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domingo, 1 de septiembre de 2024

SANGUIJUELA CONTRA “CROCODILO”

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

Habíamos discutido por la palabra “crocodilo” y mi amigo defendía que estaba incluida en el diccionario. Al día siguiente, el padre de mi amigo, nos levantó de madrugada para visitar un bosque natural en las afueras de la ciudad. No desayunamos en su casa, así que en automóvil me rugían las tripas de hambre, aunque no pronuncié quejas. A ese amigo lo apodábamos “Ticho”, curiosa contracción de su nombre de raíz indígena.

El señor Roberto viajaba constantemente, así que a Ticho le daba mucha ilusión convivir el fin de semana con su papá. El amigo estaba de muy buen humor durante el paseo, mientras mis ojos insistían en cerrarse para rescatar el sueño perdido.

El papá Roberto explicaba en un monólogo pausado las características de ese automóvil. Hablaba del clutch y la inyección de gasolina modificada, de las vestiduras plásticas, de la pintura con doble capa. Mi amigo le respondía con emoción: “Ah… ¡Qué bien!” Incluso le preguntó en qué cumpleaños le permitiría manejar y él le respondió que después de los quince años.

Tras una recta Ticho comenzó a decir que “crocodilo” sí es una palabra correcta, que la consultó en un viejo diccionario de la Real Academia. El papá no estaba de acuerdo, pero el hijo fue elocuente para defender su opinión. La plática se desvió hacia las motocicletas infantiles que rentaban en los alrededores del parque “La Marquesa”, donde sí permitían que los chicos manejaran.

El padre siguió explicando de los pistones de motor, las transmisiones automáticas y manuales, de adaptaciones en los escapes y otras curiosidades automovilísticas. No sé si el tiempo pasó volando o dormí sin notarlo, pero ya estábamos entrando a la terracería, donde los baches y las piedras se sentían bajo el asiento.  

Cuando nos detuvimos ya estaba clareando la mañana. Descendimos frente a una cabaña rural, de paredes sin pintar, mezcla de tabiques y cemento; coronada con un techo de maderas sin curtir. De pie frente a la puerta un campesino enfundado en sarape y con sombrero de ala ancha saludó con timidez.

Roberto estacionó el automóvil cerca de una camioneta, donde dormitaba la familia Ortiz. Eran Alicia la conductora y madre, el amigo Horacio y su hermana menor.

Al bajar del automóvil el ambiente era frío, intensificado por una brisa que descendía del bosque aledaño. Junto a la cabaña se levantaba de un lado una colina boscosa de pinos jóvenes y al lado opuesto un prado llano donde se distinguía un riachuelo.

Alicia bajó el vidrio lateral que había condensado vapor. Los adultos se saludaron con gentileza, mientras los niños nos acercamos hacia el asiento opuesto de la camioneta. Horacio fingía que seguía dormido. Ticho aprovechó para molestar y con el dedo escribió sobre el vapor del cristal: “Burro” y agregó una flecha para señalar. Ticho fingió que a lo lejos distinguía un burro, pero eran vacas y caballos que pastaban tranquilamente en la parte llana del paisaje. Gritó:

—¡Mira hay burros! Y otros animales.

Cuando Horacio se apeó no se había dado cuenta del letrero. Saludó alegremente a sus amigos y Ticho tuvo que evidenciar su broma mientras los adultos se alejaban para descargar la comida y los utensilios para el desayuno. Al comprender la broma, Horacio lanzó un manotazo al aire como si fuera a pegarle a Ticho, que lo esquivó como en las peleas de box. Luego, Horacio regresó a la ventanilla y escribió la palabra Ticho abajo del letrero de Burro. Lanzó un gesto grosero con la mano, sacó la lengua, y comenzó a reírse de buena gana. Los tres nos reímos. La risa despertó a la hermana menor que había seguido recostada en el asiento trasero de la camioneta. A ella todavía le interesaba más jugar con su muñeca, que interactuar con los varones.

Cuando ya estaba lista la parrilla con el desayuno llegó el doctor Macías con su hijo Alonso. Él también llegó somnoliento, y de inmediato se alegró al ver tres amigos dispuestos a divertirse.

Con cuatro niños y espacio natural eso era un enorme patio de juegos. Había permiso para corretear al aire libre mientras no nos perdiéramos por completo de la vista. De las cajuelas sacamos una pelota para patear, un disco frisbee para lanzar y muchas canicas. Alternativamente fuimos jugando futbol, al disco volador y a las canicas con “chiras pelas”, intercaladas con correteos, lanzamiento de piedras, terrones y piñas hacia una diana.  

