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viernes, 12 de junio de 2015

ENTRE CAÑAVERALES CENIZOS






                                                           Por Carlos Valdés Martín

Tras el incendio intencional muchas plantaciones negrean hacia la derecha, aunque las demás zonas lucen su verdor tropical. En la lejanía las cortinas de cañas cubren el horizonte entre lomas y arroyuelos. Los humos y cenizas —con frecuencia— se infiltran hasta los pulmones, abriendo brecha a enfermedades que atacan a veces: no hay reglas para tales azares que merman a los débiles.
Tina empuña el machete y se alista para sudar arremetiendo contra los tallos todavía olorosos a incendio: su primera vez en labores arduas después de su parto. Esa madrugada la zafra ha comenzado y faltan brazos, aunque las mujeres no reciben bienvenidas para una faena tan agotadora y antaño reservada para los varones. Ahora escasean los campesinos, desde que una gavilla de criminales amenazó a los cooperativistas de Jacula. Muchos aldeanos escaparon hacia las ciudades y, los más jóvenes, intentaron el viaje hasta más allá del río Bravo. Faltan manos y los patrones aceptarán a quien sea; aunque los tipos del sindicato protestaron, pues dicen que ellas son competencia ruinosa que baja su cuota a destajo. Los macheteros ganan más que quienes recogen varas, pero suman lo colectado por cada cuadrilla y se reparten el incentivo según tarifas.
Como eco desde hace décadas, en el galerón se reúnen cada madrugada de cosecha. La concentración es bajo una larga galera con techos de lámina; en el suelo viejas vigas metálicas que improvisan como sillas; a los lados muchos casilleros oxidados y ventanas sin vidrios en trechos regulares. Un capataz principal revisa que sean aptos y estén anotados en la lista. El capataz en jefe usa un megáfono y se yergue sobre una viga para dar indicaciones al centenar de jornaleros:
—Sigan al de la gorra roja, por el sendero que sube hasta…
Tina no presta mucha atención y retiene la imagen de su niña pequeña enferma de asma mientras sus pasos huellan ese sendero. Los vecinos opinan que el asma infantil se debe al hollín de la zafra, muchos adultos lo siguen padeciendo y lo sobrellevan con naturalidad. A ella no es que le agrade, pero con esa faena ruda y agotadora de la cosecha, pretende juntar dinero rápido para viajar hasta la capital de la región donde hay un hospital más grande y muchos aseguran que sí existe una cura para los pulmones infantiles. Además quizá hasta le guste la ciudad y se quede a vivir allá, para emigrar igual que sus hermanos.
Las mujeres se han quedado cerca de la entrada y se saludan. Todos son vecinos o se conocen de vista, aunque hay rivalidad entre los del ejido Taponal y los de Jacula. En cuanto terminan las instrucciones, forman una fila para seguirse unos a otros en la penumbra del campo.  
Una jovencita obesa, hacia las reclutas:
—Dicen de un violador suelto, que ha de ser uno de unos forajidos escapados; escondido a toda hora entre los cañaverales, ha de ser novio de la Llorona.
Las mayores se quejan de que les meta miedo porque la balacera ocurrió meses atrás; ella jura que lo escuchó recién y pela sus dientes blancos e irregulares. Alguien ha encendido un radio portátil: música de la única estación de radio alcanzando la comarca.  
Un chubasco torrencial e inoportuno apagó el incendio planeado para madurar la plantación; así faltó la mitad del lomerío por quemar, pero desde el Ingenio vino la orden de apresurar la cosecha. No son nuevos los rumores sobre problemas económicos en el Ingenio.
La caña recién quemada impregna el ambiente, todavía escapa humo y algunos tallos lamentan sus brazas. Los hombres y mujeres — reclutas por primera vez— se quejan del tacto áspero de los guantes y lo molesto del hollín que se levanta. Los novicios, a veces, no completan su día cuando las ampollas se suman al cansancio. Las mujeres se lamentan imaginando lo tiznadas que terminarán su jornada.
Tina extraña a su niña pequeña —de unos meses que encargaba a la abuela— y ella intentará doblar turno para cubrir el gasto que acarrea viajar fuera, hasta esa ciudad donde hay hospitales y cines. Aún le duele la herida de la cesárea, fue su primer parto y en la clínica de gobierno el médico creyó riesgoso un alumbramiento normal. Durante la operación perdió efecto la anestesia y ella supuso que estaba soñando, hasta que el dolor la desengañó.
