferas.
—Anda sin preocupación, —replicó Franklin— la diplomacia también es mi fuerte, siempre que Cronos, dios del calendario, no me presione con una urgencia.
Nos saludamos con cortesía, en la medida que permanecer dentro de una grieta lo permite.
Y continúa:
—Tengo en mente un sistema social donde la igualdad sea la base legal de una sociedad, dando oportunidad para que el esfuerzo sea premiado y no exista la tiranía de los monarcas. Los prácticos indican que pierdo mi tiempo dedicado al menester de la política, tan peligrosa como escasamente provechosa. Me resisto a creer que la “cosa pública” (la res pública como decían los romanos) sea pérdida y vanidad, al contrario, es un deber cívico de primer orden.
Comento:
—La igualdad que predica usted será pervertida por los intereses privados, que convertidos en capitalismo monopolista, terminará por traicionar la viejas libertades y el gobierno disfrazado de democracia actuará con tiranía. 
—Que una república fracase no es motivo para descorazonarse; el ser humano es débil, requiere de una educación enérgica, entregado a un riguroso régimen de ciencia y virtud, desgranando su ignorancia hasta convertirlo en un ilustrado que domine la lógica, retórica y gramática. Saberes indispensables, por decir lo mínimo.
—Acepto que se necesitan educadores, pero ¿quién educa al educador en un régimen de injusticia y de miseria artificial?
—La injusticia se corrige con el trabajo y la honestidad del juzgador; entiendo que no es sencillo. El pueblo debe gobernar, pero resulta imposible su acción directa, como guardián de sus propios intereses; se requiere de representantes del pueblo y el derecho a deshacerse de ellos si desvían del camino recto.
—Sin una igualdad económica fundamental la democracia es una ilusión, el poder financiero de los poderosos se vuelve en influencia que tuerce las voluntades. El poder económico establece una cadena de oro que frena a los gobiernos y corrompe a los funcionarios.
—Para eso se establece el sistema democrático, para que periódicamente el pueblo se deshaga de los malos elementos y los sustituya por mejores. La monarquía prohibió rotar a los gobernantes, la ciencia del buen gobierno es como la agricultura: la rotación de cultivos da mejores resultados.
—Sus ideales son de una democracia pura y resultan respetables, pero las ideas socialistas me parecen un paso adelante.
La respiración cansada de Franklin cambió y dijo:
—Si de socialismo se trata deberías platicar con Lenin, nadie mejor que él para ese tema —y chasqueó los dedos, mientras su acompañante daba un salto de cabriola y corría—; no disertaré sobre lo que desconozco, así que aprovecharás mejor tu estadía aquí.  
En un pestañeo, el ruso surgió al lado del norteamericano, con una sonrisa irónica y comezón bajo la axila:
—Es casi un milagro y también es un deleite que la visión socialista sobreviva a la vileza de mis sucesores, ese maldito de Stalin, acribillando a opositores y persiguiendo a cualesquiera —el rosto se enrojecía y los ojos inyectados de pasión— sin medida ni clemencia. Lo más molesto, en el terreno estrictamente personal (claro), es que usó mi buen nombre y colocó mi efigie junto a la suya millones de veces repetida, su feo rostro junto al mío y no hablo de estética sino del contenido. Porque él, Stalin, el burócrata escondido y gobernante mediocre, —Lenin manoteaba al aire, como dirigiéndose hacia una multitud— se aprovechó de la obra de mi vida y de millones de abnegados socialistas para establecer su reinado personal, su tiranía sin provecho… —suspiró, movió la cabeza como negando— Dar la sangre por el proletariado, dedicarse sin fatiga a la mejor causa, eso es merecimiento ¿Y todo para qué? Para que las plazas se invadan de estatuas de bronce (lo mismo que sucedió con el zar Pedro) y hasta levanten un mausoleo para una momia… —detiene la carrera del pensamiento y adquiere una expresión triste— ¿para qué millones de vidas sacrificadas? Para que un sicofante arrebate el poder. Haber pasado las noches de invierno interminables en los barrios obreros o escondido de la Okhrana (la policía política) para intentar tomar el cielo por asalto… y que terminara todo en manos de ese sátrapa.
