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domingo, 9 de mayo de 2010

LA PREGUNTA POR LA VIDA ETERNA





Por Carlos Valdés Martín


La promesa de dar sentido a la existencia mediante una vida eterna marca las mejores y más tentadoras ofertas. Esta promesa de eternidad individual no resulta de una perspectiva universal sino de una creación particular, ligada —parece ser— a la visión de la individualidad como verdad y destino supremo. En sociedades anteriores se imaginaron otras formas de consolación a la desgracia de la muerte, como metáforas de paraíso menos reconfortantes que una individual "gloria eterna a la vera de Dios", pero sí con variaciones de paraíso aceptables entre los grecolatinos[1].
La exigencia absoluta de consolación ante la muerte Blas Pascal la expone con vehemencia en su obra Pensamientos y su argumentación avanza en el dilema entre alma inmortal o carencia absoluta de sentido. Bajo la óptica de un dilema irresoluble, la puerta de salida se convierte en única, así el argumento clama tan estruendoso que la respuesta ya está predicha. Ahora bien, la existencia es dilema, porque la disyuntiva enfrenta las puertas propias de la estructura de cada elección: libertad en movimiento. En Blas Pascal encuentro el reverso de la medalla de un rasgo admirado en Descartes, pues ambos perciben el caos del mundo, las contradicciones crecientes y desgarradas, pero René Descartes exige nunca conceder ante las ilusiones, que lo sabido permanezca en la claridad, mientras que por fuera de la razón asechan las esperanzas infundadas o vigila una fe con limitaciones. Ahora bien, la esperanza no provoca una enfermedad, sino un alivio, pero debo reprochar a Pascal, que corre demasiado rápido hacia la salida más fácil, que no espera suficiente dentro del campo de la razón, sino que el dilema le parece quemante. Para Pascal la muerte es tan innegable, que el desenlace mortal convierte al mundo en "corrupción de la carne", decadencia cierta de la naturaleza, por lo cual debe de "arrojarse en los brazos de la fe", porque la razón no aporta la salida suficiente, debido a que "Dios es oscuro". La oscuridad de Dios le parece dolorosa a un emisario del racionalismo, por lo cual se motiva en sus Pensamientos a renunciar una y otra vez a los raciocinios en favor de la revelación. Pero los Pensamientos son argumentación, un destilado post-renacentista, por lo cual el apoyo de la fe hace que sus argumentos interesantes (argumentos como la relación entre lo infinito y lo finito, entre lo particular y lo absoluto como nudo central de una religiosidad racionalista, o de una reflexión teológica seria; la famosa “apuesta de Pascal” para favorecer la fe contra el pesimismo al colocarlo dentro de una regla de posibilidades entendible para un apostador) pierdan el terreno, para ceder el escenario a cualquier cantidad de creencias en la cuales se toman como certeza pura las "afirmaciones" de la iglesia católica o los pasajes de Moisés. Algunas de las "pruebas" de Pascal se mantienen dentro de lo empírico, como la evidencia de la continuidad de la iglesia católica, pero le agrega sazón con invenciones sobre los "supuesto errores" de otras iglesias como la mahometana o china que desconoce, así argumenta sobre otros pueblos adosando sobre lo que ignora.

