Por Carlos Valdés Martín
Desde
los años escolares gusté de quienes acumulaban postales de países exóticos o
monedas de reinos desaparecidos, entonces sentí curiosidad. Me simpatizan los excéntricos como quien colmó su hogar
con botellas de perfume vacías hasta que fue imposible inhabitable, y supe de
unos hermanos que en la Gran Manzana fabricaron peligrosas trampas con basura y
el mayor murió en su propio cepo. Existen tantas aficiones por coleccionar como
personas singulares en este mundo, sin embargo, con cuanta naturalidad miramos acumular:
al chico, estampas de deportistas; a la niña, peluches; a la dama, vestidos y
al millonario, fortunas. Los hay talentosos como el que reunión los oscuros
sueños del subconsciente hasta inventar el psicoanálisis, por fortuna encontré
a un campeón de esos personajes.
El señor Andreu paseaba por el parque con pasos cansinos
y torpes. Con el gesto de su diestra arrugada amagaba el atrapar palomas al
vuelo, aunque no buscaba cogerlas sino provocarlas para el revoloteo. En esa
cara sumaban surcos y pecas, sin embargo todavía le brillaban los ojos con alegría
y desesperación por la vitalidad en su ocaso. Un asistente tímido se mantenía detrás,
aguardando con sombrero fino por si le molestaba el sol, gabardina por si
llovía y hasta una sillita plegable.
De entrada no llamaría la atención, pero lo reconocí:
era dueño de un restaurante con música nocturna donde animaba una cantante con
sonrisas perfectas. La artista figuraba también en programas televisivos, así
que era fácil recordarla. Ese mediodía de ocio y sin nada mejor que hacer lo
saludé:
—Usted es el dueño del Danubio Azul, restaurante en
el día y canta-bar por las noches.
Levantó las cejas sorprendido gratamente, extendió
la mano rugosa y saludó con suavidad:
—Hola, soy Andreu Palau. Es un gran placer, ¿es
usted cliente?
En respuesta elogié su platillo de salmón almendrado
y a la vocalista, así sonrió complacido:
— El aniversario está próximo y no debe faltar, será
grandioso. Por favor, ese día hágame el honor y sea mi invitada.
Es común que los ancianos inviten a las jóvenes;
ellos nos observan con ansia contenida.[1] Igual que destello del
ocaso brillante y lejano, mientras más imposible de cumplir el deseo es más
obvio. Esa actitud es previsible.
No acepté la invitación, para no ilusionar al caballero
y dejar claro que no soy cazafortunas.
Él no se desanimó y sacó una tarjeta personal con su nombre, atrás escribió fecha
y hora. La entregó tras una caravana y, sin darse por rechazado, continuó
hablando. El señor contenía la mirada
alborotada y contenta, mientras comentaba sobre el vuelo de las palomas y la
aviación. Sonaron campanadas en una iglesia cercana y las utilicé de pretexto
para alejarme sin descortesía. En la semana me ganó la curiosidad por ese
evento.
Cada fin de semana Ollena actuaba de animadora en
ese restaurante. Para el aniversario contrataron un espectáculo adicional de
luz y sonido, con asistencia de canales locales de televisión.
El restaurante ocupaba la planta baja de una
construcción enorme, extendida sobre una figura de gota irregular frente a una
avenida poco transitada. Las luces intensas reflejadas entre los labios de Ollena
dominaba el ambiente, mientras una pequeña cámara la seguía a cualquier rincón
del sitio.
Al aniversario concurrieron personalidades del
espectáculo en un muestrario de las aficiones de nuestra sociedad: corredor de motocicleta,
boxeador, futbolistas, escalador de montañas, expedicionario, diseñadores de
modas, locutor de deportes, actor de Hollywood, rector universitario,
exgobernador… Un catálogo de las notoriedades fugaces en nuestra ciudad.
Transcurrió la noche entre números musicales y
presentaciones de las personalidades ahí reunidas y sin que apareciera el señor
Andreu, de quien se rumoraba estaba retirado.
Ollena anunció que la seguirían con cámaras y los
asistentes deberíamos admirar por una pantalla enorme, instalada sobre la pared
del fondo.
La animadora desapareció por una puerta y debí
voltear el cuello hacia la pantalla. Muchos asistentes se levantaron de sus
asientos y acercaron para mirar mejor.
La cámara daba saltos por el corredor y se escuchaba
la voz distorsionada por el micrófono:
—A este sitio somos pocos afortunados los que
accedemos… A unos pasos la gente acude al restaurante, pero bastan unos metros
y cambia por completo el panorama… Vamos a dar vuelta por este pasillo, y este
otro…
Abrió una puerta y mostró una cava de vinos, con
hileras de botellas acostadas. Una breve explicación y siguió por otro pasillo.
Anunció:
—Pocos de ustedes saben que nuestro anfitrión, el
señor Andreu Palau, nació en Europa, sufrió las adversidades de la guerra, su
familia fue perseguida y arribó a estas tierras refugiado. Emigró con una mano
adelante y otra atrás, por no decir, que encuerado… Bueno, no tanto. Fue
afortunado y tuvo mil aventuras, conoció a personajes distinguidos que le
ayudaron a superarse y a escalar en la difícil cuesta. Después de alcanzar la cumbre
buscó una orilla tranquila… un refugio y encontró este sitio, así que lo
remodeló, donde colocó sus recuerdos y esperanzas.
