Por Carlos Valdés Martín
Conservaba un cálido recuerdo infantil del payaso Gracejadas,
cuando él con su cara pintada y gesto dramático de prócer arrancaba las risas más
cándidas hasta con un simple ademán. Aunque era un protagonista consagrado del
circo más famoso, sin aviso desapareció de las carteleras y, pasados los años, intrigó
su ausencia.
Un atardecer polvoriento, la arena del camino
atascada en la garganta me espoleó hacia una cantina, —por cierto, la mejor de
esa pequeña provincia. Esa comarca agrícola era próspera pero escasa en
entretenimiento.
Adentro del local los parroquianos sonreían con
amabilidad y charlaban anécdotas sobre bueyes y cosechas. Ningún rostro resultó
conocido. Parado frente a la barra, ingerí dos cervezas y, sin más quehacer,
escudriñaba las conversaciones de los vecinos. No escuché nada interesante
hasta que distinguí a un joven con cara de luna y patillas prominentes. Oí ese
mágico nombre “Gracejadas” y, sin dudarlo, frente a una mesa cercana me
presenté para elogiar al personaje. Ahí topé con el hijo, quien empezaba a
contar sus anécdotas y, con amabilidad, convidó a sentarme.
Con aliento de cerveza barata el hijo narraba un
pasaje cuando ya el payaso había cambiado de actividad y en un despoblado se
topó con una partida de bandidos. El jefe de esa banda había recibido la
consigna de escarmentarlo. Me extrañó esa consigna aunque para el narrador era
obvio:
—El cabecilla lo condujo vendado hasta una ladera
junto a un acueducto. Era un grupo abigarrado, de esos bandoleros campesinos
que juntaban mujeres y niños, una especie de extensa familia bandolera, así que
las mujeres y niños rogaban que no dañaran a mi padre. El jefe, a esas alturas,
andaba borracho, y siguiendo ideas locas, obligó a beber a Gracejadas una
botella de licor barato, le vendó los ojos para obligarle a caminar sobre el
filo alto de una barda, que separaba una aguada. Para mayor escarnio incitó a
su perro bravo a ladrar y amenazar debajo de la barda, mientras que en la parte
contraria aguardaba el agua estancada y turbia. El bandido suponía que nadie en
esa región nadaba, así que el peligro era grande. Y no contento con eso
amenazó: “Tendrás un minuto exacto para recorrer el filo de la barda; cumplido
el minuto te voy a disparar”. Mi padre le suplicó piedad al bandido y éste
rechazó: “El cura del pueblo dice eres ateo, y eso es pecado; así, le doy una
oportunidad sola o se va a ir a acompañar al diablo del infierno; y le doy esta
oportunidad, porque las señoras ya están llorando.” No era la primera vez que
lo acusaban de ateo y un cura o un alcalde se le ponían bravos. Sin prisa, un
cómplice lo colocó al inicio de la barda. Con los ojos vendados y alcohol en la
sangre los primeros pasos fueron titubeantes; pero el bandido se llevó un
chasco, cuando mi padre avanzó sin dificultad por lo aprendido al equilibrista
de un circo. Ya cuando Gracejadas estaba a un paso de terminar su recorrido, el
bandido sintió la frustración por el mal cálculo; en desquite, así apuntó con su
pistola de revólver y —el hijo extendió el brazo a lo largo y cerró un ojo
fingiendo apuntar— ¡pum! Soltó un disparo y, por piedad de los mismos ángeles,
sin tino. Al primer tronido una mujer de los bandidos tuvo un ataque de
histeria, se lanzó al piso llorando y gritando, lo cual distrajo al cabecilla
mientras mi padre terminaba su recorrido y salía corriendo hacia el monte
tupido. A la distancia, el bandido gritó que su pistola se había encasquillado:
“Esto es obra del diablo, a lo peor ese sí es un engendro del averno; mejor
vámonos de aquí no vaya a ser que nos embruje y nos convulsionemos como la doña”.
