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domingo, 22 de noviembre de 2020

SIRENAS MUDAS, DESCUBREN

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

Esta curiosidad volvió cuando descubrí al viejo pescador que cohabitó con una y quedó su testimonio . Ya era un anciano cuando lo encontré y no abandonó por gusto a esa hija de Neptuno.

La estirpe de las Sirenas ensordecida por su propio canto, también enmudece por amor. Su canto bello y seductor, brota desde el torbellino de sus laringes donde convergen placeres del agua convertida en brisa, desplazándose rítmicamente sobre playas y acantilados, aunados a la dureza aérea de los riscos cuando éstos resisten la tormenta nocturna y convocan hasta la violencia del rayo. Ese canto de brisas se encadena y retorna arrollador mediante la alianza acuática y femenina; al sumarse, tal conjunto magnetiza y arrastra. Desde la protectora lejanía una Sirena solitaria resulta bella y hechicera, en cambio el coro de Sirenas avasalla cual torrente de río embravecido, agregando arroyuelos cautivadores hasta convertirse en catarata magnética que arrastra sin tregua. Únicamente desde la distancia se capta al coro de Sirenas, mientras su cercanía se convierte en inaudible ya que su ímpetu deja sorda la conciencia, baldado al oído y simula su opuesto: un túnel de silencio durante una tormenta. En la cercanía, paradójicamente, el orfeón de Sirenas resulta inaudible por efecto de su arrastre, el navegante conducido por ese canto permanece insensible ante cualquier ruido, mientras se empalaga y embriaga con las encantadoras hijas del mar.

Quienes afirman haber escuchado el canto de las Sirenas desde la distancia confirman que perdieron la noción del tiempo, entrando en un sueño de delicias irresistibles (luego, en completo sopor) hasta desmayar entre la oscuridad del olvido. La comparación corresponde a un ahogamiento empalagoso, arrastrado por una catarata de sonidos.

 

Por diseño natural, las Sirenas soportan una variedad de sordera singular agudizada por el contacto humano. Aunque un amigo atacó esta idea indicándome que las formidables fauces del tigre no le empujan a devorarse, sigo opinando que el sonido es expansivo, no respeta sino las fronteras del aislamiento y la distancia. Cuando el retumbo es intenso y cercano ni siquiera el mejor tapón nos liberaría del golpe sonoro; en cambio, la distancia brinda garantía contra un sonar pernicioso.

 

En la ciudad y puerto de Crotona —donde nací—, el relato de una Sirena cautivada por la gentileza de un pobre marinero cobró fama. Hasta hoy ningún anatomista ha examinado a una Sirena ni viva ni difunta; entonces para saciar mi curiosidad interrogué a marineros, encontrando relatos interesantes aunque de segunda mano y sin la fuerza de la verosimilitud, hasta que descubrí al viejo pescador, de nombre Dorian, quien permaneció en compañía de una hija de Neptuno y aislado durante décadas. Era muy anciano cuando lo encontré, porque desde joven habitó en un arrecife, alejado de las personas y sitiado por los regalos del mar. Sobre ese islote tan pequeño resultaba sorprendente la supervivencia, pues se delimitaba en pocos metros rocosos rodeados de un oleaje veleidoso: ora calmo, ora enfurecido. En el centro se elevaba un promontorio y bajo su suelo yacía una estrecha cavidad, donde manaba una provisión permanente de agua dulce. Las condiciones del clima agobiaban por lo cálidas durante el verano y rigurosas en invierno. Nosotros, abrigados en el puerto de Crotona, no comprendíamos los motivos para habitar en sitio tan inhóspito y sin acceso a cereales y frutos de tierras costeras. Al ocaso de sus años ese marinero abandonó su aislamiento para languidecer junto a su pueblo natal.

 

Platiqué con Dorian, y meses después remonté más allá de nuestra costa hasta encontrar y desembarcar sobre el islote donde habitó. Ahí comprobé los restos de su rústica morada, ya derruida por la inclemencia de los elementos, y además probé el agua dulce de la pequeña gruta al centro del promontorio. Un sitio tan pequeño que nunca antes recibió nombre, luego de confirmar sus infortunios los marineros empezamos a llamarlo también arrecife de la Sirena.

Él mismo me contó su ventura y desventura, jurando sobre la tumba de sus antepasados la rectitud de sus palabras. Relató que en su juventud una fresca madrugada se alejó para la pesca solitaria, montado en una barcaza de solo una vela como ya era su costumbre. Ese barquito conformaba su única herencia, sus padres habían fallecido unos años antes durante una epidemia y se enemistó con sus hermanos. Una doncella que antes amó, lo despreció para casarse con un agricultor próspero, quien se diría rico al compararlo con un pescador solitario.