Mientras decía eso Ollena abrió una puerta grande de
doble hoja y mostró una sala enorme con cuadros pequeños adornando las paredes.
Debía de haber miles de cuadros pequeños colocados en marcos dorados, como destinados
para una iglesia. Temí que fueran retratos de celebridades desconocidas:
adornos de flores marchitas multiplicados hasta el infinito. Mantuve ese
prejuicio… hasta que… Un cuadro de pilotos de carreras se destacó y captó mi interés.
Después anunció que al interior pasarían unos pocos
invitados selectos. Entre los nombres escuche casi con sorpresa el mío: Marina
Aviña. El eco de ese aviso dejó un sabor a amabilidad mezclada con asombro.
En pequeño grupo descendimos entre corredores y
puertas hasta alcanzar la sala enorme y pletórica de marcos dorados, donde esos
reflejos invocaron: esqueletos de
pececillos capturando tesoros, buceando en legendarias cavernas, propiedad del rey
de los enanos.
La cantante dio la bienvenida y señaló al azar
trofeos colocados sobre las paredes:
—Una medalla otorgada por el gobierno de Francia.
Para que pusiéramos una amble cara de asombro, Ollena
aclaró que pocos mortales eran introducidos a ese espacio: un ambiente
resultado de andanzas y hazañas que beberíamos con gratitud.
Cuando señaló un retrato dijo “Bruce McLaren, un
campeón del automovilismo”. La frase desató un recuerdo y perdí atención en lo
que ella decía, entonces evoqué al novio corredor que me había botado y el
cerro de pañuelos húmedos que amontoné cuando lo lloraba. Regresó mi mente y en
impresión sepia aparecía de pie el dueño de la casa, con cincuenta años menos,
dando la mano a un corredor de autos uniformado y atrás el vehículo con número grande
en la portezuela. Supuse: debió de patrocinarlo.
La voz explicaba otro trofeo y saltaba al siguiente
marco, así el recorrido empezó a fastidiarme y sentí nostalgia —esa amarga
salsa del fracaso amoroso— por mi exnovio corredor. ¿Qué ingrediente predominaba
en su galanura: del desafío o la velocidad? Recordé a Marinetti y el futurismo,
con sus poemas adorando la aceleración. Visto con mesura no hay nada más
trivial que la velocidad, pero ¿qué hace una cuando esa hilera de dientes
brilla y ruge el motor? El aire acaricia la cabellera, él avanza y nunca
vuelve… así son los guapos engreídos: primero rosas y después lágrimas.
El rato pasó volando y no supe en qué momento el
camarógrafo hizo la señal para despedirse, recogió cables y se alejó sin aspaviento.
El señor Andreu suplicó permaneciéramos abajo, pues nos
esperaba una mesa servida en la biblioteca y junto a una chimenea encendida. Se
me acercó con pausa:
—A la señorita le gusta el plato de salmón y no se
lo debe perder.
La galantería de los nonagenarios resulta lastimosa.
Ya es predecible el final, por eso adelantar una decepción es cortés, pues ya encarrilados
son peores las desilusiones. Una vecina contó de alguno que se suicidó y lo más
embarazoso fue consolar a los bisnietos en el funeral. Adelanté una ironía:
—Lo comeré con gusto, mientras no vaya a resultar que es carne
vieja.
El anfitrión era listo:
—No se preocupe, el respeto es mi divisa; existen
bellas cumbres de lozanía que no deben tocarse ni con el pensamiento.
Esa salida graciosa me tranquilizó y acepté la
invitación, mientras otro participante insistió en disculparse. Ollena también se
despidió para subir pues cantará en el restaurante bar.
La enorme biblioteca con estantes de piso a techo
intimidaba a los otros visitantes: esas condensaciones de saber infunden temor
y los rústicos las creen hostiles. Husmee entre los estantes mientras el dueño
comentaba sobre primeras ediciones antiguas, libros incunables y manuscritos.
Un invitado joven trigueño de perfil dulce y
mejillas sonrosadas, quien se presumió hijo de gobernador, ponía cara de
borrego próximo al matadero en cuanto Andreu le aproximaba un libro añoso. No aclaró
la causa de esa intimidación.
No intentaba ser descortés, pero por defender al
invitado, se me escapó otro rasguño contra el anfitrión:
—Con seguridad ha leído poco de este enorme arsenal
de textos.
—Con humildad, confieso que he leído menos —cambió
una mueca dura por un suspiro suave— de lo que debería.
Sentí que con eso bastaba de hostilidades hacia el
anfitrión, tocaba divertirme con los invitados.
Mostró otro grueso tomo y dijo eran memorias de
Borges… ¿Memorias? No exactamente, sino un antiguo tomo empastado en piel, que izaba
este título. Recibí con cuidado ese volumen, que reunía varios textos y una
sección de páginas autobiográficas del argentino. Me llamó la atención un
pequeño diccionario de definiciones límite. Esperando que nadie contestara para
improvisar alguna interpretación, le pregunté al anfitrión:
—¿Una definición de Borges para frontera?
