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sábado, 2 de enero de 2021

EL FIDEICOMISO DEL PLOMERO

 



Por Carlos Valdés Martín

 

De momento, en su mochila no encontraba el papel arrugado donde escribió una calaverita, dedicada a Mauleón y Duncan, que rimaba así:

“Estaba la Parca triste/ Laborando horas extras/ Despistada con el chiste/ De muertes tan descompuestas. Ella admirando a Mauleón/ Amainó oyendo crónicas/ Luego admirando al bombón/ Que es Verónica saltando trancas. La Parca ahora acomedida/ Pidió un día divertido/ Quedándose sorprendida/ Y olvidando lo aburrido.”

 

El verso final no le convencía y se preguntaba si mejorarlo, después de cumplir con el trabajo al que se comprometió esa tarde. Llegó el camión de la línea Tacubaya, el que para en el Panteón Dolores con rumbo hasta Cuajimalpa. Arreglar cañerías, fugas y excusados a domicilio era su tercera profesión y la que mejor redituaba en ese año de la Pandemia, la cuarentena planetaria del 2020. El criadero de salamandras, varanos, sapos, boas y reptiles exóticos estaba paralizado, debido a que las exportaciones no funcionaban por la detención de los permisos, efecto del cierre de trámites que perduraba el año completo.

Estaba preocupado, pues era incierto si abriría el panteón para el Día de Muertos, así que decidió adelantarse y acudir para reparar una tumba familiar. Se apeó sobre el arroyo de Constituyentes y emprendió su ruta a pie. A mitad de la acera vio a un indigente colocado supino, estorbando su paso. El personaje mirando al sol, parecía contento estorbando la acera y con las manos apoyando la nuca, de almohada para su pelo hirsuto. Platicaba con las nubes, quejándose:

—Mi clavícula apesta, no da risa, que no vuelvan a tumbarme los tlaxcaltecas.

El Plomero, de nombre Luciano, olió a la distancia que esa ropa era de un mes sin baño, lamentó en silencio ese bulto apestoso, que denotaba incompetencia mental. La frase de la clavícula y los tlaxcaltecas era un desvarío. El Plomero rodeó al indigente y apuró el paso, cuando miró una abertura para entrar. El vigilante, de nombre Romualdo, lo reconoció y lo dejó ingresar pues el acceso estaba restringido por la epidemia.

Su faena de la semana anterior era cemento colocado en la plancha de una tumba y estaba bien cuajado, con el único detalle que un chapulín grande se había atascado. El insecto estaba rígido y él sintió lástima por esa muerte inútil. ¿Cómo pudo incrustarse la mitad del cuerpo del insecto en el cemento? Después de un instante, concluyó que era una maldad de algún desalmado. Sopló la brisa junto con una nube densa que oscurecía el cielo y temió que un cambio de clima provocara una lluvia y hasta granizo.

Descargó maquinalmente el pequeño bulto de cemento y arena que ocultaba en una mochila. De inmediato sintió el alivio por aligerarse. Miró adentro un libro de Lovecraft y otro de Mauleón cubiertos por una bolsa de plástico, marcada con un bolígrafo con la palabra Ámsterdam. De inmediato lamentó su fracaso para contratarse en la policía, por fallas en la prueba del polígrafo. La encargada de ese aparato, lo presionó con una pregunta absurda “¿sintió placer en Ámsterdam?”.  Ese viaje fue cuando niño y en realidad no se acordaba bien, pero era el único tour a Europa que aparecía en sus récords. La mujer bajo una visera policíaca, lo miraba con una sonrisa perturbadora. Y el aparto polígrafo lanzaba un “beep” molesto. Ella insistía sobre esa ciudad, su aeropuerto, el idioma holandés… La sesión fue desagradable. Su amigo, quien lo recomendó, luego le dijo que falló con la prueba de “confianza”.

