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viernes, 10 de enero de 2025

POR NO LEER “FAHRENHEIT 451”



 

Por Carlos Valdés Martín

 

Un poeta apuntó que quien descubre el infinito en una hoguera arriesga a ser pirómano. Esa es una afirmación tajante, que contiene una media verdad y donde falta lo más interesante. Considerado lo que sucedió, declaro que los hechos señalados son reales y que un techo en llamas se veía hasta más allá del vecindario. Por aquel acontecimiento decidí renunciar al famoso libro Fahrenheit 451 de Bradbury, inclusive, hice trampa escolar para ojear únicamente el principio y el final. Antes había leído concienzudamente libros más gruesos y difíciles, así que ese desliz no fue notado por el profesor de literatura y no promedió con las calificaciones.

¿A quién le importan las calificaciones cuando el techo en llamas del garaje amenaza con devorarse la casa contigo adentro? Explicado así, el techo adquiere otra dimensión. En su materia era de fibra de vidrio sobre estructura metálica, que daba sombra y cobijo a dos automóviles. Un infierno en potencia descansando al frente de la casa del amigo, dando sombra y cobijo a los automóviles. Durante el caso accidental quedé al interior de la casa junto con una ayudante doméstica, mientras el fiel amigo quedó en la parte de afuera.

Había pasado la fiesta de navidad y en casa de mi amigo Ricardo el árbol languidecía, mostrando ramas secas y otras medianamente verdes. Las ramas que se habían secado en su manipulación desprendían fragmentos. Con el propósito de deshacerse de este árbol navideño, su madre lo colocó en el garaje, junto a la pared para que no estorbara al estacionar sus automóviles. El camionero de la basura, un empleado público ambicioso en su posición, exigía demasiada propina por llevarse árboles grandes. La madre de Ricardo había encargado a sus tres hijos (había dos hermanos ausentes en esta narración), que quitaran ramas y se deshicieran poco a poco del estorbo.

La curiosidad por el fuego late entre las inquietudes de la adolescencia típica. Por mi parte, suponía que al fuego lo manejaba con la suficiente precaución. Como antecedentes para suponerme precavido contaba cuando quemé coloridas fotografías recortadas de revistas dentro de una cubeta metálica, por simple curiosidad estética. En incursión hacia los baldíos de Ciudad Satélite junté cañas de girasoles secos, para hacer una fogata al estilo escultista. De manera aun más entretenida, mis primos me enseñaron a elaborar minúsculos cohetes poniendo aluminio sobre la cabeza de un cerillo, aprovechando la combustión y la aerodinámica rudimentarias. Años de aprendizaje infantil, cuando creía que sabía controlar el fuego.

Por su parte, mi amigo había ganado la fama de travieso y lo que sucedió reforzó esa opinión. Por más que el incendio del techo implicaba una responsabilidad compartida entre dos niños, los prejuicios y mis calificaciones predisponían a los adultos a no considerarme responsable de las travesuras. Además, Ricardo mostró un peculiar sentido de la honorabilidad ante su madre, asumiendo el cien por ciento de la culpa, sin dudarlo ni por un momento.

En la novela de Bradbury abundan las referencias piromaníacas, convirtiendo al honorable Cuerpo de Bomberos en una institución perversa dedicada a la quema de libros, parodiando las ordenadas por Hitler y las perversidades de las hogueras de la Inquisición. En cambio, mi recuerdo de pubertad no contiene lecciones políticamente correctas ni un impulso psicológico desbordado.

El árbol ya estaba en ese sitio, colocado junto a la pared y hasta cerca de una llave de agua con manguera. A los lados no se observaba ningún elemento inflamable, y el lector perspicaz sabe que este relato comenzó señalando al techo. Antes del desaguisado nadie imaginó esa inflamabilidad del techado. Esa mañana, Ricardo explicó que antes había quemado ramas de pino, por la practicidad de aligerar la carga que mandaría al basurero. Demostrando cautela, entre los dos acordamos llenar un balde con agua que usaríamos para apagar las ramas encendidas.