El campesino sacó unas sillas para que los adultos estuvieran cómodos mientras desayunaban. Los mayores comentaban de política, enfermedades, dinero y automóviles, mientras desde la distancia vigilaban sus hijos y, según platicaban, también sonreían.

El campesino era dueño de esa cabaña en un emplazamiento estratégico con una ligera elevación de tierra, que permitía dominar la llanura con la vista. Alrededor de la parrilla había unos cuantos árboles frondosos que daban frescura, pues al mediodía el sol de montaña es inclemente.

El campesino también rentaba caballos para dar la vuelta por el bosque, que montar era una actividad estelar en esos paseos.

El Ticho y yo nunca nos quejábamos de agotamiento en los juegos físicos, pero Horacio y Alonso en una hora pedían cambiar a algo más sedentario. Alternábamos el futbol con el tino a la diana; el corretear al disco volador con jugar a canicas arrodillados. Horacio estaba orgulloso por la colección de canicas que había traído: las esferas con tréboles de colores al interior, mezclas de ágatas y transparencias tornasoladas.

El doctor Macías le exigía a su hijo usar gorra para evitar las quemaduras del sol. Los demás niños cuando los adultos no observaban nos burlábamos de esa precaución paterna. Alonso se disculpaba y trataba de acomodarse la gorra. Horacio se había aprendido nuevos chistes picarescos que protagonizaba “Pepito”.

Ticho insistía en nadar en el pequeño río para calmar el calor. A la tercera vez que lo propuso, todos los niños estuvimos de acuerdo. Los niños varones nos quitamos ropa para entrar en el riachuelo. Horacio contaba con traje de baño y los demás chicos quedamos en calzones. El agua era cristalina y su movimiento era suave.  Ningún adulto sitió reparo, aunque Roberto se ofreció para supervisarnos de cerca, por lo que se plantó a la orilla.

El ancho del cauce variaba entre dos y cinco metros, mientras el fondo topaba en un metro. Así, que no era necesario nadar para sostenerse y curiosear. La diversión era mojarse, fingir que se nadaba y empujarse en turnos alternados.

Alonso distinguió un movimiento en agua y dio una voz de atención. Sin pensarlo Ticho se lanzó de cabeza al agua para atrapar algo que se movía.

—Por allá.

A la segunda zambullida levantó el puño en gesto de triunfo. Adentro de la mano estaba capturada una pequeña rana. Horacio acercó una bolsa de plástico transparente para guardar ese pequeño trofeo. Dentro de la bolsa se agitaba temblorosa una ranita verde.

Como no apareció otro espécimen, decidimos avanzar por la ribera alejándonos de la cabaña. Esperábamos que apareciera otra ranita. Ticho caminaba adentro del riachuelo, cuando Horacio le indicó que estaba arrastrando algo con su pierna. El llamado no hizo caso.

—Que tienes algo colgando.

Era un gusano negro que se contorsionaba con lentitud. Tras enfocarse en esa sanguijuela hubo breves gritos de espanto de los niños. Ticho salió corriendo del agua y buscó a su padre que se mantuvo calmado ante la mancha rojiza que colgaba atrás de la pantorrilla. Le indicó a su hijo que no intentara tocar al animal. Ticho permaneció de pie, tembloroso y desconcertado, mientras el agua descendía de su cuerpo. De inmediato el señor sacó un cigarro y lo encendió. Los niños alrededor estábamos paralizados por el asombro, mirando cómo ese gusano se movía aferrado al apierna de Ticho. En cuanto el cigarro estuvo encendido el padre lo acercó al gusano. Bastó un instante donde el fuego tocó al gusano, que se desprendió y cayó al suelo. Quedó un hilo de sangre escurriendo de la pierna. En cuanto la sanguijuela cayó el señor la pisó con furia y la restregó en el piso. Quedó una mancha de sangre marrón entre la tierra.

Los niños alborotamos como si se tratara de espectadores en un campeonato y de nuestras bocas salieron alegres vocalizaciones. Los otros padres se acercaron a toda prisa para enterarse de lo sucedido.

El doctor Macías usó una porción generosa de Ron Bacardí para desinfectar la herida de Ticho, mientras explicaba que no era peligroso como imaginaban los presentes y aplicó un vendolete.

En el camino de regreso y recuperado del susto, Ticho me hizo prometer que se enfrentó a un pequeño “crocodilo” y salió victorioso.

 

 

 

 

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