El rostro de Lenin está desencajado por la tristeza, por la pérdida irremediable, y comento para animarlo:
—He leído, conozco tu biografía, no creo que el futuro te coloque junto a Stalin.
Mueve la cabeza, patea una piedra suelta:
—La historia política termina dominada por las pasiones. Debemos reconsiderar, estimar el factor objetivo y reexaminar la ciencia social, sacar le paralelogramo exacto desde la ciencia social marxista… Aunque los otros habitantes del Eliseo no estén de acuerdo conmigo.
—Unos cuantos creemos en tu lucha.
Lenin sonríe con pena y parece agotado:
— El planeta está saturado de seguidores sin cerebro y de repetidores sin fibra. Cada vez veo menos partidarios decididos, pero quizá estoy invadido de pesimismo. Es tan triste alcanzar la cumbre y mirar que la montaña entera se derrumba bajo tus pies. Necesito un elixir para reanimarme.
Mira alrededor y señala a una distancia cercana, un indígena decorado con plumas y bordados exquisitos reparte una bebida.
—Moctezuma— le grita a la distancia el ruso y enseña los dientes— ven a atender al invitado, con un líquido que traiga alegría.
Moctezuma voltea el rostro moreno con otra sonrisa lejana, hiriente, histriónica e indecible:
—No soy servidor, yo gobierno, y si gustas alguien servicial trae a uno de tus iguales, por la vereda se acerca Panekoek y más lejos peregrina Trotsky.
Lenin objeta:
—En la muerte y en la memoria todos somos iguales, simples sombras atraídas por el Tártaro, que luchan por sobrevivir en el templo de Nemosina[17], es decir, aquí mismo. La soberbia del monarca indígena es vergonzosa en cualquier ángulo que se la mire.
Molesto el gobernante azteca:
—Escapa por un instante de tu eurocentrismo, mi civilización es distinta, mi lenguaje se mantiene incólume y complejo. Cuando indico gobernante no debes entender el déspota terrible que azolaba a tu pueblo, el mío me amó de modo merecido. La encrucijada que nos enviaba a los teules fue un tema de destino, resultaba mejor fingir ignorancia; de ese modo, invitar al enemigo Hernán Cortés a la Gran Tenochtitlán y abreviar al trago amargo de la derrota. ¿Era mejor prolongar la muerte de mi civilización con una larga guerra? Los sabios dijeron que resultaba mejor morir de prisa, sacrificarnos al mediodía, en mitad del esplendor y del poderío. Yo no fui derrotado, me inmolé para beneficio de una época incierta, de pueblos mestizos y descendencias múltiples. El resplandor de la nueva ciudad sepultó al espejo de jade del gran lago, para convertirse en un caos de edificios y multitudes desconcertadas. Tú, gran líder de los rusos, te levantaste como gigante hasta la alta montaña, las naciones del orbe te respetaron, y cuando tu cosmos era de victoria, la cúspide se deshizo. Yo sobrevivo sobre una pirámide mística de sólida roca y recuerdos imborrables, la sangre de muerte y vida siguen fluyendo sin descanso, los arcanos se mantienen inalterados…
El ruso lo interrumpió son cortesía:
—Jerarca embebido en tu propia ilusión de grandeza, no comprendes el horizonte del porvenir; los gobernantes arcaicos están rodeado de espejos, de filigrana y entelequia.
Sin inmutarse el azteca respondió levantando la voz:
—La existencia es vanidad de vanidades. Levantar imperios, redimir pueblos ¡Qué carajos importa! La eternidad es una y hacia ella avanzan buenos y malos, héroes y villanos, ilustrados y plebe… Lo mismo monta, ingresar en solitario a la caverna oscura de Mictlán que hacerlo acompañado de una multitud enfebrecida de triunfo y futuro.
