Música


Vistas de página en total

martes, 3 de enero de 2012

EL REGRESO DEL PRÍNCIPE KAN-BALAM








Por Carlos Valdés Martín






El sacerdote Kuk’bo era un anciano arrugado y de gestos recios; incluso sin verlo su presencia imponía respeto o temor. No habitaba en una casa sino en la oscuridad de una caverna; no disfrutaba de comodidades, pues su rigurosa tarea era mantener contentas a divinidades del inframundo. Por mandato se mantenía en el húmedo subsuelo y únicamente acudía hasta lo alto de la pirámide en las celebraciones rituales. Viajaba solitario en las noches sin luna hasta la ciudad. Sobre la pirámide había un pequeño templo rectangular y él mandaba a tapar todas las ventanas y puertas para mantener la más espesa penumbra. Al interior del recinto, sólo permitía la entrada de un enviado cada vez, incluso el rey acudía en solitario. El poder del sacerdote Kuk’bo dependía de su misterio y la fama que lo rodeaba: el único capaz de congeniar con los espíritus del subsuelo, temidos por ser vengadores de la noche y dueños de la muerte. Por si fuera poco, él tenía potestad para decidir quién sería sacrificado para satisfacer a esos inquietos dioses mayas; aunque ese poderío no lo ensoberbecía, sino lo hizo humilde y reservado.
Esa noche Kuk’bo estaba más tenso que de costumbre. Pensaba: “Dudo que el príncipe Kan-Balam sea digno sucesor de su padre. Tiene la madurez de los años y experiencia como líder en las guerras, pero no es amado por el pueblo. La gente sencilla desconfía de él; al compararlo con Pakal, a él lo desprecian. Pero si él no es aceptado por los dioses entonces la ciudad caerá en un abismo de luchas por el poder. El resto de los aspirantes son inútiles. Los reyes del territorio enemigo nos atacarán tarde o temprano y no sobreviviremos sin un guía fuerte. Debo comunicarme con los señores del inframundo y quizá acepten a Kan-Balam. Pero mi deber es someterlo a la rigurosa prueba sin importar su edad.”
El viejo maya aspiró el humo sagrado durante horas. En su mente, poco a poco, abría una puerta ominosa. El cuarto cerrado y oscuro del templo se saturaba de los vapores del tabaco y el cáñamo de manera alternativa. Tantas veces había probado las plantas de los dioses, que no temía a las falsas imaginaciones ni a los miedos exaltados de las personas comunes. Cuando se sintió listo aplicó una púa para sangrarse y ofrecer varias gotas en sacrificio. En una vasija consagrada mezcló su sangre y las cenizas del incienso copal. Ya estaba listo, gritó y su voz traspasó el umbral ordenando apurar la presencia del príncipe. Un mensajero que esperaba en el umbral del templo salió a la carrera para traer al posible heredero.

El príncipe, en su situación de heredero y primer pretendiente del trono, llevaba una semana haciendo ayunos y ofrendas de purificación. Kinich-Kan-Balam sabía, por anuncio del concilio de los otros sacerdotes, que las pruebas de Kuk’bo eran las definitivas para obtener el reino, pero, en caso de fallar, el reino seguiría sin un gobernante definitivo. El concilio de sacerdotes no parecía estar incómodo por esa carencia de un rey definitivo, pues ellos funcionaban como regidores de la ciudad cuando faltaba el gobernante.
El ayuno consistía en néctares de frutas y agua diáfana de un cenote mezclados con yerbas de olores. Además de evitar contacto con sus esposas y las distracciones de cualquier género, la purificación se complementaba con plegarias. Durante la cuarta parte de la luna mensual el príncipe habitó dentro de una pequeña choza de paja y carrizos en las afueras de la ciudad.