No comprendí qué hacía Gracejadas atrapado por unos
bandidos acusándolo de ateo, así que el muchacho retrocedió hacia el principio de
su relato.
Con paciencia explicó que ese payaso fue estrella
del espectáculo y por un gran disgusto con el empresario circense más rico del
país bajó de categoría. Injustamente calumniado por un lío de faldas salió de
la capital y entonces debió conformarse con caravanas modestas que recorren
pueblos pequeños para sobrevivir, en espera de mejores oportunidades que no
llegaban. Por su pasado de estrella, entre su nueva familia circense mantenía pequeños
privilegios, como abrir el espectáculo y alojarse en camerino solitario.
Me explicó la leyenda que dice: un auténtico payaso
es un alma triste que combate su tristeza bajo una máscara, pero terminada la
función regresa una nube gris que lo persigue sin tregua.
El circo avanzaba hacia la población de Zamora
con su tropel de animales, domadores, enanos, trapecistas y los demás juguetes
del entretenimiento. Circo modesto de animales flacos y uniformes remendados,
pero célebre. El último trayecto había durado tres días saturados de
obstáculos. La caravana atravesaba un vado, cuando el arroyo se convirtió en río
embravecido, seccionó pequeño puente y arrastró el final de la procesión, donde
estaban los vagones de carga, incluyendo a la elefanta Elsa.
—¡Ese animal es carísimo! —gritó el dueño.
El río crecido arrastró sin parar los vagones y un
crujido de maderas fue el eco de un lamento. Cuando un río bravo devora a un
elefante ¿qué escudo nos protege del destino?
Sobrevivieron los cirqueros ilesos, pero el ánimo decayó
tras la desventura de ese viaje. Con el frío y el agua de lluvia escurriendo
hasta los huesos, alcanzó su camerino solitario para envolverse en una toalla,
pero el payaso hizo un alto en su alocada existencia. Lo sucedido era mala
señal: si hasta un coloso de carne desaparece en un instante ¿qué nos espera? Mirando
hacia la oscuridad impenetrable de la noche se preguntó: “¿Le importa a la
gente la alegría de una breve función?” Y suspiró: “La súbita alegría de la
risa no los retiene lo suficiente; se alejan con una sonrisa, pero basta una
noche para que vuelvan a ser los mismo amargados del día anterior. Es inútil
guardar penas en el alma a cambio de sonrisas fugaces.” Volvió a cuestionar:
“¿Existe una manera para que mis actuaciones no sean flor de un solo día?”
Para el común de payasos la actuación era una vocación
sincera o profesión honesta, por tanto no se angustiaban con esa clase de
preguntas. Para Gracejadas su existencia desembocaba en ese desconcierto, a
pesar del éxito pretérito y el aplauso presente.
Esa clase de pensamientos tormentosos lo acosaron,
hasta que concibió una idea osada y original: la siguiente función en vez de
hacer reír provocaría la reflexión, exigiendo a los adultos responsabilidad y
más responsabilidad. Para tal efecto, renovó su maquillaje, colocando unas
cejas severas y una boca roja torcida de lado; a la distancia semejaba el
prototipo del payaso, ahora enojado. A nadie entre la tribu circense le confió
su cambio de planes, debería ser una sorpresa, pues conocía al empresario de
mentalidad pequeña, siempre opuesto a las novedades; pero cuando llegara el
aplauso obtendrían un desenlace feliz y él sería perdonado por romper las
reglas.
Al día siguiente, regresó el sol y la carpa quedó pletórica
de campesinos ansiosos de distracción.
Entró Gracejadas a la pista con su número habitual,
soplando un silbato y blandiendo palmas para contagiar al público. Con una
habilidad conseguida en años de práctica, indicaba hacia un lado y otro de la
multitud para incrementar los aplausos, provocando la competencia del público.