—Lo que está más allá de los límites, porque el otro
lado de la línea fronteriza es la verdadera frontera, por tanto está un paso
más allá de lo que creemos mirar, pero entonces ese paso más allá también es un
engaño. Entre cada estrella se coloca un espacio sideral, que además se expande
con el crecimiento del universo… Al modo inglés un landmark pertenece al rango de los imposibles, pero de esa clase
tan útil para fraguar la existencia. ¿Si buscas la propia orilla jamás la
encontrarás? Aunque debes buscarla sin cesar porque allá se esconde lo que te
da forma… en fin, la frontera es la forma última, así define al código exterior
de la belleza. El gaucho simboliza al hombre-frontera, así es el modelo de
belleza del hombre mismo, en el acto último cuando deja de serlo. Eso empata
con el primer Foucault, el de Las
palabras y las cosas con su anti-humanismo, pero en sentido estrictamente
estético.
Me sorprendió que el anfitrión interpretase una idea
y la expusiera con agudos conceptos, al estilo borgiano. Le pregunté señalando el
grueso tomo entre mis dedos adornados con nácar multicolor:
—¿Lo ha leído?
—Un poco de esto y de lo otro. Mi gran orgullo es
que está firmado. Lo encontré viajando por Europa y lo compré por suerte. Poco
después, en una ciudad Suiza entré solitario a un restaurante, ahí un acento
argentino destacaba por encima del murmullo. Borges hablaba pausado y con tono
seco. Me acerqué con ímpetu y la dama que lo guiaba, (entonces él ya estaba
ciego) intentó deshacerse de mí, confundiéndome con algún periodista. Pero, con
amabilidad, luché por aclarar mi calidad de admirador de la inteligencia y no
le quedó más remedio que autografiar este tomo. Una coincidencia inverosímil
cargar un libro extraño en un viaje lejano y encontrarse con el autor.
Abrió las hojas del principio y ahí dormitaba una
firma con dedicatoria.
Sentados a la mesa procuré endulzar el ambiente para
que el anfitrión no se llevara tan mala impresión mía a la tumba.
—Sus colecciones deben ser mejores que las de muchos
museos y bibliotecas en varios países, usted cuenta con una acumulación
increíble.
Subrayé y acentué la palabra “increíble”, para
arrancarle una sonrisa y lo conseguí.
Explicó su afán de coleccionista que comenzó en la
infancia, juntando simples piedras de colores a las orilla de los ríos: ágatas
suavizadas por el roce del río que juntaba en un bote vacío y las miraba en las
noches solitarias. Cuando obtuvo dinero subió de estatus y su búsqueda se
enfocó hacia colecciones típicas con la idea de hacer inversiones, esperando
que algún pintor bisoño triunfara o el broche de alguna estrella terminara
subastado por millones. Luego comprendió que juntar era afición, especie de
vicio, con el cual debería lidiar para que no le pesara.
—Porque juntar piezas termina pesando; además no
existe lugar suficiente para guardarlas y conservarlas en perfecto estado.
La tercera invitada era una empresaria que se
entretenía con su teléfono, casi ajena a la plática y mandando mensajes continuamente.
De pronto intervino:
—Este sitio es enorme, antes he visitado sus bodegas
y aquí cabe todo.
—Vale el término colosal, alguna vez junté autos clásicos
y hasta restauré un barco de velas, como esos de las películas de piratas con
todo y cañones. ¿Se imaginan una colección de barcos? Eso urdí hace mucho, pero
las embarcaciones fueron un exceso, vaciaban mis recursos. Intenté reunir los ejemplares
más diversos y, con modestia confieso, que es un propósito agotador. Las
posibilidades para encajar las piezas y convertir objetos sueltos en una
auténtica colección, digna de tal nombre, son casi infinitas. He comenzado
tantas series que los fatigaría enumerándolas y, a mi edad, estoy obligado a
seleccionar. Antaño bastaba un arranque y acumulaba jarrones chinos, en un
descuido, ya alcanzaba miles de piezas. La meta de una colección digna es obtener
el premio extraordinario o juntar la serie hasta que el conjunto sea sinigual. Con
los sacacorchos resulta casi una pérdida de tiempo, hay que dirigir la
búsqueda. Sin duda tuve muchos comienzos frustrados, incluyendo corchos,
sacacorchos, cerillos y cucharitas, ante los cuales mis logros posteriores justifican
cualquier esfuerzo. Por ejemplo, armar la colección de medallas militares
otorgadas por Federico I de Prusia resultó una empresa memorable; si bien quedó
incompleta fue satisfactoria. Reunir tallas en “palofierro”, obras artesanales
de indígenas seri, una tribu casi extinguida de Sonora, fue una satisfacción. Además,
encontré otros objetos extraordinarios y el desafío siguiente era ¿cómo establecer
una colección con cada rareza obtenida? Si conseguí el gorro de Napoleón retratado
en el hermoso cuadro sobre un corcel blanco ¿qué lo debe rodear? Cuando menos
su uniforme memorable, pero conseguirlo es tarea imposible por la proliferación