La última noche antes de su gran prueba Kan-Balam tuvo un sueño vívido. Un enorme jaguar de pelaje naranja y motas negras salió de la selva estaba asechando la urbe y él recibía de Pakal un puñal de pedernal con forma de serpiente para enfrentarlo. Le pareció extraño que dos partes de su nombre entraran en conflicto. Los religiosos citaban en el espacio del juego de pelota ritual de Baakal (hoy conocida como Palenque). El jaguar miraba a corta distancia y hablaba como persona, retándolo y burlándose de su cobardía. Conforme al animal se acercó, un calambre de temor lo paralizó y el felino lo devoró en un parpadeo. Atrapado en las tripas del animal, él pidió otra oportunidad a su padre y una voz le respondió: —¿Mereces otra oportunidad? ¿La mereces de verdad?
El príncipe despertó temblando confundido y suplicando a sus dioses que lo hicieran digno de su herencia y buen nombre. Pues el rey Pakal, una vez muerto, se había convertido en una leyenda. Luego de un año de ausencia, el pueblo lo reverenciaba como su salvador en las crueles guerras y los sacerdotes lo añoraban, como guía y protector. Los ancianos decían que al atardecer las nubes tomaban la figura del gobernante muerto y algunas doncellas soñaban que regresaba para salvarlas de los enemigos que asechan entre los bosques.
Al amanecer, Kan-Balam lamentó que nadie le pudiera revelar en qué consistían las pruebas; el pueblo por desconocerlas y los sacerdotes por tenerlo prohibido. La única instrucción era la purificación estricta y vestirse con un ropaje doble; abajo el calzón sencillo del pueblo y arriba un atavío esplendoroso de realeza, con taparrabos bordado, sandalias finas, muñequeras de jade, collares de piedras preciosas y penachos de pluma de quetzal.
Al pie de la pirámide el príncipe arribó caminando, acompañado de una pequeña comitiva de guerreros y sacerdotes. Silenciosa y expectante la multitud rodeaba el sitio ceremonial. Kan-Balam se mantuvo callado hasta alcanzar el pie de la pirámide y entonces saludó levantando la mano. Los pobladores habían acudido antes del amanecer para observar algo del evento, por mínimo que fuera, pues la ceremonia sería dentro de un recinto cerrado. Ante el saludo le respondieron con gritos desordenados y alegres. En cuanto se calmaron los clamores, el príncipe suplicó se retiraran, y no empezó a subir las escaleras hasta que la mayoría no se retiró, entre murmullos de contrariedad.
Cuando Kan-Balam pisó los escalones corrió un rumor y muchos pobladores empezaron a regresar. A mitad del ascenso de nuevo el príncipe pidió que los aldeanos se retiraran y que permaneciera, en exclusiva, el grupo selecto para decir plegarias y sonar los ritmos ceremoniales.
El sacerdote Kuk’bo dentro del recinto superior estaba protegido, pero escuchaba con claridad las arengas del príncipe y los murmullos de los pobladores. La presencia de tanta gente curiosa, la había adivinado mucho antes, durante una visión: la multitud aclamaba desesperada por un ser superior encarnado, un retoño de las divinidades, el cual salvaría a la ciudad, pero el precio sería terrible. Así, que el sacerdote estaba muy alerta, con el sahumerio y el primer brebaje listo, y, al escuchar que el príncipe había alcanzado el nivel superior de la pirámide, le gritó para advertirlo: —No te atrevas a traspasar el umbral, y ¡espérate a que yo te dé las órdenes!
La voz del sacerdote aguda y clara, atravesó las cortinas rituales que cubrían la entrada del recinto. Desde afuera se veía el bordado que asemejaba serpientes, unas descendiendo y otras subiendo, en la mitad se encontraban con las fauces abiertas y chorreando sangre por las comisuras. La cortina, además de adorno, era una advertencia de castigos a quien violara esa entrada sin permiso. Varios pliegos de tela formaban el conjunto de la cortina y por sus junturas se escapaba humo penetrante y perfumado.
Pasaron los minutos y el príncipe seguía parado frente a la cortina. Arrastró una sandalia hacia delante y volvió a salir la voz del sacerdote: —Que te esperes, he dicho; aún no es el momento.