Esa palabra la marcó para recordar y luego investigar si esa ciudad Ámsterdam implicaba algo mórbido o criminal. ¿Por qué lo habían rechazado? Esa idea lo traía molesto desde la semana anterior.

Tomaba chambas que en otras circunstancias evitaría. La plomería sí le gustaba mucho, porque le recordaba a su padre, que murió siendo él pequeño, pero otras tareas de albañilería no le agradaban, porque sentía que lo rebajaban de estatus. Y con eso la demás gente no estaría de acuerdo: ¿el mezclar cemento despreciable pero abrir un albañal apestoso muy digno? La gente normal optaría por lo contrario, poner tabiques lo aceptaría mejor que pelearse contra las inmundicias de un inodoro y perseguir una oscura obstrucción dentro de un desagüe.

Para una aerolínea recuerda que tuvo una oportunidad antes de que estallara la crisis por la pandemia 2020. Los aviones le dan miedo, por excepción se resiste ese espanto, como cuando se ganó una rifa con un vuelo por Interjet a Cancún. Allá vive su única hermana, Naomi, y el gusto de verla superó el mareo y miedo que le produce el instante cuando un avión se separa de la pista. Y el aterrizar también le da miedo, pero menos. Utiliza el talón desprendible del boleto como separador de libros —conservado de souvenir— y alcanza a verlo en la orilla de Lovecraft.

Miró alrededor y el panteón lucía vacío, al menos en esa zona, pues al entrar sí había un par de visitantes, pero el de la entrada franqueaba el paso únicamente a conocidos, como a jardineros (o a profanadores de tumbas que sobre esto último él tenía sospechas). Recordó que la zona de “Los hombres ilustres” (ahora con el eufemismo de “personas ilustres” por compensar el machismo ancestral). Estaba distraído, luego imaginó que de una tumba salía un personaje siniestro al estilo Lovecraft. Sin que nadie lo viera, pues de otra manera dirían que estaba enloqueciendo, se pegó una cachetada para concentrarse y se retiró el cubrebocas de la cara. El truco sirvió, dejó de pensar en viajes y libros, para apurarse a la reparación. Recordó que no tenía agua y que debía regresar hasta la entrada, por lo que colocó su mochila y el cemento a un costado. Trotando recorrió la distancia, pues ese camposanto es enorme. Llegó un poco agitado:

—Uy, ve hasta la casetilla 22. Esa es la única toma que sirve, la de la entrada está fregada.

El vigilante Romualdo la prestó un cubo de plástico y Luciano recorrió hacia el norte también con paso veloz. Mientras regresaba corriendo sonrió al pensar que a las 7:45 pm deberá estar puntual con el chofer que le mandará Brozo, para arreglar un desperfecto. Eso no es cualquier día: acudir al departamento de una celebridad, por más que ya no sea del gusto del Presidente. ¿Por qué habrá entrado en conflicto el payaso de la televisión con el Presidente? Como sea el Plomero no se interesaba por el fondo político, sino por sacar el “pan nuestro de cada día”, para “yantar” (así le decía al comer).

Calculó que tardaría menos de una hora en hacer la reparación y sintió el gusto por trabajar a marchas forzadas para juntar dinero dedicado a su hermana Naomi. Ella le compartió un encefalograma que indica que el tumor de cáncer en el cerebro no ha crecido, aunque después habrá que operar. Así que él toma cualquier chamba para ayudar, aunque prefiere recordarla sana y radiante, como cuando fue el viaje a Cancún.

Mientras se apura a fraguar al cemento, levantando un redondel de arena que semeja un volcán, un ruido lo inquieta: es como un rasguño sobre metal. El ruido es imperceptible y le ha erizado el lomo, como si lo tocaran por la espalda.  No es la primera vez que se espanta en un camposanto, recuerda cuando de niño un pariente le jugó una mala broma escondiéndose atrás de una tumba y gritando a sus espaldas. Mientras se apura con la mezcla y elige con rapidez los puntos donde aplicarla, la piel se le enchinó. Esa segunda vez no escuchó nada.