Al fondo, la diva se incomodó:
—Dejen de ofenderse con palabras complicadas, hoy quiero fiesta. Mi belleza es suficiente pretexto para que la gente enmudezca y se enamore. El feo rosto de la calavera puede esperar, mientras esta flor de la piel sea lozana.
Platón por lo bajo comentó:
—Se cree mejor que Afrodita.
Einstein sonrió y casi susurró:
—Otra Marilyn Monroe; ella no tolera que la ignoren por una disputa de varones.
Pedro Infante:
—Complaceremos a María, con una canción alegre, tengo ganas de dedicarle “Bésame mucho”.
El Santo:
—Un prodigio.
Franklin:
—Maravilloso.
**
EL FINAL DE LA TRAVESÍA
A lo lejos un sonido fuerte me sobresalta. Es el viernes 14 de enero. El sonido no contiene ecos al despertar. Nadie está sobresaltado. Alguno vecino ya está despierto y sentado en su cama, la mayoría continúa recostado.
El sol entra por las ventanas, con la claridad desaparecen los vestigios del sueño. No hay cortinas, el sol bruñe el espacio. Formas nítidas se dibujan en las literas: patas de madera, cobijas de lana burda, sábanas de algodón pintado.
En lugar del pasar lista formal y casi militar, un policía se acerca a cada cama con una relación preguntando en voz baja el nombre. El cambio en el estilo es drástico, son señales que mueven al optimismo.
Platicamos entre los tres presos. Entiendo que a Rafael lo han detenido sin motivo alguno, por una pista falsa de Juan motivada porque ese amigo estudia periodismo. Detener a un periodista sin motivo era una tontería más de los tipos de la DIDP. Otro eslabón de una sorprendente cadena de desatinos.
Rafael Lemus trasluce una mirada clara, una mueca discreta mientras platica anécdotas de su juventud, sobre su casa  y parientes. La actividad política le resulta extraña, y ahora le resulta más alarmante y peligrosa.
Después de los baños repetidos y obsesivos en Tlaxcoaque, la sequedad de ese dormitorio temporal resulta curiosa.
También el desayuno en paquetes individuales, sándwiches sencillos en bolsas de plástico: denota improvisación.
Juan se queja de dolores en el abdomen y solicita un médico al guardia. Luego de media hora viene un hombre con bata blanca que lo conduce más allá de la puerta. Se alejan a paso lento.
Transcurren unos minutos.
Regresa contento, le proporcionaron analgésicos.
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Platicamos los tres. Juan está pesimista, teme lo meterán a prisión definitiva, con narraciones inventadas, con cargos ficticios armados por la DIDP. Yo siento optimismo, le digo que no es momento de mortificarse con lo no sucedido. La congoja de Rafael es indefinida, todavía no platica con nadie del exterior.
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Un celador avisa que pronto habrá una entrevista.
Rafael:
—Espero que, por fin, vengan mis parientes.
—Sería bueno.
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Transcurre el tiempo y vuelven a traer un desayuno, de nuevo indicios de descontrol e improvisación.
Sopa sin sabor, arroz rojo, guiso indefinido y una gelatina roja. Un vecino comenta:
—Parecen los sobrantes de un desayuno escolar; esto que nos dan es lo que no aceptan los niños.
Reímos. No es un chiste, simple suposición, pero reímos. Es la primera risa en muchos días, se siente cálida y fresca.
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Vuelven a avisarnos de una próxima visita.
Pasa el tiempo con velocidad. Juan sospecha que uno de los vecinos es un policía, por su aspecto hosco y mirada turbia. Dice en voz baja:
—Un policía para espiarnos.
Procura no hablar y nos invita al silencio.
Miro de reojo al tipo y advierto un mirada de furia contenida, una frustración honda, entre cejas y sienes, efecto de un corazón duro. Imagino que creció en una casa marcada por el machismo mal entendido, quizá producto de violencia doméstica que frustró su alma de niño. Ahora es una criatura vengativa, esperando la oportunidad de cobrarse contra alguien sus desventuras, asentadas como mosto en un vino amargo. Voltea en nuestra dirección y esquiva la mirada cuando nos cruzamos con la suya. Finge leer una revista barata y lanza miradas furtivas.