La idea del sacerdote oculto deteniendo su movimiento antes de avanzar, sorprendió a Kan-Balam, quien perdió el aplomo ganado en esos días de ayuno. Los instantes se acumulaban y le parecían eternos; su mente divagaba, mientras escuchaba movimientos y palabras sueltas, las cuales parecían tejer plegarias. Cansado de la inmovilidad, el príncipe intentó desplazarse hacia un lado, pero de nuevo fue reconvenido: —Es preciso que te estés quieto, me turba esa inquietud como si permanecieras en la edad juvenil.
Sospechó que el sacerdote lo observaba por alguna rendija, pero no era así, simplemente el viejo se mantenía en una especie de trance, atento al mínimo sonido o emanación a la distancia. El sacerdote se inquietó también por unos curiosos que estaban acercándose con sigilo hacia la pirámide: —Sirve de algo, príncipe, diles a los sacerdotes que se deshagan de los curiosos que vienen desde el juego de pelota, son cinco familias que se sienten intrigadas por tu destino.
Kan-Balam sintió alivio de moverse y gritarles con autoridad a los sacerdotes que esperaban sentados en la base de la pirámide: —Kuk’bo ordena alejar a unos curiosos que vienen desde esa dirección.
Kan-Balam señaló con el índice extendido, abajo los sacerdotes comprendieron su obligación. La voz desde el interior dijo: —Es mejor que te acerques frente a las cortinas. Resulta inútil esperar más, tantas interrupciones van a turbar a los dioses. Adentro está todo preparado, pero debes ingresar con suavidad. Debes tocar con tu mano izquierda el centro de la cortina, pero hazlo suave, suavemente.
Kan-Balam entró siguiendo las minuciosas instrucciones, para evitar la entrada de los rayos de luz del mediodía. De inmediato una humareda lo sofocó y la oscuridad detuvo sus pasos. El recinto era de unos pocos metros y al centro una columna cuadrada, y detrás de ésta una loza que conducía hacia catacumbas. El sacerdote le indicó: —Primero una reverencia; lo principal es agradecer a los dioses y a nuestros antepasados que nos miran por fuera y por dentro.
Y siguió indicándole a Kan-Balam los movimientos precisos para abandonar los vestigios del mundo exterior. En cada paso abandonaba una prenda lujosa; primero, el penacho y al final, las sandalias, hasta quedar sólo en posesión del humilde calzoncillo de los campesinos de la región.
Mientras se desprendía con cuidado de cada prenda y adorno ritual, el humo denso de las plantas sagradas aletargó a Kan-Balam.
Al fondo de la habitación el sacerdote estaba sentado en cuclillas y explicó en qué consistía la prueba, ya que en la catacumba estaban depositados una estatuilla del dios Hun-Came, la empuñadura del bastón de mando de la ciudad y una serpiente venenosa a la que debe de cazar. Debía regresar de la catacumba victorioso o mantenerse como huésped perpetuo del subsuelo. Le advirtió: —Bajarás en cuanto estés listo; pues tus ojos deben vencer en la oscuridad; en la catacumba no existe ninguna luz. Yo sería capaz de lograrlo, pero ninguno de los aldeanos lo haría, ni siquiera los otros sacerdotes son capaces. La serpiente posee veneno mortal. Si no estás listo, puedes retirarte, pero vivirás deshonrado si huyes.
—¿Cómo atrapar una serpiente venenosa en la oscuridad?
—Solamente siendo un príncipe de verdad. En su momento, tu padre lo hizo. Me consta.
—Sin ver es imposible.
—Yo te miro sin luz, no es indispensable.
—No sigas, sacerdote, aquí he venido por ese objetivo. Estoy dispuesto a morir si no logro mi propósito.
El sacerdote tomó de la mano a Kan-Balam para escoltarlo a la orilla donde se abría la catacumba, con unas escaleras descendentes.
—En cuanto bajes taparé la entrada con una loza de piedra, no debe escaparse la serpiente. Si cumples tu prueba, al regresar estaré listo para que removamos la loza, no tengas desconfianza.
De la mano lo condujo hasta unas escaleras estrechas y descendentes.