La prueba sensible
Debido a la necesidad de no abandonar el terreno razonable (pruebas para la razón) es que el vulgo busca, incansablemente, la presencia de lo tras-mundano en los milagros, pues éstos se consideran la prueba tangible del más allá y de la acción positiva de una divinidad superior a la ley natural. Aunque no se explica para qué debía Dios crear la Naturaleza para luego contravenirla: argumento típico de todo panteísmo.
Desde el siglo XIX se han buscado pruebas de la divinidad más próximas a lo razonable (pruebas fácticas para la razón), por ejemplo: la comunicación directa espiritista, la percepción extrasensorial, la meditación iluminada, el regreso de la muerte o recuerdos de vidas pasadas. Incluso bajo esta misma perspectiva de búsqueda de pruebas fácticas para la razón es que la indagación de los OVNI tiene una función completamente afín, casi es una religión de búsqueda de una trascendencia inteligente, que ofrezca continuidad a la inteligencia y hasta presente una ofrenda patente de lo absoluto en el lejano universo.  
Aunque exista tendencia a buscar pruebas para la razón, este camino no es universal ni consistente, se puede revitalizar la oposición original entre razón y revelación de la fe, aunque la revelación opere tanto razonable como irracionalista.
La prueba sensible del milagro es la más espectacular de las promesas de la religión, para "comprobar" de una vez por todas, que el orden celestial es superior al orden sublunar y que la ley divina supera absolutamente a la natural. Por desgracia, casi la totalidad de la historia de las religiones transcurrió en la casi completa oscuridad respecto del significado preciso de la "ley natural" porque la operación eficaz de la física en cada campo especializado y las contradicciones múltiples entre esencia y apariencia se desconocían; dado lo anterior, era evidente que la magnitud de la ley natural se ignoraba por principio. Si la ley se ignoraba por principio, simplemente se sabía de las regularidades de apariencia, y el mejor ejemplo lo pueden ilustrar los eclipses, pues ahí la regularidad de la órbita solar, con la alternación del día con la noche, solamente en fechas extraordinarias ofrece el espectáculo imprevisto de una luna que devora temporalmente al sol. Dada la familiaridad de los eventos diurnos, el eclipse es una irrupción inesperada, que rompe completamente la legalidad ordinaria de las sucesiones del recorrido del disco solar. Por la oposición con los cambios familiares en el cielo resultaría que el eclipse advirtió el caso típico de un "milagro". Lo cual nos obliga a indicar este axioma: mientras menos conocida sea la naturaleza más grande es el campo de los milagros. A falta de integración precisa del fenómeno cualquier cambio evidente de la cantidad discreta en la calidad espectacular (eclipse, luna ensangrentada, rayos, terremotos…) deviene con la apariencia de milagro.
El avance de la ciencia occidental está acompañada por la desacralización de la naturaleza y la desantropomorfización del mundo. La profanación tiene su peculiar dialéctica: lo tocado por la mano de la práctica utilitaria deviene en terrenal, se descubre como ordinaria conexión de causas. Esta profanación del mundo en favor de una estrechez de la práctica reducida a utilidad es también la pérdida de significados trascendentes y de emociones cautivas en el medioambiente (a lo que se contrapone el romanticismo como culto peculiar hacia cierta naturaleza). Por ese mismo proceso el campo de lo sagrado, cada vez se retira más del mundo y queda confinado a regiones más abstractas, simplemente considérese que los pueblos antiguos tenían sus espacios concretos sagrados como ese bosque que rodeaba las montañas, esa fuente refugio de diosas marinas, ese valle que contiene un oráculo, etc., para que los terrenos sagrados se delimiten en el espacio del templo y del camposanto (panteón). Aunado a lo anterior hay una desantropomorfización general, para reconocer a la naturaleza como más objetiva, en inglés un "it" diferente del "he or she" de los antiguos, de tal manera que se facilita y se condiciona una relación más fría de utilidad ante los "recursos naturales", en lo cual hasta se dramatiza un dominio explotador del sujeto social sobre el objeto natural[2].
En la Antigüedad cualquier prueba sensible daría elementos suficientes para definir el milagro, pero desde el siglo XIX el campo del prodigio queda mejor acotado. Antes de este siglo la aceptación de milagros era fácil y aplicable a cualquier asunto, desde cualquier relato, bastando la indicación de que "se dijo" o "se oyó". Las labores de refutación racionalista de los milagros obligaron a redefiniciones del evento y obligaron a una búsqueda más precisa. Esta búsqueda precisa fue dibujando el terreno de los sobrenatural o lo paranormal y también el tipo de pruebas, cada vez más rigurosas que debería cumplir un evento para ser un "verdadero milagro". Esta búsqueda, hasta donde conocemos, no ha arrojado un resultado contundente en ningún sentido, ni tendría para hacerlo.

