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domingo, 2 de mayo de 2010

EL ESFUERZO PARA CARGAR UNA PIEDRITA




Por Carlos Valdés Martín





“El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre.
Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.”
Albert Camus, El mito de Sísifo



Un personaje misterioso y extravagante de nuestro barrio empezó a andar rengo. Antes Eulogio caminaba rápido y de repente comenzó a avanzar lento, como quien sufre del tobillo luxado.
Luego casi parecía un rengo natural pero era una falsa impresión. Lo miraba desde mi ventana moviendo su cabellera negra como péndulo, desplazándose con agilidad y pericia sobre el asfalto.
Un día, cuando él bebía refresco en una tienda miscelánea me acerqué y le pregunté sobre su pie lastimado. Sentía una ligera simpatía hacia este vecino, pero nunca antes entablamos plática pues un foso de casi quince años nos separaba, una indiferencia usual entre generaciones.
Le agradó esa curiosidad infantil de un vecino y respondió mientras sonreía ocultando un ligero sarcasmo:
–Este pie está perfecto
–¿Entonces qué es?
–Yo mismo dejé una piedra en el zapato, pues descubrí…
Y sonrió mirando fijamente y haciendo un silencio, invitándome a seguir con las preguntas. Mordí su anzuelo:
–¿Para qué esa piedra?
–Para recordarme que no debo andar adelantado de las demás personas, es mejor pisar con cuidado.
–No comprendo, el andar adelantado creo que es bueno…
Interrumpió sin grosería, argumentando tener prisa.
Su respuesta me dejó insatisfecho y curioso.
En otras ocasiones le insistí para terminar su explicación, porque el tipo no tenía fama de loco sino de inteligente.
Luego de un mes él entró en la misma miscelánea para beber un refresco sabor mango. Aproveché esa pausa obligada para acudir con una mirada de interrogación y súplica, entonces ante mi insistencia comprobó su disposición mirando el reloj de pulsera, una pieza pulida de acero importado.
Antes de entrar en detalles me cuestionó si había observado un cambio de pie. Luego de la primera yo sí noté el detalle: alternativamente unos días parecía dañado el derecho y otros el izquierdo. Asintió con la cabeza mientras caminábamos unos pocos metros hasta colocarse bajo la sombra de un árbol.
Acomodó la espalda contra el tronco de un roble (el árbol más frondoso en la cuadra) dispuesto dar detalles y confesó sus motivos:
– “Fui el primer lugar en las clases de escuela primaria. ¿Cuántos de esos chicos me hablan ahora? Ninguno. Lo mismo sucedió en la secundaria y hasta en la profesional, aunque en la facultad universitaria ya no fui el primero. Era sencillo ridiculizar a los estudiantes flojos. Por divertirme en los exámenes repartía discretamente tarjetas con las respuestas del examen final, pero la mayoría de los acordeones estaban equivocados y por usarlos sacaban malas calificaciones. Algunas respuestas eran graciosas y todavía me río. Ante la cuestión: ¿porqué la leche es blanca? Mi falsa respuesta decía, porque las vacas junto con el pasto crecido se comen a los mosquitos y el color blanco proviene del jugo de “cerebro de mosquito”. El chico que puso esa respuesta adquirió el apodo varios años: Cerebro-de-mosquito. No lo culpo si me guardó rencor.
“Entonces caminaba más rápido, leía como una saeta, aprendía sin cansancio y me pavoneaba de tal velocidad.
“Un día entendí que también mis hermanos guardaban rencor. Cuando comíamos juntos los corregía por su mente lerda y sin horizontes, ninguno terminó la carrera profesional. Y luego nuestros padres murieron juntos en un accidente. Tres lámparas fluorescentes con fallas de conexión, vibrando y amenazando con apagarse a cada rato en la sala funeraria me amargaron, también los obstáculos administrativos y las declaraciones ante la autoridad competente, se conjuntaron para agriar esos días. Desde antes del velorio mis hermanos esquivaban hablarme, pero yo les encaraba para reclamar duramente sus errores por no contratar un mejor paquete de servicios, el atraso del trámite de defunción por no traer las identificaciones y actas de nacimiento. Al triste ambiente funerario se sumaron mis reclamos por sus fallas
“Hasta en ese día amargo el impulso para ser primero y corregirlos parecía inevitable.
“Finalmente, un par de años después, Denisse mi novia desde la preparatoria también me abandonó.
“Fui quedándome solo.
“No duraba en los trabajos, terminaba corrigiendo al jefe y luego criticaba al superior del jefe. Me retiraban, y algún director de Recursos Humanos mientras sellaba mi despido, con sinceridad, reconoció que yo era demasiado capaz para el puesto.
“Cada vez más solitario, caí en tristezas. Me acordaba de mis viejos, de Denisse, mis hermanos y hasta de los niños de primaria.
“Intenté la atención psicológica, pero descubrí que la terapeuta no conocía detalladamente lo textos de Freud y empecé a corregirla. Terminamos mal.
“Y así seguí otro par de años con mi tristeza cada vez más pesada. ¿Sabes? A la tristeza prolongada la llaman melancolía y pesa físicamente.
“Una tarde paseando por el Parque Hundido un borracho caminaba rengo por el sendero y cayó de bruces casi encima de mí. Tropezó frente a mí y pareció casi un indigente. Esas personas siempre me causaron asco, pero extrañamente sentí simpatía y por eso sin que me pidiera le puse un billete en el bolsillo, mientras lo levantaba con la mano extendida. Entonces él me reconoció, fue maestro de cuarto año de primaria.
“Animado por el encuentro pidió sentarnos en una banca metálica. Mientras se disculpaba por su aspecto y su torpeza sentí una rara ternura. Miró mis ojos, inusitadamente cuajados de lágrimas. Al principio se sorprendió, pero él entendió que brotaban mis sollozos por los años de penas. Ahora no comprendo el camino que siguió la conversación pero lo utilicé como confesor, pasé tres horas revelándole mis desgracias.
“Él se dedicó a escucharme, pero casi al final dijo:
“–Aunque me veas en harapos, estoy satisfecho. Ya el viaje final vendrá en pocos días y te voy a dejar una herencia preciada.
“En silencio sacó una piedra de su zapato. Luego explicó su utilidad. Colocada ahí le ayudaba a moderar su libertad excesiva. En su juventud desperdició las oportunidades de su vida, porque tuvo demasiadas. Su breve carrera como maestro, la perdió por el alcoholismo. Recibió una gran herencia de una tía solterona y creía que se comería al mundo. Se codeó entre los empresarios y políticos más encumbrados, él mismo hizo una breve carrera como demagogo y obtuvo millones de dólares. La rueda de la fortuna le empezó a mostrar su mal cara… Detuvo su relato y alabó mucho a su piedrita.
“Desde que empezó a usar esa piedra empezó a reconocer sus limitaciones.
“Y mostró una fotografía de periódico arrugada donde él quedó retratado junto a un personaje palmeándole la espalda y regalándole una sonrisa de adulador, el acompañante era el actual Ministro de Finanzas. Luego del pantalón sacó un gran fajo de billetes para garantizar su palabra. Aclaró que él no era un miserable, sino que luego de tres días sudando alcohol daba mala estampa. Al menos, no se percató del billete depositado en su bolsillo.
“Finalmente, regresó al tema del guijarro y pidió que yo lo intentara. Insistió hasta que hice una promesa. Despedí al borracho con una discreta reverencia.