Recuerda los ojitos marrones de su bebé, tan semejantes a almendras chinas; también los pliegues tersos y el olor a infante, un aroma distinto al ambiente sobrecargado de cenizas. Sin anestesia el médico se apresuró a suturarla, sin duda por eso el jalón del brazo cortando caña le punza en su vientre, aunque no sucede toda y cada vez. Intentaba reprimirse, pero con el cansancio olvidaba callar y profería lamentos sin fijarse.
—Si tanto te quejas los demás nos distraemos— la regañó una jornalera curtida.
Al clarear el sol, se acercó un jefe de cuadrilla:
—¿Qué es tanto quejido?
Explicó, luego él quiso mirar la cicatriz, se acercó demasiado y entonces ella molesta manoteó al aire moviendo esa herramienta de corte que además es arma. Ambos se dan cuenta que por esa amenaza la podrían despedir, aunque “despedir” es una palabra seria en esa región, una ofensa que suele arrastrar venganzas. A él no le disgusta Tina, hace un alto total en su avance. La mira de arriba abajo en silencio, luego replica:
—No pasó nada, pero mejor pásate a la recolección.
La orden es clara, debe dejar el machete para comenzar a levantar las cañas tumbadas y colocarlas en los transportes, aunque en ese puesto ganan menos.
Tina se muerde los labios para dejar de quejarse, mueve la cabeza hacia abajo en señal de aceptación y estira la mano para entregar su herramienta por la empuñadura.
El quejido disipaba el dolor, que va y viene en oleadas, se desvanece y olvida, luego crece. Se detiene un minuto y aleja de los cortadores, para examinar bajo su ropa.  La herida está enrojecida, pero no asoma sangre entre la piel cobriza y eso la tranquiliza. Mira con detenimiento, bañada por la claridad del amanecer, la línea fabricada por un bisturí del tamaño de una palma, con los signos de la sutura en cada centímetro y, enmarcando ese surco de piel, su ropa tan tiznada como su cuerpo. De por sí la utilería de trabajo que entregan lavada suele guardar tizne y basta un rato para impregnarse con el hollín.
Al transcurrir la mañana el cansancio ha ido disipando su dolor del vientre, el cuerpo anestesiado por tanto ejercicio va olvidando las molestias. Se siente capaz para doblar la jornada cuando baje el sol del cenit.
Una hora después el capataz principal ordena un descanso obligatorio y que beban agua. Desde que implantaron descansos hay menos accidentes con los machetes; los guantes son una protección de carnaza, pero algún golpe descuidado al rebotar contra los tallos llega a hendir la piel y hasta mutila miembros. Los jornaleros saben de memoria las narraciones sobre manos cercenadas y serpientes envenenando campesinos.
—¡Ahí está una!
—Las coralillo se notan, pero las malandras nauyacas no.
Por mala suerte la lluvia nocturna había apagado dos veces el incendio del campo vecino y las víboras a veces regresan al labrantío quemado. Los jornaleros se agitan, unos se acercan y otros se alejan; dos de ellos se apuran a encontrar el bicho hasta cazarlo y asestarle un filo en su piel escamosa.
Pronto, el cazador victorioso ronda orgulloso con la serpiente clavada en un fierro mostrándolo a todos los jornaleros. Las mujeres se interesan y aproximan, pero la más vieja opina que da mala suerte:
—Es de mala suerte andarlas cazando, si no se han metido con nadie, luego visitan las casas y andan tras los niños… —detiene la labor y relata sobre una señora de otro pueblo que su marido mató víboras y entonces la comenzaron a visitar los bichos cuando se quedaba sola.
Tina protesta imaginando a su niña sana que las víboras no tienen razones para andar buscando venganza. Una gorda se opone:
—Son animales del Maligno, se desquitan con quien sea.
Continúa la zafra hasta el mediodía y hay pausa para comer. Todos reciben un plato de frijoles con carne, pan y agua de sabor. Comen con tranquilidad, la mayoría en silencio. Algunos sacan algún alimento adicional de su itacate y hasta aguardiente. Emborracharse está prohibido en un reglamento, pero es imposible para algunos señores cumplir una jornada entera sin alcohol, así que se les permite alguna cantidad. Los capataces traen sillitas plegables y comen sentados, aunque apuran la misma comida con la ventaja de refrescos fríos traídos en hielera.