El milagro estricto
En sentido estricto, el milagro es una contradicción de términos, por tratarse de la expresión material del sentido inmaterial, la delimitación especial de la esencia absoluta, la encarnación mortal del verbo inmortal, la ofrenda espacio-temporal de la deidad omniabarcante (si Dios incluye el espacio entero hay razón para agregar al tiempo) y la muestra delimitada de fuerza de la potencia omnipotente. Donde lo anterior encadena una contradicción constante de términos, sin posibilidad de tregua efectiva.
Observado desde el punto de vista del polo absoluto, su encarnación en un polo relativo es una inutilidad y pérdida de aplicación, porque el Espíritu Absoluto (cual señala Hegel) lanza el reto ante un evento microscópico y localizado. Jugando con la metáfora es como si el programa de viajes espaciales tuviera como mira primordial el depositar unas piedras oscuras en la superficie de la Luna. Considerado lo anterior la aplicación de un milagro es el desperdicio de una divinidad que carece de imaginación para dedicarse a acciones en el plano acorde a su categoría propia: el plano del absoluto.
Desde el punto de vista del evento mismo, considerado "milagroso"  debemos aclarar que la aplicación de la cosa que se muta "inexplicablemente" indica su degradación de objeto legal a objeto de una voluntad fuera de sus legalidades (lo que para el mundo natural atisba un capricho). Para el objeto material, que hubiera sido trastocado por un evento milagroso extraviaría su sitial dentro de la cadena infinita de causas y efectos por escapar de las leyes físicas, declarando una singularidad al modo de Lázaro.[3] Por eso las llamadas Bodas de Canaan ofrecen un primer milagro casi por casualidad, una trivialidad por pedido de la madre de Cristo.[4] Para el objeto material, esto no es una gran ventaja, el agua no prefiere ser vino, y el vino solamente cumple su destino al ser bebido por bocas sedientas, que lo consumen de igual manera que a cualquier vino de uva ordinaria que no provenga de un milagro. Para el vino mismo no tiene relevancia este milagro, porque se convierte en el simple líquido distinto, por más que tuviera un origen transmundano.
En conclusión, el milagro típico resulta una operación doblemente inútil, y en su posible aplicación no llega a un acuerdo entre lo particular y lo absoluto divino. Dadas las anteriores consideraciones, por método no se debería buscar la prueba de la divinidad en el milagro.

Imposibilidad de la conciencia de la muerte propia
En teoría sicoanalítica Freud constata el hecho, como mero acontecimiento de facto, que no hay conciencia directa de la muerte propia. Se refiere, según recuerdo, a que la persona no alcanza a tener la conciencia plena de su aniquilación o su destrucción absoluta, sino que se contenta con imágenes exteriores, como un cadáver mirado por otro, pero que preferentemente negará la conciencia plena de su muerte. Cada vez que el sujeto se enfrenta con la vivencia de la desaparición deberá argumentar que eso no existe, que su aniquilación no es verdad; como si indicara una compulsión de escapatoria. La ausencia de percepción de la finitud personal se trata de una falta de conciencia, ante uno de los pocos hechos indiscutibles del futuro individual. Por esa misma razón, también es fácil que los humanos se conviertan en víctimas de su ceguera; recordando a Aristóteles otro sicólogo, Fromm, indicaba que los soldados se enrolaban en el proyecto suicida de los ejércitos porque imaginaban que la muerte no era su destino individual, sino que los demás eran los destinados a morir. Asistir a la guerra voluntariamente señala candidez en medio de una negación.

