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martes, 1 de diciembre de 2015

CAMPESINO COLGADO CUAL BADAJO





                                                                                  Por Carlos Valdés Martín

El andamio sobre el costado del edificio de treinta pisos se balancea con un aire tempestuoso y ahí transcurre el día laboral de Juancho Jalalpa, quien no utiliza arnés de seguridad. Lava los vidrios y no es la primera vez, ha probado con ese oficio desde hace semanas. Ahí jabona y moja los innumerables cristales de la edificación rectangular y perfecta sobre la megalópolis. Es curiosa la soledad de los trabajadores en rascacielos, nadie se fija en ellos; para los oficinistas se convierten en muebles indiferentes, para los transeúntes a nivel de calle en puntitos grises que no llaman la atención, para los compañeros laborales en figuras repetitivas. Ellos aparecen discretos, checan tarjeta, reciben instrucciones de entrada, cumplen horario, un superior revisa su labor, checan tarjeta de salida y desaparecen hasta la nueva jornada.
El día comienza tranquilo para Juancho, nada que presagie contratiempos, después un resbalón y él se apoya con fuerza en una barra mal atornillada que cede; un paso en dirección del vacío, pero una cuerda providencial se ha atorado entre su pierna. Queda colgado con la cabeza señalando al piso, en dirección de una muerte súbita que se ha detenido.
Las cubetas, jabones y trapeadores han caído discretamente en un balcón de algún piso vacío del mismo edificio.
Esta vez la condena de Juancho ha quedado suspendida, pero no hay ruido y esa tarde ha oscurecido prematuramente con las nubes de lluvia. Las oficinas vacías frente al andamio no se inmutan. Comienza el chipichipi de agua con relámpagos lejanos.
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El trabajador, Saturnino, quien supervisa esos andamios de limpieza en el edificio, unos minutos antes del incidente recibió una llamada urgente. Se había disculpado y bajó a toda prisa, le había llamado su esposa: “Un perro bravo mordió a tu hijo en la cara”. Corre por la calle sin voltear atrás, mientras piensa en cómo conseguir a su remplazo.
No voltea hacia atrás —evita la maldición de estatua de sal bíblica de quien abandona Sodoma— y se monta en un taxi. Ese transporte está fuera de su presupuesto, pero debe apresurar el camino hasta el tren suburbano.
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Juancho ha quedado paralizado por la caída y el latigazo del cuello golpeando su nuca lo mantiene inconsciente. La cuerda aprieta con firmeza la pierna y hiere la carne. Ahí es un humilde péndulo encarnado: cual badajo adormecido de una campana pueblerina, meciéndose mansa y pesadamente a merced del viento.
Bajo efectos del desmayo, la sangre se va agolpando en la cabeza de Juancho. La camisa desfajada y los brazos se mecen con suavidad. En su mente dormida, escenas de borregos pastando sobre una colina surgen, cuando esa pradera ensoñada se mece extrañamente.
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En el camino Saturnino localiza por teléfono móvil a Brian Bertino, un chicano que dice ser un hijo ilegítimo del coronel David Hackworth, el excéntrico militar norteamericano que inspiró al personaje del coronel Kilgore de la película 'Apocalypse now'. El relevista Brian le objeta que debe recibir algo a cambio, pues perderá mirar el juego de futbol entre Real Madrid y Barcelona, que un compadre lo invitó a una cantina con televisión de paga. Tras un breve regateo, Brian acepta, pero no aclara que irá hasta que termine el juego.
Brian adora las alturas y repudia a su progenitor con el típico amor despechado del hijo abandonado; prefiere el país del taco con chile al paraíso de los dólares. Le agradan las alturas y trepar hasta sitios riesgosos.
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Cuando Juancho despierta ha transcurrido el tiempo y está mareado. Una vez sintió algo semejante. La cuerda salvadora trae la sensación de un alambre de púas mordiendo su pantorrilla. Comienza a lamentarse con suavidad, aunque debería gritar y lo haría si no estuviera vedado para su garganta.
