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jueves, 20 de enero de 2011

DIVERTIMENTO PARA CUARENTA Y TRES CUMPLEAÑOS CON DIECISIETE TEMAS
















Por Carlos Valdés Martín

Nota previa: Espero se haya comprendido que este escrito del año 2003, indica un sentido festivo. Ninguno de los párrafos debe tomarse demasiado en serio ni demasiado en broma.

1) El ojo y el espejo. A ciertos mamíferos les divierte un espejo enfrente. La imagen refleja los contornos exactos pero las evocaciones son infinitas y, entonces, me sorprendo (ergo: soy mamífero). Los ojos se corresponden con el espejo, con la sensación de lo liso, el sentido plano pero luminoso. Y en la cultura moderna lo visual ha crecido, como si fuera el sentido superior, el verdadero entre los cinco sentidos. Pareciera que la meta cultural (mediática) es la conformación de un gran ojo, la televisión ojo-espejo. Porque la televisión es eso: contraparte del ojo (lo fijo en la cara confrontado con inmóvil en un aparato). "La naturaleza de lo cristalino los liga, los unifica." Sobre el cristalino del ojo se desplaza la luz sin distorsión (aparente pues, en estricto sentido, el ojo crea una deformación de la luz) y en continuidad (también aparente, el parpadeo desaparece en una impresión de continuidad) y sobre la pantalla de cristal las ondas luminosas se convierten en un espectáculo sin detención (en continuidad, otra vez, aparente por el flujo velocísimo de puntos luminosos).

2) El espejo para el Rey. El espejo es parte integrante de la historia del esplendor. Ejemplo descollante de ese esplendor del reflejo fue el “Salón de los Espejos” del Palacio de Versalles, considerado uno de los emblemas del palacio más pretencioso de una época. Un salón pletórico de espejos resultaba un emblema del fasto, de la riqueza, de lo que merece ser visto, un sitio exclusivo para el Poder. / Parte del encanto del espejo es que resulta dócil a la mirada, muy leal en su respuesta. Ante la mirada siempre regresa la imagen en sentido opuesto, por lo que a mirada frontal responde con imagen frontal. El ojo que se mira ante el espejo, de suyo se debe considerar un Rey, y la superficie bruñida, su Súbdito leal, y digo súbdito leal pero no abyecto (falsamente adulador), porque solamente ofrece una alternativa de reflejar y no cambia para la complacencia del ojo. Ante la única alternativa del espejo plano, su refinamiento exige una combinación para alcanzar miradas laterales. La composición de dos espejos proporciona el deleite de los ángulos opuestos e inesperados, completar la vista del costado o por la nuca.

Pero el ojo humano no se mira como simple ojo (órgano aislado) sino como totalidad integrada en la conjunción de la cara (al menos) o del conjunto del cuerpo humano (con sus evocaciones: como sus estados de ánimo asomados en la piel, su ropa denotando estatus e intenciones). El ojo no se asoma por curiosidad anatómica, sino para la confirmación de una revelación del aquí y ahora, busca en este preciso momento la imagen de su íntima humanidad y se recrea (con gusto o disgusto) en ella. / Como súbdito el espejo no le debe jugar malos ratos al Rey (como el sastrecillo adulador que lo encueraba mientras lo engañaba diciéndole que lo vestía), ha de ser fiel y verdadero; más bien, con su fidelidad prístina de imagen, el espejo sobrepasa al cortesano, ya demasiado adulador o ligeramente descuidado en su contemplación sobre el Monarca. Si fuera tan silencioso y perezoso el espejo sería el súbdito ideal.

3) Habitación de espejos. Si bien los espejos son bienvenidos a la decoración desde hace siglos, no por ello alcanzan el límite de la decoración. El espejo otorga amplitud, agranda los espacios. Permite un juego agradable de perspectivas. La combinación de espejos es interesante, pero la total integración de espejos dentro de un cuarto escapa al sentido de lo manejable para gente cotidiana (al menos hasta esta modernidad). A contra pelo, dentro de algunos elevadores el diseñador impuso la idea rara de colocar espejos planos en cuatro costados; la impresión resulta desconcertante por principio. Pero los elevadores, en mi opinión, siempre contienen desconcierto: una caja cerrada que mueve a las personas sin la sensación propia de los viajes, por eso son abordados simulando respeto: en un breve silencio.

En la exposición de un museo me encontré con el siguiente pasaje: un cuatro mínimo con espejos por todas las paredes. Ahí el mutuo reflejo proporciona la sensación de infinito y vértigo de caída. A los lados se observa el infinito mediante una curva de reflejos perdiéndose en una divagación de imágenes, hacia el piso se observa una apariencia de caída, como un desplazamiento sobre el precipicio; los visitantes agarofóbicos escapaban del sitio. Esa es la habitación extrema de espejos, y la curiosidad que despierta durante una exposición no desmiente que para la vida cotidiana resulta un exceso, una perspectiva casi insoportable.