Al considerar que hay una negación sicológica de la muerte, como si se tratara de un instinto automático podemos enfrentar un par de hipótesis explicativas. 1) La explicación de la inconsciencia porque el suceso rebasa el horizonte de posibilidad de la conciencia (viva) misma. Podría aceptarse que la conciencia de un ser vivo rechaza opuesto; algo así como un complemento de los mecanismo básicos del instinto de sobrevivencia. Resultaría que la ausencia de consciencia de la muerte es entonces un mecanismo de anti-sobrevivencia que, por lo comentado, facilita la aniquilación particular del individuo. Aunque la sicología supone que una aguda conciencia de la muerte aparejaría una secuela de depresión, y así la falta de consciencia sería un beneficio para la economía emocional. También parece un tanto extraño que se rebase el horizonte de posibilidades de la conciencia, porque la naturaleza de ésta es ser el espejo universal, capacidad de proyección ideal del yo para identificarse con los más diversos seres, con las más diferentes situaciones, para la captación de las más diversas realidades. Si se acepta que la conciencia tiene una predisposición para la captación universal de los diversos niveles de la realidad, entonces sería un misterio la ausencia de una conciencia plena de la muerte[5]. 2) La segunda hipótesis (lógica metafísica) sostiene que es imposible obtener dicha conciencia pues no se tiene esa experiencia, ni existe la proyección probable a ese estado de muerte. La primera parte del argumento se entiende sencillamente, pues el nacimiento no da un paso desde un estado de conciencia en la muerte a uno vivo, sino que se nace en plenitud de vida, así no existe conciencia de un estado opuesto. La segunda parte del argumento es la idea de toda metafísica de la individualidad de que la muerte no existe como aniquilación completa de la individualidad y que tras el colapso corporal se conserva un espíritu en proceso de transformación o reencarnación (la vida celestial también sería una "reencarnación" pero como paso de la misma persona a su espíritu purificado). Esto significa que la continuidad de la vida sería un código espontáneo de la conciencia, por lo imposible de visualizarse interiormente como un muerto, sino limitadamente como un cuerpo en muerte o cadáver externo a sí misma. Entonces la continuidad de la vida sería un código espontáneo de la conciencia porque esa es su dimensión real, porque de forma intuitiva se percibe una inercia en la continuación de la vida, que ha sido codificada por las religiones. Indico que esto es una hipótesis porque la conciencia de algo, así sea la más popular de las opiniones, no es prueba suficiente del hecho. Ahora bien, este es un campo especial por tratarse de la conciencia de sí, un terreno en que la auto-percepción modifica las realidades; la conciencia de sí no es despreciable como elemento de consideración. De hecho partimos de un estado de conciencia, la imposibilidad para imaginarse por completo como muerto, y el hilo de los pensamientos nos indica que quizá ese estado de conciencia (una ausencia) abona una hipótesis de que su imagen podría corresponder con la verdad.