de falsificaciones. Al obtener una bandeja usada por Dostoievski durante su
presidio en Siberia ¿de dónde demonios sacaría más bandejas de sus compañeros
de celda, esos tristes olvidados, quienes permanecerán por siempre en el más
oscuro anonimato? Pero no todo es éxito, a veces el corazón del coleccionista
debe renunciar sus anhelos; pretender el “Penacho de Moctezuma” termina por
representar un despropósito, porque es pieza única y tan deseable resulta
imposible de mover, así que hay que renunciar a algunos sueños de reliquias
únicas. Así, como los cruzados que pretendían la tumba de Cristo y se conformaron
con la “Sábana Santa”, hay que refrenar algunas ambiciones y agradecer al
universo cuando conspira a nuestro favor. Un objeto mudo y de primera vista
humilde al analizarlo se descubre que es una maravilla. A partir de un único
objeto especial elaborar una colección: eso es un reto, aunque debería ser
tarea para museos más que de coleccionistas. En esa búsqueda creo haber conseguido
temas dignos del museo Louvre. Ya saben que por motivo de las complicadas leyes
internacionales, a veces el privado cae en un acto ilegal, quedando a merced
del malentendido o hasta acosado por policías, que nunca ha sido mi caso. Si
tengo dudas sobre la situación legal hago mutis y nunca compro. Una cuidadosa
selección legal no te blinda contra malos entendidos, por eso evito mostrar algunas
pertenencias, incluso he mantenido bajo llave y en silencio mi última tanda.
El joven preguntó con candor:
—¿Y cuál es la última?
El anfitrión negó con la cabeza, hizo un gesto de
tristeza:
—En un periodo de mi vida debí desandar el camino;
resultó indispensable hacer un concentrado de lo mejor, porque de tanto
comprar, había tantas cosas en realidad inútiles y sin sentido. De mis
anteriores colecciones armé una selección final con una finalidad. Los alquimistas
se la pasaban años filtrando y sublimando una sustancia, eso mismo hice. El
criterio ha sido la rareza, aplicando una selección que no es arbitraria;
espero haber integrado la colección más
rara del mundo, entendiendo que filosóficamente la rareza es la escasez
filtrada a su más pura esencia. Cada pequeño cuadro representa la aportación del
artista; cada libro encierra lo mejor de la inteligencia; las fotografías personales
muestran lo mejor en mi vida. He dedicado mi pasión a colectar piezas
especiales y a armar el conjunto, bajo concatenaciones que no son evidentes al
ojo sin sensibilidad, alcanzando la rareza de lo irrepetible…
Guardó silencio y se acomodó en su sitio. Suspiró y
miró hacia la lejanía como recordando días mejores. Se prolongó la pausa de
silencio y el anfitrión hizo una señal con la mano, entonces los camareros
sirvieron la cena junto con vino tinto de cosecha.
La empresaria empujó la conversación hacia el tema
de viñedos, al anotar que ella poseía uno en Napa, California. El retoño del
político intentó desviar curso hacia la música de moda. Por mi parte, preferí molestarlos
demostrando su ignorancia.
—¿Sabían que Maquiavelo además de una comedia también
escribió un tratado sobre vitivinicultura?
El anfitrión movía la cabeza de lado, no me
desmentía pero se mordía los labios tentado a contradecir y refrenar mis burlas.
Seguí con necedades:
—Es increíble, Marx fue aceptado en La Scala de Milán pero rechazó la oportunidad
por un consejo de la mismísima Reina Victoria y, es evidente, que lo aconsejó mal.
Hubiera sido un barítono renombrado y nos habríamos ahorrado esa monserga del
comunismo.
Luego procuré ser menos irónica y bastante
abstracta, agitándome con la elocuencia de mi argumento:
—No viene el
calentamiento global como pretende la ONU, al contrario, es el enfriamiento
global, por la segunda ley de la termodinámica, lo cual para la física teórica
y las leyes informáticas se convierte en la ley de entropía. Es que el desorden
creciente viene por default, sin esfuerzo el universo se desordena, y lo que
hoy es orden y progreso, como esta hermosa obra de colecciones, se precipita
hacia el caos. La flor termina en humus, la humanidad deviene en basura, el
arte acaba en olvido. El universo entero se está enfriando; la inteligencia suma lucha por sobrevivir
consumiendo un exceso de energía, que luego muta en su opuesto: viene la
entropía… el frío mortal del destino del Cosmos.
Andreu Palau intentó calmar mis sucesivos monólogos:
—Entonces… mi hija debió tener su misma edad cuando
murió prematuramente; desde entonces quedé muy solo. La extraño, aunque nunca
muestro su retrato entre las colecciones porque sería como profanar su recuerdo.
La plática entró a las confesiones personales. Procurando
escapar del sentimentalismo excesivo hablé mal de mi propia familia en tono
jocoso:
—Fuera de mi abuela, no puedo verlos ni en pintura,
son unos controladores. No aceptan cómo soy… pero eso a nadie debería
importarle.