4) El corazón del reflejo. Cuando colocamos dos espejos frente a frente su función agoniza ante un límite aparente. El espejo devuelve una imagen fiel de lo que refleja, pero si se encuentra con otro que también “devuelve una imagen fiel”, por fuerza debe repetir la operación, que irá de regreso y de nuevo regresará. Y como resultado una “imagen fiel”, al viajar de aquí para allá se diluye. En el espejo contra espejo vislumbramos algo así como un túnel que se va oscureciendo, porque la repetición de los espejos decae perdiéndose, como formando una caverna hacia el corazón oscuro del espejo. Quizá alguien con espíritu científico nos indicaría que esa apariencia forjadora de una caverna oscura dentro del espejo es un resultado de las imperfecciones del espejo o de las perturbaciones de la fuente de luminosidad (que no viaja en una línea recta perfecta). Pero vislumbro que ese “efecto de caverna” también está basado en la cualidad propia del acto de reflejar: el reflejo siendo un acto pasivo nunca se perfecciona por su continuación. La duplicación de la pasividad del reflejo no se convierte en actividad, por lo mismo entronca hasta su corazón: negación inicial (nihil primigenio) y solamente idealizado dentro de ese extremo insinúa un principio activo. El nihil primigenio metamorfoseado en pura acción (la Nada mutada en principio genético puro), es decir, contemplación pura transmutada en acción trascendente como lo quiere el budismo y cualquier misticismo profundo.

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5) Inicio de inicios. La escolástica cristiana de la era feudal se sintió consolada con la sagacidad de Aristóteles, quien encontró indispensable una “primera causa” del mundo físico, más allá de la cual no se encontraría causa antecedente. El tema se difundió como “el primer motor”. Y la escolástica encontró que esa primera causa debía ser Dios. Después el espíritu científico predominante de Europa desechó tales hipótesis teológicas, prefiriendo enfocar un continuo infinito para el espacio y el tiempo. Sin embargo, el interpretar un tiempo infinito se mantuvo como un problema irresuelto para la ciencia y la filosofía. Nuestra operación mental cotidiana dice que cada momento requiere de un momento antes, y si continuamos con esta operación, acabamos perplejos ¿Qué hay antes de cualquier posible antes o, expresado de otro modo, antes del tiempo? Por un razonamiento riguroso la regresión en el tiempo buscando el “primer motor” indicaba una cuenta infinita, pero la idea de que antes de este día ha transcurrido un “infinito de tiempo” resulta una conclusión inaceptable.
La teoría del Big Bang ofrece una salida para ese dilema. Pero continúa nuestro derecho a razonar y preguntarnos que existió antes de la explosión original. Aunque la ciencia colinde con la fe en este tema y pudiera ser aceptable la suposición de un inicio absoluto antes del cual solamente existió una Nada, un Dios o un Otro (siempre una entidad absoluta trascendiendo nuestra existencia presente), la imaginación exige aplicar su derecho a entretenerse con las fases anteriores, con el inicio del inicio y con antes del inicio del inicio.

6) Sin posición ni dimensión. Según cierta definición de la geometría euclidiana, el punto es la figura que tiene posición pero no dimensión. El punto carece de alto, ancho o grosor, pero sí tiene una posición en el espacio y así es localizable y existente. En el 6° grado de escuela primaria esa afirmación me pareció tan elegante como temeraria. Porque dar algo como existente pero sin ninguna dimensión me resultaba un concepto desconcertante. Sin embargo, esa falta de dimensión del punto geométrico es consistente con la construcción de la geometría.
La teoría del origen del universo nos revela una explosión denominada Big Bang, que inició en un punto. Pero si el Big Bang inició en un punto, este punto además no tenía posición ya que la “posición” es una relación en el espacio, y el punto original del Universo no estaba contenido en un espacio (para dar sus coordenadas o su posición). El punto-Big-Bang me encuentro con que es menos que un punto, sin posición y existiendo en medio de nada (literalmente nada). Entonces el antecedente del Universo se ubica en ningún lugar y con ningún tamaño, pero conteniendo entera la materia y energía ahora presente en el universo. Quizá me excedo al definirlo como menos que un punto, concedamos que, al menos, el universo empezó en un punto, para que su posición se definiera respecto de sí mismo, ya que nada más existía.

7) El aquí y ahora. ¿No será que el “aquí y ahora” es una rememoración de la estructura de ese primer universo colocado completo en un punto sin dimensión (inimaginable)? Mentalmente es difícil estar verdaderamente aquí y ahora. Y colocarse en el aquí y ahora implica plenitud existencial y de conciencia, siempre y cuando no reduzcamos a ese presente en una simplificación sin contenido. Me refiero a que el capricho es la mascarada del “aquí y ahora”, pues la vanidad del capricho hace del antojo instantáneo la ley de la conciencia, que exige sus satisfacción inmediata “aquí y ahora”.
Siempre estamos en el aquí y ahora, pero, paradójica y fácilmente, la conciencia se escurre hacia un punto de fuga, del no-aquí y no-ahora. Como ejemplo ofrezco cuando me fosilizo en mi infancia y esa fijación de la conciencia en la etapa inicial trae aparejados los traumas sicológicos, por lo que me resulta imposible percibir este momento y trato a todas las mujeres con el molde heredado de mi progenitora.
El verdadero “aquí” es un lugar complejo. Para empezar, puedo estar perdido de mi cuerpo, puedo situarme en conflicto con mi alimentación o mi sexualidad. El verdadero “aquí” es la unidad de mi cuerpo, mi emoción y mi conciencia enlazada con su entorno (mi sociabilidad, familia, amistades, comunidad, amor).
El verdadero “ahora” también posee su complejidad. El verdadero “ahora” es la conquista del presente, no mera inercia (conglomerado de tiempo muerto) ni mera posibilidad en un futuro (divagar en la libertad de lo posible).
El punto inicial del Big Bang es el “aquí y ahora” privilegiado como punto de la potencia infinita (en nuestra escala). Imaginemos un “aquí y ahora” tan afirmativo que su Ser contiene entero el desarrollo universal. Eso fue el Big Bang: el arquetipo del “aquí y ahora”.

