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sábado, 1 de diciembre de 2012

LA MASA Y EL PALACIO











Por Carlos Valdés Martín

La masa tiene vocación por apoderarse de la humanidad, aunque sólo sea evidente durante los grandes acontecimientos[1]. Masa es gente sumada; nosotros agrupados o yo mismo como hormiga aglomerada, baile de máscaras o batallón incontable. Multicolores son las amalgamas que nos juntan y uno solo el resultado. En fin, digo masa y soy cómplice de una igualdad elemental.
Esta vocación de la masa por apoderarse ha sido descrita con deleite por Lenin, quien como líder se distinguió por incitar a las masas para integrase en una cruzada, que restableciera la igualdad fundamental. Con Lenin la masa proletaria adquiere un rango ético fantasioso y casi angelical[2]. Este rango ético proviene de que la masa es el proletariado, por definición marxista, aunque presente mezclas momentáneas diversas con irrupciones campesinas y pequeñoburguesas. En él ese proletariado regenera el rumbo de la humanidad, porque el proletariado crea a futuro socialista, encargado de establecer la justicia y la equidad finales, el actor del inicio de la historia verdaderamente humana. El cumplimiento de ese ideal justiciero depende de que el proletariado no quede disgregado y disperso, se requiere de su unidad efectiva y de su eficaz estado actuante como masa. Ese es el motivo del partido proletario, que es una élite, pero que suda y se esfuerza únicamente para la masa, entonces para reunirla y evitar su dispersión: cristalizarla.
La historia de las revoluciones sociales muestra encarnada esa idea, casi estética, de la masa apoderándose de la humanidad. Los líderes políticos de tales revoluciones se presentan como moralistas de las multitudes. Uno de sus lemas implica: "las masas siempre tienen la razón". Si bien se encontrarán otras razones como la intelectual "razón marxista", la elitista "razón de partido" y la siniestra "razón de Estado", es junto con las multitudes donde la justificación del movimiento social  encuentra su motivo evidente.
Haciendo un esquema tenemos en un extremo la individualidad aislada y en el otro su pluralidad. La multitud se reúne y crece hasta alcanzar densidad, el nivel compacto que genera una fusión de individualidades. Gramaticalmente se vale decir masas o masa, pero su uso singular indica una nueva unidad: síntesis de los muchos en conglomerado que es el cuerpo de la masa. Por la magia de la densidad o la unidad de propósitos se genera una nueva singularidad, cuando la masa es esa singularidad[3]. Luego la masa unificada se dispersa y permanece latente, hasta que resurge en diversos momentos, bajo congregaciones episódicas.

La momia y la persona
Como político práctico Lenin logró, en su momento, movilizar a las masas rusas y sobresaltó al calendario planetario. Sin que sea aquí el momento de estimar esa revolución, a la vuelta de los años su recuerdo estaba engarzado bajo un culto masivo estatizado. El mausoleo de Lenin mostraba el cuerpo momificado del dirigente elevado hasta la talla de un semidiós; con pose inmutable ante una masa convertida en fila continua e interminable. Después de décadas, ya no era claro el mensaje mesiánico de Lenin —quien los convocó a tomar todo el poder entre sus manos y a revolucionar su presente— al contrario, el mausoleo servía para la consagración del status quo y la resignación ante un presente bastante gris, desde las épocas de Stalin o Brezhnev.
La momia de Lenin encarnaba al poderío ungido a perpetuidad en la persona, una clara antípoda al ideal comunitario de Marx. En vida, Lenin predicó “todo el poder” para el pueblo organizado como proletariado en soviets; con una promesa de democracia radical: etapas hacia el pleno control de los trabajadores. Con el giro de la historia triunfó el despotismo monolítico organizado bajo el aparato estatal y monopolizado por un dictador.
El mando no existe fuera de las personas, en efecto, quienes detentan personalmente el poder son una o muchas individualidades. La relación de poder misma, (por ejemplo, una correlación de fuerzas parlamentaria) rebasa a cualquier persona, pero las decisiones siempre las toma alguien. En ese sentido, la colectividad decidiendo por sí misma fuera de las personas particulares es un mito de la burocracia (el Estado con derecho a decidir por todos) o de los amantes del mercado (el mercado decidiendo por todos). 