Andreu anotó con tristeza:
—Yo me he quedado sin parientes. En la infancia a
causa de los horrores de la guerra y en la cúspide de la vida por los intereses
económicos. Resulta increíble que la riqueza se vuelva casi una maldición. Al
yerno lo había empezado a querer y resultó un abogado sin escrúpulos, animando
a los pocos consanguíneos para querellarse persiguiendo mis empresas. Bien se
dice que “Los parientes como el sol, mientras más lejos mejor.”
La empresaria, insensible a la tristeza, festejó con
risas y complementó:
—Con estas posesiones rodeándolo ¿para qué quiere
parientes? Son más acogedoras que las tías chochas.
A coro aprobamos esa ocurrencia y la plática siguió
despreocupadamente.
Ya en el postre, varios meseros se acercaron al oído
del patrón, algo decían y se alejaban nerviosos. El anfitrión se ensombreció y
perdió interés en la plática. Por momentos se levantaba, hacía llamadas y
regresaba. De súbito nos enteró sobre la presencia de los uniformados de
Hacienda para embargar en ese sitio. Exigieron apoderarse de todo, absolutamente
todo… Ellos estaban arriba en ese momento, pero los empleados bajaban en grupos
alarmados pidiendo orientación y se alejaban. Unos minutos más tarde vino uno
trayendo un papel sellado, entonces Andreu se disculpó:
—Este asunto delicado requiere de atención, así debemos
terminar la fiesta.
Un chef de cachetes gruesos y gorro blanco bajó,
junto con el grupo que traía el papel sellado, quedó sofocado y con
taquicardia, recostado en el piso y atendido por sus compañeros.
Salimos por una puerta trasera para evitar el
alboroto.
Al amanecer siguiente busqué con curiosidad las
noticias. Aparecía el evento en una nota breve del mundillo de los espectáculos,
pero nada sobre la irrupción de la autoridad.
En la tarde, transité enfrente del restaurante y
había grandes sellos de clausura. Busqué más noticias y nada encontré, al
parecer la clausura era intrascendente para el público. En redes sociales fue
sencillo localizar a la cantante Ollena y le dejé mensajes hasta que contestó. Ella
explicó la situación delicada: la autoridad había clausurado el sitio y
confiscado los bienes por impuestos y deudas; pronto todo el patrimonio de
Andreu terminaría en remate. Le pregunté de modo directo para localizar al
señor y fue evasiva, supuse que era indiferente o fingía protegiéndolo, quizá él
permanecía escondido.
Días después Ollena mandó un mensaje con la
dirección y número de cama del hospital donde internaron a Andreu.
Lo atendían en un hospital modesto de barrio humilde
y, por si fuera poco, su cama estaba en un cuarto compartido. Se colaba aire
helado por el corredor y las sábanas parecían inútiles contra el frío.
El brazo izquierdo pinchado a una botella de suero y
un pequeño monitor indicaba su estado cardiaco. Le alegraba recibir visitas.
Con voz débil y áspera, explicó:
—Quedé unos días entubado, sufrí un ataque de asma,
pero ya estoy mejor. He perdido casi todo lo material y no tengo a nadie que me
añore, aunque recobre la salud no terminará la agonía.
Explicó que el incendio de una lejana refinería
destruyó sus principales inversiones y que sus antiguos socios, incluso el
yerno, habían litigado en su contra por décadas. Al final, el gobierno surgía
como ganador acaparando sus propiedades de modo abrupto y soez, le había
expropiado sus empresas, acciones, cuentas y fincas. Un voraz ministerio de estado
ya había comenzado el largo trámite que terminaría en el remate de sus posesiones,
pero él estaba esperanzado por el posible auxilio de amistades para rescatar
sus piezas, antes de que todas desaparecieran en subastas amañadas. Me dictó un
par de teléfonos que recordaba.
Recostado flaco y desaliñado; era semejante a los
demás enfermos ancianos que abundan dentro de los hospitales baratos. Ni brizna
de mandón del negocio ni atisbos de rabo verde. Resultaba inevitable que las pláticas se
deslizaran por el sendero lastimero o de la nostalgia.
—Si tuviera dinero te lo daría para rescatar las
bibliotecas y los trofeos en subasta pública, pero confiscaron las cuentas
bancarias y este hospital cobra como hotel de lujo… Se devora la última tarjeta
de crédito.
Prometí regresar y cumplí.
Al domingo siguiente dictó varios números, sin
embargo sus supuestos amigos nunca aceptaron las llamadas. Uno era rico
empresario y su secretaria escuchó con amabilidad mis cincuenta telefonazos
prometiendo comunicarse. El gobernador, padre del joven que compartió la cena el
día del incidente, tampoco era accesible. Los parientes mantenían el pleito
irreconciliable. Algún empleado lo visitaba con la expectativa de que su ex patrón
enfermo se recuperaría y reabriría otro negocio.
La otra persona atenta con él era la cantante
Ollena, quien poco después me condujo hacia el asunto de la temida subasta
pública. En esas fechas ella se quejaba por falta de dinero y yo por estar
desempleada. Andreu ya había sido trasladado para convalecer en un asilo de
ancianos con mínima atención médica. Él había hecho un encargo específico:
—Al menos consigue el cuadro con McLaren para mí y
las “Memorias” de Borges para ti. El cuadro es importante.