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8) Desprecio la poesía entendida como facilidad. La idea de la poesía como mínimo esfuerzo de la literatura me repele. La visión de damas ociosas buscando engarzar diez palabras consecutivas para creerse que accedieron al estado de gracia de la creación poética, sencillamente, me resulta inaceptable. Evidencia en la obra de Homero y otros, indican que, históricamente, la poesía se inició como máximo esfuerzo de la literatura, como desafío de verso y rima, obligando a un grado de dificultad adicional para encausar el anhelo de expresión. En su origen, la poesía rimada y metrizada implica un esfuerzo triple, un filtro múltiple para estimar la belleza de la forma junto con la potencia del contenido. En su inicio, la poesía no es facilidad, no es confort, la contrario es la lucha contra las palabras, el rescate de la belleza en los destellos sobre el gris fondo de lo cotidiano.
Esa visión que desprecio convierte la creación en un sillón acojinado de palabras, es decir, un muelle descanso del lenguaje. Aunque no sea verdadera poesía contiene la indicación de una época: trivialización del ocio dirigido hacia la búsqueda de un refinamiento inexistente. El corazón de las damas ociosas no resulta suficiente para generar expresiones significativas, simplemente plasman las charlas sin sentido en contextos diferentes, lo que fueron palabras al viento se truecan en hojas al olvido.

9) Para la comparación de la Fenomenología del Espíritu con el Fausto.
Un anhelo, auténticamente teutón , emergiendo desde hace siglos: captar todo, alcanzando el verdadero dominio intelectual. Goethe retoma una vieja leyenda literaria, el aislado genio que deseando un saber y poder supremos cae en la perdición. Bajo mi hipótesis esa leyenda debió entenderse como un llamado a la “humildad humillada” que pone ataduras a la ambición individual, bajo es esquema de las antiguas comunidades naturales que interpretaban cualquier individualismo como una perversión. Y el hambre de saber es un apetito del individualismo, una codicia por el conocimiento. Pero con Goethe la crítica se convierte en apariencia, porque no se condena planamente al individuo ambicioso, sino que se le comprende y hasta se le quiere; la crítica superficial se desliza hacia la admiración profunda. Fausto es un personaje que anuncia la irrupción de la modernidad porque no conoce sus límites (los de su condición de criatura socialmente determinada ni de obediente hijo de Dios) y permanece inquieto en su búsqueda, y ese mismo desconocimiento de los límites es la “apoteosis” de la libertad. Quien desconoce fronteras está condenado a vagar en una búsqueda, incluso a vagar en la desorientación. Aunque Fausto está situado al inicio de la modernidad, porque esa potencia la concede un “espíritu” conjurado, una fuerza demoníaca puesta a su servicio, y esto todavía implica un argumento del periodo mágico premoderno. Sostenido por las facilidades que le brinda un espíritu conjurado, Fausto recorre el mundo y las épocas, alcanza las cimas y los precipicios, conquista corazones y los pierde.
Con la Fenomenología del Espíritu de Hegel, el concepto de espíritu posee la función de conquistar la totalidad del mundo, en el sentido de la clave para el conocimiento filosófico global. Aquí no encontramos el drama literario, sino la filosofía aplicada sobre el “drama del mundo”. El “espíritu fáustico” mismo, la inquietud de una libertad que no encuentra reposo, se convierte en uno de tantos temas que interpreta la Fenomenología del Espíritu. Esta vinculación resulta más honda: con seguridad el Fausto inspiró al inquieto Hegel, el joven filósofo cuando renunciaba al sacerdocio, y se embarcaba en su búsqueda sin fronteras, para entender el mundo completo. Sin temor a caer en ofensas vale denominar a Hegel como un Fausto intelectual, puramente filosófico, cumpliendo en el campo de las ideas generales el programa del personaje. De hecho, Goethe representa al destacado viajero intelectual, abriendo horizontes para deleite de sus contemporáneos hasta el presente.

10) Las posibilidades de la conciencia de sí mismo. Y las explicaciones que ofrece Hegel sobre la conciencia y su libertad conservan enorme interés hasta la actualidad. En lo inmediato, la autoconciencia ofrece una dificultad constante, como si fuera la mano que intenta tomarse ella misma. Pero mediante la reflexión, fuera de la inmediatez, la autoconciencia ofrece enormes posibilidades. Hegel es el autor de la auto-conciencia por excelencia. Su entero programa filosófico es una tentativa de comprensión de la conciencia (como espíritu), partiendo siempre de que es una conciencia quien capta la conciencia, de tal modo que estamos dentro de un terreno circular, de retorno. Cada paso de la conciencia que conoce es un paso de retorno en el autoconocimiento, pero como el camino es largo, nos podemos fácilmente perder sin captar el elemento de autoconocimiento implícito. En el esquema de Hegel solamente la autoconciencia establecer la garantía y culminación del conocimiento.

