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viernes, 10 de junio de 2022

SONÁMBULOS DEL HALCONAZO



 

Por Carlos Valdés Martín

 

Cada mañana compra un periódico de papel para disfrutar su ociosidad, es el viejo Caifás. Lo consigue con el único periodiquero de la zona, los demás periodiqueros han desaparecido con la época del internet y las noticias digitales. Pero él sigue disfrutando el olor a tinta al doblar los pliegos de papel impreso, con olor a tinta en las yemas de los dedos. Con el periódico bajo el brazo cruza tres calles y un parque de Coyoacán hasta alcanzar la cafetería de nombre árabe.

En la cafetería Aladino, el mesero es nuevo, así que lo importuna preguntándole por los tipos posibles de leches que se agregan al café, que si deslactosada, light, de soya o almendras. Caifás es cortés por costumbre y no le explica al joven lo ridículo que le parece ese cuestionario, pues solamente una leche puede y debe llamarse leche, ya que las deslactosadas y demás cómplices no son auténticas emanaciones de las vacas, sino que provienen de destilados y fusiones.

Con el sabor agradable en los labios y la cafeína fluyendo por su esófago se dispone a leer un periódico. En una noticia se retrata al ex Presidente Luis Echeverría en una silla de ruedas haciendo fila para la vacunación del Covid. Para sus convicciones, a Caifás le parece que tanta precaución por un virus es exageración o hasta una conspiración. Mientras ahoga las extrañas emociones que le despiertan esa fotografía, piensa: “De algo nos hemos de morir, pero este sí es un muerto en vida; tan dosificado ese zorro, que terminará enterrando a todos; decidió no morirse jamás; eso no lo logrará ni el Chabelo, el niño eterno.” La noticia con una fotografía de un anciano patético con venas resaltadas al costado del cráneo, muchos lunares en la calva y el cuello, con arruga sobre arruga. El implacable rey del calendario, el dios Cronos, devora al temido presidente roble y búfalo, impotente y terrible. Cronos convirtió a Echeverría en despojo de anciano, piel quebradiza sobre huesos frágiles.

El jubilado piensa confusamente: “El bárbaro de Echeverría nos fastidió; eso que dejar pasar los cambios de leyes para que la masacre terminara siendo un delito de lesa humanidad; como si la obediencia a los jefes fuera una base suficiente para desligarse de los mitotes y los alborotos. Si fiera por mi preferencia jamás hubiera machado de sangre el asfalto, pero así se manejaban entonces. Hasta arriba el Presidente, en la cumbre inmarcesible… Va a cumplir cien años ese bárbaro y hasta parece comino, pero era un mastodonte. Nadie se atrevía a contradecirlo. Cuando permanecía de pie diez horas seguidas y se reía de su gabinete, que morían de sed, porque preferían aguantarse la sed que una vejiga reventada. Varias veces tocó quedarme parado el día completo, escuchando y aguantando por nada. Cuando terminó salimos corriendo y hubo fila en el baño, entonces un don señorón ministro brincó por la ventana, sí literal se aventó porque le chorreaba agüita amarilla, y escapó corriendo atrás de un árbol para descargar su urgencia. Me reía cuando veía su fotografía en los periódicos, pero no le contaba a nadie que no fuera de confianza.”

El jubilado acumula arruga sobre arruga y su rostro moreno ha adquirido un tono cenizo, transitando desde un moreno brillante hasta un tono de aceituna ceniza. La espalda también se ha curvado, aunque sigue mostrando vigor en sus tendones y músculos, capaz de colgarse en una barra metálica y subir en genuflexiones. Cuando hace ejercicio físico se acuerda del maestro Zovec y se lamenta que lo hayan traicionado. El Zovec no era un simple showman capaz de proezas de faquir, físicas y trucos mentales, sino que poseía un carisma y una especie de magia iniciática difícil de comprender. Él le sirvió como conejillo de indias en una prueba de manejo con automóvil a ciegas dando la vuelta a una glorieta cuando se atravesó una musaraña y abortó ese ejercicio. Zovec afirmaba que su influjo mental guiaba las manos del chofer vendado, aunque esa musaraña nos desconcentró. Era ocasional, pero sí, inusualmente perdía la concentración el maestro, y ese era su talón de Aquiles; por eso dicen que lo del helicóptero fue un atentado.

El viejo sigue pensando: “El helicóptero lo llevaba detenido por una cuerda y él se sostenía a pura fuerza, sin titubear, para dar un espectáculo en las alturas, cuando el piloto fue a estrellarlo contra los cables de alta tensión eléctrica sin motivo. Y eso de que los halcones terminaran de matones fue una traición al Zovec, que su intención fue redimir a los jóvenes marginales, sacarlos de los bajos fondos, retirarlos de la droga y la borrachera, para que se integraran en algo productivo o en la milicia. Entonces salió muy mal. El Presidente desvió ese proyecto a grupo de choque, pero no se suponía que ellos sirvieran para algo así. Se suponía que no era hora de armar a esos halcones, y no faltó quien los armara. ¿Con órdenes de quién? Si, él mismo, tuvo que encargarse de que se fueran para el Politécnico, pero él no tenía armas en resguardo. Cuatro a cinco vehículos con armas para repartir entre los novatos. Era para que se lucieran con sus varas largas, sus artes marciales recién aprendidas, y para sorpresa que sacan también las armas de fuego. ¿Para qué llevarlos si la amenaza no existía? Como sea Echeverría no quería que volvieran a levantar cabeza los revoltosos. Si me hubieran dicho que se trataba de matar, así nada más a lo loco, le hubiera objetado al jefe, y éste para arriba. Aunque los jefes no hacen caso al de abajo…”

El contenido del segundo café lo anima aún más, cuando llega su cita a ciegas.