El pujar en una subasta mayorista del gobierno era
impensable y rescatar un objeto previo a esas subastas resultaba un enigma para
unas neófitas. El almacén oficial estaba en los hangares de un aeropuerto
inhabilitado y casi olvidado, aunque parecía más un basurero gigantesco que
oficina gubernamental. Esas bodegas se alternaban en rectángulos austeros de galerones
grises, con extensiones planas de cemento y pasto seco. Al interior se apilaba
cualquier cantidad de objetos diversos.
El almacén simulaba una ordenanza
mínima, pues ahí manejaban los enseres cual desechos contaminados: resguardados
mientras los aniquilaban la madre naturaleza sumada a la rapiña. En los patios
se apilaban hasta automóviles, unos sobre otro expuestos a la intemperie,
polvosos y dañados por maniobras de grúas. Más allá una montaña de motocicletas
heridas y sobrepuestas; unos metros después tres pirámides de bicicletas amontonadas
mostraban sus fierros oxidados. Los cúmulos de ropa semejaban cerros de basura
y dentro de los hangares miré acumulaciones de muebles sin pausa, ajados y
rotos por las maniobras, también emitían olor a podrido quincallas y vajillas afectadas
de lluvias pretéritas.
Un funcionario gris y un policía
nos condujeron hacia el apilamiento con lo decomisado a Andreu. Mi ánimo se
había ensombrecido, aunque me alegró el olfatear la inquietud reprimida de tales
machos escoltando a dos princesa sin palacio.
Entramos a un enorme
hangar y nos condujeron hacia el fondo sin ninguna alma alrededor. Los tufos a
metal oxidado, madera mojada, sustancias químicas indefinidas y ropa
pudriéndose atravesaban el recinto. Si el funcionario no hubiera garantizado
que ese cúmulo correspondía al Danubio Azul jamás lo hubiéramos descubierto. Dudé
mucho que tal masa caótica contuviera lo que buscábamos. Al aproximarnos más, una
chispa de esperanza sustituyó al pesimismo: marcos dorados anunciaban el
despojo buscado.
El funcionario frunció el entrecejo e indicó: —No se
deben manipular estos bienes para subastar… tal cual es el —pronunció despacio
la última palabra para dar énfasis— protocolo.
Después nos advirtió sobre la subasta con frases
torpes:
—Cuando sí escasean compradores, luego lo abandonado
pasa a pepena. Lo levantan los basureros y con gente municipal, como
desperdicios por tratarse de bienes alérgicos y a la intemperie del intemperismo. Antes de eso cada tornillo
es del gobierno, está prohibido su maltrato y se resguarda. Acabado el
operativo, entonces sí, el techo del hangar —dijo con otra ironía que él mismo
no comprendía— es espacio libre para limpiarse obligado y, presto, nada ha de quedar.
Al terminar la explicación pastosa, la amiga se
acercó en privado y con la mano indicó que me retirara a distancia prudente. En
el sitio no había más testigos que nosotros. Me aproximé hacia los montones de
piezas tiradas seguida por el policía. Caminé en zigzag, mientras el
funcionario se entendía con Ollena, lo cual sucedió rapidísimo.
Al mirar más cerca, vi que todos los marcos de los
cuadros parecían raspados. Cuestioné con un chispazo de ironía, aunque puse la
mano en la boca para ocultar mi sonrisa de burla:
—Aquí evitaron lijar los marcos.
El policía fue el único que adivinó la intención, se
sonrió con sarcasmo y apresuró a explicar:
—Los empleados de limpieza son tremendos, creyeron
que eran molduras de oro, así anduvieron raspando y raspando, hasta enterarse
que ese dorado no es chapa de oro sino simple pintura. ¡Esos ricos tan avaros! —al
descubrirse gritando, bajó la voz, pero no se interrumpió— Los ricos fingen vivir
rodeados de oro y los pobres juegan a las pirañas con frustración.
El funcionario reconvino la indiscreción del
policía, le pidió no intervenir más en la plática y siguió una pausa de
hostilidad silenciosa. Para mis adentros preferí la sinceridad del policía al
disimulo oficial. Pregunté indignada si no había una rapiña previa a los
afanadores, pues entre lo decomisado debió haber objetos muy valiosos y no
parecía quedar nada de eso:
—¿Qué sucedió con lo realmente valioso? Pareciera
que revisaremos una colecta de basura o poco menos.
En los pómulos del funcionario se asomó un rubor
casi imperceptible, y comenzó a divagar ante mi pregunta, luego el policía
regresó a las andadas:
—Todos sabemos que los jefes primero escogen lo mejor,
igual que el león con la presa cazada, primero agandalla lo mejor; para los buitres pequeños quedan los pellejos y
huesitos flacos… o lamentarnos al pasar.
Con “agandalla” se convierte en verbo al “gandalla”,
término que designa al abusivo. El funcionario reintentó acallar la sinceridad
del vigilante con otra mirada. La artista procuró ser encantadora y con una
andanada de sonrisas suplicó revisar entre el tiradero. Insistió un poco,
insinuó que sería agradecida con ellos y logró se nos permitiera hurgar entre
las cosas amontonadas.
