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martes, 17 de enero de 2012

LOS RINCONES Y EL PERRO DE BARRO















Por Carlos Valdés Martín

Ante la noticia de que demolerían mi casa de la infancia volé para salvar el recuerdo y fotografiarla. El boleto de avión no fue en vano; con alivio comprobé que todavía no llegaban los buldózer a esa esquina. Entre una calle grande y otra angosta, ahí, más empequeñecida que nunca, se levantaba la casita que mi madre compró tras años de ahorros.
Una casa propia era la ilusión de las familias en la capital; pero la mayoría se conformó con un departamento, más amontonado y económico. A mi madre, el destino le señaló una casa pequeña. Sumó la liquidación de su último empleo con unas ventas de mi padre, y así le alcanzó el dinero.
La primera vez que miré esa vivienda me pareció un sitio enorme. Yo acudí en avanzada junto con mi abuela. ¿Qué relación existía entre la abuela y esa casa? En estricto sentido, ninguna; pero su decisión de habitarla antes que nosotros representó el “visto bueno”. La soledad de la abuela inaugurando la casita duró pocos meses y, durante las vacaciones de verano, que entonces abarcaban dos meses, también me quedé ahí, a modo de otra avanzada, mientras mis padres decidían la mudanza.
Esa casita resultaba grande en extremo para mi visión de pocos años. Era una construcción delgada, como una lengüeta, hasta parecía más una fachada sin respaldos que una casa normal, pero lo que faltaba en profundidad se compensaba con un piso adicional. De hecho, fue la edificación de un arquitecto para sí mismo, aprovechando al máximo el terrenito sobre una pequeña esquina que se desdoblaba como una letra “L” mayúscula para dibujar una mínima cochera. Resultaba evidente que la construcción se fue armando a pedazos y adaptando materiales de ofertas o remates, por eso el arquitecto —a la vez ingenioso y de recursos escasos— utilizó tabiques y pisos diferentes para cada habitación. El efecto era armónico, aunque con aspectos engañosos; pues lo sencillo parecía elegante, lo mínimo, espacioso y lo angosto, amplio.
La casa albergaba muchos rincones, como haciendo eco del alma infantil que se embelesa con lo pequeño y cree en las enormes diferencias entre cada trozo del espacio. La azotea, plana y silenciosa, bajo el tinaco tenía un escondite semejante a un desierto de concreto: periscopio para observar las otras terrazas o mirar con desdén los objetos reducidos por la distancia, como sucedía con los automóviles ajenos. Los rincones más interesantes eran las partes bajas de dos escaleras; una de hierro forjado, colocada casi a fuerzas para subir al piso final; la otra escala de granítica piedra, marcando una curva desde la misma entrada, que generaba un espacio cerrado y fuerte: casi una gruta adecuada al primitivo Cromañón. El sitio idóneo del resguardo oscuro eran los closets hechos de maderas gruesas y olorosas, adornando cada habitación. Y, en ocasiones, casi cualquier sitio pequeño o acotado por una variación de arquitectura, se convierte en rincón; basta que un niño ponga la espalda contra una pared y baje la mirada al piso para encerrar un espacio y colocar el alma sobre las “cosas pequeñas”, que en esa edad son portentosas: muñecos, cartas, postales, canicas...
La casa contenía algunos regalos inesperados, herencia del habitante previo, un personaje curioso y distante, al cual jamás conocí. A la distancia, imagino que ahí habitó un profesionista ingenioso que gustaba de armar pequeñas colecciones. De entre esas curiosidades de coleccionista, el inquilino anterior abandonó unas piezas terrosas, semejantes a vestigios de los aztecas. Objetos pequeños y de barro, sin valor comercial alguno, sobre los cuales recayó la duda si eran antigüedades o, ingeniosas falsificaciones, porque hasta la actualidad, los hábiles campesinos mexicanos hacen artesanías imitando el glorioso pasado, y las venden como si fuesen piezas recuperadas bajo una pirámide enterrada. La mayoría de las piezas eran comunes, simples caritas y cacharros de barro, pero una llamó poderosamente mi