—Por favor siéntese señorita, Olivia, pensé que era más grande de edad.

—Casi no me creen que soy periodista de investigación.

—Casi una niña…

El viejo sonríe con coquetería y la invitada no se da cuenta porque mira con fijeza una libreta diminuta de apuntes. Saca un rectángulo pequeño plateado, ella dice que es una grabadora y lo coloca en la mesa. Ella da explicaciones sobre la importancia de grabar todo, aunque la argumentación parece ñoña, él trata de complacerla, pues aceptó la entrevista. Ella rechaza tomar café, se conforma con agua simple. El viejo saca un papel arrugado, que es su apunte de explicaciones, con signos mnemotécnicos y lo coloca sobre la mesa.

—Al menos que su agua sea “Perrier”… la más cara, más vale la pena.   

Conforme el viejo va dando su relato, en algunos puntos, ella le pide más precisión mediante cuestionamientos: ¿De quién eran las armas? ¿Estaban cargadas? ¿Y no había un control o una lista de quién se quedaba con las armas? ¿No vio cuando estaban disparando? ¿Pero no los detuvo cuando se dio cuenta que estaban matando a los estudiantes? ¿Remataban a los heridos? En algún punto, el viejo se fastidia cuando advierte que las preguntas están atajando sus coartadas, su pretendido involucramiento con inocencia ante los criminales, entonces retoma su argumento:

—No me interrumpa tanto, señorita Olivia, que ya no tengo paciencia para platicar y hay algo que no le he dicho.

Comienza a hablar de su jefe en esos años, explicando que era un pelafustán de mala entraña, que no se tocaba el corazón para lastimar; era un odiador embozado que no traslucía por su hipocresía, capaz de dar la puñalada trapera a cualquiera. La entrevistadora pierde interés en esa parte del relato cuando se entera que ya murió el jefe pelafustán por una hernia reventada, caso curioso.

Olivia interrumpe para ir al baño, desde donde le confirma por teléfono a su cómplice que ese parece ser el “eslabón suelto”, quien liberó a los demonios para la matanza del jueves de Corpus. El cómplice señala:

—Dame diez minutos y cantará mi revólver.

Cuando regresa del baño Olivia se sorprende de encontrar sentado a la mesa otro invitado que es idéntico a su entrevistado. La única diferencia notable es una camisa verde a cuadros; en lo demás son copias a calca.

—Le presento a mi hermano Barrabás.

—Sí, soy el gemelo que dice la verdad; porque Caifás es el que siempre miente; se la pasa relatando mi vida, como si fuera un copista. ¡Qué costumbre rara la tuya, hermanito!

Barrabás repite el mismo relato, con más variaciones, cuando ella pregunta un detalle, Caifás se queja que la suya es mejor versión. Se enojan con una extraña discusión donde ambos se contrapuntean.

—A Zovec nada más lo veías en la televisión.

—Ni vivías en México Distrito Federal ese año

—Te orinas en los pantalones cada que miras un arma apuntando…

A los ojos de Oliva está claro que en mucho están mintiendo y copiando a quién, a un autócrata lejano ahora casi momificado. En la nube de imaginación e hipótesis salta el rayo de Atenea y revela una trama de aspiraciones frustradas entre hermanos burócratas menores, que miraron la sangre derramada de los inocentes frente a sus narices, sumidos entre el horror y la admiración por un lejano jerarca soberbio capaz de sellar la muerte; entonces ellos admirados y poseedores de una secreta locura cambian sus recuerdos a conveniencia, mientras intentan descifrar un enigma que solamente posee una dirección. En definitiva, Caifás y Barrabás son dos pequeños engranajes de una máquina de escarnio que ha desaparecido, son huellas que merecen ser borradas en la memoria sin recurrir a nada notable. Basta borrar los nombres auténticos, desdibujar sus facciones y ellos se convierten en menos que fantasmas, se convierten en ánimas en pena que siguen lamiendo una herida de la memoria.

Las ofensas entre Caifás y Barrabás siguen cada vez más ridículas, mientras ella ha perdido la atención. Ella suelta una afirmación desanimada:

—Lo que a mí me interesaba era entrevistar a la persona que controlaba a los paramilitares.

De manera simultánea ambos responden:

—Pero fue obligado por el jefe, que era un pelafustán; que escondió las armas en cuatro cajuelas del apocalipsis.

Caifás y Barrabás siguen discutiendo sin que esté clara la verdad. Cuando a la distancia se aproxima el cómplice, Olivia salta de su asiento y le grita:

—¡Deja lo que estés haciendo y llévame a mi próxima cita! Los señores también están apurados, así que adiós señores.

Cuando ella se acerca al oído del cómplice le explica que son jubilados inofensivos, intentando parecer bravucones interesantes, mientras el auténtico “masacrador” se marchita de vejez en una silla de ruedas.

 

 

 

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