La vista del despojo de colecciones semejaba a pilas
de cadáveres en la etapa final de los campos de concentración. En cuanto pisé
esa zona de desperdicios, me invadió un zumbido de oídos y asomó un dolor de
cabeza. Era desagradable ese contacto: tocar con las manos objetos dañados. Los
dedos se manchaban con una sustancia gris y húmeda. Con dificultad me sobrepuse
al malestar y apresuré para cumplir lo prometido.
Desesperé de mover libros sucios y golpeados, intuí
que manos avariciosas habían abierto y desparramado los volúmenes imaginando
que alguno escondía disimulada una cajita de caudales. Fue imposible encontrar
el volumen encomendado y me conformé con un ejemplar interesante y casi intacto
rotulado “El Quijote”.
Ollena estaba más activa y se concentró en hurgar los
enmarcados, pronto encontró uno donde ella compartía con Andreu y estrellas del
espectáculo, así que lo apartó. Volvió a
mancharse las manos y mover despojos hasta que con rapidez sorprendente también
rescató el retrato con McLaren.
Los funcionarios ofrecieron esperarnos para seleccionar
más, pero Ollena se sintió mareada. Agradecimos por mera formalidad y pedimos
nos escoltaran a los baños para alejamos de prisa. Lo que habían indicado como
trámite casi imposible resultó sencillo e inmediato, en lugar de engorrosas gestiones,
el funcionario recibió un billete y lo repartió con el policía.
Imaginé que El
Quijote antiguo serviría de consuelo en el asilo.
Antes del invierno Palau semejaba un cadáver y
permanecía bajo cobijas de lana cruda casi sin movimiento y para escucharlo
debía acercar el oído junto a su rostro.
El asilo era un lugar ingrato, aunque no tanto por
las grietas en las paredes y goteras en los techos, sino por las dolencias de
sus habitantes. Hubiera preferido evitarlo pero sentí obligación moral de
acudir cada fin de semana. El pasillo hacia la habitación me recordaba pasajes
del purgatorio de Dante: sillas ocupadas por incapacitados, con miradas vacías
y en espera de su final. Bastaría declarar castigo eterno esa situación para
incluirla en la Divina comedia. Los
ojos de los viejos escurren lágrimas con facilidad y no buscan un motivo
especial para llorar. Un anciano anónimo y abandonado, sin fuerzas para
levantarse de la silla, saludaba con afabilidad a desconocidos; recuerdo su
sonrisa amplia y sin dientes: imaginaba que éramos su visita esperada, esa que jamás
llegará.
Andreu decaía con rapidez, los cumpleaños se coagulaban
entre las arrugas y sus movimientos torpes avisaban lo irremediable. El cuerpo
le respondía poco, la mente se aburría en ese confinamiento tan monótono. Quería
platicar y pedir a los cielos amparo, cada vez me solicitaba buscar a sus amigos
influyentes, a quienes en el pasado prestó dinero e hizo favores. Daba nombres
de personalidades encumbradas y encargaba interceder, pero se repetía el mismo
desenlace: nunca contestaban o fingían desconocerlo.
A ratos recobraba lucidez y contaba pasajes
interesantes, como cuando niño permaneció días y noches en una madriguera de
animales para escapar de milicianos franquistas. En las pláticas surgían retazos
de encuentros con artista conocidos como Pablo Neruda y Diego Rivera, también escenas con políticos
como Lázaro Cárdenas y Lombardo Toledano. En las charlas evocaba las facetas de
esposo, deportista, empresario, obsesivo, exiliado, aprendiz de brujo o
aficionado al licor. ¿Qué son las memorias sino una colección inmaterial que
avanza sin orden ni propósito? En esa acumulación insensata de eventos y
experiencias, algunas piezas se convierten en la clave y principio de orden.
¿Cómo encaja en la posición central un recuerdo insignificante y vuelve con
insistencia como si fuera la clave de una existencia? La pregunté por lo más
importante en su vida entera y dudó, clavó la mirada en el techo por unos
minutos. Quiso referirse a todas sus colecciones, pero le exigí precisar una
sola cosa, una única e indivisible. Rondó sobre el éxito y el fracaso, comentó
la fotografía con el corredor y su explicación —estoy convencida— mostró otro
pliegue de su agonía:
—Mi relación con él fue de otra índole, pero al poco
tiempo murió en la cumbre de sus éxitos; eso fue tan injusto y, además, era el
padre biológico de mi hija.