“Guardé la cantera del tamaño de un garbanzo, de figura irregular pero con aristas lisas y color café.
“Caí en cuenta que el borracho calzaba un tamaño pequeño. Recapacité para comprender que cada quien posee una medida única. El vértice entre cantidad y calidad define la medida perfecta. Una escuadra evoca dos dimensiones y además de la cantidad viene el lado cualitativo, donde la figura, las asperezas, la mezcla de colores y hasta el aroma son significativos. Pensé y luego concluí que el tamaño garbanzo era un reto para un empresario ebrio. Decidí escalar las dimensiones del garbanzo pero sin llegar a una nuez. Mi reto definió la m-e-d-i-d-a e-x-a-c-t-a.
“Compré zapatos una talla más grande a la acostumbrada, de otra manera sentía que no cabía junto con mi pie. El primer día mi piedrita resultaba insoportable, pero sirvió de recordatorio, amenaza y promesa. Viviendo abandonado, sentía gran urgencia de recuperar amigos o acercarme con mis hermanos.
“Esta piedrita me ha costado ampollas reventadas, hinchazón y muchas burlas cuando terminé tropezando por alcanzar al autobús colectivo.
“Bastó aligerar el paso, pisar con cuidado. Y hoy no lo digo físicamente. Al telefonear con mi hermana no le recuerdo se casó con un burócrata, condenado a un sueldito mínimo. Cuando platico con un empleado de la oficina ya no le tomo la delantera ni corrijo diez fallas evidentes.
“Ahora posee el efecto de un talismán, pero no imagines que es fácil cargar una piedra, aunque fuera pequeñita.
“Y mi soberbia asecha, por eso camino mucho y evito el automóvil para pasear por el barrio.”