A tientas, usando las manos para descubrir el perfil de cada escalón, Kan-Balam bajó hasta encontrar piso firme. Lo último que escuchó fue el ruido de la gran loza deslizándose y se quedó sentado en el último escalón, intentando adaptarse a una negrura absoluta.
Mientras se adaptaba al ambiente una calma alegre inundó su corazón y el príncipe se imaginó como un rey triunfador, así imaginó como si mirara a la distancia desde su futuro: “El rey Kan-Balam conoce la envidia humana, pero nada importaba más que conservar la memoria del rey Pakal, su padre. A fin de cuentas, el nuevo rey recuperó las fronteras del reino y, ganada la paz, ha encargado grandes retablos con los artistas de la ciudad, que recuerdan sus hazañas. Los artistas de la piedra retratan el viaje del príncipe al inframundo con detalle. La guerra ganada contra los señores de Calakmul, rivales permanentes, no merece ser esculpida en los monumentos, pues terminó con un pacto diplomático. Aunque respetan el pacto, esos enemigos de Calakmul siguen esperando una oportunidad para derrotar a rey Kan-Balam y vengarse de la rica ciudad.”
Le sonreía a la oscuridad mientras se imaginaba ataviado con los ricos penachos de quetzal y los collares de jade, en mitad de consejo de líderes y sacerdotes de la ciudad, mientras blandía el bastón de mando enjoyado. Pero un eco lejano, quizá el sonido profundo de un caracol ceremonial, rescató al príncipe de sus ensoñaciones de futuro. El aire húmedo y terroso de la catacumba estaba mezclado con el sahumerio de hierbas agradables y también con un humo que aprieta la garganta. El príncipe intentaba urdir un plan para lograr sus objetivos, pero no encontraba ninguna idea de utilidad. El temperamento del líder guerrero maduro y acostumbrado a los enfrentamientos, se asqueó de la pasividad en que se sumía, y, entonces, contrariado intentó avanzar con la idea de atrapar a la serpiente mortal. Palpó el suelo con las manos y descubrió que era de rocas pulidas con tierra suelta en las hendiduras; igual que el resto de la pirámide, así que no era una caverna natural bajo la construcción, sino otra parte del edificio. La idea de estar en una edificación especial para ponerse a prueba lo calmó. Siguió avanzando muy lento, buscando una dirección con las palmas en el suelo, como un cuadrúpedo. Había recorrido pocos codos cuando sintió una pared construida; era lisa como el exterior de las pirámides y el acabado seco indicaba el estuco, especie de yeso con argamasa, útil como base de los murales que adornan los sitios públicos. Sobó la superficie, se acercó los dedos a la boca y confirmó su idea de un mural. Recorrió con suavidad la pared imaginando un gran mural, con las escenas de ceremonias festivas y guerras, casi los únicos temas de los murales en la ciudad. Avanzó sobre la pared y luego encontró un relieve en roca, sin duda un monolito esculpido. Los relieves se podían interpretar en la oscuridad. Las figuras en relieve eran aristócratas y sacerdotes, el resto eran jeroglíficos relatando un evento. Interpretó los grifos siguiendo una y otra vez con el dedo los relieves. No era fácil entender, en cambio resultaba sencillo confundirse. Se detuvo en la parte inferior pues dudaba de su interpretación, así que lo repitió hasta que no tuvo dudas: “El gran Pakal entrega su corazón ante la gran Ceiba sagrada”. Eso tenía un único sentido: era la tumba secreta de Pakal. La otra tumba pública donde se lloraba al rey muerto era un engaño, una estrategia para despistar a sus enemigos. La verdadera era esa, oculta en una catacumba dentro de la pirámide.
La piedra interior eran dos monolitos, los cuales servían de sarcófago para el monarca muerto. Siguió interpretando la piedra y descubrió un texto explicando la grandeza de Pakal y las hazañas de guerra contra los vecinos. En la parte contraria estaba la pared lisa y con pinturas, que el príncipe hubiera querido mirar con una antorcha.