Aquella temporada fue mísera y las redes regresaban vacías, como si los dioses castigaran a los pescadores. Durante esa madrugada se alejó lo más posible de la costa, esperando alcanzar un banco de grandes peces, con el cual había soñado. Dorian se enfiló hacia el poniente aprovechando un viento constante; avanzó más allá de lo prudente para ese barquito unipersonal, pero amaneció animado con un presentimiento intrépido. Ese amanecer tampoco le trajo pesca ninguna y al mediodía el viento se varó por entero. Resultaba ocioso remar por la enorme distancia hasta la costa, así que descansó durante el cálido día. En la noche refrescó una suave brisa, pero con dirección hacia el norte. Desesperándose por la demora, entonces intentó aprovechar ese viento contrario, pero terminó navegando en zigzag pues bajo el oleaje fluía una contracorriente marina, la cual escapaba en tangente opuesta a la dirección de la lejana costa. Imaginó para consolarse que esos movimientos zigzagueantes lo acercaban hacia los peces anhelados. En la madrugada siguiente lanzó sus redes y capturó un par de atunes de tamaño modesto.

Los dioses debían estar molestos, sin escuchar súplicas de marineros. En el día sació su hambre con pez crudo, pero cayó en cuenta que la provisión de agua dulce era escasa y la sed sería un peligro si no soplaba un viento favorable el próximo día. El día siguiente no tuvo fortuna con los peces ni con el viento. Con el último trago de agua dulce agotado, miraba con desesperación las nubes implorando por lluvia para refrescar la garganta.

Sin mejores opciones tomaba el viento desfavorable, modificando la dirección con su rústico timón, así derivó en vaivenes rumbo del norte hacia una región desconocida para él. La dirección fue confirmada por las estrellas, cuando esa noche a lo lejos divisó una tormenta furiosa, cuajada de terroríficos relámpagos, con sus enormes luces castigando la superficie marina y un eco de voz grave. Los rayos asecharon su bote, mientras grandes olas lo obligaban a remar para enderezar la proa y mantener el precario equilibrio. El combate nocturno por sostener la verticalidad de su bote lo fatigó y casi quiebra su voluntad. Ya muy agotado, al clarear la madrugada Dorian vislumbró el islote entre la bruma. La música es mercancía de lujo vedada para los pobres de la costa y le sorprendió un sonido entre melodía dulce y llanto con una mezcla desconocida para sus oídos rudos. El canto era tenue, casi un susurro, y la sensación de un llanto sustituía a la melodía de fondo. La mente del marinero se turbó y entró en un espacio de nieblas interiores y dejó de percibir el contorno claro de la cosas. Olvidó el cansancio arrastrado por la ansiedad de alcanzar ese tenue canto, ignorando los consejos populares sobre la voz mortal de las Sirenas.

Cuando despertó de su ensueño ya estaba entre las rocas y arrodillado junto a una Sirena trigueña, la cual yacía desmayada, con marcas de golpes recientes sobre un cuerpo con mitad de fino mármol rosa y mitad escamas de iris. El rostro plácido y armonioso lo describió según las delicadezas de las hijas de Diana; más virginal que el amanecer y tan resplandeciente como la Luna. Sorprendido ante la belleza e indefensión de la criatura quiso ayudarla pues notó que su corazón latía con debilidad. Imaginó que la furia de la tormenta nocturna la arrojó, golpeándola contra las rocas de la isla. El elemento tierra daña a las Sirenas, causándoles sequedad enfermiza cuando permanecen expuestas. Gracias al agua dulce de la gruta, a la cual el marinero atribuyó propiedades curativas y una magra provisión de peces cuidó a la Sirena.

Ella no temía a los humanos, por lo que aceptó los cuidados de Dorian sin oponer resistencia. Los primeros días de recuperación de la Sirena fueron extraños y hasta enloquecedores para el pescador, porque ella cantaba por ratos, como si esa fuese su voz inconsciente. En esos lapsos, el extraviado Dorian perdía la cabeza, quedaba en trance y se acercaba sonámbulo hasta ella, para abrazarla con torpeza y magullarla sin querer. Ese estado de trance también le causaba debilidad y torpeza, así el marinero nunca la lastimó seriamente. Según parece ella terminó dándose cuenta del perjuicio causado por su voz, así que progresivamente minimizó sus sonidos hasta desvanecerlos y esterilizarlos.

Tras varios atardeceres ambos ya habían tejido mutuo afecto. El marinero le habló de distintas maneras, pero únicamente el lenguaje más simple de señas resultó de utilidad, así él relató que su Sirena era sorda aunque quizá el burdo lenguaje marinero le resultaba incomprensible. 

Con el tiempo, la Sirena adormeció su canto habitual (el peligroso hipnotizador de navegantes) convirtiéndolo en un susurro menos que imperceptible, el cual también encantaba a Dorian pero ya no lo enloquecía.

Esa ubicación del promontorio le resultaba desconocida y los vientos circundantes seguían paralizados, el marinero se resignó a sobrevivir en calidad de náufrago, aunque disponía de su bote intacto. Cada mañana él se sentaba en la orilla y la Sirena —ya recuperada por entero— lo animó mediante señas para sumergirse y mejorar su nado, porque este marinero flotaba con torpeza como hacen los perritos, con la cabeza arriba del agua y agitando las extremidades por abajo. Ella, por breves ratos, salía del mar para descansar sobre la orilla y compartían peces frescos, agua dulce de gruta, mimos y caricias. Por medio de señas ella le daba votos de amor y promesas de regresar cada amanecer, porque dormía bajo las aguas profundas. Empezó como una solución provisional y terminó vocación perpetua: Sin familia ni mejores esperanzas él fue feliz durante años con la compañía susurrante de la Sirena.