Para entender bien este tema conviene extender el concepto de conciencia más allá de lo que se acostumbra (circunscrito a la percepción intelectual o pensamiento). Cualquier comportamiento humano implica un estado de conciencia, desde las sensaciones, las meras impresiones de los sentidos hasta los pensamientos más refinados, pasando por las actividades materiales y las emociones amorosas o religiosas. Cuando captamos como conciencia a toda la gama desde las inmediatas sensaciones hasta el pensamiento, pasando por los sentimientos y la acción, entonces estamos definiendo la conciencia como un componente esencial del ser humano y no solamente como su función racional. Este fue un fructífero enfoque filosófico: captar la conciencia como una continuidad contradictoria de todas las fases que ofrece el ser humano.


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11) Tranquilidad ante los mensajes. Me dicen que soy tranquilo porque no me enojo, incluso ante adversidades (así es la “vida”) o desplantes (de otros, siempre de los “otros”). Las aguas de las emociones que se agitan y las inmóviles son diferentes. ¿Son de naturaleza distinta? Por su definición las emociones, son movimientos, son despliegues del interior que ha sido afectado. Pero el desplazamiento de la emoción puede venir del interior (como un sueño sin estímulos desde el exterior) o por reflejo inmediato del exterior (como un susto causado por el sonido de una explosión cercana). Si las aguas de las emociones se están alterando demasiado con los impulsos del exterior, entonces se dice que la persona está “afectada”. La medida del impulso exterior afectando las emociones puede variar, pero existe un aspecto importante. Estamos inmersos en una sociedad saturada de impulsos visuales y auditivos, bajo la forma de mensajes (publicitarios, informativos, decorativos, etc.). De hecho, la proliferación y masificación de mensajes está adherida a la modernidad, en crecimiento (y hasta sobre-producción) de variadas formas para cautivar la atención de las personas y afectarlas en diferentes órdenes. Pero aquí no estamos observando el contenido de los mensajes, sin la afectación de las emociones. Como modelo ejemplar tenemos los mensajes comerciales por medios audiovisuales, que contienen una estructura típica: rápidos golpeteos de imagen y sonido para despertar las emociones ligadas a una necesidad específica. El golpeteo de imagen y sonido por lo regular consiste en breves imágenes (el mensaje comercial posee corta duración) que unen cierta estética sensual (imágenes agradables) con palabras que convierten a un objeto en ese “diamante” deseable (y así necesario). Del diario bombardeo de mensajes, “algo” debe sedimentarse en las personas y ese “algo” es la eficacia de la venta, la efectividad del mensaje. Unos breves segundos de contenido audiovisual bastan para despertar las emociones dormidas y movilizar necesidades. El problema es que el bombardeo de mensajes transcurre bastante caótico, y por caótico quiero indicar la relación azarosa entre una plétora de mensajes respecto de las personas que los reciben. Aunque la mercadotecnia quisiera otro escenario, las personas no reciben el anuncio de un refresco justo cuando padecen sed, sino que el mensaje va dirigido a afectar la emoción, aunque no exista una relación directa entre el deseo despierto y la satisfacción del mismo. Por ejemplo, un mensaje típico para la mujer despertará su deseo ser admirada por su belleza de acuerdo a un prototipo anglosajón de belleza y el mensaje se deposita entre mujeres de ascendencia indígena, sin posibilidad de satisfacer ese prototipo. En el ejemplo, quiero mostrar que entre la emoción que se despertó y su satisfacción hasta puede surgir un abismo.
Si el mensaje publicitario está bien armado, su objetivo será despertar cierta intranquilidad y generar un movimiento de compra. Pero de acuerdo al ejemplo comentado, lo bien armado del mensaje publicitario, se alcanza a convertir en una mera “frustración” del consumidor posible. El mensaje publicitario puede despertar ansiedades sin cumplir con una satisfacción y de ahí nace una intranquilidad permanente. La situación que describo, por su naturaleza es conflictiva, pero ante el conflicto la personas desarrollan definidos mecanismos de adaptación, que se ubican entre dos extremos: la insensibilidad y el olvido. Ante los mensajes externos se puede formar una insensibilidad creciente, de tal modo que ante cientos de mensajes publicitarios, acontece que no se les ve ni se les escucha, pero su número e intensidad se convierten en una especie de bosque (informático) que oculta los árboles (mensajes). Incluso tengo la impresión de que una parte del fundamentalismo religioso (paradoja de la modernidad) sirve en la función de acorazar a los sujetos en contra de la saturación de mensajes (comerciales y de todo tipo) con la secuela de frustración que esto trae. El otro mecanismo de adaptación es el olvido, que resulta tan simple como eficaz (y funcional a la repetición de los actos de consumo). Basta olvidar instantáneamente el circo de imágenes y sonidos que nos trae a diario cada medio publicitario, para que se los consuma sin percibirlo, se los beba sin hartazgo. Millones de ciudadanos ven los mensajes cada día en su televisor, en los carteles y los diarios, asimilándolos en el olvido. Este olvido señala el fracaso para un mensaje publicitario (como evento singular), pero garantiza que el “receptor” no se fatigue o proteste por la repetición de mensajes. Así, con la insensibilización y el olvido se permite la continuación del flujo de mensajes.
Pero en este mundo la pureza es rara, por eso yo pertenezco a la raza de los que aplican las dos recetas de adaptación, soy insensible y se me olvidan. La lluvia de los mensajes no me moja, no siente una necesidad interior de adquirir un automóvil nuevo después de ver y oír cien mil anuncios de los “nuevos modelos del año”. Y para colmo además se me olvidan los mensajes. Quizá el anuncio me inquietaría si lo recordara con detalle, pero la amnesia también se hace cómplice y refuerza el sellado de los sentidos. Después de más de cuatro décadas de ver anuncios de refrescos todavía no percibo que exista algún motivo para que los refrescos negros produzcan felicidad.