**
Al fin avisan de la nueva entrevista. Un celador me saca del sitio, la vigilancia es mínima. Es un pasillo largo y nos dirigimos a una oficina de policía. Tras unos vidrios encortinados hay un escritorio pequeño.
—¿Es este?
—Sí, claro.
—Son tres, tráelos a todos.
Me conducen hacia un siguiente cuarto pequeño donde hay otros policías vestidos de civil con pistola bajo el cinturón.
Platican entre ellos:
—Estos son los que se querían escapar.
Su comentario es extraño. ¿Escapar? ¿De qué hablan? Recuerdo los años negros de Porfirio Díaz, cuando inventó la “ley fuga”, mediante la cual se autorizaba disparar contra los prófugos.
Platican entre ellos, en voz alta y siguen con ironías:
—Estos comunistas no entienden, merecen varias lecciones.
Sale uno de los sin uniforme, y solamente queda uno. Guarda silencio. Toma asiento.
**
En las carreras de fondo, tras el esfuerzo físico prolongado existen lapsos de anestesia física y mental, donde se extravía la noción del esfuerzo realizado. En el maratón, para algunos durante tramos, se extravía la conciencia del enorme desgaste y del cansancio acumulado; un pie empuja al otro y así siguen, sin pausa. Basta  detenerse un instante para que el corredor sufra un estado agudo de conciencia y una molestia insoportable en el cuerpo. Por eso, en los maratones una distracción suele ser irremediable y pocos lograr regresar a ese punto hipnótico del empuje sostenido. A veces, la vista de una meta aproximándose resulta motivo de exaltación; pero cuando el esfuerzo ha sido agotador, esa proximidad del cordón de meta no marca ninguna diferencia. El tramo final es tan parecido a cualquier “espacio indiferente” como una gota de agua a otra. ¿Espacio indiferente? En lugar de la brillante meta, una mente agotada podría percibir un área sin atributos; incluso algunos corredores no comprenden que han finalizado su recorrido. Tantos y tantos desenlaces de la existencia real mantienen esa extraña falta de consistencia: desaparece la resistencia y la meta buscada se obtiene casi en un parpadeo. Tras el listón de la meta no existe un territorio sagrado, no surge la “tierra prometida” y tampoco aparece una situación especial, al contrario, regresa la más cotidiana de las existencias. Sin embargo, cuando se supera el cansancio o la turbación, para algunos tras el listón de meta se esconde una existencia por completo nueva: han renacido.
El movimiento de la existencia está construido con tantas distancias y conjunciones inesperadas, que el diseño de lo lejano (de nosotros como el siguiente vagón, el próximo día y la anhelada libertad) resulta de importancia clave. Cada meta crucial está siempre lejos, en lo emotivo y no en metros. El logro de una meta significativa plantea una separación radical ante el pasado y la inmersión en un territorio distinto; tan radical es ese paso que lo llamo un renacer.  En casos extraordinarios, al volver la vista atrás el pasado nos resulta tan extraño como vaporoso el sueño abandonado de cada amanecer.

**
Entra otro policía e indica sentarse, en la pequeña oficina hay cuatro sillas viejas.
De inmediato sale y se queda el mismo.
Me quedo esperando, veo con desconfianza el ambiente.
Entra el celador con Rafael, y tarda unos minutos para traer a Juan.
Intercambiamos susurros:
—¿Qué viene?
—No sé.
De nuevo el mismo policía que ordenó sentarnos y trae unas maletas, para preguntar:
—¿Son suyas?
Eran las del viaje:
—Sí.
Las abre y mira la ropa en el interior:
—¿También la ropa es suya?
—También esa es mía.
Juan reconoce la suya:
—La otra es la mía.
—La ropa está completa.
