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domingo, 26 de junio de 2022

DEL ÓLEO VIRREINAL HASTA EL TANQUE UCRANIANO

 




 

Por Carlos Valdés Martín

 

 

Ilusionado hasta el borde de lo enamorado por una ucraniana, la médica Oksana Nuada (por abreviar un apellido largo que para recordarlo él decía “Nuez-Que-Lleva-Sal-Hada”), a la cual despidió con tristeza. ¿Qué oportunidad quedó para un humilde enamorado? El azar se adelantó, ella regresó a su país cuando estalló la guerra. Mujer sonriente y atenta, de pelo rebelde ondulado de rubio natural, que a ella no le agradaba tanto, sino que le colocaba gajos de colores azules, morados o verdes. La ucraniana era afectuosa con todos por igual, le gustaba abrazar y acomodar los cuellos de camisa, botones y mangas mientras platicaba; una costumbre que le valió confusiones pasionales. De hecho, sonreía y arreglaba cuellos de desconocidos, por simple gentileza; ergo, provocaba enamoramientos inesperados, como sucedió con el padre de su hijo, un anestesiólogo infiel e desobligado. Estalló el patriotismo con la guerra, las urgencias de asuntos inconclusos, además de la oferta laboral con una profesora lesbiana que había emigrado a Eslovaquia.

Madre soltera con un hijo de diez años, tímido y flaco, de un tono blanco próximo a la transparencia del papel arroz. Ese jovencito era el pretexto para Octavio, el protagonista de esto, cuando él buscó acercarse, ofreciéndose a cuidarlo. Él era humilde moreno, casi analfabeto, disciplinado para el trabajo de policía privado y sin aspiraciones mayores. Sin mayores rasgos particulares ni estudios ¿De quién quedó enamorado? De una doctora seria y rubia, no tan bonita, pero sí extranjera y eso deslumbraba a Octavio. Fueron vecinos de renta, en pisos diferentes, en un edificio viejo y de rentas baratas en el centro. Al despedirse ella fue tan linda, dejó una dirección, regaló varios enseres domésticos, incluyendo, un aerosol de gas pimienta, prohibido en el viaje de avión.

En el museo Munal a Octavio le correspondía el turno nocturno cuando apareció el indicio de una travesura espectral. Lo que tensó al guardia era que sus jefes siempre toman a mal los sucesos inexplicables. Encontró una corcholata bajo el cuadro virreinal del martirio de San Lorenzo. El enorme lienzo virreinal con figuras casi al tamaño natural y a sus pies una pequeña corcholata en el piso de madera, escasamente se utilizan para cervezas o bebidas extranjeras. La aparecida era una vieja, afuera el metal y la figura de corona por orilla, adentro el corcho inusual. Arriba la imagen de una marca marginada: decía Yoli, delicia en la costa del Pacífico. Los de limpieza no son descuidados ni olvidan desperdicios; resulta extraño que un único trozo esté en la sala de exposición. Sería un mensaje, llegar esa corcholata ahí en modo intencional.

Octavio se puso más nervios conforme recordó que a un policía de otro turno lo acababan de sancionar porque encontraron basura en su rondín de noche, una lata de refresco con un balero adentro. Un balero de juego de niños, de madera tradicional, franjas verdes y rojas en sentido horizontal.

Sonaron despacio las 12 campanadas de un lejano reloj mecánico (uno de los pocos funcionales en la localidad céntrica). Escuchó un golpe suave al otro lado de un salón, situado más allá del amplio pasillo y tembló Octavio. Al lado contrario descansaban el barandal barroco sobre un patio central. Junto a los pasillos las entradas, con enormes puertas abiertas, por donde cualquier ruido pasaba. Las luces dormitaban al mínimo, unas cuantas luminarias tenues para permitir la vigilancia y restringir gastos de fluido eléctrico. Por ahorrar las cámaras se han limitado a la entrada y al recinto principal de la exposición estelar.

Un viento frío de la noche corría entre las puertas, mientras las ventanas del recinto se mantenían cerradas. En las altas paredes quedaban colocados los enormes lienzos virreinales, las piezas emblemáticas de ese museo. De donde venía el sutil sonido de un objeto caído, era un salón grande en el cual lucía un enorme lienzo de San Lorenzo mártir. Este lienzo compuesto en tres niveles: abajo una parrilla ardiente, imitando un fuego infernal; arriba el santo con facciones largas y pálidas (mezcla de blanco con gris de las arenas arcillosas, con un gesto de risa y goce que en este siglo se interpretaría de homosexual y complaciente); alrededor los soldados captores al estilo de romanos (inexacta la descripción), y arriba las nubes y los ángeles compadeciendo del mártir. Las manos del santo cruzadas hacia el aire, en un signo de sufrimiento y súplica de auxilio. Ese cuadro inquietaba a Octavio pues los ojos llorosos del mártir parecían seguir con la mirada en cualquier dirección; además la apariencia del martirio no le agradaba. A los pies del cuadro la corcholata parecía seguir girando sobre su eje, producto de una caída azarosa. Ningún sitio lógico desde dónde hubiera rodado ese pequeño objeto. Defino debía levantarlo y tirarlo lo más rápidamente, pues la basura era una falta al reglamento, por más que sea obligación de los afanadores de limpieza. Cuando un supervisor está de mal humor la aparición de desperdicios trae consecuencias.