Luego tomaba unos globos llenos de agua para reventarlos sobre los enanos y la
gente reía de buena gana.
Captada la atención, detuvo la rutina cómica y
solicitó silencio con un ademán de manos. Comenzó a hablar:
—Adivino, señores, que ayer gastaron su jornal en la
cantina; y, además entre ustedes, veo a madres que se desentienden de la
educación de los niños, abandonándolos al cuidado de escuelas mediocres; veo
niños apáticos e irresponsables que no aprecian el esfuerzo de los padres que
se esmeran en educarles, niños embrutecidos por juegos, que nada aportan y todo
lo confunden…
La carpa perdió el murmullo alegre y se hizo un
fondo de silencio hostil. Conforme el payaso siguió regañando al público, de
modo evidente varios espectadores se comenzaron a retirar, pero ninguno interrumpió
y los compañeros del circo empezaron a alarmarse. Los niños seguían esperando
que comenzara la parte divertida, mientras los adultos desesperaban. Continuó
el regaño, mientras en su interior, fluía el borbotón de palabras junto con la
satisfacción de un deber cumplido.
De súbito, el dueño del circo indicó a los enanos
que le atacaran con cubetas de agua y que por sorpresa el hombre forzudo
atrapara a Gracejadas dentro de una enorme manta usada para controlar felinos.
Con el agua sorprendiendo su rostro la gente comenzó
a reír y un niño regocijado gritó:
—¡Este es el cuento más divertido del mundo!
Gracejadas, a pesar de la manta y el forcejeo
alcanzó a escuchar esa frase. Intentó protestar pero a la manta envolvente se
sumó el abrazo del hombre forzudo que acalló al payaso, entonces el público
irrumpió en prolongado vocerío en mezcla caótica de protestas con risotadas y
los más osados gritaron:
—¡Saquen a ese payaso! ¡Es un fiasco! ¡Maldito fraile
disfrazado!
Atrapado por la burda tela, Gracejadas escuchó insultos
que dolieron. En un pestañeo el forzudo lo cargó con rapidez fuera del
escenario. Recuperado de la sorpresa, forcejeó para oponerse y regresar a la
pista circense; entonces el dueño encerró al payaso dentro de una enorme jaula
vacía para que ninguno escuchara sus impertinencias. Tras las rejas, Gracejadas
gritaba como un enloquecido, pero también reía y su furia parecía farsa. Seguía
protestado y maldiciendo como niño loco con juguete nuevo. En el fracaso y
frustración, al mismo tiempo, despertó su euforia.
Esa jornada todo lo cambió. Al amanecer el payaso abandonó
a la tribu circense, dejó de complacer a los demás y se enamoró de su nuevo sermón.
Cuando regañó sobre la pista del circo estaba fuera de lugar, entonces debería moverse
hacia otro escenario. En plenitud de facultades se convirtió en predicador
solitario, pero en uno escéptico y casi ateo que no aceptaba patrañas.
Dejó a su personaje alegre en un baúl bajo cierre
hermético. Predicó simples principios de la moral, aderezados con recomendaciones
de sentido común y chispas de cultura, plateadas con gracia y sentido
histriónico. Dobló la tristeza envuelta en el celofán de la alegría y quedó
enamorado de su combate. A los mismos brutos lugareños que se burlaron de él,
les devolvería una cachetada con guante blanco, obligándolos a recapacitar.
En ese punto yo estaba bastante intrigado y solicité
al mesero sustituir con prodigalidad la cerveza barata por un licor más fuerte.
Por cortesía interrogué al interlocutor:
—Una bebida más fuerte es justa por un relato tan
entretenido, y por cierto ¿cómo te llamas?
—Dime Hijo, —se sonrojó y titubeó mientras observaba
mi incredulidad— de esa manera está bien, así se asentó en el Acta de
Nacimiento, aunque el cura del pueblo se negó a escribirlo en la Fe de
Bautismo.
