Por Carlos Valdés Martín
Prólogo: Esta mínima ficción espero que triaga un rápido alivio a quienes temen entrar a un consultorio dental, y también la dedico a quienes se ocupan en la casi heroica profesión médica.
En mi recuerdo supuse un error en
el letrero o confusión por una rápida lectura, pues ese dolor de muelas presionaba
al cerebelo. Comulgo con la tribu profana de quienes pierden la calma y hasta
el sentido de realidad, cuando nos atrapa un dolor intenso. Y además esa
dolencia va y viene por oleadas, subiendo desde lo tolerable hasta lo terrible.
¿Por qué la noche se alía con las punzadas insoportables, las que nublan el
entendimiento y nos impulsan para escapar desesperados hasta alcanzar un
remedio instantáneo?
Justo, acababa de anochecer mientras
copiaba un libro contable de manera mecánica y creía burlar al dolor con pastillas
anestésicas, pero el avance del ocaso mató el efecto del comprimido. Amenazado
por punzadas en un diente escapé de mi jornada laboral cincuenta minutos antes
de lo convenido, sin importar el descuento salarial que sobrevendría. Ya en la
estruendosa calle de la Gran Capital
recordé el camino más corto hasta el letrero, extraviado entre dos pilares y una
frondosa acacia. Un vehículo de alquiler condujo sin errores para salvar la
urgencia.
Bajé del taxi fustigado por esa avispa
interior, pero imaginaba que el dentista desconocido me curaría con una
molestia contraria, fuego para aniquilar al fuego es lo usual. Miré el letrero
de nuevo y comprobé el texto anómalo: “deltal”. Tras una puerta de cristal
ahumado se mostraba una escalinata gris y sin obstáculos. Avancé.
También confieso pertenecer a la
tribu de quienes evitan acudir con dentistas, temerosos de taladros incisivos y
anestesias que no surten efecto completo. Basta con recordar el sonido de la
fresa-taladro para ponerme la piel de gallina, por eso evito hasta las
consultas profilácticas. Impulsado por la desesperación, no tengo otro remedio
que acudir bajo el azar de las urgencias.
Conforme subí cada escalón la
molestia ascendía en tonalidades de colores, empezó gritando con chispazos
amarillos, para saltar en cada paso con tubérculos amoratados. El aire se fue
enrareciendo y hasta la respiración resultaba punzante, sin mencionar el
zarpazo por cada latido cardíaco. Y cada peldaño aceleraba mi pulso, el jadeo y
las molestias. El sitio del consultorio se elevaba un único piso, pero maldije
cada uno de los treinta y tres peldaños, imaginando un castigo ejemplar para
los arquitectos indolentes que no construyen elevadores.
Al abrir la puerta marfil no
esperé los saludos de cortesía y a la mujer tras el escritorio le urgí: “Necesito al dentista, es de emergencia”.
Mientras un caleidoscopio de colores fúnebres flotaba sobre la salita de
espera, la empleada sonrió con una dentadura perfecta, tan blanca que
intimidaba. Y algo dijo mientras señalaba una silla para obligarme a esperar. Conforme
ella avanzaba, ya una lágrima escurría sobre mi mejilla y las piernas temblaban,
entonces levanté la voz y con tono más enfático: “Me duele”.
La habitación se me empezó a
oscurecer y a bambolearse como un barco bajo la tormenta. La joven pasó desde
la sonrisa al espanto y se dirigió solícita para ayudarme a sentar como quien
atiende a un anciano. Cerré los ojos y un brazo tomó el hombro para colocarme
en la silla: la recepcionista de blanca sonrisa depositándome cual inválido en
una mecedora. El dolor no permitía recapacitar sobre lo ridículo de la
circunstancia para un oficinista atlético depositado por caridad. Pensé con
egoísmo “al menos ningún otro paciente hace antesala y seré el próximo”.
Aproveché mis escasas fuerzas
para tranquilizar el pecho agitado, pues los latidos aumentaban el malestar.
Cerré los ojos temiendo una espera dilatada y cuando los abrí enfrente colgaba
un vaso de agua y dos pastillas. Con gesto maternal me indicó que urgía tragar ese
remedio y devoré con la esperanza intensa del moribundo.
En breves minutos disminuyó mi
turbación y ya pude articular una frese coherente: “¿Tardará mucho el dentista?” Con tono amable, parapetada tras el
escritorio de madera ella respondió: “Este
es un consultorio deltal, pero la doctora está apresurándose, no desespere.”
Y sonrió arqueando una ceja
mientras con el dedo índice de su diestra señalaba su mejilla chapeada, por lo
que supuse una broma local.
Las pastillas debieron surtir efecto
muy rápido, pues sentí un cansancio relajado hasta alcanzar la ribera del
ensueño.
Con los ojos cerrados percibí
pasos de tacones de aguja aproximándose; al mirar eran los pasos de la doctora,
parecida a la recepcionista aunque veinte años mayor.