“Me debo calmar, como el Dalai…”.

Descubre una piedras sueltas entre el agrietamiento de la tumba. Mentalmente se dice: “Y que me perdonen todos los muertos, en especial este difunto; que no me espanten, que ya viene la tarde.” Una nube resta claridad; es un desplazamiento rápido de una nubosidad oscura.

La propia cuchara de albañil le sirve para escarba las piedras sueltas; arranca con las manos yerbas que afean la tumba. Su tarea es aplanar la loza para recuperar una apariencia decente. Termina la mezcla y comienza a cucharear sobre la tumba. Mira el letrero superior: “Familia González Juárez”. El mármol de conmemoración es sencillo, solamente el nombre de la familia y sin fechas.

El viento frío y el sol que destaca rayos horizontales lo tranquilizan. Avanza con su acabado de cemento, cuando un ruido como golpe sobre una lámina lo sobresalta. Entonces advierte un sonido concreto y definido que proviene de su lado derecho. Mira en esa dirección con cuidado y vuelve a escuchar algo como un chillido.

Debe apurarse con el cemento, pero sí hay un ruido y otro desde la misma dirección. Imagina qué pudiera ser. Levanta la cabeza y no alcanza a distinguir ningún movimiento. Avanza con el cemento, se apura, cuida sus paletadas. Junto con la cuchara aplica la llana y el nivel para que su labor sea impecable. Sigue escuchando la misma variedad de ruidos: algo de metal, algo como chillido. No se anima a acercarse, mientras su curiosidad va creciendo.

Pegar un macetón rajado por el tiempo le resulta más difícil y ahí dedica más atención. Termina de reparar el macetón y se apura a guardar los implementos en la mochila.

El sol ha desaparecido del horizonte, aunque por una paradoja del cielo la claridad es mayor, pues las nubes se han dispersado en dirección del viejo Observatorio. La claridad aumenta su arrojo y con paso inseguro se dirige hacia el sitio desde dónde proviene el ruido. Al ir avanzando el ruido se hace más insistente, como si lo estuviera llamando. Se detiene cada tantos pasos, temiendo una sorpresa desagradable, por lo que aferra su cuchara como si fuera un arma. La empuña con fuerza, mientras se disuade: “Los fantasmas no muerden”.

Conforme más se acerca deja de sentir alguna amenaza. Distingue que es una tumba de caseta, de las que descienden hacia una catacumba, con una vieja puerta de metal pintada de verde oscuro. Se distingue que desde ahí sale el ruido. Comienza a saludar:

—Hola… ¿quién es?... ¿quién anda ahí?... Soy Luciano, un trabajador, no tengo intenciones… malas.

Cesa el ruido, cuando él se aproxima a un par de metros.

—Hola… hola…

Vuelve a escuchar un rasguño sobre la puerta y un chillido. A esa distancia, de repente, comprende de qué se trata. Hay un perro atrás de la puerta cerrada. En la parte de arriba hay dos aberturas cuadrangulares, por ahí cabría un animal, pero no le ve sentido cómo pudiera entrar, pues está lejos del piso. Mira una cadena con candado atrancando la puerta. Sonríe y le habla al animal:

—Perrito, sí, eres un perrito ¿verdad?

Le responde el lloriqueo amistoso.

—¿Cómo te habrás metido ahí?

En la parte baja de la puerta hay un agujero chico y se asoma una naricita negra.

—No tengas miedo… Huéleme.

Con lentitud Luciano acerca la mano. El perro chilla con más insistencia. La parte de arriba del cubo indica el nombre de la familia “Ordoñez Larrea”. Luego piensa “Me debo apurar, tengo una cita.” Preguntaré con Romualdo, vaya a ser que esa sea tu casita, perrito… también pudiera ser que un tunante te haya atrapado.” Con su lámpara atisba por una abertura superior, llama para alumbrarlo y verlo mejor. Está muy flaco, se le notan las costillas, y de aspecto joven, colores mezclados de negro y miel. Le parece bonito aunque no sea de “raza”. Le dice:

—¡Espérame que regreso!