Tres figuras de la vida eterna
Bajo las anteriores consideraciones la promesa de la vida eterna que codifican las religiones estaría organizando esa percepción espontánea de la ausencia de la muerte. Existen básicamente tres esquemas de continuidad de la vida: el salto del trapecista a la gloria o el infierno; el lento camino de las transfiguraciones como reencarnaciones; transfiguraciones especiales fuera de los extremos y sin un sentido preciso (fantasmas, etc.). Primero, trascendencia absoluta o anti trascendencia absoluta; segundo, proceso de trabajo espiritual prolongado o infinito hasta el salto a la trascendencia absoluta; tercero, osificación del proceso de trabajo espiritual en figuras particulares como fantasmas y almas en pena. Aunque este tercero, por su particularismo carece de interés especial fuera de la estética.[6]
El primer esquema de la continuidad de la vida indica el límite, el tope del concepto al que se quiere llegar, así sirve como guía de la interpretación. La finalidad señala al cielo, la contra-finalidad es el infierno. Independientemente de sus atributos concretos indica la culminación del proceso del espíritu, de sus potencias encerradas, ruptura de la cadena de los sufrimientos temporales, conquista de la eternidad y dicha completa eternizada. Baste comentar una diferencia entre el taoísmo y el cristianismo, éste último ha mantenido que el espíritu individual se conserva dentro de un paraíso, que es un premio del bien. Para el taoísmo no existe tanto un paraíso para la estadía del espíritu sino una conquista de la inmortalidad excepcional y una integración con el principio primordial, creador del universo, integración con la energía cósmica.
A cualquier intérprete sensato le molestará la simpleza con la cual el catolicismo maneja el salto cualitativo desde la carne trémula hasta la gloria, por medio de una iglesia autorizada para repartir admisiones a la eternidad como se venden boletos para el cinematógrafo. El salto es más desagradable si pensamos en las dispensas de absolución y perdón para los criminales que reciben la absolución de último minuto por arrepentimiento, cuando se rompe la relación elemental entre el medio y el fin. Una interpretación más interesante que he encontrado sobre la clave del momento de la muerte la escribe Aldous Huxley: el instante de la muerte sella el momentum de condensación de la energía que trasmuta, por lo que adquiere de la máxima jerarquía el ánimo mientras se agoniza.[7] Que el minuto final sea tan decisivo resulta intrigante, aunque con un gran sentido de dramatismo, merecedor de más análisis.[8]
El segundo esquema de la vida eterna, la interpretación de las reencarnaciones se aproxima mejor a la figura real del proceso de trabajo infinito que estructura lo social; ahora interpretado como el laborar de las conciencias sobre sí mismas, y moviéndose peldaño a peldaño por su laborar efectivo, sea como acumulación y perfeccionamiento opuesto a dilapidación y obsolescencia. Entonces sería el proceso de trabajo espiritual el que permitiría el perfeccionamiento del sujeto para su progreso hacia la gloria o, en sentido inverso, su enviciamiento hasta caer en el infierno (o hasta en la nada). Las reencarnaciones indicarían un proceso larguísimo de juego entre la carne y el espíritu, una variación infinita de recomposiciones entre los extremos antagónicos. Si fracasara la trascendencia absoluta porque el alma perezosa nunca llegara a su Nirvana, el alma perezosa se conservaría en el juego eterno de las reencarnaciones sucesivas, pero en el budismo esto sería un Karma porque hay la esperanza de escapar al círculo del sufrimiento. El concepto de reencarnación, en sí mismo, ya es (casi o bien) un infinito, por girar una rueda continua de metamorfosis, de cambios de piel del mismo espíritu que aprende y olvida, que avanza y retrocede, sin un itinerario acotado por una sola vida, sino expandido por una infinidad de vidas. La reencarnación obedece a una rueda bajo un principio de conservación de la energía, una suposición de la imposibilidad de que se rompa el hilo de la vida por accidente fortuito.