Terminó Eulogio. Se despidió mirando su reloj de pulsera importado, luego de pedirme una elemental discreción. Quizá era una exageración que nadie en el barrio lo sabía, pero sentí una mayor satisfacción creyéndome depositario de una revelación tan privada y exclusiva. Entonces comprendí mejor su fama de vecino misterioso. En la tranquilidad de mi habitación, algunas de tardes pensé en el tamaño y la figura exacta de la piedra en su zapato. También coloqué un garbanzo a modo de plantilla del calzado para imaginar esa sensación de la planta desollada, pero no hice el experimento contra mi comodidad, pues no necesitaba recuperar hermanos o una novia (antes debía conseguirla). El encuentro se conservó en mi memoria. Me impresionó descubrir que personas dotadas fueran solitarias o excéntricas por sus excesos. Y durante años he seguido intrigado: descubrir el vértice con la medida exacta de la cantidad y la calidad me ha retado y aún busco una respuesta en la madurez.

A partir de la semana siguiente quedé abrumado por el nuevo grado del colegio, mucho más exigente en tareas diarias. El vecino desapareció del lugar al poco tiempo, siguió vigente esa regla del foso entre las generaciones y nunca me ocupé de averiguar su paradero.

Una década después nuestros caminos se aproximaron durante un viaje en la ciudad de Bruselas. El sol de mediodía pegaba a plomo y tranquilizaba a esa capital europea. El azar nos acercaba hacia un encuentro casi inverosímil. Aproximándonos desde sentidos opuestos sobre una avenida ancha, él no me reconoció. Me acerqué y a corta distancia levanté la mano diestra para saludar. Mientras él se aproximaba absorto en su distracción; miré hacia sus zapatos buscando un recuerdo, pero quedé pasmado por la sorpresa. Descubrí que sus pies no tocaban el suelo. De modo sorprendente Eulogio avanzaba sin tocar el pavimento; cada paso se mantenía a una mínima distancia del piso y sin el antiguo vaivén de rengo. Semejaba un astronauta distraído que ya está acostumbrado a pasear por un planeta sin gravedad. Siguió su ruta sin percatarse de mi asombro y ni siquiera vio mi gesto. Cuando me recuperé del pasmo —unos segundos u horas después, no lo sé a ciencia cierta—, él ya se había desvanecido.


Ahora entretengo mis ratos libres indagando en los misterios de la ingravidez junto con los de la susodicha “medida exacta”.

1 comentario:

josé javier dijo...

Magnífico, Carlos, muy bien ensamblado el mito de sísifo con el de la piedra en el zapato "Que a cada cual sabe dónde le aprieta", con el de la virtud de ser humilde, etc. Un cuento-ensayo armonioso y noble.