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domingo, 1 de septiembre de 2024

ROMPECABEZAS IMPOSIBLE DE RESOLVER


 


 

               Por Carlos Valdés Martín

 

Las piezas sueltas del rompecabezas no tienen propósito ni sentido. Mientras cada parte está separada y el panorama no está claro, queda el caos como el rey de las indiferencias. Un montón de piezas desordenadas simplemente son basura. La aversión a las piezas sueltas fue que inculcaban nuestros padres cuando nos enseñaban a armar los rompecabezas.

El armado de rompecabezas comienza con una habilidad sencilla y, paso a paso, con el crecimiento del niño se encuentran mejores retos. A cierta edad, se adquiere la habilidad para resolver rompecabezas complicados y grandes. De niño era un gran logro mirar una mesa con 500 o 1000 piezas revelando un paisaje, un cuadro clásico o un personaje de caricaturas.

La vida diaria nos sigue ofreciendo el reto de los rompecabezas a manera de información suelta y conexiones intrigantes. Hay una gran diferencia en que la realidad se está moviendo constantemente y no hay un sistema de referencias fijo, así que las nuevas piezas se integran dentro de un gran baile.

Cuando era niño visité a mis queridos primos y su papá presentó un enorme rompecabezas en mitad de la sala. Una mesa se limpió de mantel y adornos para dedicarla a ese juego familiar. Era una pintura clásica, que ahora sé provenía de Johannes Vermeer. El grupo infantil murmuraba con algarabía y gozo anticipado ante las explicaciones del padre, aunque los chicos sabíamos de qué se trataba.

El gran montón de 1000 piezas desordenadas nos amedrentaba y atraía, al mismo tiempo. El imprudente acumulaba un montón de piezas como si con ello tuviera alguna ventaja competitiva. Uno afirmó en voz alta:

—Comenzar por las orillas, es lo más fácil.

Las cabezas asintieron y de los montones separados se fueron seleccionando las piezas con un lado completamente plano.

—Estas dos van juntas.

—Estoy buscando una pieza negra.

—Tengo sed, quiero un refresco.

—Esas no van juntas, aunque embonen, tiene colores dispares.

Para los chicos más pequeños embonar un par de piezas es un logro, como una chispa en la fiesta. Sonreímos, damos pequeños empujones en el hombro más cercano. Una orilla con colores definidos y sin tonos engañosos es fácil de armar. La reconstrucción de la imagen avanza por la línea de menor resistencia. Las orillas son la parte sencilla y también donde el dibujo marca continuidades, pero hay zonas de enorme dificultad.

El tiempo pasa y los más pequeños se distraen, se van dando por vencidos. La hermana mayor baja su radio para poner música de los Beatles. Los mayores se quejan de que no les gusta, pero no impiden esa música: “He’s a real nowhere man…”

El niño mayor se acuerda que tiene tarea y escapa. La madre pide ayuda para hacer la comida. Las manos que se esfuerzan por resolver la orilla van y vienen.

Llega la hora de la comida y casi está terminada la orilla. Falta lo más difícil del rompecabezas.

El siguiente fin de semana está tomando forma el retrato femenino que se encerraba en el rompecabezas. La madre sugiere con un sentido práctico:

—Vamos a poner todas las piezas por colores cerca, todas volteadas hacia arriba. Van juntas las azules fuerte, las de color marrón, las grises y la enorme cantidad de piezas negras.

Encontrar piezas que embonen cada vez resulta más difícil. Aunque hay momentos de aceleración como cuando se está terminando un color y es fácil encontrar las últimas piezas.

Después de la comida la figura femenina está completa excepto por tres piezas. El papá ordena con voz autoritaria:

—Busquen esas dos piezas. Aquí nada se pierde, que mi cinturón está nervioso.

Bajo la mesa aparece una pieza faltante y, pasado un largo rato, llega otra.

Está armada la estructura de los marcos y la figura de la chica. Falta el arete y una gran área de color negro, aunque la oscuridad no es uniforme, hay ligeras tonalidades hacia el azul y el gris. Así, termina el segundo fin de semana jugando al rompecabezas.

El tercer fin de semana se ameniza con discusiones sobre protuberancias y hendiduras, lo difícil que es distinguir el color negro, las tonalidades del gris… En esa jornada logro contribuir con un manchón de negro con grises. Me doy cuenta que antes no había notado las tonalidades.

Esa tarde termina agitada pues al cocinar la abuela se le cayó un cuchillo grande y le abrió una herida en el pie. La sangre ha traspasado la calceta gruesa. Llega una ambulancia, entre muchos gritos y lamentaciones. En la noche la abuela regresa pálida y cansada; en su pie un parche sencillo, de unos pocos centímetros.

La parte que le falta al rompecabezas equivale a dos palmas de la mano. Los adultos opinan que se terminará el próximo fin de semana.

Mis padres cancelan una salida al campo para presenciar el “gran final del rompecabezas”. El tío organiza el cocinar una gran paella, como si fuera una fiesta especial. Mientras los niños avanzamos lentamente con las piezas faltantes, él viaja hasta el centro de la ciudad y regresa con almejas, salchichas, cangrejos, pollo, trozos de cerdo, azafrán y demás condimentos.

A su regreso los adultos abren una botella de vino. El tío con ánimo anuncia que al chico que consiga poner la última pieza le dará un regalo sorpresa. Mientras avanza la cocción de la paella, lo chicos participamos con renovado entusiasmo en el juego de embonar piezas. El área faltante se va haciendo más pequeña cada vez.

La proximidad del final con una evidente pieza faltante provoca inquietudes.

—¿Hay quien venda una pieza sola de un rompecabezas?

La mayoría de los niños imaginamos que sí. Los adultos afirman que es imposible.

La paella queda lista y todos comemos. Desconfío de los cangrejos, cuando el tío muestra su habilidad utilizando una herramienta para romper las patas y sacar la pulpa.

—Se tienen que lavar bien las manos después de comer para volver a tocar las piezas, son de cartón impreso y se ajan con la grasa.

El entusiasmo crece cuando se están colocando las últimas piezas negras. Cada niño atesora entre las manos alguna pieza, reclamando que es suya y que él tiene derecho exclusivo a colocarla. De ahí surgen discusiones y manoteo para alcanzar acuerdos, así que las últimas piezas tardan más de lo esperado en ser colocadas. Vocifera la hermana:

—¡Misión cumplida!

Un niño objeta:

—Falta una pieza.

El papá que estaba comiendo:

—Voy a ver quién ganó el premio por poner la última pieza.

Como falta una pieza evidente, la destacada que corresponde a la perla del cuadro, el señor afirma que alguno debe estar escondiéndola.

—A ver, tú, saca los bolsillos.

La mayoría de los niños se apresura a sacar los bolsillos del pantalón para mostrar que están vacíos. De mi bolsillo sale un dulce a medio chupar. La mamá manda a que tire en el basurero ese dulce. El papá obliga a que todos muestren los bolsillos. Demostrada la inocencia, a uno se le ocurre:

—¡Entonces todos merecemos el premio!

El papá comienza a reír sin motivos. Los niños quedan extrañados. Acto seguido, el papá mete la mano a su bolsillo y saca la pieza faltante. La muestra hacia lo alto, cual ostia en misa, y se la entrega a la mamá. Ella de inmediato coloca la última pieza del rompecabezas. Queda resuelto ese imposible y el papá afirma:

—Como nadie ganó el premio, lo repartiré entre todos y la próxima semana iremos a una película. Será las “20 mil leguas de viaje submarino” a colores.

Estalla el bullicio de alegría.

 

 

 

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