Escapar a la pena de muerte
Lo contrario de la promesa eterna es la condena a muerte eterna y este concepto salpica sus acentos ominosos. Asumir las consecuencias de tal materialismo de la muerte eterna trae implicaciones desoladoras, aceptar la absoluta inexistencia del más allá conduce hacia un precipicio sin fondo y sin sentido. Bajo el concepto de la absoluta inexistencia del más allá, entonces la condena cristaliza también una tragedia absoluta. Bajo tal hipótesis el paso final sería la nada o, lo que es idéntico, sería la absoluta nada de la inexistencia, luego la ley suprema de “bios” sería la condena ineludible para cada destino personal. Para la perspectiva individual el sentido de la vida sería, de tal modo, hundirse en la nada vacía o el sinsentido. Entonces en el diseño original de la naturaleza para las criaturas del más alto nivel de organización y de inteligencia tendrían como su destino particular la sencilla nihilización, su desaparición sin más rastro que una continuación a nivel de proceso (opuesto a destino individual) y el triunfo de la especie sobre el individuo como indica Marx en sus Manuscritos económico-filosóficos.[9]
El resultado de la muerte absoluta sería como lo ridiculiza el título de una comedia shakesperiana: tanto para nada. Un exceso de recursos y de esfuerzos para que el producto se esfume en el desenlace; una maravilla de diseño de naturaleza con la finalidad trágica de esparcir un poco de polvo en el viento. No ofrece el sonido de la coherencia esa conexión entre la infinita cantidad de premisas, la inconmensurable organización de precondiciones, para que el resultado se desvanezca sin más efecto que los hidratos de carbono del cuerpo volviendo a nutrir el suelo. Bajo la hipótesis pesimista, se afirma que la naturaleza misma atraviesa miles de millones de años de evolución para coronarse en un desperdicio puro.
Ahora pasemos al drama sicológico de esa condena capital con la que cada quien nace. Desde el alumbramiento se posee un acta de fallecimiento físico, una irremediable organización de ser bios nos conducirá, a paso firme, hasta la tumba. Eso, en sí, suscribiría con el “pecado original”, pero no “pecado” por su origen sino por su fin “nihilizado”, en tanto se nace con la condena pre-establecida por la constitución natural. Bajo el signo de la muerte la peor de las condenas ya está sentenciada en la sangre de cada recién nacido. Incluso los múltiples sufrimientos de la vida, los dolores, las penas y hasta las terribles torturas parecen nimiedades comparadas con una tragedia enorme ante la eternidad del nunca jamás. Los sufrimientos son delimitados en el tiempo, pero una muerte completa desembocaría en una eternidad fría y a una celda de cadena perpetua. Ante una perspectiva tan terrible son pocos quienes se resignan con tal final para sus días, y los individuos prefieren abrazarse de cualquier otra fe antes que escalofriarse con tales nociones de una aniquilación eterna.
La idea de la pena de muerte metafísica, hilando ambas ideas combina el desperdicio de la naturaleza completa con la extrema desgracia personal de tal final. La negación horrorizada de ambas nociones de aniquilación sugiere que el final definitivo jamás debería sentenciarse con una pena capital.
La negación de la muerte, bajo un principio de esperanza, supone que el final debería entenderse como un salto en el "reciclaje".[10] La naturaleza misma opera por reciclamientos, opera por medio de metamorfosis sorprendentes y aprovechamiento de la energía y los materiales preexistentes. Un clamor aboga por la sobrevivencia de la conciencia individual, presuponiendo que no recordamos haber atravesado existencias previas y que somos recién nacidos de esta única existencia.[11] El interés de reciclaje no está en los hidratos de carbono ni en la energía de las calorías de un cadáver, sino en la continuidad del espíritu o alma o conciencia individual, en esa partícula singularísima que se considera el fondo de la identidad, que suponemos más minúscula que el “yo sicológico” el cual es más concreto, por producirse de esta única biografía con sus vicisitudes. Esa partícula individual de fondo es más abstracta y genérica que la experiencia particular del “yo sicológico”[12].


La conciencia piadosa opera imaginando sus propias transformaciones y la ruptura de sus límites anteriores, de tal suerte que imaginar una metamorfosis de su estado vivo hacia el trasmundo inmaterial le parece lo más lógico, dentro de la lógica de las transformaciones anheladas. Para la conciencia esclarecida la idea de una vida después de la muerte sintetiza estas dos consideraciones —escepticismo materialista y esperanza piadosa— al entender la metamorfosis de la parte más sutil de la conciencia, la parte que se ha llamado el espíritu. Bajo la metamorfosis de esa partícula diminuta llamada espíritu se dibuja la promesa de eternidad o, al menos, una escapatoria de la condena a muerte ad eternum.