Calló y clavó la mirada al piso, entonces procuré
corregir esa grosería involuntaria: —Disculpa, tampoco te he dicho mi nombre,
que es León, como los del circo, de chico me molestaban en el colegio.
Sonrió y se sobrepuso a su turbación, para continuar
con el relato.
El Gracejadas renovado se consideraba un predicador
con capacidad de actor y facilidad de palabra: bastaron esas dos capacidades
para colocarse en parques y plazas, donde regañaba y reconvenía durante largas
horas. En esos sitios, sus herramientas eran un sombrero negro de ala ancha
(efectivo protector contra el sol y punto de referencia a la distancia); un
cajón de madera, coloreado con ribetes dorados, que le regalaba un metro de
estatura, y para agregar un tinte dramático se vendaba los ojos para provocar
una curiosidad malsana. Bastaban esos elementos para presentar distinción y
personalidad suficientes para atraer curiosos en los jardines públicos.
Una vez que adquiría el momentum de su oratoria, ya no se detenía hasta obtener algún
converso. Por lo regular tardaba horas hasta que algunos lugareños daban
muestras de arrepentimiento ante sus reconvenciones y prometían enmendar su
moral. A veces, pasaba el día entero desgastando su garganta y era como si
platicara con un muro seco; otras veces, era peor: una hostilidad evidente lo
rodeaba de cejas arqueadas y bocas torcidas. Ese era su riesgo y su reto. Ante
el éxito o fracaso volvía a intentarlo en otro sitio. Cuando rompía el
caparazón de la indiferencia, obtenía caridad en efectivo con monto suficiente
para seguir su árida ruta y suficientes palabras de aliento para imaginar que
su cruzada no era vana.
En esa etapa, para el mundo fue un espécimen poco comprendido
y hasta fracasado, algo así como un Schopenhauer sin estudios. Él se daba
perfecta cuenta que la enorme mayoría lo miraba con indiferencia o burla. En
algunos sitios, el rumor lo antecedía y ya un cura pueblerino o un maestro
envidioso habían prejuiciado a los lugareños, quienes no se detenían ni a
saludarlo. Esa era otra razón para moverse con rapidez, prefería adelantarse al
cuchicheo contra su persona.
Era ágil de mente, con vehemencia para acallar a los
analfabetos. Para comenzar con dulzura que atrae a las moscas recordaba sus
comienzos haciendo esta oferta: “Les contaré ‘El cuento más divertido del mundo’, pero deberán ser un poco
pacientes, pues la miel se acompaña con hiel, antes de nutrir nuestra mente…”
La facilidad de palabra ante el público le ganaba admiración
y hasta benevolencia, aunque él afirmaba que los ingenuos eran “vene-névolos” (la ponzoña de la bondad) y
entregándole monedas acallaban el pozo sin fondo de la culpa. El aplauso
ocasional y las objeciones del público, lo empujaban a seguir con su cruzada solitaria.
A veces, molesto por la indiferencia fustigaba a los lugareños hasta la
exasperación. En una ocasión, ante un grupo reticente tomó una estampita del
santo venerado en Mapimí y la quemó con un fósforo, mientras sacudía contra la
superstición. Esa noche huyó ante una turba enardecida que había reunido leños
junto a la iglesia del sito. Cada mañana avanzaba hacia un pueblo distinto. Fustigaba,
interesaba y, en un día inspirado, hasta conmovía en un lugar, pero no se
detenía para cosechar lo sembrado, ya fuese devoción o rencor.
Mientras escuchaba sobre ese peregrinar comprendí
que en esa intención viajera quizá escondía una negación. Como Gracejadas nunca
volvía sobre sus pasos, resultaba imposible comprobar si su prédica era semilla
plantada en tierra fértil o desértica. Avanzar sin descanso como un Alejandro
Magno persiguiendo la última frontera escondía un engaño y duda en sus capacidades.