Juan objeta:
—Faltan unos zapatos y una chamarra.
El policía levanta la voz:
—¿Eso importa?
—No, en realidad no importa.
—¿Hará falta en la cárcel?
No contestamos.
—Guarden la ropa en la misma maleta y cárguenla, cada quien la suya.
Juan se mueve con lentitud, los golpes acumulados en los días previos no le permiten rapidez.
—Pasen los tres a la siguiente oficina.
La “siguiente oficina” está a unos pasos distancia, separada por una simple puerta de madera.
Esa oficina de paredes grises y ambiente ordinario termina en un pasillo. Dos policías nos acompañan y se suma un funcionario civil. Todos salimos de esa ofician y empieza un corredor amplio, don piso liso y paredes blancas. El funcionario civil nos indica recorrer hasta el final del pasillo.
Al fondo veo a Ricardo Pascoe, Pedro Peñaloza y a Margarito Montes (un destacado líder campesino de esa organización, quien fue asesinado muchos años después en un cruce de carreteras). Están al fondo del pasillo y saludan con la mano, tras una media puerta. Supongo que es otra entrevista como sucedió la primera vez, separados por una media puerta.
Avanzamos hasta  ese sitio. Nos detenemos antes de la media puerta. El funcionario abre la parte de debajo de la puerta y nos señala dar pasos hacia adelante.
Le pregunto al funcionario:
—¿Qué sigue?
—Nada más, ya quedan libres sin cargos.
—¿Eso es todo?
—Sí, así nada más —y se da la media vuelta, sin despedirse.
Tras la puerta hay más personas que se acercan a saludar. Son muchas conocidas y otras desconocidas; también está mi madre y varios amigos. Los abrazo con alegría. También están los familiares de Rafael, rodeándolo como en un círculo tribal de fiesta. Los abrazos me detienen, cuando las piernas me tiemblan y lágrimas de alegría escurren con dulzura. Hay más abrazos y sonrisas. La desventura ha terminado: todos los secuestrados quedamos libres y sin cargos.
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El enorme panorama la Ciudad de México, unas de las más grandes del planeta, se abre y sobre sus calles caminan millones de almas tan distintas. Entre muros y asfalto coexisten millones de seres: los burócratas y jerarcas siguen con sus papeles oficiales (y bajo esa apariencia trivial esconden decisiones que implican vida o muerte); también los tipos que usan su puesto para actuar como criminales protegidos bajo placa de policía; los honestos cargando la culpa de los deshonestos; los obreros se despiden de sus esposas para tomar el transporte colectivo; las madres llevan al colegio a los niños pequeños; los infantes se sientan en las bancas escolares; las maestras marcan una fecha en un pizarrón escolar; los conserjes barren patios y parques; el jardín es visto por un vecino y en sus ojos se trasluce indiferencia; alguno vive lo que ningún otro conoció y es importante de saber. Un día más, como trescientos sesenta y cinco del año. Para unos pocos es la vida misma, respirar el aire de las plazas, recibir el sol en la cara, mirar a la distancia. Para otros son hijos y hermanos, amigos y  compañeros que han regresado a pesar de la adversidad. Un regreso para caminar y respirar después de transitar por el sendero del lado oscuro, ese infierno que se esconde entre las grietas de nuestra sociedad.    

NOTAS:


[1] Cf. HAWKING, Stephen, La historia del tiempo y El gran diseño. También, DAVIES, Paul, Universo.
[2] Carlos Montemayor en su obra Guerra en el paraíso presenta una narración de los hechos, bajo forma novelada.
[3] Comité Eureka es el nombre simplificado de lo que inició como Comité Nacional Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados de México.
[4] Declaración de Rosario Ibarra en el periódico La Jornada, del 19 de abril de 2010: “el hecho de haber rescatado con vida a 148 es algo. Muchas madres no tuvimos la dicha de volver a abrazar a nuestros hijos, pero sí la de ver a otras abrazar a los suyos con los ojos llenos de lágrimas. Eso satisface a cualquiera.”