“No grites, no llores —le tundía su padre a cintarazos, cuando lo reprendía por cualquier falta menor— que no es de machos.” “No grites, no llores —le tundía su madre con una riata húmeda, si la colmaba— que no es de Dios.” La progenitora lo amenazaba también con el Altísimo y las llamas del infierno; él le daba a comer una salsa de chiles serranos y le mostraba los huecos de los dientes que le tumbó su abuelo a bofetadas disciplinarias. 
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Cuando niño, su señor padre lo dobló a golpes de cinturón cuando le informó a que no sería servidor de la iglesia. No fue un día afortunado para Juancho, era peligroso contradecirlo cuando su padre regresaba alcoholizado tras la faena en la milpa:
—Usté, carajo, se va a volver santo, aunque le cueste el pellejo.
El sacerdote planeó desquitarse de ese chico tan bocón y les sugiere a un grupo de adolescentes que sería excelente colgarlo de un árbol un rato para quitarle lo mal hablado. En una vereda solitaria, entre cinco chicos han sorprendido a Juancho y, colgado de cabeza, lo amarran a un árbol pirul. Lo zarandean y amenazan:
—Andas ofendiendo al señor cura y te irás al infierno; si no te arrepientes nadie te bajará del árbol, así que comienza a rezar el padrenuestro.
Esa temporada era muy seca, los rapaces patearon el suelo y esparcieron mucho polvo blanco al amarrarlo con una cuerda gruesa. Lanzaron el otro extremo de la cuerda sobre la rama más nudosa y torcida, y lo jalaron para dejarlo boca abajo. Lo abofetearon hasta que comenzó a rezar, así de cabeza sentía que el universo daba vueltas:
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea…
Cuando dejó de verlos se calló, entonces uno regresó y le lanzó una piedra cerca, amenazándolo si dejaba de rezar. El sitio quedó abandonado; el rezo se convirtió en murmullo incoherente y pasaron las horas. Al atardecer lo miró un arriero y pensó: “Ese murciélago está muy grande para quedar amarrado en ese pirul.”
Cuando el arriero lo bajó Juancho estaba deshidratado, con los labios secos y la conciencia extraviada. Desvariaba mientas el adulto mojaba su boca con agua extraída de una jícara:
—Hay que cuidarse del sol en el verano.
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Colgado bajo el andamio del edificio moderno, la lluvia y el frío corren por su cuerpo, las manos están entumidas y no responden. Intenta doblar el torso y alcanzar el andamio. Cualquier esfuerzo es inútil. Poco a poco, comprende que está atrapado y sin remedio. Se encomienda a los santos y a la virgen, pero le habían fallada: la medallita milagrosa al cuello se ha caído junto con las cubetas. Un cuello vacío y los bolsillos también. El nudo en la garganta, nada más le permite proferir sonidos leves. La cuerda salvadora, irónicamente, le va abriendo la carne conforme él se agita e intenta liberarse.
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Mariagna Zeo, cantante pop, recibe una llamada desesperada de su sirvienta, Juanita Jalalpa, avisando que su hermano está malherido, pero como acababa de entrar a trabajar no lo quieren atender los médicos de la seguridad social, porque no completaron sus trámites:
—Va a perder su pierna, si no lo curan.  ¿Qué hacemos?
La cantante piensa “Me salen hijos por donde quiera, pero nunca son míos” y, mientras la peina una asistente, responde:
—Te mando al chofer, a ver qué se me ocurre, que él te ayude. Yo todavía tengo grabación de un video y tardaré hasta bien entrada la noche; en cuanto tenga un respiro te llamo y a ver qué se me ocurre.
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El chofer alguna vez sirvió de paramédico y entiende de accidentes. Una alegría curiosa se expande por los pulmones de Torcuato el chofer, cuando tiene oportunidad de correr el auto ajeno por una buena causa. Rechina llantas, presiona a los vehículos lentos, rebasa por la izquierda y derecha, se salta las luces amarillas y hasta algunas rojas. Llega al hospital público de la avenida Copilco, con ganas de gritar y hasta de pelear. Aparca el auto y corre hasta la zona de urgencias, donde las ambulancias (viejas conocidas) entran y salen. Olores mixtos de ácidos, esencias médicas, limpiadores agrios y humores de los cuerpos heridos. Quejidos de los enfermos… es la zona de urgencias; ahí estabilizan a Juancho, pues no lo lanzan a la calle por protocolo, pero su curación exige algo mejor que sueros.  Alrededor hay decenas de familiares ansiosos esperando noticias sobre sus propios enfermos.
