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lunes, 17 de noviembre de 2014

TRASPIÉ EN EL TREN SUBTERRÁNEO





Por Carlos Valdés Martín

Para las generaciones futuras es indispensable aclarar eso: es un tren colocado bajo tierra,  usado de modo indiferente y sistemático cada jornada; así, hablamos de un enorme gusano mecánico bajo el suelo que traga y escupe con rapidez a los habitantes de la superficie. Millones viajamos allá abajo, sometidos a un calor acompañado de miasmas fluyendo desde algún drenaje secreto; nos movemos apurados y silenciosos, intentando ignorar ese mal rato que nos acerca al trabajo o la casa.
El encadenamiento de acontecimientos que arrastró a ese final fue sencillo: No fue posible subir al primer vagón, pues llegó a la estación saturado de pasaje. La multitud frustrada, se fue agolpando más. Por el perifoneo una voz titubeante anunció que había algún problema en el estación previa, así que el servicio fallaba. El siguiente convoy arribó tan lleno que fue imposible la entada. El nerviosismo y enfado se reflejó en los rostros, pero nadie abandonaba su puesto en esa multitud del andén. El convoy consecutivo estaba vacío pero ni siquiera se detuvo debido a las intrigantes decisiones de los jefes de estación que controlan el subterráneo. 

Esa situación —de sucesivas unidades saturadas y otras vacía que no se detienen— es molesta y hasta desconcertante, pero los sufridos pasajeros que nos amontonamos bajo tierra hasta la soportamos con resignación y naturalidad. 

Siguió entrando más gente al andén. Entonces empecé a sentirme nervioso, temiendo que esa saturación ocasionara una desgracia por el arribo continuo de más usuarios, quienes se acumulaban sobre el andén y con la multitud al filo mismo de las peligrosas vías cargadas de fluido eléctrico.

Por fin, muchos minutos después apareció otro tren lleno, aunque —al fin— con descenso de pasajeros, quienes nos permitirían un espacio al interior. 

Salieron unos cuantos pasajeros y varias decenas nos esforzamos por rellenar ese espacio; lo cual parecía una hazaña imposible. Otros que intentaban ingresar me empujaron desde atrás y quedé a nivel de la puerta, con más de la mitad del cuerpo adentro. 

Debo reconocer que sentí una discreta alegría y compadecí a quienes esperarían los trenes siguientes. Intenté empujarme para quedar por entero adentro, pero la muralla humana al interior no permitía más avances. La puerta automática intentó cerrar sin éxito por primera vez. La voz por micrófono sugirió lo obvio: que entráramos por completo para no entorpecer a la puerta automática. 

Empujé con todas mis fuerzas y el cuerpo estaba acomodándose gracias a un desplazamiento imperceptible de los demás, pero el pie derecho seguía por completo afuera. Sonó la alarma que anuncia el inicio de la travesía, pero mi pie permanecía al exterior. 

El perifoneo anunció que pronto saldría ese tren. 

En cuanto empezó a moverse el perifoneo indicó que ya arrancaría. Me di cuenta de que yo seguía inmovilizado debido a los demás cuerpos comprimidos y con un pie expuesto. Tras el primer movimiento del vagón comprendí la peligrosidad del momento y sentí miedo. El pie podía quedar dañado y hasta perderse.

La máquina de arrastre comenzó su aceleración y supliqué a los pasajeros alrededor que me hicieran espacio:
—¡Estoy atorado; háganme espacio! 

Los ojos y oídos alrededor parecían tapiados y no correspondían a esa súplica; los cuerpos alrededor parecían empeñados en empujar en sentido contrario a mis esfuerzos. 

De inmediato, el tren se internó a la parte oscura del túnel suburbano; por un instante se apagaron las luces y escuché un ruido chillón y seco. Un dolor súbito al interior de mi cabeza, comenzó en los dedos pequeños del pie y me arrastró a modo de una ola para sumergirme en la oscuridad silenciosa.

Cuando abrí los ojos dos paramédicos me arrastraban sobre una camilla, mientras una tripa transparente inyectaba algo para calmar el dolor.

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