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12) La raza de quienes piden prestado. Según Charles Lamb (un ensayista inglés del siglo XIX -centuria de moralismos excesivos pero también de ironías en las Islas Brumosas-) la verdadera división entre los seres humanos ocurre en dos clases: los que toman prestado y los que dan prestado. Por ironía del destino, la raza superior corresponde a la estirpe de quienes toman prestado y además nunca se preocupan de pagar, porque en cuanto pagasen dejarían de existir como lo que son: los ciudadanos (lobos con piel de oveja) superiores que se gastan alegremente el dinero de los demás. Los de raza superior piden prestado por el simple convencimiento de que el dinero no debe permanecer en ese bolsillo ajeno, porque ahí ese dinero jamás será bien gastado; ellos están convencidos de su superioridad, porque a cambio de dinero no deben dar un equivalente económico (en trabajo o mercancías), basta con su vaga promesa de pagar (que siempre, de cualquier manera, será una línea sobre el agua). Al prestar, los de raza inferior (entre los que me incluyo) obedecen a un impulso irracional de abandonar su dinero a una aventura sin regreso, pero de extraña manera, ese dinero les pesaba (no habían tenido la ligereza o prisa para gastarlo, la velocidad para liquidarlo, mandarlo a una merecidas vacaciones sin retorno) y les hacía sentir incómodos o hasta culpables.
La banca moderna actualiza el excelente ejemplo de la evolución de esos deudores del siglo XIX, que como crisálidas de mariposa han cambiado de piel. Ahora los deudores (ciudadanos de raza superior) se han vuelto la institución contraria. El analista despreocupado creería que los bancos modernos se dedican a prestar al público, pero (como lo demuestra el caso de México y muchas otras naciones) el negocio de los bancos ya no consiste en prestar dinero, al contrario, ahora la moda es recibirlo como préstamo gratuito. Hacia 1995 corrió la noticia de que los bancos de México podían quebrar, porque existían muchas deudas impagables (en términos técnicos se denomina una “cartera vencida”). El Gobierno Federal henchido de sentido del deber (proteger a los “pobres bancos”) autorizó un presupuesto multimillonario para subsidiar a los bancos mediante una institución llamada IPAB (Instituto de Protección al Ahorro Bancario). Este IPAB destinó mensualmente millones de pesos para entregar a los bancos, ese dinero es a título de crédito que nunca devolverán los banqueros, y el fenómeno del “rescate bancario” no ha terminado luego de décadas. Resulta evidente que quienes reciben un préstamo de la nación, mediante las arcas generosas del gobierno son los banqueros y quienes nunca pagarán son privilegiados. Estos ciudadanos banqueros (de raza superior) reciben dinero a manos llenas para que no fracasen y a cambio entregan a la nación la enorme satisfacción de que no quebraron. Aunque cuando los banqueros están cansados y aburridos de recibir tanto dinero prefieren vender sus bancos a inversionistas extranjeros, porque no es justo que nuestros conciudadanos más distinguidos se tomen tantas molestias al recibir millones en subsidios para no quebrar.
El prestatario del siglo XIX tenía que cargar con la molestia de repetir sus sablazos casi cada semana, para ir conllevando su beneficio a la humanidad, que consiste en gastarse el dinero de los demás. El prestatario del siglo XXI sin la molestia del sablazo semanal, en cambio sufre del estrés del rápido aburrimiento. Grandes empresas y banqueros reciben inconmensurables préstamos del Gobierno cuando están sus empresas en apuros: por ejemplo en la crisis bancaria de México de 1994 y la crisis hipotecaria de EUA de 2008. Este aburrimiento de rico endeudado proviene del agobio causado con tanto dinero que recibe del gobierno (que se ha comprometido a no molestarlo con el reintegro del dinero del subsidio, porque los líderes políticos han reconocido que la raza superior no merece rebajarse a pagar cuanto dinero adeude). Luego los banqueros se aburren y venden sus bancos, quizá para alejar los reflectores de los noticieros de sus cabezas, y, en privado y a hurtadillas, practicar el deporte de sus ancestros, acercándose furtivamente para solicitar un “corto préstamo” a algún ciudadano desprevenido.