Al mismo tiempo que Torcuato, llega un viejo agonizante y el camillero que lo conduce grita a una enfermera que los dejen pasar de inmediato o se muere; abren una puerta abatible y desparecen. El chofer siente ese aroma a muerte inminente y busca a Juanita. Ella está arrodillada junto a una camilla con suero y el cuerpo del hermano tendido.
—¿Qué tiene?
Sollozando ella explica el problema de la pierna del hermano menor:
—Dicen que lo único que queda es cortarla.
El chofer niega con la cabeza y cree que es una opinión a la ligera. Observa los tejidos sangrados y un descoyuntamiento, quizá haya también fractura interna, pero su experiencia va en contra de tal dictamen superficial. Como sea, se niegan a atenderlo sin los papeles del empleo arreglados. Comienza a preguntar entre enfermeras y camilleros quienes le explican que no lo sacarán de urgencias, solamente lo seguirán estabilizando con suero y sangre.
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Mariagna Zeo entona y tararea preparándose para filmar su video musical, entonces brota una idea. El diputado Monrovio que la pretende insistentemente quizá logre que hospitalicen al hermano herido.
—Pero Mariagna, vas a aceptarme una invitación a cenar —condiciona el diputado— que lo pedido no es tan sencillo… como que me hace falta motivación.
—Eres un pícaro —ella sonríe, con resignación mientras evalúa el compromiso.
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Unos meses después de la hospitalización, junto a un semáforo, un joven bronceado se mece ayudado por una muleta rústica y muestra su media pierna a los automovilistas para causar lástima. Sonríe tímido y agacha la cabeza con humildad; un letrero de cartón dice “Limosnita”.
Una cuadra antes un adulto moreno se bambolea ayudando por otra muleta rústica, muestra su media pierna, desde la distancia parece idéntica a la serruchada, pero está falseada: la pantorrilla doblada hábilmente, contra el muslo y cubierta por un cucurucho rústico. El letrero de cartón también es idéntico: “Limosnita”.
La hermana mayor, Juanita Jalalpa, se ha enterado que su Juancho está de pedigüeño en las calles. Ha sermoneado, rogado y pagado una pequeña cantidad a un patrullero para que detenga al hermano rengo de la avenida. El patrullero del vehículo 5448, por las señas recibidas, no se decide a cuál detener y remitirlo con la hermana. Ante la duda opta por amagar a los dos ejemplares de una misma causa. Primero, hostiga y detiene al de la lesión falsa, colocándolo en la parte de atrás de la patrulla, dentro de la jaula metálica cerrada. Después detiene al hermanito, aunque no sabe cuál es a quien busca. El patrullero saca su arma y los sienta uno a lado del otro para encararlos:
—Un patachueco está mortificando a su hermana y ella odiaría que su santa madrecita se entere de que un pelado de su propia sangre anda mendigando por moneditas y causando lástima; así, que por violar el reglamento me lo voy a cargar.
El falso interrumpe y argumenta que no es justo ser detenido, él tiene experiencia en mantenerse en las calles y no es fácil de amedrentar. La discusión sube de tono y el falso alega que trae un as bajo la manga:
—Señor patrullero, yo no estoy cojo, no estoy avergonzando a mi madre, que ni tengo ya una; mire que me voy a desamarrar esta porquería.
Despierta la curiosidad, el patrullero presiona para que muestre la pierna desaparecida. El falso se quita los pantalones dentro de la patrulla, luego se libera de un cono de cuero apretado sobrepuesto al muslo y ahí surge una pierna en extremo delgada.
El patrullero:
—Hoy amanecí de Jesucristo, que ya hice caminar al lisiado —comienza a reír sin control, luego se aproxima para mirar la pierna raquítica y, sin aviso, le suelta una bofetada al tipo sin pantalones—, que te vuelva a ver que sigues timando y verás lo que es un golpe.
Juancho suplicante se defiende:
—A mí no me pegue, yo sí estoy sin una pata de verdad.