En las visitas, reaparecían los recuerdos de las
piezas y colecciones. De las que se deshizo por voluntad, no le dolía; en
cambio, le carcomían las perdidas por el dictamen autoritario. Platicó de una
espada que atribuía a Napoleón, la cual blandió en su regreso de los Cien Días,
cuando tras su primer destierro regresó a Francia esperando la reconciliación
con su patria. Al desembarcar Bonaparte no dirigía grandes tropas y un puñado
de leales le seguía, pero el rey mandó un ejército para apresarlo. Ante una
multitud de militares enviados a detenerle, Napoleón habló y agitó la espada,
les recordó a los soldados y oficiales las campañas cuando compartieron todos
los peligros y sobrevivieron. Su discurso fue tan encendido y sincero que el
ejército aclamó al prófugo, para unírsele en la aventura que conquistó Paris,
aunque luego terminó en el descalabro de Waterloo. Hay relatos de esa hoja
acerada agitándose hipnóticamente bajo el sol del mediodía francés,
contribuyendo al discurso arrebatado y casi mágico de Bonaparte. Esa arma podría
reclamarse como tesoro nacional por los franceses
nostálgicos, así que permaneció oculta hasta… lo que ya sabemos.
En otras ocasiones se refería a objetos que rayaban
en lo imposible, como el último fragmento de la piel de zapa, difundido en un relato de Balzac. Esa mítica piel
confería cualesquiera deseos a su poseedor, mientras se reducía de tamaño y
acortaba el tiempo de existencia. Ese objeto daba una ecuación fatídica:
conforme más se desea, más se acerca el final. Entonces se aplica la conseja
popular: “Ten cuidado con lo que deseas, que se podría cumplir”. La pieza,
reducida a su última y mínima expresión, resulta peligrosa en la proximidad,
así que permaneció confinada en una caja fuerte. Bajo advertencia, ese era un
objeto inútil, a menos que cayera en manos de un suicida ansioso por cumplir su
“último deseo” antes de morir, en ese caso, sí de modo literal.
Imaginé una bonita peripecia y el castigo final para
el responsable del saqueo contra Andreu. Supuse una noche de octubre, cuando el
gandalla mayor ordena a sus lacayos que abran esa caja de caudales tan
sospechosa. Con sopletes los lacayos fuerzan y desde un oscuro vientre metálico
sale la piel de zapa, con breves instrucciones: “Cualquier deseo se le cumplirá
al dueño; basta colocarlo junto al corazón, desear fervientemente y pronunciar
el deseo en voz alta”. El gandalla toma el pellejo mágico y lo aprieta, esboza
una sonrisa malévola, como de caricatura y hace la invocación: “Quiero gobernar
con mano despótica el mayor imperio sobre la tierra, con capricho para matar y
saquear cualquier rincón del planeta, dueño de todo y sin nadie capaz de
levantar la mirada ante mi mando…” Termina su invocación, resuena la consabida
risa maligna, y entonces él se convierte en Gengis Khan, el mongol que manda
sobre el mayor reino visto sobre la faz de la tierra. Cumplido el hechizo, el
guerrero conquistador reposa en su típica yurta, hecha de rústicas pieles y
maderas; está acostado y en silencio, rodeado por la semioscuridad. Descansa y
lo adornan sus insignias de jefe indisputado, además de sus amadas armas, pero pernocta
casi solo y, lo más importante, está agonizando el Khan. Un mal incurable ha
hinchado su cuerpo, a prudente distancia lo rodean concubinas y algunos nietos
sollozando su próxima muerte. Cada poro está saturado de sus propias toxinas, sus
miembros no pueden estar más hinchados y su cara es una masa de pus a punto de
estallar. Los médicos ya no abrigan esperanzas ni remedios útiles para ese
guerrero agónico; afuera de la yurta, los capitanes esperan el desenlace
fatídico para disputarse los reinos… Sonrío imaginando una larga agonía del
gandalla metamorfoseado en Khan.
No recibí ningún aviso previo. Esa vez en el asilo
los empleados me franquearon el paso como antes, pero otro anciano dormitaba en
ese lecho. El libro de El Quijote ya
no estaba, tampoco el retrato de McLaren colgado en el clavo de la pared. Retrocedía
alarmada y en el pasillo pregunté entre las enfermeras hasta obtener alguna
aclaración: el amigo no atravesó ese invierno.
Regresé un minuto después al cuarto, para conservar la
última impresión. Miré la pared desnuda y el clavo inútil, entonces me vinieron
a la cabeza sus palabras: “Una vez conseguí un cuadro de Rembrandt comparable a
la Ronda nocturna, del cual jamás te
hablé; me gustaría, Mariana, que recuperaras esa colección rara para entregarla a un museo de renombre mundial: eso lavaría
cualquier culpa y sería magnífico.” Al terminar de decirlo escurrió una lágrima
de vejez, mientras suplicaba que accediera. Esa vez, pronuncié la promesa vana
para dejarlo tranquilo con una mentira piadosa. Para evadir una mala idea luego
me imaginé enfundada en las zapatillas de una coleccionista, y ella se alegraría
porque entre el basurero de subastas del Estado se escondían tesoros.
Mientras me alejaba, en la radio una voz modulada daba
avisos y consejos que nadie había solicitado. Por lo común, las palabras de las
ondas hertzianas suelen tranquilizarme, sin embargo, algo conmovió las fibras
íntimas: la estación fría nunca terminará.
[1] Por una convención mental
resulta inusual que los escritores varones empleemos un narrador femenino,
mientras que lo contrario ha sido usual, conforme el narrador neutro suele dar
una impresión masculina. Por salir de lo usual este relato es guiado por una
protagonista inteligente.
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