Sale trotando para alcanzar al vigilante y le encuentra mirando una revista, alumbrado por el farol de la entrada. Con amabilidad y cierta agitación le explica lo descubierto. Romualdo responde que ha de ser una maldad o un accidente, nadie con sentimientos abandona a un perrito dentro de una catacumba.

—La gente mala lo hace para deshacerse de ellos.

Luciano pregunta si hay una llave.

—Las llaves son privadas, cada tumba es una propiedad; sería un delito violarla.

Luciano no lo convence de acompañarlo para intentar sacar al perro, pero el vigilante le da una idea:

—La entrada de los “Ordoñez Larrea” abajo es de tierra suelta. Si vuelves a colocar la tierra después de sacar al animalito, no digo nada. Pero no busques pan de trastrigo.

—Gracias.

De regreso utiliza su cuchara metálica bajo la puerta. La tierra no presenta demasiada resistencia, pero de cuando en cuando hay piedras, que sacará con la mano. Se asoma al cuadrilátero superior, alumbra con la linterna que integrada al celular. Le dirige palabras tiernas y confirma que es un cachorro.

Mientras rasca la tierra y la retira, se acuerda que saldrá con cubrebocas y ¿adoptará al animal? Recuerda lo mucho que le gustan las mascotas a Naomi y se imagina que le mandará una fotografía que la alegrará. Logra meter la mano bajo la puerta metálica y el perro se acerca a lamer. Sigue rascando la tierra lo más aprisa que puede e indica con la mano para acercarse. Lo jala de una patita y prueba si ya sale. Falla en sacarlo, es inútil intentar con ese espacio. Falta agrandar el hueco un poco y debe seguir cavando más. Mira la hora y se apura, como si fuera una carrera para escarbar. Alrededor ya cae la noche. Sigue apurándose como quien juega. Mete la mano y el animal no se acerca. Estima que el hueco ya alcanza para rescatar al perro. Estira el brazo hacia adentro y no siente nada. Se asoma desde arriba con la linterna y lo no ve. Distingue que hay escalones hacia abajo.

—Cst, perrito, ven conmigo.  

No hay respuesta. Le inquieta el horario, ya son pocos minutos para alcanzar su cita. Recuerda que el tiempo vuela. Saca una pieza de comida: en su mochila esconde muchas sorpresas, como restos de lasaña con migajas de trucha o lancurdia. Tienta una lata de chiles “Clemente Jacques” que es la propina para el vigilante.

Cuando llegó corriendo para la cita se disculpó tres veces por el atraso. El chofer que lo esperaba se permitió una ironía:

—En el panteón ¿te entretuvieron los muertos? Una vez conocí a un necrofílico que consiguió novia allá.

El Plomero explica brevemente que escuchó unos ruidos extraños de una tumba, encontró a un perro y deberá regresar por él. Y argumenta algo que se parece más a un cuento de Lovecraft sobre Randolph Carter el explorador del más allá. Atrás de una bruma espesa que manaba tras la catacumba, que lanzó un huarache y se perdió el sonido. Que la bruma fosforecía y salió una mano huesuda. El chofer supuso que bromeaba y cambió te tema:

—La hermana del payaso es la que está en el departamento, ten cuidado es demasiado ardiente.

 Lo decepcionó imaginar que ella aparecería disfrazada de payaso. En el departamento no estaba la dueña sino un adolescente mal encarado, que lo recibió con monosílabos y le indicó el desperfecto. La tarea le pareció demasiado fácil, bastaría ajustar el “sapo”, una pieza de hule que ajusta el agua en el inodoro. Un par de minutos se tardaría, pero era desatinado resolver tan rápido, convenía demorar para cobrar de manera “decente”. Y el chofer había prometido esperar para regresarlo hasta donde lo levantó.