Siguió el rondín con pasos dubitativos y descubrió un papelito dorado en el piso. El papel dorado estaba bajo sus pies cuando una racha de viento lo movió y alejó de su vista. Una sombra esconde al papelillo brillante, disimulándolo entre las penumbras. Al utilizar su pequeña linterna, no encontró más la hojuela dorada. Sintió una cosquilla nerviosa en la nuca cuando pensó que esa hojuela provenía de algún marco dorado y que eso era un riesgo. Con facilidad lo regañarían, quizá le cobrarían el daño de un cuadro. A nadie la ha sucedido eso, pero su jefe inmediato Atanasio, es odioso y es capaz de esa ruindad. Mira con más cuidado los marcos de cada cuadro virreinal de ese salón. Luego Octavio se acerca al aparente fuego del martirio de San Lorenzo y ahí la pintura pareciera haber desprendido una hojuela dorada. Esa pequeña hoja no se mueve y la guarda en la bolsa con sigilo, mientras mira en todas direcciones como si en esa sala hubiera cámaras o si lo estuvieran espiando. Existe el rumor de que los marcos son de oro, aunque no está convencido y supone que es una ficción.

Si él se llevara la hojuela o la corcholata lo acusaría Atanasio de robo, por más que la basura no tenga ningún valor. Por experiencia sabe que hasta la basura es prueba de una culpa. Piensa en cómo sacarla. De momento es un capricho y un reto. Esconderlo en el baño es fácil por un compartimento discreto bajo un lavabo, que nadie más conoce. Con calma esconde la corcholata y la hojuela dorada. Lo hace pausadamente siguiendo su misma rutina de siempre, para que la filmación fija del museo lo registre con normal inocencia en la sala principal, los pasillos y la entrada.

Esconder esos objetos minúsculos en el rincón del baño no es el reto, sino imaginarlos valiosos y que, de alguna manera inesperada, sí las extraerá de ese recinto. De policía a ladrón hay un solo paso de imaginación o temeridad. Ese día siente que nada tiene que perder. Ha decidido emigrar al extranjero y enrolarse en una guerra lejana, siguiendo la ruta de la pretendida ucraniana. Ha metido una solicitud de reclutamiento a una misión internacional de voluntarios a la guerra de Ucrania, aunque no ha recibido confirmación y desconoce si lo aceptarán.

Por su cabeza pasa que ser pillado en un hurto lo haría perder esa oportunidad. El rencor hacia Atanasio lo motiva al sisar, pero la ilusión de convertirse en soldado dentro de una auténtica guerra lo disuade. Recorre los pasillos silenciosos, vuelve a los rondines, mientras a la distancia se filtran los ruidos usuales de la ciudad nocturna. Las dos fuerzas contrarias de debaten en su corazón sin que ninguna se resuelva.  

El turno de noche sigue avanzando y despunta la madrugada. Sigue sin decidirse a abandonar su travesura. Es hora de despertar al compañero de la entrada, que dormita sentado. Octavio tiene ganas de platicarle de la corcholata y la laminilla escondidas, pero es cauteloso y no lo hace directamente:

—Si por vengarte de un jefe odioso pudieras cometer algo que te perjudica ¿lo harías?

—Depende, explícame lo que tramas.

—A todos les cae mal Atanasio, aunque a ti nada te ha hecho, a mí si me quitó vacaciones por faltas inexistentes.

—Si te termina perjudicando, que al final fastidia más, no vale la pena pelearse con el jefe odioso.

La plática va disuadiendo a Octavio de no meterse en un problema y cambia de tema:

—¿Alguna vez has manejado un tanque militar?

El compañero se sorprende y pide explicaciones. La idea que su colega se vuelva tanquista le resulta descabellada, aunque lo anima.

—Hay que intentarlo.

Antes de retirarse del trabajo utiliza el inodoro para despedirse de la corcholata.

