Por Carlos Valdés Martín
En la noche, desde la tranquilidad de viajar sobre una bicicleta, observé
una sombra caminando sin rumbo fijo: la sombra pertenecía a un pordiosero, vestido aunque con la ropa
desgarrada en jirones, deambulando sobre la acera de una avenida. En esta
ciudad le nombran como “teporocho”,
sinónimo de borracho y miserable, pero esa palabra folklórica contiene un asomo
de chiste y este drama no señala nada gracioso: ninguna sonrisa endulzaría el
trago amargo de una dignidad hundida entre harapos.
Antes de convertirse en pordiosero fue una persona, luego la red de su
existencia se rompió por completo. Los hilos de la red que protege frente a esa
caída catastrófica son tan frágiles que una simple nube en el cerebro, un
ofuscamiento extremo puede lanzarlos hasta la calle, inclemente y sin refugio.
Esa figura era casi un fantasma, un recuerdo de quien un día fue
considerado miembro pleno de la humanidad, pero que cayó… Quizá primero empezó
a beber y luego perdió el empleo; quizá después a violentarse y sus amistades
lo abandonaron; quizá se quedó sin dinero y lo lanzaron del minúsculo departamento;
quizá adquirió un aspecto repugnante y maloliente hasta que su familia lo
repudió; o quizá ocurrió un evento más difícil de explicar. De cualquier manera
una noche (porque debía ser alguna hora oscura) alguien se tropezó solitario por
completo, sin una puerta que tocar ni una voz que le respondiera ni una mano
que estrechar... Le invadió la soledad completa: la nocturna caída en el
precipicio del aislamiento.
Al caso no es relevante si ese alguien se lo merecía o no, si era culpable
de su desgracia o las casualidades lo fueron cercando hasta atraparlo. La noche
lo fue atando con un abrazo frío y un golpe de hielo en la nuca. En una mala madrugada
ni siquiera encontró una delgada cobija y el suelo extendió una plancha de
asfalto. El aire frío lo maldecía y el segundero del reloj desfilaba tan
lentamente. La noche condenaba a tortura y el tiempo parecía atascado en el torcedor eterno. La oscuridad creció
como un laberinto donde ya nada escapaba. Y en ese negro calendario —opresivo y
prolongado— se fue espesando una costra espesa donde se olvidó quién había sido
él de niño o joven; extravió las palabras complicadas, los números y las
cuentas, las reglas de la decencia, le recuerdo de un osito de peluche, hasta
que también el hambre quedó extraviada... A tantos olvidos hasta su nombre se
fue perdiendo.
Cuando amaneció un costra había capturado a la oscuridad helada, su reloj
seguía estático en el mismo segundo perdido y el laberinto ya no prometía más
salidas. Pero, al menos, la dureza de una costra sitiando su conciencia le
evitaba darse cuenta, sentir vergüenza o cansancio. Sus piernas imitaban las de
un mecanismo torpe y sin rumbo, él simplemente tropezaba esquivando botes de
basura o alejándose de los orgullosos ciudadanos que creen habitar en el siglo
XXI.
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