Después de la zona de los autos había un jardín pequeño y a dos metros la cocina y la entrada de la sala. La casa era de dos pisos y por atrás con patio pequeño. Entre el cobertizo de los dos automóviles se estrechaba un pasillo de cemento, que conducía a la entrada principal. Sobre el costado izquierdo de la casa recargado hacia la pared crecía un árbol de nísperos que escapaba al techo del garaje. El frente de la casa quedaba protegido por un zaguán corredizo de metal.

La quema de las ramas comenzó en orden. A una rama seca un chico le acercaba un cerillo y el otro la mantenía desde el otro extremo. Cuando la rama estaba lo suficiente seca se incineraba con rapidez, pero había algunas verdes que se resistían. Los restos de la rama eran arrojados a una cubeta de metal. Pasaron unos minutos, la quema controlada ya había terminado, entonces Ricardo consideró que había ramas secas en el cuerpo del árbol, surgiendo la idea de una quema sobre el árbol. Sin discutir el punto, Ricardo acercó hacia el árbol una rama encendida. De manera inesperada el recuerdo navideño comenzó a arder. Él tomó la manguera con agua y abrió la llave esperando que se apagaría con facilidad. En ese grifo el agua no brotaba con presión suficiente, así que el líquido no controló la llama que fue creciendo.

—¡La cubeta!

Salté sobre la cubeta preventiva y con rapidez arrojé su contenido. En el recuerdo no queda claro si era poca agua o si mi tino falló miserablemente.

Un segundo después el techo se comenzaba a incendiar. Antes de ese momento no habíamos notado que el arbolito casi tocaba ese techo y que la flama ascendente subiría a ese nivel. El fuego a una velocidad instantánea comenzaba a abarcar el pino completo. En un intento desesperado y heroico, mi amigo intentó una patada para derribar el árbol, como si eso hubiera servido de nada. En el intento él sintió el ardor del fuego en el pie y, por primera vez, se atemorizó de lo que avanzaba. Por mi parte seguía confiando en el agua y corrí a la cocina para llenar una olla, mientras él volvía a intentarlo con la manguera.

La cocina tenía un ventanal donde se observaba perfectamente el arbolito adquiriendo la potencia de una antorcha completa y el techo que se estaba contagiando. Ricardo agitaba la manguera intentando que el agua abatiera el incendio, pero su esfuerzo era por completo inútil.

Una de las asistentes domésticas le urgió a Ricardo, que abriera la puerta de salida. Él se resistió a salir para seguir lanzando agua al arbolito. Por mi parte únicamente, junté una primera olla con agua que arrojé contra el arbolito, sin ningún resultado. Regresé de inmediato al interior de la casa mientras Ricardo tomaba rumbo hacia la salida, acompañado por una asistente.

El techo se llenó de lumbre en unos pocos segundos. La escena quedó dividida entre dos que permanecimos y los dos que salieron. Desde afuera Ricardo gritaba que escapáramos. Los dos de adentro en lugar de hacerle caso inmediato, buscamos una escapatoria por atrás o por arriba. Desde el segundo piso, las flamas del techo eran amenazantes y, daban la impresión de que devorarían la casa entera.

Desde afuera Ricardo y los vecinos tenían la impresión de que el incendio estaba comiéndose también el segundo piso de la casa. Un alma piadosa con teléfono convocó a los bomberos, que llegaron con rapidez de película.

Los de adentro quedamos paralizados ante una boca infernal gigante, exhalando calor y humaredas nauseabundas. Afuera se escuchaban gritos y una sirena de emergencia. Desde adentro había un espacio despejado para correr desde la cocina hasta afuera, sin embargo, el patio completo era una tea ardiente, sobre las cabezas había una marea ígnea que amenazaba con caerse. El fuego crepitaba, mientras parecía que el techo en llamas comenzara a caerse y que fuera mortífero el pasar corriendo por debajo.

Los vecinos afirmaron que el humo se veía desde el punto más distante en la colonia.