El siguiente día es de descanso, así que Octavio aprovecha para perseguir su ilusión. La residencia de la embajada es una casa ordinaria, decorada de azul y amarillo, con un escudo en forma de tridente en la puerta. Esos colores irradian alegría al mediodía, combinando con la acera barrida y un árbol colorín frondoso. Un joven sonriente y de gestos enérgicos abre la puerta al primer timbrazo, como si estuviera esperando a alguien. Pregunta con rapidez qué busca mientras extiende la mano derecha para un apretón de manos enérgico.

Octavio temía una fila de candidatos para el reclutamiento. El joven sonriente tropieza con su idioma español, pero se alegra mucho cuando él explica que desea unirse al ejército.

La embajadora también se llama Oksana (un nombre popular de ese país) y, el joven secretario le dice que hará el honor de felicitarlo en persona. La coincidencia es un augurio que alegra a Octavio, que permanece unos minutos esperando en el pasillo, hasta que aparece una mujer de edad mediana y cabello pelirrojo. Huele como deben hacerlo las leonas recién bañadas, con una intensidad que espanta; un talle estrecho y escaso pecho, con adornada con una blusa blanda coronada de girasoles bordados. Ella sonríe mucho y su acento es raro cuando procura hablar únicamente en español.

—Le felicito encarecidamente por su patriotismo y amar a Ucrania.

Ella le estrecha la mano con mucha fuerza y el secretario le entrega un papelito con el teléfono del reclutador, con quien deberá dirigirse. Le explica que sí es indispensable conseguir un pasaporte. Octavio entristece y el confiesa al secretario que no cuenta con suficiente dinero para pagar el pasaporte y el boleto de viaje hasta el lejano país.

—Usted consiga pasaporte y nosotros buscaremos el viaje. Me confirma algo militar básico, lo cual es importante; que irse a morir no es de facilidad.

El policía seguía preocupado por el pago del pasaporte. Se despidió amigablemente y dio una vuelta lateral para retirarse caminando. Comenzaba a andar cuando notó la cinta de su calzado desatada y se agachó para amarrarla. Mientras ocupaba las manos con un nudo ciego, notó que un varón atlético corría desde el otro lado de la acera y alcanzaba la puerta. El funcionario ucraniano se había quedado mirando. El extraño se precipitó sobre el funcionario y con un bóxer metálico soltó un golpe. El primer golpe lo alcanzó a esquivar el joven funcionario, pero un segundo golpe le reventó la boca, comenzando un sangrado profuso. Desde el primer golpe al aire Octavio se levantó y sacó un dispositivo de gas pimienta que aplicó sobre el rostro del extraño. El afectado quedó enceguecido y dolido, por lo que empezó a gritar que asaltaron. Del otro lado de la acera bajaron otras dos personas hostiles, quienes avanzaron con lentitud, amagando un pleito a puñetazos. Dio tiempo a que el funcionario jalara del brazo a Octavio para que ambos entraran a la embajada. El funcionario levantó la voz, mientras apretaba el labio con la mano:

—Es un atentado.

Del otro lado de la puerta el extraño afectado por el gas pimienta gritó a sus cómplices que llamaran a la policía. De inmediato (lo cual es sospechoso), una patrulla de policía municipal apareció y se ofreció ayudar al tipo del bóxer que seguía gritando y frotando su cara.

Los policías mexicanos sacaron sus pistolas, pero apuntando al aire. Uno de ellos tocó en la puerta imperiosamente. Desde adentro, el funcionario gritó que ese lugar era una embajada y que el tipo de afuera lo había golpeado. Los policías quedaron desconcertados con la respuesta y platicaron entre ellos. Uno observó la sangre en el piso y confirmaron que no era del tipo con bóxer en la diestra. En voz baja preguntaron si el funcionario quería presentar una denuncia.

—Lo haré ante la autoridad competente.

Los policías se regresaron a platicar con el agresor y luego dijeron que debían detener a Octavio por la queja del extraño.

—La embajada es territorio de mi país y el señor se quedará aquí, como bajo amparo de ley diplomática.

Una intensa voz femenina traspasa una ventana, resuena a enojo. La embajadora empezó a gritar desde el interior de la casa en su idioma y, de inmediato, le respondió el secretario. Ella vociferó que ese golpe era un atentado, entonces que llamará a periodistas y policía auténticos. Sin duda ella sí llamó, pero eso corresponde a otra historia.  

Al anochecer Octavio volvió a la calma. Esa noche se quedó a dormir en un sillón de la embajada, envuelto con un cobertor acolchado y descansó profundamente, como si desde hace años no gozara de un sueño intenso. En esa ocasión él era un tanquista solitario adentro de una cabina pletórica de manivelas, circuitos y visores de distancia. En su viaje onírico saltaba rítmicamente, moviéndose entre las estepas de un país lejano, adentrándose entre trigales dorados, un aire con aroma a lavanda y un horizonte intensamente azulado.  

 

 

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