Al rodear por completo el sarcófago funerario Kan-Balam pisó un algo sinuoso. Palpó y sintió la estatuilla y la empuñadura del bastón de mando. Alegre por el encuentro, sintiendo que estaba próximo a vencer, guardó entre el pliegue del calzoncillo las dos piezas. Luego escuchó un silbido. Quedó muy alerta. ¡Era la serpiente! Estaba muy cerca. ¿Cómo cazarla en plena oscuridad? Quizá provocándola, para atraparla cuando lo mordiera: una idea desesperada y peligrosa. Él sería la carnada a riesgo de su vida. ¿Había otra salida? Lo pensó y lo imaginó muchas veces. Pensó: “Esto es una prueba suprema; salir con vida tras la mordedura de la serpiente debe ser el testimonio de la volunta de Pakal y de los dioses.” En silencio empezó un diálogo con su padre: —¿Me crees digno de sucederte? ¿La muerte te sorprendió? Poco esfuerzo hubiera sido dejar las instrucciones a los sacerdotes, pero no hubo tal. Imposible arreglar el pasado. Envíame una señal. Si es tu deseo que yo sucumba o que pruebe mi valor frente a la muerte. Antes lo hice, en la guerra. Pero esta oscuridad es distinta, aquí puede observarnos el Hun-Came, Señor del Inframundo, debe oler mi miedo y marcar el sendero. Si estoy condenado, resulta inútil retrazar mi decisión.
Respiró Kan-Balam y se acercó hacia el sitio del ruido. Empezó a sudar profusamente y se dio cuenta que el sitio estaba húmedo y caliente. Avanzaba despacio arrastrando los pies y con las manos tensas, imaginándolas garras de jaguar capaces de atrapar a su enemiga.
Se acercó más y más hacia el sonido.
El ruido ya estaba junto a su pie.
Sudó un poco más, agachó el cuerpo como disponiéndose a coger un arbusto.
De pronto un golpe agudo en el tobillo, como una flecha dolorosa. Era la serpiente mordiendo, y a la máxima velocidad Kan-Balam acercó su mano.
Con toda su fuerza tomó un extremo de escamas retorciéndose. La serpiente se revolvió y mordió en el mismo brazo derecho que la atrapaba. Mientras el animal lo mordía, con la mano contraria, el príncipe palpó la cabeza y la apresó con toda su furia y miedo unidos. La boca del ofidio quedó cerrada y Kan-Balam insistió en apretarla hasta que la aplastó.
El animal dejó de forcejear.
El príncipe sintió euforia y se arrastró a tientas hacia la salida bloqueada. Golpeó varias veces llamando afuera.
Quedaba un pequeño orificio por donde explicó al sacerdote su hazaña y sus dos heridas.
El viejo maya se admiró. En silencio arrastró un madero para apalancar la piedra y desplazarla lentamente.
Abierto un espacio suficiente el príncipe emergió, sudoroso y tiznado por todo el cuerpo con la tierra de la catacumba. Finos rayos de luna como telas de araña traspasaban las cortinas bordadas e iluminaban el sitio. Un hilo de sangre escurría por su brazo y la mirada estaba inyectada de color amarillo vidrioso y las venas finas tan hinchadas que se distinguían a la distancia. El sacerdote habló y reconoció que el hijo de Pakal había pasado una prueba casi imposible en tres días de cautiverio.
¿Tres días y sus respectivas noches? El tiempo estaba alterado en la mente del heredero. Para él solamente transcurrieron unas horas.
—Levántate que te curaré; tengo el remedio contra las secuelas del veneno.
—¡Abajo está la casa de Pakal! ¿Cómo es que nade lo sabe?
—Así, lo decidió él. Nadie se opondría a su voluntad. Los constructores de la tumba y el sarcófago murieron después, en las guerras. Un puñado que sabemos el secreto de este recinto estamos obligados a callar. Para los demás sacerdotes este sitio solamente es la puerta del inframundo, así que lo evitan, porque es peligroso.
—Tu remedio duele —se quejó con suavidad el príncipe cuando sintió un líquido espeso en el tobillo— ¿de qué está hecho?
—De hierbas lunares y barro de la cantera Pek-Te.
—Escucho un ruido afuera ¿qué es?