Antes de volver se acerca con el jefe de capataces y Tina le pide regresar al corte con machete. Advertido sobre el caso, él se niega, ella pide doblar turno:
—Entonces me quedo para el otro turno ¿está bien?
—Nada más que no vayas a flojear en la tarde o te despedirán.
Tina pide a la más vieja avisarle a su abuela que no regresará sino hasta más tarde.  
Pasado el mediodía se arma otro alboroto por unos bovinos escapados. Cuadrilleros y capataces gritan hacia la distancia, dicen que es por unas reses espantadas que corren junto al río y jinetes las siguen hasta recuperarlas. Afirman que un toro bravo se separó e internó entre los cañaverales incultos y a ese no lo encuentran. Los jornaleros trabajan sobre una loma y abajo a un kilómetro hacia la izquierda se extiende un bosque de cañas verdes. Los tallos de esa vegetación son más altos que personas, ellos se agitan y ocultarían cualquier bestia cual tiburón bajo las olas.
La gorda comenta:
—Ese toro escapado es el violador.
Las que escuchan se ríen, mientras Tina carga ramas secas, con hollín adherido.
Los menos resistentes dejan la labor a la hora convenida, mientras llegan otros cuantos para empezar faenas. También la mayoría de capataces se retira del sitio y quedan dos cuadrillas para seguir tumbando caña de azúcar. Entre los nuevos aparece un joven campesino agradable, de nombre Cástulo.
Una vecina que entra al turno le pregunta a Tina por su familia y la respuesta muestra preocupación, explicando quiere ir a la ciudad por el servicio médico, por eso dobla turnos.
Tina resiste la segunda faena ya sin notar el cansancio, cual autómata que levanta plantas y las reúne en manojos. El cuerpo semeja una máquina y ella observa desde afuera.
Atardece y los tonos naranjas en las nubes anuncian el próximo fin de labores. El capataz a cargo avisa que terminarán en unos minutos, que dejen de tundir la caña y se dediquen a levantar lo cortado. Al saber que la meta está cerca, ella siente cansancio en la espalda y dolor en las pantorrillas de tanto agacharse y levantarse.
Los trabajadores se van aglomerando junto a la carretilla de carga. Un viejo saca una botella de aguardiente y la comprarte con otro campesino; suspiran mientras beben. La cuadrilla descansa junto a la carretilla y circula ese licor. Con un gesto ella pide un trago y el dueño de la botella sonríe mostrando que le faltan dientes. Un calor distinto y agradable le hace olvidar la fatiga, y ese fuego interior contrasta con una brisa refrescante flotando desde la zona verde. Mira varias caras tiznadas y una le agrada: un jornalero de su edad aproximada.
El joven interesante se acerca y la saluda para decirle, en voz baja, que pronto habrá una fiesta del pueblo. Se sonríen. El capataz informa que cumplieron con tantas toneladas y ya saben que les pagarán una parte proporcional al final de la semana; ese es trabajo a destajo.
Tina se sienta en el suelo y visualiza a la bebé tosiendo y más pálida de lo esperado. Recuerda a su abuela reclamándole que sea una madre soltera, luego piensa: “Sí, luego seré más cuidadosa, pediré matrimonio antes de eso.”
Todos los cuadrilleros dejan los guantes y machetes dentro de una carretilla y se despiden del capataz.
Tina está cansada y se sienta otro momento, disfrutando la claridad del ocaso. Cuando se levanta trastabilla un poquitín mareada, recuerda que han pasado muchas horas desde la comida, que al turno de la tarde no le llevan alimentos, pues es un turno parcial.
El joven que le agrada ofrece acompañarla, ella replica:
—No hasta la puerta, mi abuelita te mataría si nos mira juntos; nada más encamíname, Cástulo.
Se desvían por una vereda apartada para que ningún vecino los incomode.
En el camino hay un pozo artesiano, con un tradicional redondel de piedras alrededor, donde él saca un cubo fresco. El redondel y la manija del pozo rústico le recuerdan a otro que sirve junto al camposanto de los lugareños, aunque casi nadie lo usa por maliciar una contaminación de difuntos.