—Tú, te vas con tu hermana, que te anda buscando.
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Una vez reunidos, la hermana lo sigue regañando y, en su disculpa, argumenta Juancho: “Es que pago la pistola empeñada de nuestro señor padre; no encontré otra cosa mejor para hacer.” Cuando murió el padre la prioridad fue hacerle su funeral según las costumbres. Como ya no vivían en el pueblo, no hubo modo de conseguir padrinos que los ayudaran así que Juancho, como el hombre de la casa, pignoró lo que encontró a la mano. En la tienda de empeños, todo lo dejó perder menos la pistola que había logrado refrendar durante muchos meses, cuando encontró a un guía para obtener limosnas en la calle y juntar suficiente dinero para su plan.
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¿Pistola? Nunca antes las había usado y estaban restringidas en la ciudad. Pero Brian le debía su medallita. En parte, el tal Brian lo había salvado, pues llegó para el turno de relevo y lo encontró como precario badajo de campana. Consiguió ayuda y luego de varias horas, la ambulancia pública se llevó a Juancho malherido. Meses después de la amputación, Brian le presumió que en un balcón encontró la medallita perdida junto con cubetas y jabones tirados.
—Dame mi medallita, es milagrosa.
Brian, por broma, negó regresarla. Ante la insistencia, fingió que la buscaría; otra vez, dijo que la empeñó, y, cada vez, cambiaba sus versiones y pretextos. Para entonces Juancho estaba recuperado y la empresa de lavado de rascacielos le dio una indemnización. A Juancho le pareció una fortuna que desapareció en pocos meses, cuando vino la muerte de su madre en el pueblo. Los hermanos regresaron y cumplieron sus costumbres funerarias con nueve días de misas, comidas. Él empeñó lo que fuera para completar los gastos acostumbrados: misas diarias, mezcal a granel, cuetes en el atrio de la iglesia y el panteón, plañideras día y noche, banda de pueblo en la procesión, cervezas, coronas y ramos de flores, comidas para los parientes y curiosos, etc.
Se le ocurrió a Juancho que con la pistola recuperaría la medallita —su importancia había crecido en memoria de su madre—, que el muy cretino de Brian la escondía. El héroe se había convertido en ladrón, pues encontró la medallita perdida y, meses después, se burlaba de su auténtico propietario.
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La pistola era tan vieja que en el empeño no la consideraron un arma, sino antigüedad.
El siguiente domingo buscó a Brian, sabía que laboraba supliendo y el edificio ocupado casi solamente por oficinas, estaba semivacío. En un rincón apartado lo amenazó:
—La devuelves o te mueres.
Con sinceridad, Brian creía que la medallita no importaba y la arrumbó en el fondo de un cajón. Ahí estaba extraviada: oro olvidado entre papeles y herramientas en un cajón de madera.
—Nada más no me apuntes, que esas cosas las carga el mismo diablo; es más, acuérdate que yo estuve ahí para salvarte, y además hasta te voy a invitar a la boda.
—¿Cuál?
—La mía, que ya estaba acordada, pero mi novia quería que su papá la entregara en el altar, y como ya está difunto, pues no hay modo; entonces que se le ocurrió la solución y ya sacó del camposanto la urna con las cenizas, para que la acompañe en nuestra boda.
Juancho no entendió y exigió más aclaraciones temblando la pistola en la mano, luego Brian explicó que la familia de su novia no era católica, por eso incineraban a los muertos. Hizo una mueca Juancho al imaginar el vestido blanco de la novia y un padre encapsulado tomándola del brazo:
—¿Eso lo permite el señor cura? Suena raro —una oleada de recuerdos olvidados lo mareó, punzando y doliéndole la boca del estómago, movió la muleta que se resbaló mientas bajaba el arma, entonces soltó un disparo al piso que rebotó y atravesó la entrepierna de Brian— ay, no quise tirarte… perdóname.
Con espanto Juancho se arrodilló, suplicando al cielo que su víctima involuntaria no muriera.  Comenzó a murmurar una plegaria seca con sabor a polvo y a un planeta invertido mientras se acercaba el guardia de turno.



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