El poder separa
Aunque Lenin no hubiera monopolizado el poder en sus manos (como la fiera maquinaria burocrática cuando lo sucedió), su momia sí servía como signo mágico para indicar separación radical entre el dirigente de Estado respecto del pueblo llano. La irremediable distancia de los vivos frente a la muerte separa. Agreguemos la distancia entre el simple ciudadano ruso y Lenin como el héroe glorificado, con fama de titán millones de veces repetida. Un cuerpo muerto y su leyenda marcan ya una gran distancia. Pero una momia solamente es símbolo de tal poder personal, y los mausoleos sólo indican una fantasmagoría funeraria de lo que fue el muerto[4]. Son palacios las organizaciones arquitectónicas adecuadas para generar tal efecto de separación entre los acaparadores del poder respecto de una masa circundante. El tamaño colosal de las construcciones sirve para marcar la grandeza del gobernante frente al ciudadano. Las altas murallas son para separar de forma efectiva e incluso militar, de tal modo que los gobernantes tengan protección ante los súbditos descontentos. La elegancia de las construcciones atrapa la imaginación popular en torno a la majestad de los mandatarios. Formaciones de piedra sirven para evocar la eternidad que desean ganar los gobernantes. En la mente de los gobernados debe establecerse una reverencia ante lo desconocido, misterioso y grandioso[5].

El asalto al palacio 
La revolución rusa inició su historia con el antagonismo radical contra esas edificaciones palatinas. Nada más palaciego que esa dinastía Romanov que gobernó ese gran imperio, acallando los descontentos con sangre y fuego. En la revolución de 1917 el único modo para transformar la vida social era asaltando el palacio, cuando el “diálogo” que entendía esa dinastía era el de las balas y bombas[6]. Esa revolución fue un movimiento de masas, lucha entre multitudes plebeyas y testas coronadas, donde un asalto contra la sede dinástica culmina ese proceso. Aunque se mezcla la conspiración partidista y la organización militar, la técnica del golpe de Estado y lo demás[7], integrada queda la vocación de la masa por transgredir esa barrera del poder establecido, con la emoción masiva de irrumpir e inundar ese aparente recinto de lo sagrado. Atacar el Palacio de Invierno exige asaltar otras “dependencias” (lo dependiente de la corona en lo estricto y simbólico), por eso repiten las tomas de oficinas públicas y mansiones. En esta perspectiva, cualesquiera construcciones relacionadas con el gobierno o la realeza son pequeños palacios, que son sucesivamente invadidos en ecos de un gran asalto.

La restauración monumental y la marea de la historia
¿Dónde termina el asalto a un palacio? Durante el amotinamiento la multitud ataca la construcción, y en la ebriedad golpista se rompen cristales y vajillas, rasgan cortinas y rompen muebles, incluso incendian[8]. Luego el fragor de la batalla se detiene, después algunos castillos son derribados hasta los cimientos y otros van revitalizándose, cuando los nuevos habitantes de los palacios se sienten los actores del viejo guion: el texto de la dominación con el antiguo juego de unos pocos decidiendo por todos. El asalto puede terminar como absurdo cambio de personal o hasta con el perfeccionamiento del sistema, incluyendo los recintos del poder. El caos momentáneo quizá termina con la instauración de un orden más rígido y amurallado de monumentos. Las construcciones se fortifican para restaurar el ego individual de los amos, quienes levantan murallas más altas para conjurar el peligro[9]. En el extremo opuesto el simple súbdito queda en la masa como disuelto, y las arquitecturas abiertas o confluyentes son el lugar adecuado como las plazas públicas, donde se escenifica esa masificación mansa. Tras los muros altos, los palacios se identifican con castillos creados para evitar la irrupción; de ese modo protegido el sitio acepta las visitas ceremoniales y mesuradas, jamás irrupciones[10]. El asalto masivo define la violación del principio palaciego.
Cuando el ingreso del pueblo al recinto sacro del poder ocurre por vía pacífica y electoral, los representantes de la población son los que ingresan, pero —por regla general— son transformados o “tentados”. El mero acto de la delegación del poder ya entraña la semilla de enajenación entre representado y representante, como lo captó J.J. Rousseau al argumentar sobre la democracia[11]. El establecimiento dentro de un palacio indica la entrada a un universo simbólico. El mandato popular se convierte en investidura (federal o parlamentaria) y ésta en el fetiche de quien la porta; además, el puesto otorga privilegios e ingresos superiores para quien posee el cargo de representante, por eso la investidura jamás debe perpetuarse porque se convierte en tiranía. Una y otra vez, los parlamentarios de los grupos democráticos y radicales abandonan a sus bases, se van transformando en señores engreídos de su investidura. El "cretinismo parlamentario" se comentó como un mal que esterilizó las ansias de cambio de la socialdemocracia europea a principios de siglo y permitió el aval de los créditos de guerra[12]. No solamente el individuo al ser representante cambió, también las organizaciones de representación enteras se transforman[13]. En la Rusia post-revolucionaria, igual los soviets (representantes de obreros y campesinos) perdieron su encanto plebeyo; luego se convirtieron en integrantes de un ritual antidemocrático y engranaje de la maquinaria burocrática.
Entre el asalto y la restauración de los palacios se describe un ciclo preciso. En el conjunto, vemos un ascenso seguido de un descenso en el nivel de masas participando, con sus ingredientes caóticos y desorden que acompañan el cambio. El desorden que acompaña a la masa contiene su perfil heroico, pues el caos obliga a crear a partir de la libertad e improvisar un porvenir inexistente[14]. El orden que toma cuerpo en las construcciones palaciegas obtiene ingredientes majestuosos, donde pocos perciben las exigencias de diseñar las libertades y la convivencia. En granito y mármol cuaja el anhelo humano de permanecer victoriosos sobre lo caduco; el anhelo de eternidad plasmado ya desde las pirámides de roca[15]. En la marea de la historia, las pretensiones de eternidad convertidas en despotismo perecen aunque traten de amurallarse tras sólidas rocas, y mueren mientras ímpetus de nueva instauración brotan: los ímpetus para alcanzar otro milenio.