[5] Diversos estados de encierro y privación provocan estas percepciones singulares, como la relatada por Arthur Koestler a partir de su encierro en las cárceles de Franco cuando dice: "el carácter primario de este estado es la sensación de que se trata de algo más real que ninguna otra cosa que se haya experimentado antes; de que, por primera vez, se ha levantado el velo, y uno está en contacto con la "realidad real", con el oculto orden de las cosas, con la estructura del mundo revelada con los rayos X, normalmente oscurecido por las capas de lo que es ajeno" Arthur Koestler. Autobiografía. 5. La escritura invisible. 1936-1940.
[6] En esos años este periódico se consideraba un medio de izquierda, después dejó de identificarse con esa tendencia.
[7] CALDERÓN DE LA BARCA, Pedro, La vida es sueño
[8] También encabezaba un programa de radio y televisión donde protestó por estos hechos.
[9] MOJARRO, Tomás, Unomásuno, “Para leer entre líneas”, jueves 13 de septiembre de 1983, p. 19.
[10] Revista Nexos, fecha 1-03-1983. SABORIT, Antonio, En ausencia de malicia: los asesinos entre nosotros. “Así, frente a esta información y opinión editorial televisiva, la mejor noticia reportada en los periódicos de ese día sábado 8 de enero ("ha iniciado la DIPD un proceso de desintegración") envejeció de inmediato con los tres rounds informativos del sábado por la televisión. Fernando Ramírez de Aguilar L. -reportero de Unomásuno- informó ese sábado que, a pesar de que aún no se había girado ninguna notificación oficial, la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia había comenzado a desintegrarse. "Entre las primeras medidas adoptadas en dicha corporación -escribió el reportero- se encuentra la revisión de poco más de dos mil 300 expedientes de integrantes de esa policía, a fin de realizar un sistema de selección en el que sólo quedarán en activo 500 elementos".”
[11] Revista Nexos, fecha 1-03-1983. SABORIT, Antonio, En ausencia de malicia: los asesinos entre nosotros. “Hay una línea recta que va de las declaraciones hechas por el general Ramón Mota Sánchez (Dirección General de Policía y Tránsito) el viernes 10 de diciembre de 1982, en las que anunciaba en breve cambios de todo tipo, (así como la existencia de planes para erradicar el influyentismo, lograr mayor respeto para la policía, dar una batalla frontal a la corrupción y promover la investigación de abusos y extorsiones [Novedades] al decreto presidencial que borró de la nómina del gasto público a la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), y que entró en vigor el mismo día de su expedición, el jueves 13 de enero de este año. O más que una línea recta, hay una espiral que poco a poco se aparta de su centro…”
[12] En la página oficial de Miguel de la Madrid Hurtado aparece esta síntesis de la decisión para acabar con la DIPD, Cf. http://www.mmh.org.mx/nav/node/26.
[13] PONIATOWSKA, Elena, “Tres secuestros: ¿Última hazaña de la DIPD?”, Unomásuno, fecha 15 de enero de 1983, p. 2.
[14] PONIATOWSKA, Elena, “Tres secuestros: ¿Última hazaña de la DIPD?”, Unomásuno, fecha 15 de enero de 1983, p. 2.
[15] BUENDÍA, Manuel, periódico Excélsior, p. 1, columna “Red Privada”.
[16] De acuerdo a la primera biografía de René Descartes y en la que se basaron todos los relatos sucesivos, el filósofo tuvo tres sueños y una visión que los sacaron de la carrera de aventura militar (se acostumbraba el mercenarismo) para dedicarse a filosofar. LABASTIDA, Jaime, Producción, ciencia y sociedad: de Descartes a Marx, Ed. Siglo XXI.
[17] En la Introducción a la Filosofía de la Historia, Hegel invoca a la diosa griega de la memoria y Lenin era un conocedor de Hegel, cuando afirmó que es imposible conocer a Marx si no se ha comprendido antes a Hegel.

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