 NOTAS


[1]En La República, Platón nos ofrece una cadena sin fin de rencarnaciones que transita por una elección y un olvido, de tal manera que el desfile de existencias corresponde a una individualidad de fondo con una existencia y multifacética. Los mitos griegos y romanos aceptaban la inmortalidad individual de los héroes, quienes ganaban mediante su heroicidad un lugar personal en el más allá, departiendo en los Campos Elíseos, aunque la masa se conformaba con una existencia no individualizada en el inframundo.
[2]La dialéctica de la ilustración del Horkhaimer indica que ya existe una relación perversa en este dominio desantropomorfizado de la humanidad sobre la naturaleza, condición de posibilidad (y retroalimentación) de las mismas relaciones sociales enajenadas y de explotación. En esta relación objetivista ante la naturaleza ya estaría encerrado el "pecado original" de Occidente.
[3] Bajo el rigor de la causa-efecto bastaría un pequeño milagro para alterar la continuidad de curso universal, así el evento “singular” resultaría un Lázaro que revivido no encuentra satisfacción en este mundo y añora su más allá metafísico. Cf qué es singularidad para la física en Paul Davies, Universo.
[4] En la anécdota misma no hay grandilocuencia, como si el mismo relato advirtiera la banalidad de mutar agua en vino para agasajar a los invitados de la boda que estaban por quedar frustrados; por tanto, la exégesis se dirige hacia un simbolismo indirecto.
[5]Incluso el existencialismo de Martin Heidegger en El ser y el tiempo procura dar un giro para convertir la conciencia de la muerte plena en el blasón de completa autenticidad de la conciencia, pero en tal caso sería una dificultad concebir la propia y no una verdadera imposibilidad. Aquí, partimos de la aceptación de la idea de Freud de que no existe la conciencia plena (interior y luminosa) de la propia muerte (como aniquilación absoluta del ser) y rechazamos la hipótesis de Heidegger.
[6] En cuanto caso intermedio, la conversión en espectro, entidad mediana entre la mortalidad y la muerte permite su magnificación dramática, por tanto todavía útil para repercutir el drama origina, mediante seres fantásticos como vampiros, hombres lobos y fantasmas.
[7]HUXLEY, Aldous, Cielo e infierno, Ed. Lozada. Curioso que sea en ese vértice del “ánimo” donde se coloque tanta importancia para la trasmutación, como si la parte emocional fuera la clave que controla la triada platónica de cuerpo-alma-espíritu.
[8] Que el final dé el sentido o reinterprete por entero la existencia resulta merecedor de una amplia disertación, para investigar en base al predominio del presente (el último ahora) o bien, por la finalidad que otorga sentido. Confrontar esto con la Lógica del sentido de Deleuze.
[9] Colocado a la inversa, esta noción, es la derrota del individuo ante la especie; sin embargo, esto marcaría más el efecto directo de la sobrevivencia de las especies, asunto de la animalidad, sin ahondar en la diferencia que surge con los seres pensantes y sociales. Cf. Karl Marx Manuscritos económico-filosóficos.
[10] El tema dio título a un libro de un pensador que se supone sea materialista, Ernest Bloch pero aquejado por este fuerte sentido finalista o teleológico.
[11] En Occidente se ha indagado poco sobre casos polémicos de quienes recuerdan haber vivido antes, pero este argumento lo basamos en la idea ordinaria. Weiss en su libro Muchas vidas, muchos sabios y otros popularizó el recuerdo de las vidas pasadas.
[12]En el concepto cristiano de vida eterna se mantiene una identidad más concreta entre la persona de esta vida, el “yo sicológico” con su figura de vida eterna, incluso suponiendo que existe hasta “resurrección del cuerpo”. Algunas tradiciones hinduistas y budistas tienen más claro que la continuidad de la vida del espíritu, por necesidad debe de ser más abstracta, que la identidad de nuestro “yo sicológico”. Cf. Wolinsky, Stephen, El tao de la meditación.

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