Dedicó un par de minutos a la reparación y se mantuvo media hora más fingiendo que ajustaba manivelas, empujaba tuercas, tornillos, pijas, y aplicaba teflón en los codos soldados. Revisó con más cuidado su mochila y por fin encontró la hoja con las rimas de la “calaverita” apuntada en una hoja.

Cuando salió del baño mostró al adolescente que el mecanismo estaba arreglado y pidió su pago. El joven de los monosílabos llamó a su madre, una trigueña enfundada en un vestido entallado de color rojo satinado, demasiado espectacular para descansar en la estancia hogareña.

La mujer empezó a hacer plática, explicando que trabaja para un Fideicomiso, que sale tarde y se disculpaba por no recibirlo desde el principio. Aunque él fue cortante, nervioso para regresar por el perro que seguía encerrado. Ella le comentó de una fuga en el tinaco colocado en la azotea, que sería interesante darle mantenimiento ahí. Él explicó su prisa para atender otro servicio de emergencia.

Al bajar el chofer no lo había esperado, por lo que tomó un Uber, lamentando que su ganancia se mermara con transportes.

El portón principal del panteón ya estaba completamente cerrado, por lo que tocó con ansiedad. Después de un rato de insistir el vigilante Romualdo sí apareció, como apurado y pretextando:

—Hice un rondín, ahora es obligatorio hacer algunos rondines nocturnos, por los intrusos que se creen Tomb Rider.  

El vigilante hizo un gesto como si quisiera decirle algo más, pero contuvo una risa. Que Romualdo fuera bromista lo desconocía Luciano, quien prometió apurarse para terminar su rescate. En el trayecto hasta el sitio usó su celular como linterna, pues la luz de luna no bastaba para evitar tropiezos. Por fortuna frente a la puerta de la catacumba la tierra parecía más floja así que sintió que costaba menos esfuerzo removerla. Acometió la tarea con entusiasmo. Trató de llamar al animal sin respuesta. Pronto sintió que ya había avanzado un hueco, puso la luz hacia adentro y le pareció que el sitio estaba vacío. Miró luego desde arriba y era igual. Se apuró y comenzó a imaginar cosas, como que había una salida por otro lado. Dio la vuelta y el sitio se miraba por completo cerrado y hermético.

Siguió cavando con más enjundia. Topó con algo entre la tierra y al jalar descubrió que era un viejo huarache. Pensó en la broma que hizo con el chofer. Miró por el hueco y llamó al animal. Recordó que había reaccionado con el olor a comida y volvió a su maleta. Otras migajas bastarían, supuso. Lo intentó y nada. Siguió cavando.

Escuchó a alguien acercándose y miró una linterna. Adivinó que era Romualdo, por la dirección desde donde avanzaba. Al acercarse, escuchó una risa intermitente. Se levantó y usó su propia luz como señal.

La risa se volvió una carcajada.

—Ya deja eso. Tu perro ya salió.

El vigilante señaló una soga arrastrando al animal rescatado.

—¿Cómo lo vas a llamar?

—Fideicomiso.

Cuando el Plomero llegó al pequeño apartamento rebasaba la medianoche. Se cuestionó cómo convencer a la dueña para conservar la mascota famélica. Temió que quizá lo corrieran del pequeño cuarto y la opción, que también lo tentaba, de mudarse para cuidar a su hermana no lo dejó dormir. En la madrugada tomó una selfie junto con su adquisición. Aunque era inoportuno envió la fotografía, suponiendo que alegraría a Naomi. El sobrino le respondió de inmediato por Whatsapp: “La internaron en el hospital, tuvo convulsiones. Te iba a avisar en la mañana, pero estás despierto…”.  

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