 

¿Cómo ama la Sirena? En este punto el escepticismo griego y la curiosidad egea estallaron en interrogantes. Ningún relato anterior me convenció, entre quienes han contado nadie ha explicado cómo satisfacían su pasión física las hijas del mar. Este punto debía quedar claro; la embriaguez del canto serviría de anzuelo para evadir una aclaración. El argumento de que la boca sirve para todo no surgió en esta ocasión; Dorian explicó: “Ella es de agua; cuando se excita se vuelve gelatinosa y tinta ardiente que no se retira sino se pega cada vez más; entrando por los poros y los orificios del cuerpo; por momentos no deja respirar; esa argamasa de pasión trata de entrar a uno y lo logra.” Pedí más explicaciones, intrigado por la invasión ardiente de gelatinas apasionadas. “Con cada caricia sus manos tornan en gelatinas, la piel escurre; su cara pierde contornos… Es una ebullición peligrosa; a eso se refieren los relatos sobre náufragos muertos por Sirenas; no ha sido intencional, sino pasión de sustancias acuáticas que nos ahogan.” Siguió convenciéndome que si la unión ocurría sobre tierra, ella se untaría en la roca y no regresaría; si el encuentro sucedía entre aguas bravas, el riesgo era que él terminara asfixiado, al mezclarse el cuerpo diluido de la Sirena con la misma mar. Al terminar la pasión, ella volvía a solidificarse, revitalizada y alegre. En un sitio tan pequeño fue sencillo descubrir el tálamo idóneo: en el bajo pozo de agua dulce donde él no se ahogaba y ella recuperaba su sustancia al terminar la pasión. Al concluir esas preguntas, mi curiosidad quedó tranquila y siguió el relato.

En el transcurso de los años, cuando embarcación se acercaba al promontorio, él prefería ocultarse para evitar un rescate inoportuno. Su existencia transcurrió entre dietas magras, una pasión extraña y sin complicaciones. Cuando sobre el rostro de Dorian las arrugas se multiplicaron, ella todavía conservaba su lozanía radiante.

Una fatídica noche de invierno alrededor del promontorio cayó una tormenta terrible y cuajada de rayos, la más violenta que observó jamás. A lo lejos el marinero escuchó gritos terribles, aullidos anunciando heridas y muertes. Temió por su Sirena, pasó esa noche en vela y deambulando con movimientos inciertos, dando voces hacia la lejanía nocturna en espera de respuesta. El amanecer le trajo desesperación y tristeza: silencio con olor a sal de cementerios. Un día después divisó a lo lejos una procesión de Sirenas silenciosas (otra afonía, anuncio de epidemias), nadando a la distancia hacia el lado sur del islote: inconfundibles cabelleras iridiscentes, pieles rosáceas y escamas brillantes, una tras otras, ondulando una cadena sucesoria. Su mente divagó cuando creyó distinguir a todas las Musas en orden alfabético: Calíope, Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania. Conforme desaparecían las figuras fantasmales en el horizonte temió que desfilaban en cortejo fúnebre. Gritó sin obtener respuesta e intentó alcanzarlas usando su pequeño bote, aunque su esfuerzo fue vano, pues el viento soplaba en contra.

Esperó durante más de un largo año el regreso de su Sirena, pues ella jamás lo hubiera abandonado por voluntad. En ese entonces, ya el reflejo del agua le devolvía la imagen de un anciano y se sintió derrotado. Se convenció de que la Sirena había fallecido durante aquella terrible tormenta, juntó escasas provisiones para regresar a su pueblo y así adormecer la vejez y esperar la muerte cerca del santuario de Crotona. Una brisa persistente y con rumbo exacto lo arrastró directamente hacia el puerto en una jornada sostenida, como si la mano de Eolo se apiadara del viejo.

Cuando regresó a su pueblo natal nunca volvió a pescar, ni siquiera se acercaba demasiado a la orilla. El mínimo pago por remendar redes para los pescadores novatos le bastaba, mientras que aguardaba por el próximo invierno. Cuando le invitabas bebidas él insistía en contarte su desventura completa y una lágrima rodaba por su seca mejilla mientras olía la brisa salada.

 

Por esta narración descubro que las enamoradizas Sirenas enmudecen. La potencia de su canto espontáneo resultaba peligrosa; conforme se interesan por marineros silencian su dulce voz torrencial y eléctrica. Si Eros intensifica la epidemia de amor jamás recibiremos más noticias de Sirenas, pues un muro de silencio las ahogará; luego quedará conocerlas por relatos como este y los de Ulises, el príncipe de los marineros mentirosos.

 

 

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