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sábado, 29 de abril de 2017

DESAMPARO EN UNA NOCHE HELADA







Por Carlos Valdés Martín


En la noche, desde la tranquilidad de viajar sobre una bicicleta, observé una sombra caminando sin rumbo fijo: la sombra pertenecía a un pordiosero, vestido aunque con la ropa desgarrada en jirones, deambulando sobre la acera de una avenida. En esta ciudad le nombran como “teporocho”, sinónimo de borracho y miserable, pero esa palabra folklórica contiene un asomo de chiste y este drama no señala nada gracioso: ninguna sonrisa endulzaría el trago amargo de una dignidad hundida entre harapos.

Antes de convertirse en pordiosero fue una persona, luego la red de su existencia se rompió por completo. Los hilos de la red que protege frente a esa caída catastrófica son tan frágiles que una simple nube en el cerebro, un ofuscamiento extremo puede lanzarlos hasta la calle, inclemente y sin refugio. 

Esa figura era casi un fantasma, un recuerdo de quien un día fue considerado miembro pleno de la humanidad, pero que cayó… Quizá primero empezó a beber y luego perdió el empleo; quizá después a violentarse y sus amistades lo abandonaron; quizá se quedó sin dinero y lo lanzaron del minúsculo departamento; quizá adquirió un aspecto repugnante y maloliente hasta que su familia lo repudió; o quizá ocurrió un evento más difícil de explicar. De cualquier manera una noche (porque debía ser alguna hora oscura) alguien se tropezó solitario por completo, sin una puerta que tocar ni una voz que le respondiera ni una mano que estrechar... Le invadió la soledad completa: la nocturna caída en el precipicio del aislamiento.

Al caso no es relevante si ese alguien se lo merecía o no, si era culpable de su desgracia o las casualidades lo fueron cercando hasta atraparlo. La noche lo fue atando con un abrazo frío y un golpe de hielo en la nuca. En una mala madrugada ni siquiera encontró una delgada cobija y el suelo extendió una plancha de asfalto. El aire frío lo maldecía y el segundero del reloj desfilaba tan lentamente. La noche condenaba a tortura y el tiempo parecía atascado en el torcedor eterno. La oscuridad creció como un laberinto donde ya nada escapaba. Y en ese negro calendario —opresivo y prolongado— se fue espesando una costra espesa donde se olvidó quién había sido él de niño o joven; extravió las palabras complicadas, los números y las cuentas, las reglas de la decencia, le recuerdo de un osito de peluche, hasta que también el hambre quedó extraviada... A tantos olvidos hasta su nombre se fue perdiendo. 

Cuando amaneció un costra había capturado a la oscuridad helada, su reloj seguía estático en el mismo segundo perdido y el laberinto ya no prometía más salidas. Pero, al menos, la dureza de una costra sitiando su conciencia le evitaba darse cuenta, sentir vergüenza o cansancio. Sus piernas imitaban las de un mecanismo torpe y sin rumbo, él simplemente tropezaba esquivando botes de basura o alejándose de los orgullosos ciudadanos que creen habitar en el siglo XXI.

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