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13) De la catalepsia a la criogenia: el futuro de los ataúdes. La modernidad, tan prolífica en cambios de diseño y materiales, no ha realizado ningún avance significativo en materia de féretros. El cambio se detuvo en pleno siglo XIX, cuando la sobriedad británica y la elegancia francesa tuvieron un afortunado pacto (a diferencia de sus largos desencuentros políticos y filosóficos) para arriban a un concepto de elegancia y confort para los muertos. Mientras el automóvil se renueva y rediseña, casi año con año, agregando un aditamento aquí y allá, alterando un tono de color más acá, colocando otra comodidad discreta, por su parte los féretros han permanecido inalterados en su diseño esencial, respecto del cual hasta las innovaciones de materiales se disfrazan discretamente de continuismo. Los adornos de plástico de los ataúdes más baratos se disimulan delicadamente bajo una capa de pintura, para crear la ilusión de los festones metálicos, tal cual se acostumbran desde hace siglos, y ahora se disimulan tan perfectamente los nuevos materiales plásticos con una capa metálica que sólo un experto distingue entre adornos originales e imitaciones.
¿Porque es tan convincente e inamovible el diseño tradicional de este “último mueble”? Ofrece una ilusión de comodidad en el descanso, colocando un interior acojinado y cubierto de telas. En este mueble no funcionaría una mera imitación de la cama, porque un lecho cómodo también nos recuerda situaciones próximas al combate cuerpo a cuerpo, que son impropias para recordar si el tema es el descanso eterno. Y tampoco convendría una posición de sentado, al estilo de las sillas y sillones, ya que mantener perpetuamente esa posición exigiría procesos de embalsamamiento demasiados complejos. Entonces el ingenio humano encontró una solución mixta, como si uniera en sagrado matrimonio los beneficios de la cama y del sofá; la cama para recostarse en descanso eterno, y el sofá para dulcificar un largo tiempo de ocio, porque la ocupación de un cadáver no es agitada. Basta observar de reojo el interior acojinado de un féretro para sentirse tranquilo con el tema del “descanso eterno”, y si no sabemos el destino del alma de ese difunto (quizá falleció un pariente mal portado), al menos nos consolamos imaginando que sus restos mortales no tendrán ninguna clase de incomodidad.
Por el exterior de los ataúdes ha predominado la sobriedad, con colores sencillos y oscuros, que no invitan al juego o al divertimento, sino que brindan una sensación de protección y situación definitiva. Si bien sabemos que la madera no es un material eterno (y en esta tierra nada es eterno), su duración nos satisface con suficiencia, además de que tradicionalmente ha sido la fuente inagotable para todo tipo de muebles, ya que su dureza no es extrema y ofrece cualidades térmicas de regulación del ambiente. En ese sentido, la madera es una garantía de frescura y confort en cualquier situación de vida, y por lo mismo mantiene su prestigio hasta en la situación de muerte. Sin embargo, para espíritus menos confiados ante el paso del tiempo y así más orientados hacia la larga duración de los mobiliarios, existe la preferencia por la adquisición de ataúdes metálicos. Esta disyuntiva en la preferencia entre metal y madera, se disuelve con la transición de las pinturas de buena laca, que son una garantía ante los elementos externos y además permiten que las pareces de maderas parezcan metálicas y viceversa. Así se termina con lo que podría ser un dilema sobre cuál es el material perfecto para conducir la cadáver en su ruta hacia el más allá, pues de cualesquiera materiales, madera o metal, los acabados laqueados dan una brillante sobriedad a esta última morada.
En lo personal, no soy partidario de las ostentaciones, pero si en vida existieron diferencias sociales y de fortuna, entonces es imposible que no las mantengan en la fosa. Este punto se ha resuelto de una forma admirable, respetando preferencias pero sin caer en el terreno de lo impracticable. Bastan unos pocos adornos, esencialmente de festones o manijas de bronce para darle a cualquier ataúd la impresión de que es la última morada de un rey. Pero, desde siempre se sabe que estos adornos son de un bronce económico (o hasta de un plástico hábilmente pintado) de tal manera que nunca se repita la desgracia de los faraones egipcios, quienes sufrieron del saqueo de todas las tumbas (menos una afortunada) en manos de quienes perseguían el oro que los acompañaba bajo tierra. Así, el sentido práctico y el temor a los saqueadores de tumbas nos impide enterrar a nuestros seres queridos entre metales nobles. Aunque en el fondo de nuestro corazón quisiéramos bajarles oro y joyas a nuestros amados difuntos para hacerles más agradable su última estancia.
Por último, baste comentar el tamaño de los féretros que ciñen con holgura al cuerpo, pero sin que a la mayoría nos parezca opresivo . Las variaciones reales de tamaño son de apenas pocos centímetros adaptándose a las medidas del difunto. No tendría caso ofrecer más espacio en ese recinto, ya que hacerlo sería suponer que requiere de estirar las piernas o crecer. Y si a esto agregamos el tema de la sobrepoblación en panteones, se observaría que ampliar el mueble plantearía un desatino total.
En una época de transformaciones tecnológicas tan trepidantes cabría esperar modificaciones en este diseño. En el propio siglo del clasicismo en este mueble, el siglo XIX ocurrió una moda relativa a una sórdida situación. La ciencia médica británica comprobó con horror que sí sucedían episódicamente casos de catalepsia, en los cuales un individuo presentaba signos exteriores de muerte, pero el estado era falsa apariencia. Esta catalepsia había provocado el error de enterrar a ciudadanos en vida y después el entierro era su verdadera causa de muerte, porque al despertar ya estaban encerrados bajo tierra y sin remedio. Esta situación tan triste originó una moda transitoria de ataúdes con una campañilla y una cuerda en el interior. La campanilla se colocaba con la esperanza de que si alguien despertaba de la catalepsia se recibiera un aviso afuera, para así socorrer a la víctima ya enterrada. Por fortuna, el avance de la ciencia médica permitió hacer pruebas más exhaustivas en los cadáveres, para que no se escurriera algún vivo en el camposanto y de esa manera se retiró definitivamente el detalle de la campanilla, que resultaba tan poco estético y recordaba durante el funeral que faltaba certeza al estar llorando a un muerto (cuando por la catalepsia nadie sabía cómo distinguir un cataléptico en animación suspendida de un muerto).
Aunque nos deben esperar muchas sorpresas e innovaciones en este campo, al menos una novedad ya arribó, bajo la forma de la esperanza mediante la criogenia. La criogenia se define como la conservación de cuerpos en un ambiente de frío extremo. El antecedente son las observaciones biológicas comprobadas de que algunos animales presentan procesos de hibernación y de resucitación después del congelamiento, incluso agudo. En los humanos no existe ninguna prueba de que un proceso de congelación se haya revertido, aunque casos de rescate de personas bajo condiciones de hipotermia (daño por frío) permiten alojar esperanzas. La idea de los vendedores de servicios de criogenia es sencilla: si el cuerpo se congela perfectamente, quizá en el futuro se descongelará y entonces se logrará revivir a una persona. Los criogenistas apuestan a que en décadas o hasta siglos venideros sea posible aplicar avances de la ciencia para revivir a una persona congelada bajo sus auspicios.
Esto es como una catalepsia buscada, pero sin garantía de que suceda la vuelta a la vida. Aquí sí se abandonan los ataúdes porque el concepto de fondo cambia radicalmente. Ya no se requiere de la comodidad para un descanso eterno, sino un modernista frigorífico para regresar de un intermedio entre dos vidas. Entonces se abandonan todos los conceptos de comodidad y sobriedad simbolizados por los ataúdes, y entramos de lleno al campo de una ciencia ficción, pero sin estilo elegante. Los cuerpos se colocan en enormes cámaras refrigerantes, donde no existe sentido de estética o decoración, basta el componente técnico de los contenedores cerrados metálicos, mangueras de conexión y simples controles de temperatura. Donde se colocan los cuerpos es una máquina futurista, más cercana a los viajes siderales que al temido o anhelado descanso de cuerpos y almas.
Disculpen mi pesimismo, si les adelanté que la falta de estética y el sentido de “congelador” industrial que imperan hoy en el mercado de la criogénesis mortuoria indican que seguirá su escasa aceptación (hasta que no surja un genio comercial para crear una mezcla que satisfaga las expectativas en ese tema). Hasta la fecha los contenedores criogénicos permanecen marginado como un capricho de pocos millonarios excéntricos, quienes no aceptan apartarse de este mundo y confían en esa puerta congelada de regreso. A la fecha, los congeladores criogénicos son los ataúdes más costos y originales que conocemos, pero los tiempos siguen corriendo.