Beben agua juntos y ella está eufórica, los humos de la libación siguen nublando sus ideas. Se olvida de tristezas y cansancio, se siente locuaz y más bonita. El joven se acerca cada vez más a su cintura mientras le platica de una ocasión que vio una pelea de gallos. Tina tiene una ocurrencia para aclarar su cabeza:
—Dame un balde llenito de agua, bien al tope.
El acompañante obedece, lanzando un cubo al hueco del pozo y jalándolo. Lo levantan entre los dos a la altura de la cabeza. Ella lo vacía en su cabeza, sucede rápido y ambos se ríen. Esa agua fresca pega la ropa con sobre la piel. Después de la risa queda tela empapada trasluciendo su piel bronceada, los rayos del ocaso son cómplices para hacer brillar esas prendas recién mojadas.
El muchacho supone que eso es una provocación y estira la mano para tocarla sin pudor. Ella salta para atrás al sentir un pellizco y puja mientras lanza una bofetada.
Molesta, trota hacia los cañaverales verdes sin quemar y él la sigue sin prisa, balbuceando que lo perdone. Se aproximan hacia los troncos altos y mecidos por vientos, en la zona que se salvó del incendio programado y los últimos rayos de claridad desaparecen. La luna en cuarto creciente ilumina discretamente, así que moderan sus velocidades.
Tina toca los tallos frondosos de la plantación azucarera y camina a tientas quedando oculta tras la cortina vegetal. Palpa carrizos y sus hojas esmeraldas, va avanzando despacio. No quiere desanimar por completo al pretendiente, aunque le aterra embarazarse. Por el sonido de pasos sabe que él la sigue a la distancia y empieza a llamarla confundido por la cortina vegetal:
—Ven, ven, regresa.
A ratos ella le responde que no irá, pero ese vociferar en la noche es un ardid para que él no desaparezca entre la espesura. El ardid falla, el mancebo frustrado abandona el juego. La luna languidece y nadie solicita explicaciones sobre si esa persecución es un principio o un final.
Tina escucha algunos pasos distintos: pesados, hacen temblar el piso, deben ser los del toro escapado. Siente miedo de que sí sea una fiera enloquecida y violadora, entonces toma ruta para alejarse hacia el camino abierto. Altos tallos rodeándola tejen un laberinto apretado y sin garantías de que no topará con una bestia.  
—Si te estás tranquilito, puedes venir.
El joven hace rato que desistió y no la sigue más. Ante los ojos de Tina aparece el escampado y una ladera desde donde cree que provenía. Caminar sin obstáculos la tranquiliza, el aire desde el Poniente ha limpiado de nubes y la claridad lunar es suficiente para no caer. Después de un rato no encuentra el pozo y concluye que recorre un sendero lateral. Sube a una loma ya desmontada para ubicar las luces del Taponal, las divisa  hacia su derecha y se tranquiliza.
Regresa en silencio, mirando las estrellas.
Su corazón está triste y no recuerda el motivo. Avanza entre plantaciones y terrenos incultos. Regresará tarde, ha dado muchos zigzags en su ruta. Al cabo, descubre el sendero conocido que la lleva directo al caserío y lo recorre casi corriendo.
Unos cuantos postes con farolas indican el final del camino. Las chozas pobres a la orilla del caserío ya están apagadas.
Tina se planta frente a la casa y empuja la puerta sin llave, donde una luz vacilante permanece prendida y la voz saliendo bajo una cobija le recrimina:
—Me tienes con angustias.
—Discúlpeme esta tardanza, abuelita, es que andaba con pendiente por ver a mi niñita.
—Pues, ¡qué tus tonteras! —levantó su vocecilla, por costumbre dulce, pero esa noche convertida en latigazo impaciente—; eso de irte al camposanto a emborracharte —según especulaba por un aroma que reconoció al instante— y tardarte tanto; tú que dijiste que ahora sí ibas a trabajar y sigues necia con lo de la difuntita.
La abuela bajo las sábanas estiró una mano —forja de arrugado bronce, material resignado ante cualquier tragedia—, apagó la lámpara y no volvió a hablar.
Aunque ya se haya terminado el incendio de los cañaverales, en las noches con brisa las cenizas negras, grises y albas aún danzan en el ambiente. Cenizas que flotan y se adhieren a lágrimas sobre las mejillas de Tina.

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