Según el hijo, algunos pobladores recibían un bálsamo con esa prédica, y tras
muchos años, aparecían discretas señales de gratitud a la puerta de la casa del
peregrino. Sin pedir nada a cambio algún campesino tocaba la puerta familiar y
dejaba una gallina o un chivo; tampoco daban explicaciones, simplemente se iban
tras un saludo para el señor Jadasgrace.
Las primeras veces, el pequeño hijo sintió temor ante la gente sencilla y
silenciosa que dejaba su óbolo sin explicaciones; con los años le pareció
natural, y así comprendió que su padre era alguien singular.
Para el predicador viajero no faltaron
satisfacciones, tales como ganar adeptos instantáneos y suspiros de doncellas,
aunque ninguna de esas gratificaciones le interesaban. Con rapidez comprendió
que los adeptos eran tan peligrosos como las turbas enardecidas, pues cuando se
esforzaban en difundir sus palabras, las deformaban de inmediato, provocando
peligrosos incidentes. Una vez predicó contra la automedicación contando la
anécdota de un niño muerto por una sobredosis de penicilina, pero un seguidor
vehemente convenció a los lugareños de expulsar al médico del lugar y prohibir
las transfusiones de sangre. Él procuraba desalentar y desautorizar a cualquier
seguidor, refutando cualquier conversión de su palabra en doctrina y dogma, por
lo que se mofaba de los apóstoles espontáneos que amagaban con seguir su
camino. La motivación de sus días difíciles era imaginar que su palabra caía en
suelo fértil, pues los rudos campesinos salían del marasmo, cuando él les daba
un empujón y ya era responsabilidad de su libre albedrío seguir el camino
recto. Por eso las donaciones silenciosas resultaban tan gratas: la prueba
material de que esas agotadoras jornadas desgastando su lengua no fueron en
vano.
Claro, su existencia era difícil y hasta peligrosa,
así que no arriesgó a sus vástagos. Como padre prefirió amancebarse y mantener
a una morena inocente recluida en una ranchería. Ahí nacieron dos hijos, que
esperaban ansiosos su regreso, mientras él recorría el vasto territorio sin
descanso.
Peregrinando de aldea en aldea, entre penurias y
aclamaciones ocasionales sobrevivió y mantuvo una familia. Algunas jornadas resultaban
terribles, pero su espíritu vagabundo estaba dispuesto a enfrentar cada
desafío. En Parrales una partida de vaqueros lo amarró y dejó abandonado en
una bocamina solitaria, por suerte unos arrieros escucharon ruido y atendieron
sus súplicas. En Mochis, fue encarcelado por los celos súbitos de un regidor
municipal, pues su novia pasó horas escuchándolo en una placita. Cerca de Acuña
debió ocultarse de una tribu de apaches que azolaba la región. En definitiva,
para sobrevivir en las regiones más agrestes conspiró alguna bienaventuranza.
Intenté unir los puntos del relato y se fue tejiendo una madeja de caos sobre
el mapa del país. El relato mostró un espíritu aventurero, sin embargo,
pregunté:
—¿La adversidad terminó por vencerlo?
Con un nudo en la garganta el hijo, recordó:
—Hasta el hierro más duro termina por ablandarse
bajo la repetición del mal. El final sobrevino en un momento aciago. En Juchitán,
una vieja con la cabeza cubierta se acercó sigilosamente y lanzó una bolsa con
arañas ponzoñosas. Mi señor progenitor permaneció incapacitado, refugiándose en
los cuidados de mi madre y, así convaleciendo, por fin compartió una visión de su
existencia forjada en carreteras polvorientas y discursos ante gente más
indiferente que las piedras de los peñascos. En varios meses, el dolor de las
picaduras no desapareció por completo, las rodillas adoloridas y una
pantorrilla hinchada lo acompañaron para siempre. Quizá la vieja también era
bruja, mi padre empezó a desconfiar de los caminos y ya no quiso seguir con sus
andanzas. Pensó en trabajar el terreno alrededor de la casa, pero las fuerzas en
sus brazos le fueron abandonando.
