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viernes, 8 de febrero de 2013

LA ÚLTIMA LECCIÓN DEL MAESTRO FLORES




Por Carlos Valdés Martín

Por tejer recuerdos, Alberto Flores compraba cactus pequeños y arbolitos bonsái para colocarlos junto a las ventanas del minúsculo departamento. Desde la muerte de su esposa necesitaba distraer a la nostalgia. Además, entre la jubilación y el pago de su pensión faltaba un año o más. Escribió en su diario con perfecta letra manuscrita: “Esos trámites tardan, como dijo el abuelo: —Las cosas en palacio, caminan despacio”.  
Unas horas sueltas conseguidas en una escuela particular no resultaban suficientes en ocupación ni en ingreso, pero representaban una especie de láudano para un maratonista cansado. Antes estuvo dedicado de tiempo completo en una escuela pública, pero eso era asunto del pasado. Debía ocuparse sin mujer y con sus hijas casadas y emigradas hasta una lejana provincia. Sembraba diminutas macetas agregando tierra y fertilizante, dibujaba los órganos botánicos y pronosticaba las fechas de florecimiento. Arreglaba sus pequeñas macetas, las rotulaba con nombres de sus mejores alumnos y fantaseaba que alguno de ellos ganase un premio Nobel en el futuro. Sin su señora, el reloj se movía despacio y los hombros le pesaban más; pero aún sumaba fuerzas para persignarse ante el viejo retrato de bodas y salir cada madrugada rumbo al otro colegio.
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Era un veterano, pero en mi escuela era bisoño. El rostro moreno y casi lampiño con unos escasos pelillos sobre el labio causó revuelo entre los adolescentes de la secundaria. A mitad del año escolar, una graciosa caricatura de su cara circuló con sigilo;  el dibujante fue elogiado mientras su creación circulaba de mano en mano, pero prefirió el anonimato a una reprimenda.
Con sesenta años sobre la espalda, despegaba muy poco los pies al andar. Esa imagen cansina y falta de vigor se compensaban con paciencia de santo y experiencia en su materia de biología. Sin duda era el más modesto entre los profesores de ese colegio y parecía que siempre usaba lo mismo o copias del modelo: traje gris lustroso, zapatos negros lustrados y un raído portafolio azabache. Para completar, ese invierno, utilizaba suéter gris con unos cubre codos de cuero añejo. Ante la mayoría de los alumnos era un “prietito en el arroz”, motivo de burlas a sus espaldas y pretextos para no atender en clase.
Cada martes y jueves, abría el mismo cuaderno de orillas gastadas y empezaba: en el pizarrón colocaba dibujos de factura respetable y preguntaba sobre extraños nombres como fanerógamas y pedúnculos. Los más inquietos y distraídos murmuraban; luego, los callaba con dulzura. En ocasiones presentaba rompecabezas creados por sus manos con dibujos de anatomía celular, órganos de plantas y animales disecados; no faltaba el que se sentía en un grado de kínder con ese material didáctico, pero a la mayoría le entretenía. Antes del final, presentaba un breve cuadro de resumen para que recordáramos lo más importante de la sesión. Al terminar dejaba tareas cortas, casi siempre basadas en dos preguntas, aunque no faltaba el alumno que protestase por ese supuesto exceso. Alberto Flores se disculpaba con cortesía por solicitar esas tareas, pero no negociaba rebajas.
Conforme avanzaba el curso explicó la reproducción unicelular y una semana después la humana. Su exposición resultó oportuna, por mi parte comprendí que era imprudente ceder al impulso de encamar a una vecina. Resultó frustrante pero aleccionador y lo agradecí, aunque mantuve en secreto esa gratitud. Otros chicos, al contrario, lo culparon de frustrar sus fantasías adolescentes. Visto en retrospectiva, era de esperarse que el relajo estudiantil se tornara intenso y surgieran sanciones disciplinaras. El Chabelo no paraba de hablar en la parte de atrás; el Febo lanzaba sin cesar clips a la fila de enfrente; Vicentico prendía cigarros en el pasillo camino al baño…
Luego de agotar las reconvenciones y consejos —que buen resultado le dieron en la escuela pública— el tranquilo profesor Flores presentó una cara adusta. Al  director le solicitó sanciones disciplinarias para sus alumnos. El director sólo amonestó a los rebeldes y la tormenta de indisciplina en las siguientes clases de biología pareció amainar.