Agitó una radiografía en su
diestra y ensañándola, comentó: “Descuide,
arreglando su delta también la dentadura dejará de darle molestias.” Supuse
que estaba bromeando y objeté, pero insistió la médica: “El delta le arreglará esa baja auto-estima y la debilidad de su sistema
óseo entero, incluyendo la dentadura.”
Entre ambas me tomaron de los
brazos; sorprendentemente, sin su ayuda carecía de fuerza para caminar. Terminé
depositado en un sillón, semejante a habituales muebles de dentista, pero era
más amplio y sin descansabrazos adecuados. Sentí el alivio anticipado,
suponiendo que en un minuto me extirparía el diente adolorido.
Arriba de ese sitio, una lámpara
compuesta por decenas de focos obligaban a entrecerrar las pestañas y la
habitación blanquecina invadía la mirada con sus detalles. Tanta luminosidad
parecía irreal y la doctora, colocando los focos en el mejor ángulo para su
visión, los acercó a medio metro del rostro. Tomó mi brazo y lo soltó. El brazo
cayó como un bulto, por lo que dijo: “Intente
detenerlo un poco arriba.” Repitió la maniobra y de nuevo se desplomó;
entonces disculpé: “Estoy tratando de sostenerlo.”
Como jugando, volvió a levantar mi extremidad y a soltarla. Comprobé sorprendido
que carecía de fuerza para moverme, parecía abatido por un anestésico demasiado
eficaz.
Ella dio la media vuelta
alejándose: “Va a estar tranquilo, esto
no le va a doler.”
Tampoco podía voltear la cara,
observé de reojo la silueta, mientras se despojaba de la bata blanca típica de
la profesión. El gesto me extrañó y se descubrió en un vestido elegante y
largo, ajustando las curvas y emanando voluptuosidades como si vistiera a una
geisha intergaláctica. Quedaba entallada bajo un satín de tono eléctrico azul
cielo, pero con la mitad del terso pecho descubierto. Arriba de su seno
izquierdo se observaba un triángulo radiante, con un tono metálico y encendido.
Y la galena sentenció: “Este triángulo es
el delta que arreglará su aura deprimida y rutinaria. Usted sufre la enfermedad
de la ausencia de horizontes. En los últimos diez años no ha escuchado a sus
propios sueños, por eso se fatiga en un empleo mediocre y se justifica con
achaques físicos insoportables. ¿Tiene alguna duda antes de proceder?”
Yo tenía mil dudas y deseaba protestar
o gritar, pero la anestesia de cuerpo entero suspendió también mis movimientos
faciales y mi garganta sólo emitía silencio.
Por último dijo: “Perfecto, manténgase relajado.” Mientras
con habilidad me despojaba de la camisa en un santiamén.
Inútil, boca arriba, no alcancé a
temer ni a hacer conjeturas. Y cual una escaladora experta montó sobre mi
cuerpo inmóvil y colocó su pecho contra el mío, mientras decía: “Será un instante y terminamos.” En
cuanto la extraña médica puso su pecho sobre mi piel desnuda, sentí una fuerza gravitatoria
arrastrándome con vértigo. Eso era caer de espaldas en un pozo sin fin y carente
de dirección definida, no veía el sentido del movimiento mientras permanecía
arrastrado. Como el ratoncito arrancado de la madriguera por las garras del
águila, el fragmento más íntimo de mi conciencia subía hacia alturas donde la
luz intensa disuelve las carnes, y ese cuerpo encima del mío dejaba de dibujar a
una mujer para demostrar un águila poderosa. Imaginé que, en vez de alejarme de
dolores y molestias, tomaba el sendero contrario y acometiéndolos rebasaría su
frontera.
Antes de acostumbrarme a ese
desplazamiento, la luz desapareció y el cuerpo-garra encima del mío también. Tras
la ligereza y quietud quedó una huella triangular y caliente en mi costado derecho,
sellada como señal geométrica de un segundo corazón.
Deseaba hablar, moverme, escapar
y a penas logré mover un dedo. Quizá la anestesia estaba terminando su efecto,
cuando noté que el dolor ya no estaba presente. Sentí tranquilidad y quedé
dormido, pero debió durar un instante el sueño. Luego, restablecido, en la antesala
de espera la misma recepcionista preguntó por la forma de pago, y por supuesto carecía
de suficiente efectivo, así que cubrí con una tarjeta de crédito.
El triángulo azul marcado en mi
pecho parecía de tinta brillante y perdió su tonalidad con los meses, entonces ese
signo no era un tatuaje ordinario, pero los efectos curativos han perdurado. A
partir de ese día descubrí al sonámbulo recobrando su conciencia.
Desde entonces empecé a medir minutos
y segundos como cuando se escurren dentro de un antiguo reloj de arena y decidí
aprovechar mis días, cual si su término ya se aproximara. Sin duda reconocí que
ese empleo de contabilidad estaba asfixiando mi espíritu, así renuncié y volví en
pos de una pasión juvenil. Ahora trabajo de guía en una alta montaña, busco el
nido del águila que me arrancara con vértigo…
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