Sin embargo, no era momento para entristecerse con
el final de una existencia, así que animé para dirigirnos hacia los cabos
sueltos.
Como predicador modificó nombre artístico para que
ya no lo confundieran con él mismo en su fase de clown y usó: Jadasgrace. De ese modo, al presentarse
con su alias, lo creían extranjero y aceptaban mejor su presencia. Recorrió el
país casi a capricho, buscando enfrentarse con los fantasmas de la ignorancia y
la vulgaridad. No resultaba difícil, hacia cualquier dirección se topaba con
suficiente estulticia para zaherirla con su verbo. Cuando algún transeúnte lo
escuchaba jamás se imaginaba que bajo la cara adusta o los ojos vendados se
escondía un payaso converso.
Pregunté al muchacho si Gracejadas superó la
tristeza de modo verdadero cuando se
convirtió en Jadasgrace o si había
sido un recurso para escapar del típico fondo oscuro del alma de payaso.
Respondió que él no era quién para juzgar esa alma vagabunda y obstinada. No
entendí qué turbio recuerdo removí, pero miró con desconfianza y cambió la
conversación. Tras varios ruegos, accedió a dar una fecha de fallecimiento y a
aclarar que el nombre era Amado Reyes Zaragoza, después ya nada más dijo.
Por mi imprudencia se cerró el puente de confianza. El
hijo sabía respuestas, pues agotado y enfermo de vejez Gracejadas se había
refugiado ante la chimenea familiar y ahí develó sus secretos. Fue una pena la
reacción hosca del hijo, pues el relato dejaba todavía interrogantes. ¿En
realidad obtuvo conversos a su prédica? ¿Moverse y predicar era una variedad de
manía, una vocación sincera o una mezcla de ambas? Como no encontré imitadores
resulta inútil comparar una biografía semejante. En la plática de cantina, buscaba
una anécdota trivial y encontré una compleja odisea, con subidas y fracasos,
dobleces y abismos insondables.
Cuando terminó el relato quedé perturbado y triste
pues ahora escasean los payasos sinceros y sobran los predicadores falsos, aunque
un predicador verdadero es excepcional: espadachín a mano desnuda conquistando
un auditorio nuevo cada tarde en un terreno desconocido.
Después, he viajado por el territorio polvoso y
despoblado, preguntado sin cesar y en ningún sitio se repite esa clase de personas, tan distintas del
religioso, político o actor. Debe ser que no hay ninguna “clase”, sino que nacen
personajes irrepetibles. Esa misma actitud del predicador desinteresado y enfrentando
la adversidad está en los adalides insurgentes cuando quedaron dispersos en la Sierra de Guerrero, sin armas ni esperanza
de triunfo y “a salto de mata” se dispersaron, acosados por un enemigo
implacable; pero al huir recuperaban ánimo y reclutaban adeptos, hasta formar
su contingente, dispuesto para vencer o morir por una “causa perdida”. Ese caso
es distinto al de Jadasgrace, un predicador
solitario que sufre el trance de morir pero no encuentra un ideal por el cual
matar.
¿Quién gana? ¿La palabra o la risa? Risa es aire
gutural de la alegría. Cuando la risa gana, simplemente no queda más nada por
decir; cuando el sermón gana, la risa sigue siendo tan indispensable como
siempre y hasta un sermón se vuelve el
cuento más divertido del mundo. Hubiera querido devolverle al viejo y
enfermo predicador esa imagen infantil que conservo del payaso, cuando se
iluminaba la pista, comenzaba música alegre de organillo y los espectadores
aplaudíamos con sólo escuchar su nombre, cuando la risa triunfaba sobre
cualquier querella.
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