Conforme pasaron los minutos fue evidente que el fuego no contagiaba a la casa. Sonó con más fuerza la sirena que utilizan los bomberos. Volví a subir al segundo piso para observar si llegaba la ayuda y desde ahí el humo no dejaba ver qué sucedía en la calle.

Volví a la parte baja de la casa. El garaje seguía mostrando una boca infernal acotada al techo. Para nuestra sorpresa avanzó un bombero por el patio desafiando la conflagración de flamas y negro humo sobre su cabeza. Para ese momento, el arbolito quedaba reducido a cenizas.  

El bombero con paso firme atravesó la zona de conflagración. En el interior de la casa preguntó si había heridos y si el fuego estaba adentro. A todo respondimos que no. Indicó que urgía salir, aunque ese techo siguiera encendido. Corrimos junto al bombero mirando de reojo hacia arriba, sintiendo las lenguas flamígeras que acariciaban esa techumbre. Un recorrido que imaginé fatal desde dentro, duró segundos; el atravesar ese patio fue un parpadeo.

Afuera estaba un gran camión rojo y blanco, con su cisterna para lanzar agua, junto con un nutrido grupo de curiosos. Desde adentro no habíamos notado que un camión de bomberos ya estaba lanzando agua sobre el techo a un costado de la casa. 

La madre era rubia y radiante, con mucho aplomo y hasta con don de mando. Ella llegó un minuto después, abrazó a su hijo y mandó a traer bolillos para el susto. Con buenas maneras regañó a los bomberos para evitar que entraran en tropel al interior de su casa al darse cuenta que el fuego se había controlado en el garaje. Para ese momento, el techo estaba completamente mojado y emanando un humo desagradable.

Me sorprendió que mi amigo no sufriera un regaño fortísimo cuando él asumió por completo la responsabilidad de lo sucedido. Afirmó que la tontería de meterle fuego al árbol era por completo suya y que yo era el encargado del agua. Aunque él no faltaba por entero a la verdad, estaba disculpando completamente mi complicidad.

Cuando desapareció el humo curioseé con un fragmento de techo, mirando su estructura donde dos cubiertas plásticas, en la mitad guardaban un entramado de fibras carbonizadas. Después entendí el nombre de “fibra de vidrio” y que su contenido plástico era altamente inflamable.

Salí completamente ileso, aunque un poco tiznado de las manos y la cara. 

El después de comer el bolillo y jurar que no tenía ni un rasguño, el chofer de la señora me llevó a mi casa, en la siguiente colonia. Mis padres preguntaron varias veces qué había sucedido y cuando estuvieron satisfechos con el relato, señalaron que debía prometer el nunca más “jugar con fuego”. Sí lo prometí, aunque perdí el sueño imaginando que castigaban a mi amigo Ricardo por el incendio. El peor castigo que imaginé era que lo expulsaban de la escuela. Sucedió que unos años después a él lo expulsaron de la escuela, aunque fue por motivos enteramente diferentes, sin ninguna relación con lo aquí relatado.

**

Cuando comencé a leer la novela Fahrenheit 451, su parte inicial chocaba frontalmente con mis experiencias. Señala al protagonista como una especie de piromaníaco que disfruta quemando libros empleando un lanzallamas. Por mi parte, yo quería a los libros y era un contrasentido la quema de textos. Esta entrada de novela, por lo demás hermosa, me contrarió: “Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director…”[1] Con anterioridad, la lectura de Crónicas marcianas me había gustado, así que preferí no entrar en conflictos con ese admirado Bradbury. Luego miré el final de la novela y tampoco me agradó que terminara con una cita del Apocalipsis, y un ánimo por ese estilo. Le pregunté a Olivares, que ya la había leído y eso de que los refugiados se memorizaban cada uno un libro, que el bombero maníaco se redime al unirse con los conservadores de los libros, para mi gusto sabía a ñoñez.

 

 

 



[1] Bradbury, Fahrenheit 451, p. 1.

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