atención: un perro serio y con una pata baldada. El animal había sido reproducido de manera distante, faltaban detalles pero se reconocía. No había lugar a dudas, los aztecas conocieron cuatro variedades de perros, algunos servían de mascotas y otros de alimento. A la pieza le faltaba la representación del pelo, pero eso se explica bien: la variedad más popular entre los aztecas carecía de pelo y lo llamaban Xoloescuincle. Me extrañó la pata baldada de la figurilla y su estilo abstracto, rechazando los detalles y concentrado únicamente en lo importante: el cuerpo y la mirada del animal. A diferencia de mi colección usual de soldaditos de plástico y carritos para empujar, esta pieza quedaba invitada como un extraño entre la tribu de juguetes. La piezas de barro, a las cuales suponía entonces como antiguas, las dejaba como espectadoras de las batallas épicas entre los soldaditos verdes y los rojos, los cuales se lanzaban sobre los burós y se empantanaban entre una alfombra hirsuta, de ribetes verdes. Los carritos de metal y plástico desfilaban sus ralis desde la recámara hasta el corredor, pero las caras de barro y el perro baldado quedaban a la distancia, como testigos autoritarios de una diversión que les resultaba ajena.
Una tarde de junio mi padre, luego de mirar el resultado caótico de la batalla entre los soldaditos verdes y rojos, quienes usaron papel de baño mojado para crearse heridas más artificiosas, dijo: —Estas pequeñas piezas de barro podrían lastimarse; es mejor que las guardes bien; nunca encontraremos otras  —mientras sonreía, buscando que mi mirada aceptara su propuesta de inmediato— en el mercado de la cuidad.
Interrumpí el juego y me puse a buscar una caja adecuada. Primero usé una caja de cartón, vacía tras la compra de unos zapatos; pero no daba un refugio seguro. Después se presentó una oportunidad, cuando mi madre se deshizo de un neceser de plástico duro y con un espejito interior, que en su origen fue el maletín idóneo para transportar maquillajes durante un viaje. Por fuera de color rojo ladrillo, un asa de plástico semitransparente y adentro acolchonado de color beige. Ninguna caja resultaría más elegante, era el recinto perfecto para guardar pertenencias delicadas por su exterior rígido y su interior acolchonado. Cuando puse al perrito junto con las demás piezas de barro parecía que sonreían. Ahí estaba su lugar, su rincón definitivo, aunque sobraba espacio pues, al mover el neceser, las piezas bailoteaba peligrosamente; así, también puse estampas de futbolistas y trapos suaves.
El perro de barro y sus compañeros quedaron guardados y a la sombra. En ocasiones, cuando quedaba solitario en la casita y una gran batalla de soldaditos seguía indecisa; entonces se requería de un juez imparcial y, con cuidado, sacaba el perro del neceser y lo ponía en un extremo de la habitación. Le preguntaba:
—¿Quiénes han sido mejores: los verdes o los rojos?
Miraba en silencio y, con su lenguaje de siglos extraviados, me contaba sus cuentos:
—En una ocasión el príncipe de Texcoco estaba rodeado de fieros enemigos, pero llamó con el sonido del gran caracol de mando, para que lo rescataran. Al escucharlo desde la lejanía, los guerreros verdes y rojos echaron suertes para obtener el honor de lanzarse a una misión suicida, pues el cerco militar del enemigo parecía impenetrable…
Después de alejarme de la ciudad, volviendo a labores urgentes que exigían el regreso inmediato, recogí las instantáneas tomadas en esa casa. En mi cartera, guardé una fotografía en miniatura de la fachada, como se atesora la imagen de un hijo. Recordé bien, que el perro de barro se extravió entre los descuidos de mi adolescencia y quizá, de manera definitiva, se alejó en mitad de la última mudanza. He soñado que, por obra de una voluntad misteriosa, el animalito se entierra al pie de una enorme pirámide para —al final de su propio relato— convertirse en vestigio arqueológico, pero luego de otro milenio, abrirse paso y regresar a la superficie para rescatar otra infancia extraviada.

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