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15) La estrategia biológica del sexo sobrante: los machos en peligro. Al parece con algún biólogo vanguardista surgió un enfoque reciente (todavía dudoso y sin pruebas fehacientes) con la explicación de la división entre sexos naturales como una estrategia de la naturaleza. La versión de Adán solitario en el Edén y por ese motivo, por buscar compañía, pide una compañera es de sobra conocida, pero no posee validación en los laboratorios experimentales. Una especie de explicación medianamente científica de la separación natural entre dos sexos todavía no se presentaba y así avanzó la especulación.
La división biológica entre dos sexos opuestos y complementarios revela una fórmula de la naturaleza que encierra muchas aristas sin resolver y hasta aspectos desagradables. La faceta más desconcertante es que los machos casi sobramos dentro del plan de la naturaleza, casi somos un exceso en el festín de la vida, porque bastaría un sexo solitario para reproducir a las especies como lo hacen las amibas, por la simple partición, o bien con los dos sexos contenidos en el mismo cuerpo como sucede en especies de lombrices. Así, la hipótesis indica que el sexo masculino surge como un exceso, funciona como una estrategia de demasía natural, semejante a los partos masivos de huevecillos de los peces.
Por ese exceso se explicaría el sentido sacrificial del género masculino implicado en actitudes tan riesgosas (sin explicación racional) como la participación voluntaria: en las guerras o las gestas heroicas, el amor por las causas perdidas y los deportes extremos. Esas actividades como las guerras y las heroicidades son propias (y adecuadas) para los miembros sobrantes de la naturaleza, los que están emparentados con la muerte (o ya garantizaron su boleto a la “vida eterna”). Ciertamente, las mujeres son (en sentido biológico, pero no sólo en ese) tan indispensables que no existe motivo natural para arriesgar imprudentemente sus vidas, mientras que los hombres no parecemos indispensables, casi nada necesarios para la naturaleza y por lo mismo podríamos subir a la cuerda floja y dar unas cuantas piruetas, esperando nunca caer. Además si cayera el equilibrista sus espectadores no lo extrañarán demasiado, y el planeta no se detiene y la especie no sufre peligro de extinción, bastará un luto respetuoso para despedir al equilibrista osado.
Los “conejillos de indias” indican el pesimismo legendario que contagia el aire del laboratorio de biología y para no contagiarnos de ese pesimismo debemos mirar en otra dirección. Conforme se regula la natalidad parecieran disminuir las guerras y las epidemias: esos “mecanismos” artificiales y naturales que más restringen a la población. Con seguridad los avances en el auto-control de la población permitirán que el sexo masculino y la humanidad misma ya no sean organismos biológicos en exceso, por tanto obligados por el misterioso demiurgo de la biología a sacrificarse entre guerras y deportes de aventura.