NOTAS:




[1] CANETTI, Elías, Masa y poder, Ed. Mushkin.
[2] A nivel estricto cuestiona al populismo narodniki, cuando adora al pueblo como bueno; pero él establece un camino marxista, donde el proletariado contiene el potencial de todo lo bueno, como la clase que redimirá a la humanidad para establecer el reino definitivo de la justicia. Cf. LENIN, Obras escogidas en tres tomos, Ed. Progreso. En este sentido, Mao representa un regreso del “amor al pueblo” de los narodniki rusos.
[3] Bajo ciertos contextos físicos, el término “singularidad” es diferente al usual, pues implica la ruptura de las leyes ordinarias de la física; en ese sentido, un “agujero negro” es una singularidad. De modo paralelo, la libertad absoluta de la masa en pleno, implica una paradoja de singularidad, como observó Hegel en la Fenomenología del Espíritu, sobre la masa reunida y el Terror revolucionario, derivado de la conversión de la libertad colectiva en una singularidad paradójica.
[4] En su fantasía el emperador amarillo, diseñó su mausoleo como si siguiera gobernando desde el más allá con sus miles de guerreros de terracota a escala natural.
[5] El recinto del poder combina estas cualidades, pues lo desconocido sin atracción no es misterioso, lo misterioso puede encerrar algo ominoso y no grandioso, y éste no es evidencia sino una trascendencia. El supremo poder supone esa combinación, por tanto su ocultamiento ya implica un discurso, una semiótica que atrapa la conciencia del gobernado.
[6] El periodo de bombas no pertenece a los bolcheviques, sino al anarquismo, sin embargo, es la genealogía del hermano mayor de Lenin, condenado por un atentado al zar ruso, Alejandro II. Cf. TROTSKY, León, El joven Lenin.
[7] Cf. MALAPARTE, Curzio, Técnica del golpe de Estado. Autor que reduce el nudo de esto a una adecuada técnica para asaltar el aparato del Estado.
[8] Los relatos de oleadas revolucionarias muestran el fervor del saqueo, donde el acto es más simbólico, que de efecto económico, como en cuentos de José Luis Martínez sobre la revolución mexicana, donde los trofeos saqueados es un bacín de bronce o un gran espejo roto.
[9] Quien acapara el poder siente el peligro en la nuca y late la paranoia en su corazón. Cf. CANETTI, Elías, Masa y poder.
[10] El medioevo se ha descubierto como la época de los castillos, cuando el poder aristocrático está fortificado en cada punto, el noble es guerrero. Cf. ANDERSON, Perry, Transiciones de la antigüedad al feudalismo y El Estado Absolutista.
[11] ROUSSEAU, Juan Jacobo, El contrato social.
[12] LUXEMBURGO, Rosa, Reforma o revolución. Debates con Karl Kautsky.
[13] Esta transformación es lo que la imaginación popular asimiló como el llamado al “lado oscuro” desde los personajes de Starwars.
[14] Para Ortega y Gasset también a este principio de acción de masas lo acompaña un sobre-simplificación que no restaura la democracia, pues la “acción directa” destruye las mediaciones de la política, incluso a la representación misma. Cf. ORTEGA Y GASSET, José, España invertebrada.
[15] CLARK, Kenneth, Civilization, Pone énfasis que la búsqueda de la pirámide egipcia de piedra es la eternidad.

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