Una semana antes de terminar el ciclo escolar venía el cumpleaños del profesor Flores. Dos niñas, atemorizadas con la proximidad del examen final, propusieron cooperar para obsequiarle un regalo. En la asamblea informal del recreo, la aportación fue tacaña, pero entre varios alcanzaba para un regalo. El Febo, insistió en él comprar el obsequio. Las niñas de la idea querían mantener en propiedad su iniciativa, y ante la resistencia él ofreció contribuir con más dinero. Con esa oferta, el grupo aceptó sin dudarlo más.  Al día siguiente, el Febo comentó que el regalo era una fragancia de moda.
En la fecha señalada, la jovencita Maricela fue la encargada de entregar el presente. Ella despuntaba para convertirse en oradora política, así que solicitó la palabra antes de comenzar la clase y lanzó una arenga breve pero levantaba la voz, que temblaba emotiva, y movía las manos como si rompiera tablas. El discurso de Maricela no reveló el contenido, —que para eso son los envoltorios: para provocar una sorpresa— pero sí bordó una intrigante explicación para relacionar las flores, aromas y ciencias biológicas. Concluida su presentación, la aplaudimos y ella misma extendió las manos para entregar una cajita cubierta de reluciente celofán dorado y atada con un moño rojo.
Los ojos del maestro asomaron humedad por la emoción. Con el obsequio entre los dedos Alberto Flores solicitó silencio. El educador respondió con un agradecimiento cálido: —¡Qué lindos son chicos! Jamás lo hubiera imaginado. Siempre enseñé en un ambiente de pobreza, los alumnos no solían regalar nada material, sólo conté con su cariño y respeto como su mejor obsequio. Ustedes no saben cuántos alumnos viven en mi corazón y hasta algunos envían mensajes de agradecimiento por los años escolares que pasamos juntos. Incluso, muchos de ellos ya son hombres y mujeres de provecho… Pero me estoy alargando. Gracias, muchas gracias, chicas y chicos.
Como un niño en Navidad, el maestro abrió el envoltorio con rapidez nerviosa, pero su cara alegre se congeló cuando miró el contenido: era un rastrillo barato escondido en una caja de loción fina. Unos pocos chicos que ya sabían de la broma del Febo irrumpieron en carcajadas. Los demás no entendimos con rapidez, así, aplaudimos de modo automático por formulismo o sinceridad. Los más distraídos ni siquiera observaron lo que contenía la cajita. El aplauso chocaba con la risotada que se reprimía; cuando terminó el aplauso, algunos todavía se tapaban la boca para contener la risa.
Por un momento, el profesor Flores quedó atónito; miraba hacia el suelo para buscar una explicación extraviada. Varios lentos y distraídos empezamos a entender. Surgió un silencio expectante. El maestro seguía callado y miraba hacia cualquier dirección excepto hacia el grupo. Tuve la impresión de que salían gotas de sudor por su frente…
Dijo en voz baja y temblorosa: —Disculpen.
Abandonó el salón y se dirigió hacia el baño exclusivo de los maestros, la ruta era indudable pero algún curioso se asomó hacia el pasillo para comprobarlo.
En el salón comenzó un maremágnum de discusión y risas colectivas. Los orquestadores de la broma no paraban de carcajearse y celebrar su triunfo. Otros exigíamos explicaciones. Había enojo entre las niñas promotoras del regalo, quienes amenazaron con acusaciones ante el director. Creció un barullo y el salón se enfrentó intercambiando reclamos, burlas y molestias; unos a otros nos interrumpíamos en un caos de palabras. Desde el salón de junto mandaron a un emisario para acallarnos. Bajamos el volumen y siguieron las discusiones, evaluaciones y sermones improvisados.
Después de las discusiones me coloqué del lado de los indignados.
Faltaban escasos minutos para la finalización del horario de clase, cuando escuchamos pasos en el pasillo y regresó el orden. Por curiosidad no perdimos detalle desde que el profesor Flores abrió la puerta con suavidad.
En lugar de saludar con la cortesía habitual, soltó un graznido y avanzó hacia su sitio. Con voz temblorosa sentenció: —Ya es tarde, se termina el año… quizá no nos veremos más, ya pueden retirarse.
Sin mirar a nadie recogió con lentitud sus cosas y las puso dentro del portafolio raído que lo acompañaba a diario. En el bolso de su saco se adivinaba la envoltura de su “regalo”. Todos guardamos silencio mientras se alejaba; unos callamos por perplejidad y otros por culpables.

El examen final lo aplicó la maestra de matemáticas y por explicación indicó que el señor Flores estaba indispuesto. ¿Enfermo o molesto? Nadie lo sabía, todos le temíamos a esa maestra, así que ninguno solicitó aclaraciones.

Las vacaciones interanuales son aguas del Leteo, cuando el olvido renueva las almas. Al año siguiente, como era de esperarse, no recibimos noticias del maestro Flores que debía haber terminado con su proceso de jubilación.
**
Dos años después, recurría al servicio de transporte escolar en una camioneta con la profesora Alma Lilia, esposa del director. Un viernes nos sacó una hora antes de la terminación de las clases, porque tenía un compromiso. Ya montados en su camioneta, los seis jóvenes ocupantes recibimos una indicación: —Espero y no les moleste, pasaré un momento al servicio funerario del maestro Flores. ¿Lo conocieron? Dio clases aquí, hace dos años.
Lo recordé. La autoridad de la “directora”, como la llamaban todos,  era incuestionable, así que nadie objetó esa breve parada.
Pocos minutos después, ya en el estacionamiento de la funeraria, también nos dio opción de permanecer en el vehículo. Todos sentimos curiosidad y descendimos.

En la funeraria nos sorprendió una multitud que se arremolinaba en la entrada a la sala de velación. Cientos de jóvenes mayores que nosotros y adultos que intentaban acercarse para la última despedida del profesor Flores. Nos acercamos con timidez e intentamos ver sobre los hombros. Era imposible pasar a esa multitud compacta. La muralla de espaldas parecía indiferente ante algunos los esfuerzos de la “directora”.
Escuché murmullos y comentarios aislados:
—De él aprendí a…
—Cuidadoso...
—Lo quise como…
—Enseñó con...
Casi todos los rostros eran morenos, curtidos por el sol de la cordillera próxima. Cuerpos agolpados y presionando como abejas en dirección de la colmena. Quedé sorprendido, jamás imaginé que tantas personas se ocuparan en dejarle un tributo final a un maestro.

Ante la dificultad para mirar el féretro, la “directora” nos dio orden de retirada inmediata y, sin cuestionar, cumplimos la decisión.
Mientras conducía la camioneta comentó: —Es increíble, ese maestro no tenía parientes en esta ciudad, toda esa gente eran alumnos y padres de familia que lo conocieron.

Es curioso, en estos últimos años he tratado de descubrir el nombre del Febo, pero nadie ha podido recordarlo.

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