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16) Epílogo I. De la voluntad incitada por la resistencia o el tema del astronauta.
La imaginación material revela sutilezas que la ciencia deja pasar desapercibidas por mantenerse tan evidentes como complejas. Por ejemplo, ahora descubrimos que la resistencia del mundo nos invita a la acción. La acción humana requiere de una oposición tenaz, una resistencia de los materiales y de las situaciones que conciten hacia el movimiento. Demasiado tarde la ciencia descubre que el efecto de ingravidez lo sufren los astronautas sobre su entero sistema músculo esquelético, que unos cuantos días de ausencia de gravedad atrofian la contextura corporal igual que una enfermedad paralizante. Digo “demasiado tarde” porque la humanidad esperó milenios para convencerse de esa verdad, la falta de lucha contra la gravedad también es una desgracia, una situación tan extraña que se parece a una enfermedad, a un malestar prolongado. Por ese ambiente de falta de oposición de la gravedad los astronautas deben obligarse a un régimen especial de ejercicios continuos, para evitar la atrofia muscular y esquelética. Esta observación se hace evidente cuando lo reporta la Agencia Espacial, pero ya debíamos haberla sospechado cuando practicamos natación. Cuando nadamos y sentimos la placidez del flotar, la salida siempre provoca un momento de pesadez excesiva, como si nuestros brazos y pies se quejaran con la salida de una alberca. Nadamos un rato y ya estamos acostumbrándonos a la flotación del cuerpo, después a la salida los brazos y piernas, por unos momentos nos han parecido más pesados de lo normal A mí eso me sucede y con las personas que ha platicado, también lo observan. Creo que en una escala mínima, pero ya observable, nos sucede lo que al astronauta: el cuerpo que deja de luchar contra la gravedad sufre una especia de desmayo y al regresar a la condición normal siente un cansancio anormal, presagia un desfallecimiento.
Lo que en el cuerpo es fuerza en el espíritu es fortaleza, y así como la gravedad nos incita al vigor cotidiano, son las adversidades las que debemos concitar para elevar con la voluntad. La pesadez del mundo, entonces, es el motivo de la acción de la voluntad. Conforme el mundo nos parece exageradamente confortable cesamos de accionar de la voluntad y entramos en la molicie del espíritu. Ciertamente, esta reflexión sólo es apropiada para el amanecer, pues al anochecer podemos bendecir las comodidades y olvidarnos de cualquier esfuerzo.

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17) Epílogo II. De la secreta maduración de las gemas.
Los ensueños de la tierra nos entregan a las piedras preciosas, como indica Bachelard . Lo más llamativo de las gemas es descubrir sus maduración con la visión de nuestra imaginación: ellas ahí, encerradas y silenciosas en lo profundo de la tierra, dentro un proceso de una lentitud pasmosa, donde adivinamos una duración milenaria o más. Lo curioso es que, en efecto, sucede un proceso de creación de las gemas mediante la formación en lentitud o parsimonia increíble. Durante siglos los átomos precisos se cristalizan hasta alinearse en estructuras bien definidas. Ese tiempo tan lento incita la imaginación de lo largamente forjado, que por lo mismo señala una sola dirección, una monótona finalidad, es la unidad de propósito, sin vacilaciones. El otro aspecto notable de las gemas proviene de su brillo, su relación con la luz, de tal manera que son cómplices de la luminosidad, y entonces solidarias de lo elevado y hasta lo celestial. En ese trozo pequeño y privilegiado de la honda tierra surge una complicidad con la luz proveniente del lejano Sol y otras estrellas.

Además, al comprender una gema podemos unir los extremos emblemáticos de la existencia. Esta cualidad de prolongada maduración y brillo instantáneo me evoca nuestro propio ser interior, que tarda en madurar y luego puede destellar, emanando desde profundidades insospechadas, repitiendo lo mejor de la lejanía Entonces las gemas son el emblema perfecto para la brillantez del espíritu, que es multifacética y reúne lo elevado con lo profundo. Si no existiesen las gemas ¿habría que inventarlas? Claro, no han sido inventadas, simplemente han sido montadas para lucirlas como joyas.
Me sorprende que a las gemas no las debamos inventar, que sea suficiente vestir las existencias naturales con el potencial del pensamiento y la imaginación, para revelarlas como signos incontrovertibles de la grandeza encerrada en lo mínimo, como la potencia infinita de lo pequeño, recordándonos que el universo entero se inició con una chispa mínima, inimaginablemente pequeña.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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