—Son los tambores y cascabeles ceremoniales. Al pié de la pirámide está velando un grupo de sacerdotes y tamborileros; los bailarines no han cesado de girar y lanzar sus plegarias para que regreses con los vivos. Lograron su cometido.
—Había olvidado a la gente de la ciudad. Abajo únicamente existían Pakal y los espíritus.
—Pronto estarás listo. Si no mueres antes del amanecer superaste la prueba.
—¿El remedio no es infalible?
—Los puros de corazón sobreviven al veneno de serpiente. El remedio no salva a los impuros.
—Esperaré al amanecer, confiando en la voluntad de Pakal y del espíritu de Kan, la gran serpiente. ¿Me puedo recostar? Tengo sueño.
Un súbito cansancio invadió a Kan-Balam. Una pesadez inmediata invadió su cabeza en cuanto la posó en el suelo de piedra.
—Antes de dormir bebe de este vaso —apuró el sacerdote, aproximando un elixir.

El espíritu del príncipe regresó a la catacumba; volvió a leer con las manos las inscripciones de piedra y las comprendió con más claridad. En el sueño, una suave luz de amanecer hacía visible cada parte de la tumba. En el interior de la piedra-sarcófago, veía al cadáver enjoyado del rey muerto, con la máscara funeraria y los pesados collares de jade; espolvoreado del polvo rojo de cinabrio, que recuerda a la sangre en los funerales. Entre las paredes cavernosas salió un cuerpo descarnado y con huesos asomando por los costados; era el díos Hum-Came, escoltado por acompañantes pequeños pero robustos, sus chaneques de las cuevas y los cenotes. Más que un muerto viviente, el dios parecía un anciano muy arrugado, con algunos huesos fuera de su sitio, y fumaba el tabaco ritual. La vejez física del dios contrastaba con su mirada de fuego y furia, las uñas convertidas en garras y su voz imponente. Pakal, como espíritu, se levantó de su tumba. El rey muerto era brillante y esplendoroso, emitiendo una luz ambarina, pero de tamaño pequeño como chaneque. El príncipe hizo elegantes reverencias ante el dios y Pakal, jurando honrar el recuerdo de su progenitor y los designios secretos de sus dioses.

Cuando despertó, Kan-Balam sentía el calor del sol escapándose entre las cortinas del templo y veía unas chispas de luz contrastando con la oscuridad del recinto. Los tambores y cascabeles se escuchaban jubilosos a la distancia; ya no había miedo ni zozobra en la música, sino una serena alegría, signo de un regreso triunfal.
La mente del sucesor estaba alerta y despejada, pero una sensación extraña lo dominaba, como si se mantuviera sumergido dentro de un pozo de agua y las cosas fueran a disolverse en cuanto intentara tocarlas.
En el piso estaba la representación del dios del inframundo y la empuñadura de un bastón de mando. El príncipe comprendió: había triunfado en su prueba.
—Tengo hambre y sed; consígueme algo comestible, sacerdote —dijo con tono de mando y pleno de ímpetu.
El sacerdote no se inmutó, molesto por una petición tan directa, como si el príncipe ya estuviera investido de rey; pero todavía faltaban los ceremoniales y la aclamación del pueblo.
Sin decir palabra alguna, el sacerdote Kuk’bo se dirigió hacia una ventana lateral y movió la cortina para que una catarata de luz entrara al recinto. Él mismo volteó la cara y entrecerró los ojos. El príncipe sintió como si recibiera un golpe en el cuerpo y se arrastró hacia el rincón más lejano del templo, desconcertado y sin comprender lo que sucedía. Sus ojos lloraban y sentía dificultad para respirar como si ese flujo resplandeciente atenazara al aire.
—Todavía necesitas aprender a escuchar a los sacerdotes y a cuidarte de las potencias contrarias. El Sol no es enemigo de la oscuridad, pero un avance demasiado impetuoso —continuó el sacerdote mientras cerraba la cortina y dejaba una pequeña abertura—enviaría tu espíritu al inframundo de modo definitivo.

No hay comentarios: